domingo, 5 de marzo de 2017
HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 3
Pedro debería haberse imaginado que emborracharse no iba a ser la solución a sus problemas y que no iba a ayudarlo a quitarse a Paula Chaves de la cabeza.
Llevaba un mes fuera y le parecía que había pasado ya un año o diez, o la eternidad.
¡No podía creerse que se hubiera marchado! No había nadie que adorara su casa tanto como ella. Y, sin embargo, veinticuatro horas después de regresar de la boda de su hermana, había puesto un cartel de «Ausente por asuntos de negocios» en la puerta de la peluquería y siete días más tarde se había ido.
—Ni siquiera se ha despedido —había dicho Pedro desconcertado al descubrir su partida.
—Porque todavía estabas en la cama —le había dicho Arturo con cierto tono de desaprobación—. Durmiendo la mona…
Era cierto que Pedro se había recorrido todos los bares desde el Dew Drop hasta The Barrel, en Livingston, tratando de ahogar sus penas en alcohol y buscando una mujer que le interesara más que Paula. Pero había sido un esfuerzo baldío.
—Podrías haberla detenido —le había dicho Arturo.
—Sí, claro, haberle rogado que no se fuera.
—Exactamente —había asentido Arturo.
Pero Pedro jamás habría podido hacer nada así, jamás habría admitido lo que sentía, cuando ella lo trataba como basura.
—Habría parecido un completo idiota.
—¿Y ahora no?
¡No, claro que no! Solo parecía cansado.
Pero un mes después seguía pareciendo cansado. Y es que era un trabajo agotador tener que salir cada noche y seducir a una mujer, cuando realmente no le apetecía hacerlo.
Arturo estaba disgustado con él y no necesitaba decírselo.
Bastaba con que se sentara cada noche en el sillón, con aquel libro de Zen que la madre de Paula le había regalado y lo miraba con triste resignación.
—La vida es lo que tú haces de ella —le dijo el viejo aquella noche.
—No me cabe duda de que lo es —respondió Pedro exasperado.
—Cada cual es lo que hace —insistió Arturo con el libro de Zen sobre su regazo, como una presencia amenazante. Sin duda, aquel era el instigador de semejantes pensamientos.
—¡Yo estoy haciendo algo!
—Emborracharte y tratar de ligar —aclaró Arturo.
—¡Hace semanas que ya no me emborracho!
—¡Demos gracias a Dios por ello! —dijo Arturo en tono piadoso.
—A ti no te hace ningún mal que yo me emborrache.
—Y ti no te ayuda, ¿verdad?
—¡Nada me ayuda!
—Eso es patente —respondió Arturo—. Quizás deberías intentar algo diferente.
—¿Cómo qué? —dijo Pedro en un tono beligerante y miró el libro—. Supongo que esa cosa tiene todas las respuestas.
—Podría decir que sí.
—¿Por ejemplo?
Arturo se encogió de hombres.
—A donde vayas, allí estarás —Pedro lo miró confuso—. Si no vas, pues nunca llegarás.
Pedro lo miró confuso.
—Yo no me he movido de aquí.
—Eso no es totalmente cierto —murmuró Arturo—. Solo que a veces eres tan ciego que no ves. ¿Amas a Paula Chaves?
—Bueno, yo…
—Amas a Paula Chaves —afirmó el viejo—. Llevas más de un mes intentando olvidarla: trabajas, te emborrachas, buscas otras mujeres. Eso no te ha hecho ningún bien. Y, ¿ha funcionado?
—Bueno, la verdad…
—No ha funcionado —Arturo respondió a su propia pregunta—. Así que tienes que intentar otra cosa. Algo para convencerla de que la amas.
Pedro abrió la boca para protestar, pero la cerró de nuevo.
No veía el modo de llevar a cabo nada semejante, y menos aún teniéndola lejos.
Además, confesarle a una mujer que la amaba era algo muy arriesgado.
Implicaba decir cosas que él nunca antes había dicho, y menos aún a la única mujer que tenía todo el derecho del mundo a odiarlo.
—Pero, claro, eres un cobarde —murmuró Arturo.
Pedro apretó los dientes y respondió rápidamente.
—De acuerdo, oigamos lo que tienes que decir. ¿Qué proverbio Zen me vas a dar ahora?
—Nada de proverbios Zen —dijo Arturo—. Puro sentido común. «Si la montaña no va a Mahoma, Mahoma irá a la montaña». Que en nuestro caso sería: «Si el barco no viene a ti, ve tú al barco».
HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 2
Paula Chaves recordaba que había estado desde niña prendada de la idea de enamorarse y casarse. De pequeña siempre jugaba a ser una esposa y una madre, mientras que sus hermanas, Patricia y Maria, jugaban a los vaqueros y a los médicos.
Tenía que admitir que, cuando a los diecinueve años se comprometió con Mateo Williams lo hizo más por ese deseo obsesivo que porque realmente lo amara, o él la amara a ella.
Se había sentido totalmente desolada cuando la había abandonado, pues todas sus esperanzas y sueños se habían desmoronado. Se había visto como una necia. Aún
peor, como una fracasada. Pues, a ojos de Paula el rechazo de Mateo había sido un público reconocimiento de que no era una mujer capaz de satisfacer a un hombre.
—Lo que tienes que hacer es conocer a otros —le había dicho su hermana Maria.
—Mejores que ese —había sido la opinión de Patricia.
—Lo que te ha ocurrido es como cuando te caes de un caballo —había dicho Arturo Gilliam—. Enseguida tienes que levantarte y volver a montar.
—Ya encontrarás al hombre adecuado algún día, no te preocupes —la había animado su madre.
Pero Paula ni siquiera quería buscar a alguien. Ya se había sentido humillada una vez. Había confiado en Mateo, le había entregado su corazón y él lo había tirado a la basura.
No obstante, y a pesar de su promesa de no volver a confiar en un hombre jamás, sus sueños de amor y matrimonio no habían muerto. Y, aunque había desistido de intentarlo con hombres reales, había sucumbido a los hombres de sus
fantasías.
Ese era el caso de Santiago Gallagher.
Santiago era exactamente el caballero de sus sueños: guapo, fuerte, valiente, decidido, listo y sexy.
Y, sobre todo, no suponía un peligro.
Lo había visto siempre en el cine o en la televisión, había leído sobre él en revistas, y se había permitido imaginar lo que sería estar casada con él. Carecía de peligro alguno, pues era inalcanzable.
Hasta que Santiago decidió asistir en Elmer a la gran subasta benéfica de los vaqueros de Great Montana para salvar el rancho de Maddie Fletcher.
En ese momento, el mundo de los sueños colisionó con el mundo real, pues lo que hasta entonces solo había sido una fantasía, podía convertirse en realidad.
Durante semanas antes de la subasta se había sentido atormentada por la posibilidad y el reto que suponía. Y, mientras peleaba con aquellas sensaciones, llegó a darse
cuenta de lo vacía que estaba su vida.
Podría haber obviado aquel sentimiento, de no ser por Pedro Alfonso. Porque podía ignorarse a sí misma, pero le resultaba imposible ignorarlo a él.
¡Nadie podía ignorar a Pedro Alfonso!
Era demasiado vital, demasiado intenso, demasiado… demasiado todo.
Recordaba con toda claridad como, desde niña, nunca había dejado de estar presente en su vida, llamando su atención. Y tenía que reconocer que era fascinante, más grande, más fuerte, más rudo que todos los demás.
Pero a diferencia de sus hermanas, Paula jamás se había sentido cómoda en compañía de los vaqueros. Por eso, le había gustado Mateo, porque no era tan brusco, era mucho más suave, más gentil.
Pero Mateo la había rechazado.
¡Y había sido por culpa de Pedro Alfonso!
Aquel verano, al regresar del rodeo Wilsall, Mateo le había dicho que, hablando con Pedro, había decidido viajar un poco con su amigo antes de atarse a ella.
Al principio, Paula no se había preocupado. Le había parecido una buena experiencia.
—No te dejes llevar demasiado por Pedro —le había advertido.
Y Mateo le había respondido con una carcajada.
—No te preocupes.
Pero sí tuvo de qué preocuparse cuando dos meses después y quince minutos antes de la ceremonia de su boda, Mateo no apareció.
—Dice que todavía no está preparado —le había dicho Pedro.
—¿Qué quiere decir con eso de que «no está preparado»?
—La verdad… la verdad es que dice que no puede hacerlo. Que tiene aún muchos sitios a los que ir, cosas que experimentar, que ver…
Paula se había quedado sin palabras. Incrédula, se había quedado con la mirada fija en el teléfono, mientras cien personas esperaban a la puerta de la iglesia.
Su madre llevaba varios minutos llamándola, diciéndole que colgara de una vez y bajara. Su padre miraba sonriente a su hija.
Pero ella no le había devuelto la sonrisa, se había limitado a mirar al teléfono, escuchando a Pedro Alfonso.
—¡Por favor, Paula, di algo!
—Es una mentira —había contestado ella, convencida de que Pedro Alfonso podía tomarse un matrimonio a sorna. Así era Pedro.
—No, Paula —le había dicho él en un tono definitivo—. No es una mentira. Mateo no va a ir, no quiere casarse. Cancela la boda.
Mortificada, había colgado y había hecho exactamente lo que Pedro le había indicado, cancelar la boda.
Pero una rabia indomable se había despertado dentro de ella contra él, por su impaciencia, por no haber dicho ni tan siquiera «lo siento».
¿Por qué habría de haberlo hecho? Estaba segura de que Pedro Alfonso pensaba que era una perdedora, alguien que no valía la pena, y había acabado por convencer a Mateo.
¡Él había influido en su prometido!
Paula todavía le guardaba rencor y, no solo por aquello, sino porque cada vez que lo miraba se acordaba de su fracaso.
Ella no era la persona que había querido ser. Se había convertido en una buena mujer de negocios, pues tenía el único salón de belleza de Elmer, y una tienda de alquiler de vídeos. Trabajaba como voluntaria en la biblioteca, era la tía de seis sobrinas y un sobrino, y la persona a la que Sid, el gato, quería con pasión.
Pero no tenía novio, ni marido, ni hijos.
No era ni una esposa, ni una madre.
La habían rechazado, y cada vez que veía a Pedro Alfonso se acordaba de eso.
Durante los últimos diez años no habían tenido mucho contacto, pues los vaqueros como él no se acercaban a los salones de belleza.
A veces pasaba todo un año sin que lo hubiera visto.
Por supuesto que sabía de él, de cómo iba en los rodeos. No era un campeón nato, como Noah Tanner, pero había logrado llegar a varias finales nacionales y aquella temporada iba a ir a Las Vegas.
—Pedro dice que este es su año —le dijo la hermana de él, Julia, un día en la peluquería—. Si gana en Las Vegas, quizás se retire y vuelva a la ciudad.
La idea de encontrarse con Pedro Alfonso todos los días de por vida le provocaba a Paula una desagradable taquicardia.
—Puede que ya esté preparado para asentarse, encontrar una buena mujer y tener un montón de hijos.
Un inesperado sonido gutural se le había escapado a Paula de la boca. Julia la había mirado y había sonreído malévolamente.
—Quizás lo mande para acá.
—No, gracias —había sido la respuesta de Paula.
—Pero en el pasado solía gustarte —le recordó Julia. Aquel era el problema de vivir en un lugar pequeño toda la vida. La gente se acordaba de todas las estupideces que alguien hacía o decía. Y, mucho tiempo atrás, cuando estaba en sexto curso, Paula había dicho que el hermano de Julia era atractivo.
—Tengo mejor gusto que entonces —había contestado Paula bruscamente.
Julia se había lanzado, de inmediato, a la defensa de su hermano.
—¡Pero no está tan mal!
—No estoy interesada en tu hermano.
Por si acaso, Paula rezó para que no se convirtiera en el campeón federal en Las Vegas. Al enterarse de que había sufrido un accidente en ese mismo campeonato, se había sentido culpable. No había querido que ganara, pero tampoco que acabara en el hospital.
Pero parecía que su destino estaba dispuesto a castigarla por su osadía, pues, Arturo Gilliam lo había metido a trabajar en su tienda. Aunque, más bien, había sido una coincidencia milagrosa que Pedro se encontrara en la tienda cuando Arturo sufrió su ataque al corazón.
Después de aquello, y aunque ella había insistido en que podía llevar la tienda sola, Arturo insistió en que Pedro se quedara.
Desde entonces, había tenido que ver a Pedro Alfonso todos los días. El contacto con él había sido lo suficientemente enloquecedor como para que acabara decidiendo ir por Santiago.
Paula no había hecho sino soportar las risas, bromas e indirectas de Pedro, y no había pasado ni un solo día sin que hubiera hecho algún comentario sobre Santiago Gallagher y ella.
Se había sentido primero incómoda, luego enfadada y luego desesperada.
Pero, según iba acercándose el día de la subasta benéfica, en sus sueños empezaba a aparecer Pedro tanto o más que Santiago. Sin duda, era una confusión inconsciente. Pedro era guapo, aunque nunca habría sido capaz de admitirlo en alto, era moreno y con los ojos azules, igual que Santiago. Pero mientras este era cálido y dulce, al menos en las películas, aquel era irónico, rudo y demasiado burlón.
Paula sentía siempre el irrefrenable impulso de lanzarle cosas a la cabeza.
Trataba de mantenerse alejada de él, pero eso no significaba que le pasara desapercibido.
Cuando no estaba burlándose de ella, estaba flirteando con las mujeres que entraban en la tienda. Y no solo con las locales, sino también con todas las que habían llegado a Elmer con motivo de la subasta.
—No vienen por ti —le había dicho ella en una ocasión.
—Yo no estoy en venta —había respondido él.
—Menos mal, porque nadie te compraría.
Pedro se había reído, pero Paula no lo había dicho para provocarle ninguna carcajada.
Lo peor era que sabía que no era verdad. De haber subastado a Pedro Alfonso estaba segura de que muchas mujeres habrían pujado por él. Tenía cientos de muchachas detrás que querían quedarse en alguna habitación extra en casa de Arturo solo para estar junto a Pedro mientras esperaban al día de la subasta.
Paula había llegado a decir algo sobre su harén.
—¿Estás celosa? ¿Quieres formar parte de él?
—Jamás compartiré a mi hombre —le había dicho ella.
—Si es que alguna vez consigues otro —había sido la hiriente respuesta de él.
Al ver el gesto de ella, había tratado de poner remedio—. Lo siento.
Pero el impacto de lo que había dicho había sido demasiado fuerte.
Aquel había sido el momento en que Paula había empezado a considerar la posibilidad de pujar por Santiago. Al principio, la idea le había parecido descabellada, pero luego había decidido que necesitaba vivir de verdad.
La fantasía ya no era suficiente para ella.
El día de la subasta se armó de valor y se dirigió hacia allí dispuesta a pujar por él. Invirtió en Santiago hasta el último céntimo y ganó.
A pesar del ataque de pánico que había sufrido, finalmente todo había valido la pena solo por ver la cara de incredulidad de Pedro Alfonso.
El recuerdo de aquellos momentos aún la hacía sonreír.
Había sido tan inesperadamente satisfactorio que la había convertido en una adicta a sorprender a Pedro. Quería volver a hacerlo.
Por supuesto, si Santiago se hubiera enamorado de ella, Pedro sí que se habría quedado totalmente boquiabierto. Pero eso no ocurrió.
No fue en absoluto un problema, porque ella descubrió que tampoco estaba enamorada de él. Al menos, no como su hermana Patricia a la que Santiago correspondía con igual intensidad.
Pero, al verlos, había decidido que ella también quería ese tipo de amor, así es que había decidido seguir buscando.
En abril, había contratado un viaje en un crucero para solteros, y la experiencia había sido plenamente satisfactoria, y con la ventaja añadida de que había dejado a
Pedro Alfonso sorprendido una vez más.
En el crucero había conocido a mucha gente, a muchos hombres, fundamentalmente, y había aprendido a no ponerse tan nerviosa con ellos. Claro que Pedro Alfonso seguía siendo la excepción. Había albergado la esperanza de que el crucero la hubiera curado de eso también, pero no lo había hecho.
Al regresar, se había encontrado también con que, lejos de desaparecer de su vida, parecía más decidido que nunca a establecerse en Elmer.
—Arturo me ha pedido que me quede en su casa —le dijo él—. Como el rancho de Ray y Julia es un poco pequeño, he decidido hacerlo mientras me construyo la mía.
¡Su casa! Eso significaba que estaba dispuesto a asentarse, tal y como Julia había dicho. El mismo se lo había confirmado e, incluso, le había dejado caer que tenía a una determinada mujer en mente. Pero no estaba dispuesto a decirle quién.
Paula no podía adivinar de quién se trataba, pues cada vez lo veía con una mujer diferente, especialmente, durante la subasta.
La perspectiva de una continua presencia de Pedro había sido lo que la había decidido a solicitar un trabajo en un crucero.
Tenía treinta años y quería una vida, marido e hijos. Aceptar un empleo así era un modo como cualquier otro de hacer que eso sucediera.
Al regresar de la boda de Patricia y Santiago, se había encontrado con una carta en la que le informaban de que había sido admitida. La sola idea de irse la aterró.
Pero también le dio un enorme placer cuando le dijo a Pedro Alfonso que se marchaba de Elmer.
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