domingo, 12 de febrero de 2017

FUTURO: CAPITULO 3




TÚ! Al oír aquel grito de indignación, Pedro sintió una luz cegadora y se cubrió los ojos con la mano. Arrugando los párpados, trató de recordar dónde estaba. Levantó la cabeza y vio dos cosas; un bebé dormido y Paula Chaves, en ropa interior, mirándole boquiabierta desde la puerta. Él también se le quedó mirando, sorprendido y cegado. Por suerte, fue capaz de mantener la otra mano sobre la espalda del pequeño, que ya empezaba a moverse.


—Apaga la maldita luz —le dijo en un tono enérgico.


—¿Qué? —Pau no se movió.


Hernan gimió.


—Apaga la maldita luz.


Pedro se hubiera levantado y lo hubiera hecho él mismo, pero no quería despertar del todo al bebé.


—A menos que… —añadió—. A menos que quieras que empiece a llorar. De nuevo.


Después de tres horas de continuo llanto, el niño se había callado por fin un rato antes, y lo último que quería era que empezara de nuevo. Tenía los músculos agarrotados, en tensión. Solo había conseguido que se callara sacándole una hoja del libro de su hermano Theo y acurrucándole sobre su pecho. Eso, por lo menos, sí que había funcionado. 


Por fin, Pau hizo lo que le pedía. La luz se apagó. Pero todavía podía ver la silueta de esas gloriosas curvas en el umbral.


—¿Qué estás haciendo en el dormitorio de la abuela? —le preguntó ella.


—Adivina —le dijo él, cada vez más molesto—. Y cierra la puerta. Me iré en cuanto me aseguré de que está dormido.


—Oh.


Aquel sonido, a medio camino entre un suspiro de exasperación y otro de desprecio, llevaba consigo muchas dudas. Pero por lo menos cerró la puerta y se quedó al otro lado de ella.


Pedro apretó los dientes. De haber tenido oportunidad, hubiera cerrado los ojos y se hubiera vuelto a dormir, pero sabía que ya no podría pegar ojo. Paula volvería, más molesta de lo que estaba ya, y despertaría a Hernan. Y aunque una parte de él deseaba verla sufrir a manos de un bebé enfadado, tampoco quería despertar al niño de nuevo. 


Suspirando, Pedro agarró al bebé de la cintura y rodó sobre sí mismo hasta colocarle sobre el colchón. Hernan balbuceó algo. Pedro se quedó quieto. La puerta se abrió una fracción.


—¿Y bien? —susurró una voz.


Pedro apretó los dientes.


—¡Fuera! —contuvo la respiración y esperó hasta asegurarse de que Hernan seguía durmiendo. Después le acarició la cabecita, empezó a deslizarse hacia el borde de la cama… Y entonces, de repente, sintió que algo rebotaba contra la cama.


—¿Qué demonios…?


Una cabeza peluda chocó contra su hombro. Pedro estiró la mano y se encontró con un gato. ¿Un gato? Hizo una mueca, recordando de repente. Teniendo cuidado de no hacer vibrar el colchón, se levantó despacio, tomó al gato en brazos y se dirigió hacia la puerta casi de puntillas. Paula Chaves se estaba poniendo unos pantalones cortos a toda prisa. Cuando Pedro consiguió mirarla a la cara, se encontró con unos ojos que lo taladraban. Cerró la puerta lentamente, cruzó la habitación y le puso el gato en los brazos.


—¿Es tuyo? —le preguntó en un tono ácido.


Ella abrazó al gato y escondió el rostro en aquella bola peluda durante unos segundos.


—Sí —dijo ella—. ¿Qué estás haciendo aquí? Tú y… ¿tu bebé? —casi empezó a tartamudear.


—No es mío.


Durante una fracción de segundo ella puso una cara que no podía descifrar.


—¿Entonces qué haces aquí con él?


—Su cama está aquí.


—¿Su cama? —Pau parpadeó.


—Su cuna —añadió Pedro—. ¿No la viste?


—No me he fijado. Te vi a ti… y… —gesticuló y señaló el dormitorio.


—Hernan.


Ella se quedó mirando unos segundos. Abrió la boca y la cerró.


—¿He… Hernan?




—Hernan —Pedro asintió.


—No…


Sacudió la cabeza y su voz se perdió momentáneamente. Su mirada se desvió un momento hacia la puerta cerrada, y después hacia él. Abrazó al gato con más fuerza, como si fuera una especie de escudo protector. Pero el minino se retorció y se le escurrió de entre los brazos. Los gatos eran así. Por eso a Pedro le gustaban más los perros.


—¿El Hernan de Mariana? —le preguntó en un tono de absoluta incredulidad.


—El mismo.


Pedro le dio unos segundos para digerir la noticia. La duda y la incredulidad no tardaron en desvanecerse y fueron reemplazados por una mirada, no de sorpresa, sino de resignación. Su rostro se tensó; se puso seria. Parecía que tenía la misma opinión que él de Mariana. Por fin, algo en lo que podían estar de acuerdo…


—¿Dónde está Mariana? —miró a su alrededor como si no hubiera visto a la madre de Hernan.


—En Alemania.


—¿Qué? Estás de broma.


—¿Te parece que estoy bromeando?


Sus miradas se encontraron, batallaron.


Finalmente Paula aceptó la noticia y sacudió la cabeza.


—Oh, por Dios.


Parecía cansada y disgustada. Tenía el rostro pálido, y las pecas se le veían más que nunca. La indomable Paula Chaves parecía agotada. Era la primera vez que la veía así, sin la máscara fiera que siempre llevaba ante el mundo, o por lo menos ante él. De repente recordó aquel día, cuando ella le había revelado sus esperanzas. Y él había huido de ellas. No quería pensar en eso. Ni ella tampoco. Eso era evidente. Debía de haberse dado cuenta de que estaba revelando demasiado, así que se puso erguida y cruzó los brazos sobre el pecho.


—¿Qué está haciendo aquí? —le preguntó con frialdad—. Contigo.


—Estaba con tu abuela.


—¿Y Mariana se ha ido a Alemania? —le preguntó, llena de dudas.


—Por lo visto, es allí donde está el padre de Hernan.


Paula frunció los labios. Necesitaba unos segundos para asimilar la información. De repente tuvo el mismo pensamiento que él había tenido.


—¿Y por qué no se llevó al niño?


—Maggie me dijo que el padre de Hernan no sabe que tiene un hijo.


—Así que ha ido a decírselo —Pau puso los ojos en blanco.
No era una pregunta. Suspiró y sacudió la cabeza.


—No creo que eso vaya a traer nada bueno —dijo y volvió a pensar en ello un momento—. Bueno, supongo que a ella sí que le viene bien. Así se puede librar de sus responsabilidades durante un par de días.


—Un par de semanas —le dijo Pedro—. Dos semanas.


—¿Qué?


—No grites. Lo vas a despertar. Eso sería lo último que querrías. Créeme.


Para sorpresa de Pedro, ella apretó los labios y no dijo ni una palabra más. Se le quedó mirando en silencio. Y él le devolvió la mirada, preguntándose por qué lo hacía, por qué lo había hecho siempre. Paula no era hermosa. Y tampoco era su tipo. Normalmente él se decantaba por las rubias de pelo largo y liso; chicas pequeñas con curvas a las que podía abrazar y mimar. Pau era casi tan alta como él, angulosa, pelirroja, de pelo rizado, rebelde, y tenía unos ojos verdes que escupían fuego en vez de seducir. No era su tipo en absoluto. Y sin embargo, la había deseado locamente desde el primer momento que la había visto. Y la seguía deseando… Eso era lo que más le molestaba. No quería verse asediado. No quería dejarse dominar por atracciones fatales que no llevaban a ninguna parte. Se había pasado media vida intentando mantener a raya esa clase de sentimientos. Prácticamente todas las mujeres con las que había estado le habían dicho lo mismo, y tenían razón. Tenía fobia al compromiso… Todas se preguntaban qué le había pasado para no poder implicarse por nada ni por nadie…
«No tiene fobia al compromiso. Es que es un egoísta…», le había dicho su hermana Teresa a una de ellas.


Y sus palabras eran, en esencia, verdad. Las relaciones requerían esfuerzo, conllevaban exigencias, llevaban tiempo… No estaba interesado en ninguna de esas cosas. 


Le gustaba disfrutar de su libertad, quería estar libre de ataduras… Y era precisamente por eso que Pau le despreciaba. Era por eso que prácticamente le aborrecía. 


Habían pasado tres meses juntos; una buena época… según recordaba. Nunca había congeniado tanto con una mujer como lo había hecho con Paula, en la cama y fuera de ella. 


Pero al final, como siempre, ella había terminado pidiéndole más de lo que podía darle… Según le había contado Maggie, por fin había encontrado a alguien… Y, al verla, no había podido evitar fijarse en su mano, para ver si llevaba un anillo.


Lo llevaba. La joya resplandecía a medida que se movía.


Pedro apretó la mandíbula.


—Impresionante.


—¿Qué? —Pau parpadeó.


—No importa.


Ella había conseguido lo que quería. Mejor para ella. 


Sonriente, Pedro se encogió de hombros.


—Bueno —le dijo—. Me voy entonces.


—¿Irte? ¡No!


La desesperación con la que le habló le hizo pararse en seco. Pau se tapó la boca con la mano, arrepentida de haber gritado tanto… Esperó un par de segundos, pero no se oyó sonido alguno en el dormitorio.


—Quiero decir que… no. No puedes irte.


—¿No puedo irme?


—Bueno, quiero decir que… no me conoce. ¡Te conoce a ti! —Pau se encogió de hombros.


—Hace quince horas tampoco me conocía a mí.


—Pero ahora sí.


—¿Y?


Las mejillas de Pau ardían por dentro y por fuera.


—No querrás que le dé un ataque cuando se despierte y se encuentre con una completa extraña, ¿no? —gesticuló con las manos.


El anillo brilló de nuevo. Pedro arrugó los párpados.


—Quieres decir que no quieres.


Ella no lo admitió. Le lanzó una mirada vacía, frunció los labios y levantó la barbilla.


—Los niños necesitan continuidad —dijo. Escuchándose a sí misma, parecía un anuncio contra el maltrato infantil.


—¿Y quién lo dice?


—Yo trato con niños todos los días. Soy bibliotecaria.


—Entonces dile que se calle.


—No soy la bibliotecaria típica. Yo cuento cuentos con marionetas… —los ojos de Pau centellearon.


—Seguro que a Hernan le encantarán.


—Te estás riendo de mí.


—No —juró él.


Aunque sí que le gustaba ver cómo le relampagueaban los ojos…


Siempre le había gustado.


—Sí lo haces —le dijo ella, lanzándole una de sus miradas reprobadoras—. Pero cuando se despierte y no sepa quién soy, no será muy bueno para él.


—Creo que la vida no ha sido muy buena para Hernan hasta este momento.


Pau abrió la boca. Y la cerró de nuevo. Finalmente, suspiró.


—Pobre Hernan. La abuela no debería haberse hecho cargo de él.


—Y eso hubiera sido mejor porque… —Pedro frunció el ceño.


Ella gesticuló, lanzando los brazos al aire.


—Porque a lo mejor así Mariana se hubiera comportado de forma responsable, por una vez…


—Yo no estaría tan seguro.


—No. Probablemente no. Pero no sé qué hacer. ¡No puedo hacerme cargo del niño durante dos semanas! Y la abuela no va a poder tampoco.


—El número de Mariana está en el cuenco con forma de gallo. A lo mejor tú tienes mejor suerte y consigues contactar con ella.


—Lo dudo. ¿Alemania? —Pau sacudió la cabeza—. No sé por qué la abuela le dijo que sí. Ni siquiera me lo dijo cuando me llamó.


—Tampoco me lo dijo a mí, hasta que tuve que traerla al hospital.


Al ver la mirada de sorpresa de Paula, Pedro se encogió de hombros.


—Bueno, ¿qué iba a hacer? ¿Llamar a los servicios sociales y decirles que vinieran a buscar a un niño del que no podía ocuparse más?


—Claro que no, pero… —Pau hizo una pausa y pensó—. Supongo que no quería darte la oportunidad de echarte atrás.


—O no quería dártela a ti, evidentemente.


—Bueno, ¿qué vamos a hacer entonces?


—¿Qué vamos a hacer? ¿Nosotros? —Pedro parpadeó.


—Ah, se me olvidaba. A ti no te va lo de responsabilidad, ¿verdad?


—Estoy aquí —señaló Pedro, cada vez más molesto. Sus dardos ponzoñosos estaban haciendo efecto.



—Y te vas.


—¿Quieres que pase la noche contigo? —le preguntó, levantando las cejas.


—No. Dios me libre. Solo trato de averiguar qué es mejor para Hernan.


—Bueno, yo ya he cumplido con mi parte. Maggie me dijo que te ocuparías de todo.


—¡Eso no es lo que me dijo a mí! Me dijo que debía ayudarte.


—Pero tú eres su nieta.


—¡Y tú eres su casero!


—Tú eres la tía de Hernan. O la prima. O algo parecido.


—No… Técnicamente, Mariana es la nieta de Walter, así que no es de mi sangre.


—Ni de la mía.


Se hizo un silencio. Pedro podía oír cómo rompían las olas contra la orilla a medio kilómetro de distancia. Casi podía ver cómo se formaban los pensamientos en la mente de Paula, aunque no supiera cuáles eran esos pensamientos exactamente. Finalmente, ella se rindió.


—Muy bien —le dijo abruptamente—. Vete. Toma tu libertad y vete a otra parte. No esperaba otra cosa —Pau echó a andar hacia el dormitorio.


De forma instintiva, Pedro le bloqueó el paso.


—Si necesitas que me quede, me quedo —dijo, sin saber muy bien lo que acababa de decir.


Pau se detuvo a unos centímetros de él, lo bastante cerca como para poder contarle las pecas.


—¡Yo no te necesito en absoluto! —exclamó ella, levantando las cejas de forma altiva.


—Pero tienes miedo de que Hernan sí me necesite.


Ella se mesó los cabellos. El diamante que tenía en el dedo resplandeció más que nunca.


—Puede que te necesite —le dijo con reticencia—. Si estaba tan exaltado antes, ¿qué hará cuando se despierte y se encuentre con otro extraño más? Pero da igual… Tienes razón. Hernan es mi responsabilidad. De entre nosotros dos, soy yo quien debería ocuparse de él. Bueno… —miró por encima del hombro de él, hacia la puerta de entrada, como si quisiera que se marchara de una vez y por todas—. Es tarde. He conducido desde San Francisco durante toda la noche. Me gustaría acostarme. Estoy cansada.


Pedro también tenía ganas de acostarse, con ella… Pero pensar en ello no iba a hacer que pasara. Se pasó una mano por el cabello. 


—Entonces será mejor que reces para que Hernan no se despierte —le dijo.


—Eso espero —dijo ella—. Buenas noches —pasó por delante de él y puso una mano sobre la puerta del dormitorio—. Apaga la luz cuando te vayas.


Le acababa de echar de la casa, pero no podía moverse.


—¿Sabes algo de bebés?


Pau le miró por encima del hombro y se encogió de hombros.


—Supongo que tendré que aprender.


—A costa del pobre Hernan.


—Estaremos bien. Tuve que hacer de niñera un par de veces cuando estaba en el instituto. Y tengo que tratar con niños pequeños todos los días.


—Pero Hernan es algo más que un niño pequeño. Es un bebé.


—Y yo ya no soy una adolescente. Nos las apañaremos.


—Entonces será mejor que reces para que Hernan no se despierte —le dijo. lo dudaba mucho. Acababa de pasar tres horas en primera línea de batalla con Hernan. Por lo menos, él sí sabía lo que tenía que hacer. Y había hecho mucho más que hacer de niñera en la vida… Hernan no era un angelito. Se retorcía y se resistía cuando había que cambiarle, y podía gatear muy rápido.


—Muy bien —masculló finalmente—. Me quedo.


—¿Qué? ¡No!


—Oh, por favor. ¡Hace dos minutos no querías que me fuera!


—Exageré un poco.


—A lo mejor —le dijo él en un tono sombrío—. Pero no has visto a Hernan en su salsa.


—No tienes que hacerme ningún favor.


—No te estoy haciendo ningún favor. Se lo estoy haciendo a Hernan.


Pau abrió la boca para protestar, pero entonces se lo pensó mejor. Se encogió de hombros…


—Si eso es lo que quieres…


En realidad, Pedro pensaba que necesitaba ir a visitar al psiquiatra. Quería acostarse con ella, no pasar la noche con un bebé de ocho meses. Pero no podía dejar al pobre Hernan en manos de Paula Chaves. Además, fuera como fuera, ella no iba a acostarse con él. Solo había que fijarse en ese enorme anillo que no dejaba de exhibir una y otra vez. No. Lo hacía por Hernan, porque ella no tenía ni idea de lo que estaba haciendo.


—Eso es lo que quiero.


—Como quieras —le dijo ella, como si el asunto le fuera totalmente indiferente—. Me prepararé el sofá entonces.





FUTURO: CAPITULO 2




Tomar un avión hubiera sido mucho más rápido. La hora de vuelo entre San Francisco y Orange County, incluso con toda la espera en los aeropuertos, la hubiera llevado junto a su abuela mucho antes. Pero iba a necesitar el coche cuando llegara a Balboa. El sur de California no estaba hecho para aquellos que dependían del transporte público. Su abuela le había dicho que no la operaban hasta el día siguiente por la mañana, así que llegaría con tiempo, aunque hubiera tenido que salir después del trabajo. Además, no era cuestión de vida o muerte.


Todavía no. Pau respiró hondo y se concentró en la carretera. 


Su abuela no se estaba muriendo. Se había caído. Se había roto la cadera. Mucha gente se rompía la cadera y se recuperaba. Pero la mayoría no tenía ochenta y cinco años.


—La abuela está muy joven para tener ochenta y cinco —dijo en alto, como si decirlo así lo convirtiera en realidad.


No podía soportar la idea de perder a su abuela. 


Normalmente, nunca pensaba en esas cosas. Su abuela siempre parecía igual que siempre, ni más vieja ni más joven que veintiún años antes, cuando había vivido con ella. 


Margarita Newell siempre había sido una mujer fuerte y saludable. No le había quedado más remedio que serlo para poder ocuparse de una huérfana cascarrabias de siete años de edad. Y seguía siendo fuerte. Solo se había roto la cadera.


—Estará bien —se dijo Paula en alto de nuevo—. Muy bien.


Pero aunque lo dijera así, temía que las cosas hubieran empezado a cambiar. El tiempo iba en su contra. Y algún día, estuviera lista o no, se le acabaría. No obstante, lo mejor era no pensar mucho en ello. No quería pensar en ello. De repente oyó un ruido extraño proveniente del motor de su Chevy de quince años. Normalmente no dependía del coche como primera opción. En San Francisco no le hacía falta. 


Siempre tomaba el autobús o Adrian, su prometido, la llevaba adonde necesitaba ir. Tenía pensado cambiarle las ruedas antes de bajar a ver a su abuela en Semana Santa, pero todavía faltaba un mes para las vacaciones, así que no las tenía todavía. Además, esperaba que Adrian la acompañara.


 Así podría posponer el cambio un poco más. Sin embargo, sabía que debía haberlas cambiado la semana anterior. 


Debería haber sido más previsora.


Paula golpeó el volante con ambas manos.


—No te mueras —dijo, aunque solo pudieran oírla Huxtable y Bascombe, sus dos gatos, que dormían en el asiento de atrás—. Estarás bien —siguió hablando como si su abuela estuviera con ella, escuchando. Puso todo el entusiasmo posible en sus palabras, pero los gatos siguieron ignorándola—. No va a pasar nada, abuela —añadió con firmeza, pero la voz le falló y entonces supo que no era capaz de convencer a nadie.


Pero siguió practicando durante todo el camino, hasta llegar al sur de California. Si sonaba convincente, ambas terminarían creyéndoselo. Ese era el truco.


«Puedes hacerlo», le había dicho su abuela muchos años antes.


«Si suenas convincente…».


Y Paula sabía que era verdad. Recordaba aquellos primeros meses después de la muerte de sus padres, con la abuela y con Walter. Aquella niña furiosa con el mundo… Odiaba a toda la gente y estaba segura de que jamás volvería a ser feliz. La abuela había estado a su lado todo el tiempo. Se había esforzado por hacerle ver el lado bueno a las cosas.


—¿Qué lado bueno? —le decía ella.


—Tienes unos abuelos que te quieren más que a nada en el mundo —le había dicho su abuela, totalmente convencida.


Paula no estaba tan segura por aquel entonces. Podía ser verdad, pero aquello no parecía mucho comparado con lo que había perdido al morir sus padres. No obstante, también sabía que su abuela tenía que estar muy triste también. Si ella había perdido a sus padres, su abuela había perdido a su única hija y a su yerno. Además, de repente se había tenido que ver las caras con una niña respondona y rebelde. 


La abuela solía estrecharla entre sus brazos y entonces le decía…


«Vamos a cantar».


—¿Cantar? —repetía Pau.


La abuela asentía, sonriendo, y se secaba las lágrimas.


—Hay mucho que aprender de las comedias musicales.


Paula no sabía lo que era una comedia musical. Se sentaba, enfurruñada y tensa, pero la abuela insistía. No tenía una buena voz, pero sí tenía todo el entusiasmo del mundo. 


Cantaba Whistle a Happy Tune, y después cantaba Put on a Happy Face. Sonreía y le daba un beso en la nariz. Y entonces cantaba Belly Up to the Bar, Boys. Todo era tan absurdo que no podía evitar reírse, por muy enfadada que estuviera. Y la abuela la abrazaba con más fuerza, y entonces ella se echaba a llorar, riendo al mismo tiempo. Paulatodavía podía sentir el calor de sus brazos… Cómo hubiera deseado tenerla a su lado en ese momento, abrazarse a ella…


—Todo estará bien —le había dicho a su abuela por teléfono esa tarde, intentando no llorar—. No solo vamos a cantar, sino también a bailar —le había dicho—. Estarás bailando enseguida.


Podía imaginársela bailando… Sonrió y se enjugó las lágrimas que no había derramado.


La abuela tenía razón. Había que sonar convincente. Y funcionaba. Paula sabía que era así. Por lo menos en esos casos, cuando el resultado dependía de ella misma. Si las canciones no habían funcionado algunas veces, solo ella había sido la culpable, porque se había atrevido a creer en algo que no podía controlar. Canturreando Whistle a Happy Tune había hecho muchos amigos en su nuevo colegio y en su tropa de Girl Scouts. «Climb every mountain» la había ayudado a superar sus problemas con las clases de natación y con la clase de discurso oral de octavo curso. Put on a Happy Face le había arrancado una sonrisa en los peores momentos de miseria adolescente. Y si Some Enchanted Evening le había fallado, no era culpa de la canción. Había sido culpa del hombre. Ella había amado. Pero su amor no había sido correspondido, así que había aprendido la lección. Sin embargo, todo había quedado atrás por fin. 


Tenía a Adrian, que realmente quería casarse con ella, que sonreía con indulgencia, sacudía la cabeza y le decía cosas bonitas… Adrian trabajaba en un banco; era un banquero muy serio. Era un hombre en quien se podía confiar, alguien de quien podía depender, el hombre ideal con el que empezar una familia. Y eso era lo que más deseaba ella.


Una familia… Estiró los hombros para desentumecerlos un poco. Bascombe maulló y asomó la cabeza entre los dos asientos delanteros. Se preguntaba si sabía que volvían a casa. Había nacido en la isla de Balboa y había pasado sus dos primeros años allí. Por fin estaban al sur de Los Ángeles, dirigiéndose hacia Newport y la playa. Ya eran más de la una de la madrugada y estaba cansada. Solo había parado en King City para repostar. Bostezó con tanta fuerza que la mandíbula le hizo un ruido extraño.


—Ya casi hemos llegado —le dijo a Baz.


Pero en cuanto dijo las palabras, el estómago se le agarrotó. 


Un aluvión de recuerdos caía sobre ella. En otra época había soñado con formar una familia y hacer un hogar de la casa de su abuela… Sueños locos. Ya no iba a poder hacerlo. Ya no.


—No sigas por ese camino —se dijo a sí misma.


Porque cada vez que lo hacía, pensaba en Pedro Alfonso


Se enfadaba, empezaba a atormentarse… Y no quería dar media vuelta. Durante más de dos años no había hecho más que eso, mantenerse lejos de él. Pero esa vez no podía huir, porque la abuela la necesitaba. Tenía que tragarse el orgullo y comportarse como la mujer adulta que era. Ya era hora de olvidar a aquella chiquilla alocada que tenía la cabeza en las nubes, o en las letras de las canciones que solo le habían causado dolor. Decidida, subió el volumen de la radio y sintonizó una emisora de heavy metal. Baz protestó.


—Lo siento —lo necesitaba desesperadamente, para no oír sus propios pensamientos.


Normalmente, cuando iba a visitar a su abuela, procuraba llegar cuando él no estuviera en la casa, o mejor aún, cuando no estaba en el país. Pero esa vez no iba a tener tanta suerte. Cuando la abuela la había llamado le había dicho que Pedro la había llevado al hospital. Se había portado muy bien con ella, como siempre… Solo tenía palabras bonitas para él.


«Ha sido muy amable conmigo… Se está ocupando de todo hasta que llegues…», le había dicho. No había llegado a decirle a qué se refería con «todo», no obstante.


«Pero sé que le ayudarás cuando llegues», había añadido su abuela con confianza.


Esas palabras le habían puesto los pelos de punta. ¿Ayudar a Pedro? Era muy poco probable. Lo que hubiera que hacer lo haría ella. Llegaría, se ocuparía de todo y ya no tendría que volver a verle. Ese era el mejor plan para ella, y para él. 


No la querría cerca, haciéndose ideas raras como la última vez. Pau sintió un escozor en las mejillas.


—Le dije que le ayudarías —le había dicho la abuela con firmeza al ver que ella no contestaba.


Pero Paula no iba a decirle lo que estaba pensando. No era la clase de cosa que se le decía a una anciana de ochenta y cinco años a la que estaban a punto de operar.


—¿Es que no podía quedarse hasta que te instalaras en el hospital? —le preguntó.


Pedro no le iba mucho el compromiso. Ni siquiera para dos horas solamente.


—Acaba de llegar de Malasia. Está exhausto. Necesita descansar.


La abuela siempre pensaba lo mejor de él.


Paula soltó el aliento con fuerza. Sabía que Pedro trabajaba, pero también sabía que jugaba… mucho. Normalmente siempre que le veía estaba «jugando», ligando con mujeres, adulándolas, poniéndoles crema solar en la espalda, besándolas, haciendo que se enamoraran de él. Y después iba a por la siguiente.


Agarró con más fuerza el volante.


«Pobre Pedro…», pensó, molesta. Sí. Tenía que estar exhausto. Pero, si estaba en la cama en ese momento, casi seguro que no estaba durmiendo. Cuando por fin llegó a la isla, las calles estaban desiertas. Incluso los bares estaban cerrados. Normalmente le llevaba un buen rato abrirse camino por las concurridas calles de Balboa para llegar a la casa de su abuela, pero ese día no. En cuestión de minutos ya tenía el coche aparcado. Todas las luces de la casa de Pedro estaban apagadas, pero por detrás, justo encima del garaje, había una luz encendida en el salón de la abuela. 


Por lo visto, el señor Alfonso la había dejado encendida para ella. Abrió la puerta del coche… Todo estaba tan silencioso que podía oír el ruido de las olas rompiendo contra la orilla.


Bajó, estiró un poco sus doloridos músculos y respiró el aire húmedo y salado. Moviendo un poco sus agarrotados hombros, abrió la puerta de atrás y sacó a los dos gatos. 


Pasando de largo por delante de la casa de Pedro, atravesó el jardín y se dirigió hacia las escaleras que llevaban al apartamento del garaje. Abrió la puerta de la abuela y metió a los gatos dentro. Después fue a por el equipaje. Mientras lo subía por las escaleras, trató de imaginarse cómo iba su abuela a subirlas de nuevo alguna vez. Otra cosa en la que no quería pensar… Finalmente llegó al pequeño porche, abrió la puerta de par en par y metió las maletas dentro. Los gatos fueron hacia ella y se le enredaron entre los tobillos, maullando y ronroneando.


—Comida —dijo ella, captando el mensaje. Sacó una lata y un cuenco de una de las maletas y les preparó un aperitivo.


Mientras los animales comían, llenó el pequeño contenedor de basura que la abuela guardaba para los gatitos. Cuando terminó, Hux y Baz habían vuelto, pidiendo más comida.


—Mañana —les dijo con firmeza—. Ahora id a dormir un poquito.


Los mininos ronronearon un poco más, pero ella los ignoró por completo. Estaba demasiado cansada para pensar. 


Tenía un pitido en la cabeza, los ojos inflamados. Por lo menos esa noche, con la abuela en el hospital, no tendría que dormir en el sofá. Fue al cuarto de baño y se quitó la ropa, quedándose en camiseta y braguitas. Se lavó los dientes, se miró en el espejo… Tenía los ojos inyectados en sangre. Y entonces, bostezando, incapaz de mantener los ojos abiertos por más tiempo, abrió la puerta del dormitorio, encendió la luz…


Y se paró en seco.


Pedro… y el bebé… estaban dormidos en la cama de la abuela.