domingo, 12 de febrero de 2017

FUTURO: CAPITULO 1





—¿Pedro?


La voz provenía de muy lejos… desde algún sitio cercano a la boca… De repente Pedro se dio cuenta de que estaba sujetando el auricular del teléfono al revés. Rodó sobre sí mismo, se puso boca arriba y trató de ponerlo derecho como pudo.


—¿Pedro? ¿Estás ahí?


Oía mejor la voz, pero seguía con los ojos cerrados. Los tenía pegajosos y tenía el cuerpo agarrotado.


—Sí. Estoy aquí —su propia voz sonaba adormilada, ronca… No era de extrañar, sobre todo porque se sentía como si acabara de acostarse.


—Oh, cariño. Te he despertado. Eso me temía.


En ese momento reconoció esa voz triste. Era Maggie, su antigua casera. Le había comprado aquella vieja casa de playa casi tres años antes y ella había terminado viviendo en el apartamento que estaba encima del garaje. Maggie era una mujer independiente; sabía apañárselas bien sola… Si le llamaba a esas horas, fueran las que fueran, debía de ser algo importante.


—¿Qué sucede? ¿Qué pasa?


Normalmente no tenía tanto problema con el jetlag, pero le había llevado más de treinta horas regresar de Malasia y la cabeza le palpitaba de dolor. Apretó los párpados y volvió a abrir los ojos.


Había luz, pero no era intensa… Por suerte… A través de las cortinas a medio abrir podía ver la suave neblina de la mañana. La costa de California siempre estaba sumergida en esa blanca nebulosa hasta que el calor de la mañana la disipaba. Miró el reloj. Ni siquiera eran las siete de la mañana.


—No pasa nada. Bueno, no pasa nada con el apartamento —dijo Maggie, en un tono vacilante—. Tengo que pedirte un favor —añadió, con reticencia.


—Lo que quieras —le dijo él, apoyándose contra el cabecero de la cama.


«La dueña quiere vivir en la casa como inquilina, en el apartamento del garaje… Es la única condición que pone.», le había dicho el agente inmobiliario, cuando había hecho la oferta por su casa de la isla de Balboa.


Pedro no había tenido problema en aceptar el trato. Al fin y al cabo, tener como inquilina a una anciana de ochenta y cinco años era una opción mucho más tranquila y menos problemática que los jóvenes alborotadores que normalmente terminaban en Balboa, seducidos por el estilo de vida relajado del sur de California.


—Hágale un contrato por seis meses —le había aconsejado el agente inmobiliario.


Pero Pedro le había ofrecido la posibilidad de quedarse en la casa principal. Él podía seguir viviendo en el apartamento del garaje sin problemas… Sin embargo, ella se negó. Le dijo que necesitaba el ejercicio, que subir y bajar escaleras la ayudaría a mantenerse en forma.


Llevaban tres años viviendo de esa manera, y el arreglo había funcionado muy bien. Pedro tenía que viajar mucho para mantener el negocio de exportación e importación de maderas finas. Maggie, por el contrario, nunca iba a ninguna parte, así que podía vigilarle la casa cuando él no estaba.


Él, por su parte, le mandaba una postal cada vez que viajaba a un sitio nuevo, y la ayudaba a aumentar su colección de pañitos de cocina. Maggie le hacía galletas y le preparaba buenas cenas caseras cuando estaba en casa.


Pedro estaba encantado con ella. Maggie era la inquilina perfecta. Además, al tenerla en casa, no tenía mucho sitio para invitados extra, y eso siempre era una ventaja para un miembro de la familia Alfonso, siempre en expansión continua. Pedro quería mucho a su familia, pero tampoco le hacía mucha gracia la idea de tener que recibir y acoger a parientes inoportunos. Los Alfonso eran una buena familia… pero era mejor mantenerlos a distancia, a ser posible con un continente de por medio.


Dos semanas antes, justo antes de irse al sur de Asia por negocios, había recibido una llamada de su prima Anastasia.


La joven le había llamado para preguntarle si tenía «sitio para todos» esa primavera y, afortunadamente, había podido decirle que no.


Pedro se puso en pie.


—Lo que quieras, corazón… —le dijo a Maggie—. Sobre todo si se trata de pañitos de cocina —añadió—. Te he comprado media docena.


—¡Dios mío! —la anciana se echó a reír—. Me mimas mucho.


—Es que te lo mereces. ¿Qué necesitas? —le preguntó, mirando por la ventana de la parte de atrás.


Maggie suspiró.


—Me tropecé con una alfombrilla. Di un traspié y me caí. Me preguntaba si podrías llevarme al hospital.


—¿Al hospital? —Pedro se sintió como si acabaran de darle un puñetazo—. ¿Te encuentras bien?


—Claro que sí —dijo Maggie rápidamente—. Es que la cadera me está molestando un poco. He llamado. Me han dicho que deberían hacerme una radiografía.


—Ahora mismo voy para allá —le dijo, sacando su vieja sudadera de Yale del armario.


Se puso unos vaqueros y unas zapatillas y corrió hacia el apartamento del garaje.


Ella estaba sentada en el sofá. No tenía buena cara. Llevaba el cabello, blanco como la nieve, recogido en un moño en la nuca.


—Lo siento. No me gusta molestarte.


—No hay problema. ¿Puedes caminar? —se agachó a su lado.


—¡Bueno, no quiero que me lleves en brazos! —la anciana se puso en pie, haciendo una mueca de dolor.


—Puedo llevarte —dijo Pedro.


—Tonterías —dijo ella.


Trató de dar un paso adelante y entonces gimió de dolor. Él la agarró justo a tiempo para evitar que cayera al suelo.


—Deberíamos llamar a una ambulancia —dijo Pedro en un tono serio.


La tomó en brazos y bajó las escaleras que conducían al garaje. Dentro estaba su Porsche y el turismo que conducía Maggie. Pedro se detuvo.


—Mejor será que lleves mi coche —le dijo ella, suspirando.


—¿Es que no quieres presentarte en el hospital en el Porsche? —Pedro sonrió.


—Me encantaría. Pero no tienes sitio para la sillita.


—¿Qué? —Pedro no tenía ni idea de qué estaba hablando.


—Necesitamos la sillita. Tengo a Hernan.


—¿Hernan?


—El bebé de Mariana. ¿No te acuerdas? Le conoces.


Sí que recordaba a Mariana. Era la nieta de su segundo esposo, Walter, ya fallecido. No era de su sangre, pero para Maggie era parte de la familia… La chica era bastante alocada; una madre soltera un tanto rara y promiscua… Una pizpireta rubia de piel bronceada y ojos azules casi transparentes. Mariana era preciosa, pero irresponsable. Debía de tener unos veinte años, pero su edad mental era de unos siete. El mundo siempre giraba alrededor de Mariana. Pedro se había sorprendido mucho al enterarse de que tenía un hijo.


—¿Y quién va a criar a quién? —le había preguntado a Maggie.


—A lo mejor ese bebé consigue meterla en cintura un poco —le había dicho la anciana, poniendo los ojos en blanco.


Pedro le había lanzado una mirada escéptica en esa ocasión. Aquello no era muy probable… Pero sí recordaba haberla visto con el bebé en brazos unos meses antes.


—¿Qué quieres decir? ¿Que tienes a Hernan?


—Está durmiendo en la habitación —le dijo, tratando de tranquilizarle con la mirada.


—Me alegro de saberlo —dijo Pedro, pasando por delante de su flamante Porsche, mirándolo con angustia—. ¿Dónde está Mariana? ¿O es mejor que no pregunte? —añadió, ayudándola a subir al utilitario.


—Fue a hablar con Dario —dijo la anciana, aguantando el dolor mientras trataba de acomodarse en el asiento.


Era el padre del bebé. Pedro recordaba bien el nombre. No le conocía, pero el muchacho tampoco debía de tener muy buen gusto con las mujeres. Al parecer, estaba en el ejército…


—Muy bien. Ya está —Maggie se estremeció un poco. 


Estaba poniéndose pálida.


—No vas a desmayarte —le dijo. No era una pregunta. Era una afirmación a medio camino entre una orden y una súplica. Ya empezaba a preocuparse.


—No me voy a desmayar —le aseguró Maggie—. Vuelve y ve a por Hernan. Las llaves del coche están en el cuenco con forma de gallo que está en la estantería de la cocina.


Pedro subió los peldaños de dos en dos, agarró las llaves a toda prisa y entró en el dormitorio, donde Mariana había preparado una especie de cuna para su bebé durmiente. 


Pedro se figuró que debía darle algunos puntos por ello; una cunita y una sillita para el coche. Había dado por sentado que le había dejado al bebé sin pensar en nada más. A lo mejor Mariana había empezado a crecer por fin… El pequeño se estaba moviendo en la cuna. Pedro se acercó… Movió su pequeña cabecita y miró alrededor. Pedro no sabía cuántos años debía de tener… Menos de un año.Recordaba a Mariana, gorda como una ballena y malhumorada… Debía de haber sido al comienzo del verano anterior, así que Hernan tenía que haber nacido poco después.


—Eh, Hernan, chiquitín… —dijo, mirando por el borde de la cuna.


Hernan se incorporó y levantó la vista. Al ver que no era la persona a la que esperaba, su carita se puso triste de repente. Estaba a punto de echarse a llorar.


—No, no, nada de eso —dijo Pedro con firmeza y lo tomó en brazos antes de que pudiera articular sonido alguno.


Hernan le miró, sorprendido. Sus ojos azules parecían enormes, pero, afortunadamente, no lloraba.


—Vamos a buscar a tu abuela —dijo Pedro.


Apoyó al bebé sobre una cadera, cerró la puerta y bajó las escaleras a toda prisa. Hernan no hizo ni un ruido… hasta que vio a Maggie. En ese momento dejó escapar una especie de sollozo y extendió los brazos hacia la anciana.


—Oh, cariño, no puedo sujetarte —Maggie parecía tan angustiada como el niño—. ¿Le cambiaste tan rápido?


—¿Qué? —Pedro abrió la puerta de atrás y trató de descifrar el misterio de la sillita adaptada.


—Acaba de despertarse. Necesitará que le cambien el pañal.


—Tenemos que llevarte al hospital.


—Yo puedo esperar —le dijo Maggie, sonriendo.


Pedro la fulminó con una mirada de desesperación. Cerró la puerta de atrás y fue hacia la ventanilla del acompañante.


—Estás disfrutando, ¿no?


Maggie contuvo el aliento un momento.


—No estoy disfrutando con lo mucho que me duele la cadera.


Pedro hizo una mueca, sintiéndose momentáneamente culpable. Lo que decía era cierto, pero…


—Bueno, entonces digamos que le estás sacando partido a la situación.


—Algo así —ella sonrió.


—¿Crees que no sé cambiar un pañal?


—Creo que puedes hacer cualquier cosa —dijo Maggie con entusiasmo. Esa era la respuesta correcta.


Pero también era cierto, y él podía demostrárselo.


—Vamos, Hernan. Danos un momento —le dijo a Maggie y volvió al apartamento.


No era que no supiera cambiar un pañal. Lo había hecho cientos de veces… Quizá no tantas, pero en una familia tan grande como la suya, no había podido librarse de hacer de canguro de vez en cuando, por mucho que fuera el segundo más pequeño de los hermanos. Siempre había primos, sobrinos, sobrinas de los que ocuparse. Cambió a Hernan rápidamente y volvió a vestirle. Al parecer, cambiar a un bebé era como aprender a montar en bicicleta. Nunca se olvidaba. Además, Hernan colaboró bastante. Solo trató de escapar dos veces, pero Pedro tenía buenos reflejos.


—Ya está —le dijo al bebé—. Ahora vamos a llevar a tu abuela al hospital.


Escribió una nota a toda prisa y la dejó sobre la mesa de la cocina. Agarró al bebé y regresó al garaje. Al ver a Maggie, Hernan empezó a botar contra la cadera de Pedro, sonrió y chocó las palmas de las manos. La anciana le devolvió el saludo con una sonrisa.


—Eres un hombre como pocos —le dijo a Pedro al tiempo que este ponía al niño en la sillita y trataba de averiguar cómo ponerle el cinturón de seguridad. El hospital más cercano estaba a unos pocos kilómetros más adelante, cerca de la costa. Él nunca había estado, pero Maggie lo conocía bien.


—Allí murió Walter.


—Tú no te vas a morir —le dijo Pedro con firmeza.


—Hoy no —Maggie se rio.


—No hasta dentro de mucho tiempo —dijo Pedro, pensando que no lo iba a permitir.


No dijo nada más. Subió al coche y la llevó al hospital lo más rápido posible. Cuando llegaron, se dirigió hacia la zona de urgencias y fue a buscar una silla de ruedas. Una enfermera y un camillero le ayudaron de inmediato. Acomodaron a Maggie en la silla y entraron en el edificio con ella.


—Puede hacer el papeleo después de aparcar —le dijo la enfermera.


—No voy… —empezó a decir, pero la enfermera y el camillero ya habían desaparecido, dejándole solo. Con Hernan. El niño estaba dando botes en su sillita y haciendo ruidos de alegría. Cuando Pedro se agachó a su lado, incluso sonrió.


—Vamos —le dijo, intentando devolverle la sonrisa—. Vamos a aparcar —añadió, subiendo al vehículo.


Unos minutos más tarde, entró en urgencias con el bebé en brazos, pero Maggie no estaba por ninguna parte.


—La han llevado a rayos X —le dijo la señorita del mostrador de admisión—. Pero qué ricura —añadió, mirando a Hernan—. ¿Cuánto tiempo tiene?


—No lo sé.


La empleada alzó las cejas, sorprendida.


—No es mi hijo.


—Ah, bueno. Qué pena —le dijo.


Pedro no era de la misma opinión, pero no se molestó en decirlo.


—Volverán pronto. Ella ha hecho todo el papeleo, así que ya está —le dijo la recepcionista—. Puede esperar aquí —señaló una sala de espera que estaba bastante concurrida. Alguien estaba tosiendo y otra persona estaba sangrando—. O en la habitación.


Hernan se estaba alborotando. Encerrarle en un sitio no era buena idea.


—Iremos a dar un paseo —le dio su número de teléfono—. Llámeme cuando salga, por favor.


Mientras tanto, aprovecharía para hacer unas cuantas llamadas. Había estado fuera del país, buscando proveedores de madera. Se había mantenido al día con el correo electrónico, pero tenía más de doce llamadas que devolver. Empezó a escuchar los mensajes e hizo las llamadas una por una, mientras dejaba jugar a Hernan en la hierba. Iba por la quinta llamada cuando le llamó la recepcionista.


—La señora Newell acaba de salir de rayos.


Pedro tomó a Hernan en brazos y volvió a la sala de urgencias.


—Habitación tres —le dijo la empleada.


Le dio las gracias y se dirigió hacia allí rápidamente. La estancia era igual que cualquier otra habitación del área de urgencias. Había un montón de máquinas que hacían ruidos alrededor de la cama sobre la que descansaba Maggie.


—Vuelvo enseguida —le dijo una enfermera, dándole una palmadita en el hombro—. Tengo que preparar unas cosas.


—Gracias —le dijo Maggie.


La anciana estaba muy cambiada. No se parecía en nada a la Maggie de siempre, llena de energía, dinámica, coqueta. 


La Maggie que tenía delante llevaba una bata de hospital.


Pedro levantó las cejas. Maggie hizo una mueca. Estaba pálida y parecía muy cansada. Al ver a Pedro, con Hernan sobre los hombros, logró sonreír.


—¿Te duele? —le preguntó, intentando devolverle la sonrisa.


—Un poco —dijo ella.


—Te curarán —le aseguró Pedro—. Te pondrás bien enseguida. Pronto estarás lista para correr esa maratón de la que siempre hablas.


—Eso me dicen. Bueno, no lo de la maratón, sino lo otro —añadió. Pero no sonaba muy contenta al respecto.


Pedro esbozó una sonrisa de oreja a oreja, esperando animarla un poco.


—Bueno, entonces medio maratón. Te pondrás bien.


—También me dijeron eso.


No era propio de Maggie no ver el lado positivo de las cosas. Pedro la miró atentamente.


—Bueno, entonces…


—Se ha roto.


Pedro parpadeó.


—¿Qué se ha roto?


—Mi cadera —le dijo la anciana, resignada—. Me van a operar.


—¿Operar?


Hernan le dio un golpecito en la oreja. La enfermera volvió en ese momento.


—Todo está listo —le dijo a Maggie—. Tienen una habitación para usted en el pabellón de cirugía. Vamos a cambiarla ahora mismo. He hablado con la enfermera del doctor Singh. La operará mañana a las nueve.


Mientras hablaba, empezó a desconectar a Maggie de los monitores. Solo dejó la vía que estaba conectada al dorso de su mano. Cuando hubo terminado, se asomó por la puerta y llamó a uno de los celadores para que fueran a ayudarla. Y entonces se volvió hacia Pedro.


—Lo siento, pero me temo que no puede venir con ella. Desde que tuvimos el brote de gripe el pasado invierno, no se permiten niños de menos de catorce años en el pabellón.


—No es mío.


—Pero está con usted.


—Pero…


—Si puede dárselo a alguien… —sugirió la enfermera.


Pedro sacudió la cabeza


La enfermera se encogió de hombros y le ofreció una sonrisa.


—Lo siento. Son las reglas. Váyase a casa. Llámela dentro de media hora. Para entonces ya la habremos acomodado. O ella le puede llamar a usted. No se preocupe. Cuidaremos bien de ella.


—Sí, pero…


En ese momento entró el celador y la enfermera le dejó con la palabra en la boca. Desapareció y le dejó con Hernan en los brazos, observando al celador mientras metía la ropa de Maggie en una bolsa para después meterla en la parte de debajo de la camilla. En cuestión de segundos, se la llevaría pasillo abajo y le dejaría allí, solo, con Hernan, de nuevo.


—¿Maggie? —dijo, dándose cuenta de repente.


—Lo sé —dijo la anciana con tristeza—. ¿Qué vamos a hacer?


—Creo que tú no vas a hacer nada —dijo Pedro con contundencia.


—Debía haberme dado cuenta —Maggie le miró con ojos culpables.


—No hubieras tenido forma de saberlo —le aseguró Pedro—. No te preocupes. Todo irá bien —podía ocuparse del niño durante un par de horas.


Maggie no parecía tan segura.


—¿Listos? —le preguntó el celador a Maggie, enganchando la vía móvil a la camilla con ruedas y empujándola hacia la puerta.


—¿Puedes arreglártelas hasta esta noche? —preguntó Maggie por encima del hombro.


—¿Esta noche?


¿Mariana no volvía hasta por la noche? Pedro trató de no sonar molesto, pero lo estaba. No por Maggie, sino porque era típico de Mariana abusar así de la gente. Siempre hacía algo y luego esperaba que el mundo, y Maggie en concreto, le siguiera el ritmo. Pero esa vez se había pasado de la raya. 


Se había ido y había dejado a su bebé con una anciana de ochenta y cinco años. Probablemente ni se le había ocurrido pensar en la posibilidad de que a Maggie pudiera pasarle algo. Pedro corrió detrás de la camilla.


—No te preocupes —le dijo a Maggie, alcanzándola. Hernan rebotaba contra sus hombros, agarrándose de su pelo—. Por ti, cariño, me las apañaré —le ofreció su mejor sonrisa y le guiñó un ojo—. De verdad. Estaré bien. Pero… Mejor será que me des su número de móvil por si acaso.


Por lo menos tenía que llamarla y contarle lo de Maggie.


—Me puso su número en el cuenco con forma de gallo que está en la cocina —le dijo Maggie cuando se detuvieron junto al ascensor.


El celador apretó un botón.


—Ya no puede pasar de aquí —le dijo a Pedro cuando la puerta se abrió.


—No te preocupes —le dijo Pedro a Maggie. Le apretó la mano un momento—. Nos apañaremos bien, ¿verdad, Hernan? —le tiró del pie al pequeño.


Hernan se rio.


—¿A qué hora vuelve ella?


—… quince.


—¿A las siete y quince? —Pedro no la había oído bien.


—El quince —Maggie sacudió la cabeza.


—¿Qué? —Pedro se le quedó mirando, perplejo.


—De marzo —dijo Maggie, suspirando.


Las puertas del ascensor empezaron a cerrarse. Pedro metió el pie entre ellas.


—¡Faltan dos semanas!


—Espera haber podido resolverlo todo para entonces y cuando él vuelva se van a casar. En realidad, creo que espera casarse allí —Maggie logró parecer esperanzada ante esa posibilidad.


—¿Dónde?


—En Alemania.


Esa vez, cuando Hernan le dio un golpecito en la oreja, ni se enteró.


—¿Alemania?


—Por favor, baje la voz —le dijo el celador.


—No me digas que Mariana está en Alemania.


Maggie se encogió de hombros.


—Sí. Bueno, primero se fue a Londres, pero después fue Alemania, sí. Dario tiene un permiso de dos semanas.


—¿Y no quería ver a su hijo?


—Eh, creo que no sabe nada de lo de Hernan.


—¡Por Dios!


—¡Señor!


—Lo siento mucho, cariño —le dijo Maggie, disculpándose.


Pedro respiró hondo.


—No tiene importancia —le dijo, mintiendo, porque al fin y al cabo no era culpa de Maggie—. La llamaré. Haré que vuelva.


—No es necesario. Ya me he ocupado de eso.


—No vas a estar solo —añadió, sonriendo—. Pau está en camino.


Pedro puso los ojos en blanco. Justo cuando creía que las cosas ya no podían empeorar más… Abrió la boca para protestar justo en el momento en que las puertas del ascensor empezaron a cerrarse de nuevo.


—Estará encantada de verte —le prometió Maggie justo antes de que se cerraran del todo.


¿Encantada de verle? Probablemente sería lo contrario. 


Paula Chaves era al mujer más sexy que jamás había conocido. Era la nieta de verdad de Maggie, la nieta responsable… 


Y no podía verlo ni en pintura.