miércoles, 14 de diciembre de 2016
TE QUIERO: CAPITULO 6
Caminaron un rato sin rumbo por las estrechas callejas empedradas, disfrutando de la preciosa ciudad imperial. Por fortuna, el calor no resultaba agobiante, y al ser día laborable las hordas de turistas no eran tan densas como ella recordaba de visitas anteriores. Les dio tiempo a entrar en la
catedral y a visitar la sinagoga del Tránsito antes de que Pedro anunciara que podría comerse un puesto de perritos calientes con ruedas y todo. Así que se sentaron en la terraza de una placita, encantadora y recoleta, y el americano se lio a pedir raciones como si no hubiera un mañana.
Además de ultimar los detalles de la extraordinaria fiesta que Pedro planeaba ofrecer a sus clientes, charlaron de muchas otras cosas y el almuerzo resultó muy entretenido. Paula se vio obligada a corregir los modales de su pupilo unas cuantas veces —desde enseñarle a coger bien los cubiertos, a impedir que, en un par de ocasiones, se llevara el cuchillo a la boca y lo lamiera—, pero aquel hombretón, cándido y apacible, aceptó sus constructivas reprimendas con deportividad y sin ofenderse lo más mínimo. Lo que más le estaba costando, sin embargo, era quitarle esa irritante
manía que tenía de llamarla baby a todas horas, así que lo intentó una vez más.
—Pedro, no soy tu baby, ni tu cari, ni tu churri, ni tu chatina.
Cuando te dirijas a mí llámame por mi nombre de pila, por favor. A las mujeres nos agrada saber que el hombre que tenemos al lado es capaz de diferenciar en compañía de quién está. Estoy convencida de que conoces un montón de
babies y, te lo aseguro, a nadie le gusta sentirse parte de una masa impersonal.
—Entiendo lo que me dices, Paula, baby —respondió con mansedumbre.
Paula alzó los ojos al cielo con desesperación y decidió dejar aquella batalla para más adelante.
Debía reconocer que, a pesar de sus modales algo rústicos, Pedro Alfonso era un hombre divertido y
encantador, y sus comentarios hacían que se retorciera de risa. Hacía tiempo que no se lo pasaba tan bien con una persona. Quizá fuera por ese aspecto de oso de peluche gigantesco que tenía, pero a su lado se sentía cómoda —casi como si lo conociera de toda la vida—, y no se cortaba un pelo a la hora de soltar lo primero que se le pasaba por la cabeza.
Terminó su café, se recostó sobre el respaldo de la silla sintiendo una agradable modorra y lo miró, satisfecha.
—Candela y tú haréis una pareja perfecta.
—Ah, ¿sí? ¿Por qué lo crees? —Los penetrantes ojos azules no se apartaban de los iris color caramelo mientras esperaba la respuesta, muy interesado.
—Para empezar, ambos sois altísimos. Parece una tontería, pero no hay nada más ridículo que una de esas parejas en las que él es más largo que un día sin pan y ella apenas le llega a la cintura. A veces me pregunto cómo se lo montan en la cama. Tiene que ser incómodo… —Horrorizada, se tapó la boca con la mano, en un intento tardío de evitar que aquellas palabras salieran de sus labios. El vino debía haberle soltado la lengua y acababa de repetir en voz alta sus pensamientos más íntimos.
Pero Pedro Alfonso no pareció advertir su turbación y comentó con tranquilidad:
—Imagínate que nosotros fuéramos novios. —Paula soltó una carcajada, divertida; la idea resultaba absurda por completo—. No te rías, estoy planteando un estudio científico de la máxima importancia. Veamos, yo mido un metro noventa y dos centímetros y tú… calculo que uno sesenta, más o menos.
—Sesenta y dos —puntualizó al instante; en su caso, dos centímetros arriba o abajo eran de vital importancia.
—Treinta centímetros de diferencia. ¿Crees que sería un obstáculo insalvable a la hora de hacer el amor? —preguntó, muy serio.
De pronto, una inquietante imagen de Pedro Alfonso y ella desnudos en la cama se abrió paso en su cerebro y le cortó la respiración. Paula notó que se ponía como un tomate y el súbito destello en aquellos sorprendentes iris azules de algo que no supo cómo calificar, al posarse sobre su rostro, provocó una nueva oleada de sangre ardiente en sus mejillas.
—Imagino que… que no —procuró que no le temblara la voz.
—A ver, ponte de pie —ordenó él de repente.
—¿Para qué? —Frunció el ceño y lo miró con desconfianza.
—Deseo saber por dónde me llegas, exactamente.
—Mira, Pedro, será mejor que dejemos de lado esta absurda investigación. —Pero él no le hizo el menor caso; decidido, se puso en pie y la obligó a hacer lo mismo.
—Bueno, llevas tacones, lo que supondrán unos cinco o seis centímetros más; pero creo que ese dato no será relevante para nuestro experimento —afirmó en tono científico, antes de rodearla con sus brazos y estrecharla con fuerza contra él, de manera que su rostro se hundió en aquel pecho de
cemento armado mientras sentía el roce de la hebilla del cinturón masculino a la altura de su estómago—. ¿Qué tal? No es excesivamente incómodo, ¿verdad?
No, no era incómodo en absoluto, se dijo Paula, al tiempo que aspiraba su aroma seductor y notaba el agradable calor que desprendía su piel. El efecto era muy distinto de cuando abrazaba a Álvaro.
Su marido apenas era un poco más alto que ella y no resultaba tan imponente. Por unos instantes, encerrada en el abrazo de aquel hombre inmenso, notó una intensa sensación de seguridad que no recordaba haber experimentado desde que murió su padre.
—Tienes razón, no está tan mal —contestó con aparente indiferencia, antes de apoyar las palmas sobre su pecho y apartarse de él con suavidad.
—Podemos ir abrazados hasta el coche a ver qué tal se ajustan nuestros pasos —ofreció, solícito.
—Mejor no, Pedro, creo que ha quedado probado, fehacientemente, que las parejas de distintas alturas también pueden ser felices —replicó ella, y echó a andar a metro y medio de distancia, hasta que de pronto… ¡el horror! Y no, no estaba pensando en su última relectura de El corazón de las tinieblas, sino en algo que estaba ocurriendo en ese preciso instante, justo delante de sus propias narices—. ¡Argh! ¡Dámelo ahora mismo!
Se abalanzó sobre él como una loca y empezó a dar saltos en un vano intento de arrebatarle el palillo que colgaba en la comisura de su boca mientras que, sin esfuerzo aparente, él esquivaba su mano, una y otra vez, muy divertido ante su impotencia.
—Pero ¿qué pasa ahora? ¿Estás sufriendo un ataque? —Sus ojos azules, muy abiertos, lucían una expresión de inocencia casi infantil, pero a ella no la engañaba.
—¡He dicho que me lo des!
Dejó de saltar, porque se sentía ridícula, y permaneció frente a él con los brazos en jarras y la misma mirada que utilizaba para sembrar el terror en el pecho de su hija Sol y que tuvo el mismo efecto que de costumbre.
Ninguno.
Despacio, el americano se sacó el palillo de la boca y se lo quedó mirando como si fuera un sudoku especialmente complicado.
—No te gusta mi palillo, tampoco quieres que mastique chicle… entonces, ¿cómo diablos voy a deshacerme del tropezón de morcilla que se me ha quedado entre los dientes?
—Mira, Pedro Alfonso, tienes suerte de que sea yo y no otra la que está escuchando semejante pregunta asquerosa. Regla número dos y número tres: nunca debes usar un palillo y jamás —recalcó los adverbios con intención— le cuentes a una chica la relación de posibles cuerpos extraños que puede albergar tu dentadura. ¿Me has oído?
—Tendría que estar muy sordo para no hacerlo. —Él la miró con dolorido reproche, al tiempo que le tendía el ofensivo objeto, que Paula se apresuró a guardar en la misma bola de papel en la que ya reposaba el chicle, y comentó, abatido—: Me temo que esto va a ser muy duro. Demasiadas reglas,
no sé si podré recordarlas todas.
Ella entrecerró los párpados y lo examinó con desconfianza.
—A veces tengo la sensación de que me estás tomando el pelo.
—Como ya te dije, Paula, baby, provengo de una familia muy humilde. Mi padre se fue de casa cuando nací; mi madre trabajaba de limpiadora de siete de la mañana a diez de la noche y llegaba a casa tan cansada que no tenía tiempo para educarme.
Aquellas palabras la hicieron sentir fatal. Paula era una de esas personas que no podían soportar el sufrimiento ajeno; ni siquiera era capaz de pisar una miserable araña y eso que le daban un asco terrible. Así que se acercó a él y le dio una palmadita entre los omóplatos —casi tuvo que ponerse
de puntillas—, como si, a esas alturas, pudiera consolar al niño que había sido. Sin embargo, al grandullón que caminaba a su lado pareció gustarle y aprovechó para pasarle el brazo por encima de los hombros y arrimarla más a él. Paula decidió no protestar, y caminaron así hasta el aparcamiento mientras ella trataba de adivinar en los ojos de las personas con las que se cruzaban qué era lo que pensaban de aquella extraña combinación de pigmea y gigante.
Llegaron a Madrid diez minutos antes de la hora de salida de Sol, y Pedro insistió en dejarla en la puerta del colegio.
Quería quedarse a esperarlas, pero Paula sabía que un tipo como él tendría un millón de cosas pendientes y, además, no le gustaba presentar a su hija a hombres a los que apenas
conocía. Pedro debió notar su reluctancia porque no insistió, así que se despidieron allí mismo y quedaron en que al día siguiente, aunque era sábado, pasaría de nuevo a buscarlo al hotel y le llevaría unas cuantas ideas para la fiesta convenientemente desarrolladas.
En cuanto llegaron a casa, la Tata salió a recibirlas y, antes de que Paula pudiera empezar a regañarla, anunció que se encontraba mucho mejor y añadió —con una intensidad dramática que para sí hubiera querido Sarita Bernhardt— que si se quedaba más tiempo en la cama se iría para el otro
barrio en menos que canta un gallo. La verdad era que a Paula le dolía la cabeza y no tenía ganas de discutir, así que la dejó trajinando en la cocina, sin parar de quejarse porque, según ella, nada estaba en su sitio. Estaba claro que la Tata había vuelto a su ser.
Con un suspiro, Paula cogió su portátil y empezó a mirar cosas para la fiesta de Pedro. Deseaba superarse a sí misma; estaba decidida a hacer algo espectacular que resultara inolvidable; sobre todo, porque el presupuesto que le había dado el americano era de escándalo y al menos así tendría la sensación de que el trabajo que desempeñaba era real.
Al cabo de una hora, sentía que le estallaba la cabeza.
Estaba congelada y le dolía todo el cuerpo.
Buscó en el cajón de la mesilla de noche y sacó el termómetro que guardaba ahí. Cinco minutos más tarde sus sospechas se habían confirmado: tenía fiebre.
«No fastidies, Paula, no puedes ponerte enferma justo ahora», se dijo maldiciendo su mala suerte.
Sol entró en su cuarto a preguntarle una duda sobre sus deberes, pero su madre le prohibió acercarse. Estaba claro que había pillado la misma gripe que había dejado postrada a la Tata durante varios días y no quería que se contagiara ella también.
—Le diré a la Tata que ahora estás tú mala, así que tendrá que cuidarte y luego volverá a ponerse mala ella, y tú…
—Está bien, está bien, me hago una idea, Sol. —Su madre interrumpió con cierta aspereza lo que se anunciaba como una retahíla interminable—. Anda, dile a la Tata que no quiero cenar. Me voy a acostar ahora mismo, a ver si con un poco de suerte mañana me encuentro mejor.
Por supuesto, diez minutos después entraba la Tata en su habitación cargando con una bandeja en la que había dispuesto un bol de caldo recién hecho, un vaso de agua y una caja de ibuprofeno.
—¡Cómo que no vas a cenar! Ahora mismo que yo te vea. Ya sabes lo que me dijo a mí el médico: líquidos, muchos líquidos. Y este caldo lleva verduras y gallina de verdad, no como el aguachirle de bote que calentaste tú en el microondas.
Paula sabía que era inútil discutir, así que se incorporó y dejó que le colocara la bandeja sobre los muslos.
—Mira que eres rencorosa, Tata. Lo importante es que te lo preparé con mucho amor, ¿no? No tengo la culpa de que nunca me hayas enseñado a cocinar. Siempre has pensado que todo el mundo quiere robarte tus recetas y es más difícil entrar en la cocina que en el cuartel general de la CIA en
Langley.
La Tata resopló, al tiempo que le sujetaba la servilleta en el cuello como si fuera una niña pequeña.
—Mis recetas son la herencia que voy a dejaros a ti y a Sol cuando me muera —replicó, dramática —. Hasta entonces, no quiero teneros a ninguna de las dos enredando en mi cocina.
A Paula le dolía demasiado la cabeza para tratar de explicarle a la Tata que sería más efectiva una clase presencial que leer cien libros de recetas, pero sabía que era inútil; llevaban demasiado tiempo juntas y cada una conocía al dedillo las manías de la otra.
El caldo no le supo a nada, pero a pesar de ello se lo acabó y se tomó una pastilla. Le dio las gracias a la Tata y, con esfuerzo, se puso el camisón; el saco de arena de un gimnasio no se habría sentido más vapuleado de lo que ella se encontraba en ese momento. Se despidió a gritos de su hija, que desde la puerta le mandaba besos soplados, y se quedó profundamente dormida nada más apoyar la cabeza en la almohada.
Cuando sonó el despertador a las siete y media, Paula apenas podía levantar el brazo para apagarlo. ¡Maldición, se encontraba aún peor que la noche anterior! Cogió el móvil y llamó a Pedro; sabía que le iba a causar una impresión pésima, pero se sentía incapaz de levantarse de la cama. El
americano no le cogió el teléfono, así que le dejó recado en el contestador explicando que estaba enferma y que ese día no iría a trabajar.
Agotada por el esfuerzo, se desplomó de nuevo sobre la almohada y volvió a dormirse hasta que, un par de horas después, llegó la Tata con el desayuno y las medicinas. Después de beberse la leche caliente se sintió algo mejor e, incluso, fue capaz de bromear un poco con su hija que le daba los buenos días desde el umbral de la puerta, pero aquello que tenía —que no sabía si era gripe o la enfermedad del sueño— la dejó KO una vez más y ya no se despertó hasta que escuchó hablar a Sol y una profunda voz masculina en respuesta.
¿Quién sería?, se preguntó, asustada, y sin hacer caso de la debilidad de sus piernas, que apenas parecían capaces de sostenerla, se encaminó a toda prisa, descalza y en camisón, hacia el lugar de donde provenían las voces.
La última persona que esperaba ver en su minúsculo salón era a Pedro Alfonso plantado frente a Sol, ambos con los brazos en jarras y midiéndose con la mirada.
—¿Eres un gigante? —preguntó su hija, muy seria, con su voz aguda.
—No. Y tú, ¿eres una enana? —Él le devolvió la pregunta en un español con un acento atroz, más serio aún.
A ella le entró la risa y respondió:
—No, soy una niña pequeña.
—Pensé que eras una enana de ciento cincuenta años.
—Solo tengo seis. —Sol alzó el mismo número de dedos para dejárselo aún más claro.
La gripe y la preocupación que la habían hecho saltar de la cama le provocaron un ligero mareo y, desfallecida, Paula se vio obligada a apoyarse contra la pared para no caer al suelo. Pedro y Sol se volvieron al mismo tiempo y, al percatarse de su palidez, el americano llegó junto a ella en dos zancadas y sin decir palabra la alzó entre sus brazos, la llevó a su habitación y la depositó en la cama con suavidad.
—Tienes un aspecto horrible —se limitó a decir, tapándola bien con las sábanas.
—Vaya, muchas gracias. —Paula hizo una mueca y se apartó la revuelta melena castaña oscura de la cara—. ¿Qué haces aquí? ¿Cómo has sabido dónde vivo?
Jamás daba su dirección en los trabajos que aceptaba.
Siempre se reunía con sus empleadores en sus casas o en terreno neutral —un hotel o un restaurante—; era consciente de que el espantoso cuchitril en el que habitaban desde hacía tres años no era una buena carta de presentación si lo que pretendía era vender un poco de glamour.
—Me lo dijo Lucas.
¡Lucas! Paula se juró que lo mataría. Volvía a dolerle la cabeza y no le hacía ninguna gracia que Pedro se hubiera presentado en su piso de sopetón. En ese momento, se percató de que su hija permanecía en el umbral de la puerta sin perder comba de aquella conversación.
—Sol, no te quedes ahí. Ya te he explicado que los virus viajan lejos. Eso va por ti también, Pedro, esta gripe es de lo más contagiosa.
—Estoy vigilando, mamá —contestó su hija con toda tranquilidad y, señalando al americano sin el menor disimulo con su dedo índice, añadió—: No me fío de ese. Habla raro.
—Chica lista —le pareció oír murmurar al yanqui, pero pensó que se habría confundido.
Paula se sintió obligada a dar algún tipo de explicación:
—Este señor, Sol, y ya te he dicho mil veces que es de mala educación señalar con el dedo, es mi jefe y no habla raro, es que es norteamericano, ya sabes, el país donde viven los indios y los vaqueros.
—Y él, ¿es indio o vaquero? —preguntó, al parecer muy interesada por la respuesta; sin embargo, antes de que India pudiera contestar, Pedro se le adelantó y respondió con ese humor suyo, tan peculiar:
—Soy un indio, por supuesto, y debes saber que me gusta arrancarles la cabellera a todas las enanas que encuentro en mi camino.
Paula frunció el ceño; aunque a esas alturas, ya debería haber sabido que su hija Sol no era de las que se asustaban con facilidad. La pequeña entrecerró los ojos y le lanzó una mirada calculadora antes de preguntar:
—¿Me enseñarás cómo se hace?
—Quizá. Ahora desaparece, enana, quiero hablar con tu madre.
De manera milagrosa, Sol decidió obedecer, pero no antes de replicar con fiereza:
—No soy una enana, indio tonto, soy una niña pequeña —Alzó su diminuta nariz en el aire y, muy digna, salió de la habitación.
Pedro volvió la mirada hacia ella enarcando una ceja, divertido, y, de pronto, Paula se sintió un poco cortada con la situación. Estaba metida en la cama, vestida tan solo con un camisón de raso de finos tirantes, a solas con un hombre al que apenas conocía quien, sin embargo, parecía estar completamente a sus anchas. Con mucha naturalidad, Pedro se sentó en el borde del colchón —a ella le dio la impresión de que se hundía un par de metros bajo su peso— y comentó:
—Tenías razón, tu hija es encantadora.
Al oírlo, se le pasó la vergüenza en el acto. Paula era de esas madres a las que escuchar la más mínima alabanza hacia su retoño les hacía deshacerse de gusto y considerar un encanto a la persona que la pronunciaba.
—¿A que sí? —Lo contempló con repentino agrado y se olvidó por completo de que Pedro Alfonso era un semidesconocido que no pintaba nada en su dormitorio.
Él notó al instante aquel cambio de actitud y, como no tenía un pelo de tonto, siguió por el mismo camino.
—Encantadora y guapísima, como su madre.
—Anda, anda, no seas adulador, ya te dije que es igual que su padre. —Descartó de un plumazo su galantería, con un gesto de la mano.
—Puede que tenga los colores de su padre. Imagino que él también sería rubio con ojos claros, pero tiene la misma estructura ósea, pequeña y delicada, de su madre y eso es lo que hará que, cuando crezca, se convierta en toda una belleza —lo dijo con tanta seguridad, que Paula se sintió
turbada una vez más y, si quería ser sincera consigo misma, un poco asustada también.
De nuevo, él pareció leerle el pensamiento, pues enseguida esbozó su mejor sonrisa de grandullón inofensivo y cambió de tema.
—Como Mahoma no va a la montaña…
Al ver su expresión, Paula se tranquilizó en el acto y se dijo que estaba siendo irracional.
—Te aviso de que ahora mismo Mahoma es una peligrosísima arma biológica andante; así que será mejor que no te acerques tanto.
—¿Tú crees que un virus de nada va a poder con un tipo tan grande como yo? —preguntó de buen humor. Aquel comentario desenfadado hizo que India se relajara aún más, así que su siguiente pregunta, formulada a bocajarro, la cogió completamente desprevenida—: ¿Por qué te has asustado al verme en el salón?
Sus penetrantes ojos azules estaban clavados en los suyos, y no quedaba ni rastro del tipo inocentón de hacía unos segundos.
—¿Asustada? Qué… qué tontería. —Notó que su voz no sonaba muy firme—. Estaba sorprendida, eso es todo.
—No me engañes, Paula, estabas asustada. Parecías a punto de desmayarte —replicó con dureza; era la primera vez que ella lo veía tan serio.
—Claro que parecía a punto de desmayarme, pero te recuerdo que eso es de lo más normal cuando estás griposa y tienes fiebre.
Por suerte, la entrada de la Tata, que con la excusa de traerle un zumo de limón venía a velar por su pureza —Paula podía leer en su mente como en un libro abierto; para ella, un hombre y una mujer solteros a solas en un dormitorio solo podía significar una cosa: ¡pecado!—, interrumpió aquella incómoda conversación.
La mujer le tendió el vaso para que bebiera y se quedó quieta junto a la cama sin hacer el menor amago de abandonar la habitación mientras examinaba al norteamericano con descarada fijeza. Paula exhaló un suspiro de resignación —la Tata la había cuidado como una gallina clueca desde que salió del vientre de su madre, así que era inevitable que se tomara más atribuciones de la cuenta— y, tras dar un par de sorbos a su limonada, empezó a hacer las presentaciones pertinentes.
—Pedro, te presento a Jacinta Serrano, mi Tata, el epítome perfecto de la mujer impertinente y cotilla. —Se volvió hacia ella y añadió con aspereza—: Pedro Alfonso, mi jefe. ¿Satisfecha?
—No soy ninguna cotilla —por supuesto, lo de impertinente ni siquiera ella podía negarlo—, pero no es correcto que este hombre te vea medio desnuda.
Demasiado incómoda para replicar, Paula se subió las sábanas hasta la barbilla.
—Tiene usted toda la razón, señorita Serrano. Y tú, Paula, no deberías llamar cotilla a tu Tata solo por que ella se preocupa por ti—. Ella puso los ojos en blanco; lo que le faltaba a la Tata, se dijo, que le dieran la razón.
Notó en el acto que la autoproclamada guardiana de su castidad empezaba a mirar al americano con otros ojos y este, que definitivamente de tonto no tenía un pelo y que la había calado al segundo, siguió dándole coba sin dejar de esbozar su sonrisa más cándida y encantadora.
—Solo me quedaré un rato más. Quería asegurarme de que Paula no tuviera nada grave, ya se sabe que las jóvenes hoy en día no se cuidan nada. —Pedro sacudió la cabeza con una expresión de abuelo pesaroso que la hizo lanzar un bufido.
—Tiene usted toda la razón —asintió la Tata. Paula casi podía ver girar a toda velocidad las ruedecillas en el interior de su cerebro; en cuanto encontraba un oyente que la escuchaba con simpatía se embalaba—. Y esta niña es la peor de todas. Siempre ha sido una rebelde, no puede
imaginarse el trabajo que me ha dado desde que empezó a andar, y eso que hasta ese momento había sido un bebé precioso, muy bueno y regordete.
Al notar el brillo divertido de aquellos ojos azules que no se despegaban de ella, Paula sintió que se ponía de color rojo extintor.
—Venga, Tata, ya vale. Estoy segura de que, a estas alturas de la conversación, el señor Alfonso se ha hecho ya una idea bastante precisa de lo malvada que soy. Creo que Sol te está llamando… — Paula le dirigió una mirada que amenazaba represalias y, mascullando imprecaciones, la mujer los dejó solos una vez más.
—Un bebé regordete, ¿eh?
Ella se encogió de hombros.
—No hagas caso de la Tata. A veces se vuelve un poco obsesiva con Sol y conmigo. Hablas muy bien el español, Pedro, no lo sabía. Eso sí, tienes un acento yanqui que tira de espaldas. Quizá será mejor que hablemos en este idioma, así practicas por si te echas novia española.
—Como lo veas. Toma, bebe. —Con decisión, le acercó de nuevo el vaso de zumo a los labios como si fuera una inválida, y a ella no le quedó más remedio que beber para evitar que el jugo se derramara por su barbilla—. Y ahora cuéntame por qué, si según dice Lucas tu padre era un hombre con una más que saneada posición económica, vivís tu hija y tú en este piso tan tétrico.
Lo último que Paula esperaba era aquella pregunta tan personal y, boquiabierta, tardó un buen rato en recuperarse lo suficiente para afearle su conducta.
—Pensé que la Tata era la persona más impertinente que conocía, pero ya veo que no es así.
Aquel gigante incorregible ni siquiera tuvo la decencia de sonrojarse.
—Soy un poco curioso, es verdad. —Y, sin darle la menor importancia a su evidente enojo, prosiguió—: Le pregunté a Lucas, pero es muy discreto y apenas me ha contado nada de ti.
—Quizá tú también deberías aprender un poco de discreción —replicó, mordaz.
Acto seguido, cerró los ojos y se llevó una mano a la sien; cada vez le dolía más la cabeza. De pronto, una de sus manazas se posó sobre su frente con delicadeza casi femenina y ella agradeció su tacto, fresco y seco.
—Tienes fiebre. Está bien, dejaré el interrogatorio para otra ocasión más propicia. Volveré a verte mañana —anunció, y salió de la habitación antes de que Paula pudiera protestar.
Agotada por el tenso intercambio, Paula volvió a caer en aquella especie de duermevela del que despertó varias horas más tarde un poco más descansada. En cuanto Sol —que se asomaba a cada rato a la puerta de su habitación— se dio cuenta de que al fin se había despertado, se sentó en el suelo a una distancia prudencial y empezó a contarle las últimas gamberradas del «indio» que, al parecer, se había quedado un par de horas jugando con ella. Saltaba a la vista que Pedro Alfonso la tenía fascinada. Paula sabía bien que, a parte de Lucas, Sol no tenía muchos referentes masculinos en su vida y estaba claro que aquel bromista incorregible había sabido captar su atención, así que, durante la siguiente media hora, la niña no paró de parlotear sobre las cosas que hacía aquel extraño indio, hasta que la Tata le recordó que ya era la hora del baño.
Un poco más tarde, la Tata reapareció con una bandeja y otro sopicaldo de los suyos y, en esa ocasión, Paula no protestó. Se encontraba bastante mejor y empezó a tomar cucharadas con gusto mientras la anciana la miraba con un gesto de satisfacción.
—Qué guapo y qué alto es ese hombre, no parece indio —empezó como quien no quiere la cosa; pero a ella no la engañó ni por un segundo. Paula la conocía demasiado bien y sabía que no iba a poder resistir durante mucho tiempo más la tentación de cotillear; cada vez que un hombre que no fuera Lucas se le acercaba más de la cuenta, la Tata empezaba con el interrogatorio, al más puro estilo agente del Mossad.
—Es que no lo es, es norteamericano —aclaró tras llevarse la última cucharada de caldo a la boca.
—Es un hombre bien plantado. Se parece mucho a mi Manolo —afirmó, al tiempo que se llevaba la punta del delantal a los ojos en un gesto maquinal.
Paula recordó la foto de un hombre renegrido y escuchimizado, vestido con traje de jotero, que la Tata le había enseñado en su día y decidió callarse prudentemente. La verdad era que a veces pensaba que al pobre Manolo le vino Dios a ver (y nunca mejor dicho) el día que lo atropelló aquel rebaño de vacas en plena estampida. No sabía cómo hubiera sido la vida de aquel pobre al lado de la imponente Jacinta Serrano; pero, si era la mínima parte de buena persona de lo que ella contaba, y conociéndola como la conocía, estaba segura de que no lo habría dejado ni respirar sin decirle a razón de cuántas inhalaciones por minuto.
—Gracias por el caldo, Tata, ya me encuentro mucho mejor, aunque creo que me voy a dormir otra vez. Buenas noches.
—Buenas noches. —La Tata recogió la bandeja y apagó la luz al salir.
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