viernes, 18 de noviembre de 2016

AVENTURA: CAPITULO 24





Durante los días siguientes, Paula recibió flores todos los días. Montones de flores, de todas clases. Eran de Pedro, por supuesto.


El la llamó por teléfono durante el fin de semana.


—¿Has recibido mis flores?


—Sí, son preciosas. ¿Te encuentras mejor?


—No mucho. Mi apariencia despertó comentarios ayer en el consejo de administración —suspiró Pedro—. Como no podía contarles que me había pegado una chica, decidí no contar nada. Ahora creen que soy un hombre misterioso.


Paula tuvo que controlar una risita.


—Gracias por llamar, Pedro. Y por las flores.


—Sé que no son un consuelo para ti, pero enviártelas hace que me sienta un poco mejor.


—A mí también.


—¿Pero no tanto como para darme otra oportunidad?


—No —contestó ella—. No tanto como para eso. Buenas noches.


Arreglos Paula tenía tantos encargos como siempre... incluido un vestido de novia para Angela.


—Nunca pensé que volvería a casarme de blanco —rió su amiga—. Pero al final, Felipe me ha convencido. Aunque no quiero que sea nada escandaloso… pero he pensado ponerme el chal de encaje que compré en la feria de antigüedades el año pasado...


—No, no y no —la interrumpió Paula—. Si te lo pones, me tocará repasarlo a mí y tiene un trabajo enorme...


—Por favor, Paula, por favor. Me hace mucha ilusión —insistió su amiga—. Si fuera una cliente normal, no me dirías que no.


Por supuesto, Paula tuvo que aceptar. Y, en cualquier caso, casi agradecía estar tan ocupada; así no podía pensar en Pedro... aunque era muy difícil.


Su mente racional le decía que Pedro Alfonso era un ser humano, con defectos como todo el mundo. La mezcla de desilusión, celos y alcohol lo había hecho actuar como actuó. 


Pero tenía la certeza de que era una buena persona. Como tenía la certeza de que la amaba.


Poco a poco, empezó a perdonarlo, sin querer, sin proponérselo, debido al amor que sentía por él. Pero todo eso la mantenía despierta por las noches y, una mañana, Angela se mostró preocupada.


—Estás muy pálida, cariño. No debería haberte encargado el arreglo del chal...


—No te preocupes, el problema es el insomnio, no tu chal.


—¿Y Pedro es la causa de tu insomnio?


—¿Quién si no?


—¿Qué pasó, Paula? No he querido insistir porque sabía que te dolía mucho, pero... me gustaría ayudarte.


Paula se lo contó, tan breve y desapasionadamente como le fue posible.


—La cosa es que me porté de un modo prepotente. No quise perdonarlo, no quise escucharlo siquiera.


—Díselo a él —le aconsejó Angela.


—¡No puedo hacer eso!


—¿Por qué no?


—Por orgullo.


—Y el orgullo te hace muy infeliz. Llámalo esta noche.


—Esta noche tengo una reunión en la Cámara de Comercio, no puedo.


—Llámalo cuando llegues a casa. Déjate de excusas, Paula.


Cuando llegó a casa, comprobó el contestador, pero no había ningún mensaje de Pedro. Aunque tampoco esperaba que lo hubiera.


Al día siguiente, Angela le mostró un vestido negro de seda con la etiqueta de uno de los mejores diseñadores del mundo.


—Lo quieren arreglado mañana.


—Mira las costuras, Paula. No se han descosido solas, alguien las ha descosido con unas tijeras.


—Quizá la propietaria intentaba ensancharlo un poco...


—No lo creo. Era muy delgada. Pero se marchó con tanta prisa que olvidó decirme su nombre.


—Muy bien. Lo arreglaré yo después de comer —suspiró Paula.


—¿Llamaste a Pedro anoche?


—No, ya te dije que tenía una reunión. Y luego fuimos a tomar una copa.


—Ah, ya. ¿Y qué excusa tienes para esta noche? —preguntó Angela.


—Ya te he dicho que no pienso llamarlo... y no insistas, no voy a hacerlo.


—Muy bien, tú eres la jefa. No volveré a insistir —suspiró su amiga.


Al día siguiente, la mujer que había dejado encargado el vestido negro fue a recogerlo. Era una chica rubia, guapísima... y Paula la reconoció de inmediato.


—Hola, ¿tú eres Paula? Yo soy Henrietta Tremayne.


—Lo sé.


—¿Ah, sí? No quise dejar mi nombre ayer porque temí que no quisieras hablar conmigo —dijo la joven entonces, un poco avergonzada.


—Podrías haber hablado conmigo... sin destrozar un vestido tan bonito —sonrió Paula.


—Ya, sí, es que es lo único que se me ocurrió. ¿Podemos comer juntas?


—Muy bien.


Henrietta la llevó a un café cercano, donde las esperaba su marido.


—Hola, soy Charlie Tremayne.


—Lo sé —sonrió Paula—. He visto una fotografía tuya. Bueno, ¿y por qué queréis hablar conmigo? ¿Le ha ocurrido algo a Pedro?


—Sí, bueno... mira, mi mujer y yo queremos mucho a Pedro y no podemos quedarnos de brazos cruzados mientras él tira su vida por la ventana —contestó Charlie, sin rodeos.


—¿Qué ha pasado?


—Lo único que hace es trabajar, trabajar y trabajar. No va al campo los fines de semana, no va a comer con Liliana...


—¿Quién es Liliana? —preguntó Paula.


—Su madre. Ella también está muy preocupada... Paula, Pedro está a punto de convertirse en una estadística. Si sigue así, acabará matándose —suspiró Charlie—. ¿Vas a dejar que lo haga?


—Hace mucho que no lo veo...


—Ese es el problema. Que cortaste con él y no puede superarlo.


—¿Y qué puedo hacer yo?


—Para empezar, decirle que lo has perdonado —contestó Henrietta—. Dime la verdad, Paula, ¿sigues enamorada de él?


—Sí.


—¿Y por qué no se lo dices? El está loco por ti. ¿Por qué no hacéis las paces?


—Lo conozco desde que teníamos trece años y nunca lo había visto así —añadió Charlie.


—Sólo tienes que llamarlo por teléfono —insistió Henrietta, apretando su mano—. Y la próxima vez que vayas a la casa de campo, podemos celebrarlo los cuatro.


Paula sonrió.


—¿Pedro os presenta a todas sus amigas?


—No —contestó Charlie—. Tú eres la primera, Paula.


Paula volvió a la tienda sintiéndose culpable. No tenía intención de ponerse en contacto con Pedro a pesar de todo.


—Toma tu chal, Angela, ya lo he terminado.


—¿Ya? Pero si es un milagro... ha quedado perfecto. ¿Cómo lo haces?


—¡Muy despacio!


—Pensé que no serías capaz —sonrió Luisa.


—Yo sabía que sí —rió Angela—. Tengo fe en la magia de mi amiga Paula Chaves.


El día de la boda amaneció frío y gris, pero por la tarde un tímido sol de febrero asomó en el cielo, como para darle la enhorabuena a Angela.


Felipe, normalmente un hombre muy tranquilo, estaba nerviosísimo, paseando de un lado a otro hasta que llegó la novia, radiante con su vestido blanco y su chal de encaje antiguo del brazo de su padre. Detrás la nieta de Felipe, preciosa con un vestido de terciopelo azul.


—Angela está elegantísima —susurró Helena, a su lado—. Ahora entiendo que quisiera llevar el chal.


La ceremonia había terminado y los novios iban por la mitad del pasillo cuando Paula descubrió a un hombre sentado al fondo de la iglesia... y se le cayó el bolso al suelo. Angela no le había dicho que hubiera invitado a Pedro.


En la puerta de la iglesia se sometieron a la tradicional sesión de fotografías y, cuando Paula consiguió ponerse al lado de Angela, le preguntó al oído:
—¿Por qué no me habías dicho que Pedro vendría a la boda?


—Se me olvidó.


—¡Serás capaz!


—No puedes enfadarte conmigo, soy la novia.


—¡Sonrían! —les indicó el fotógrafo.


Cuando terminó la sesión fotográfica y los novios se dirigían al salón en el que tendría lugar el banquete, Pedro se acercó a Paula.


—Hola.


—Hola. No sabía que ibas a venir.


—Angela me aconsejó que no te dijera nada. ¿De haberlo sabido habrías desarrollado una misteriosa enfermedad?


—¿Y estropearle el día a mi amiga? Ni muerta.


—Estás preciosa —dijo Pedro entonces.


—Gracias.


Paula llevaba el vestidito negro y, encima, una chaqueta de lana blanca que había comprado en la boutique de Christine Porter, el pelo recogido y un sombrero muy original con plumas.


—Tú también estás muy guapo.


Pedro sonrió, burlón.


—Tomas me ha pedido que te lleve al banquete. ¿Te importa?


—Pues... no, claro. Gracias. Estos zapatos no están hechos para caminar.


Durante el camino, no dijeron una palabra y Paula puso la radio para compensar la falta de comunicación. Cuando llegaron al hotel Ángel, donde tendría lugar el banquete, Paula sonrió a todo el mundo, charló con todo el mundo, bebió champán como si no pasara nada... se merecía un Oscar.


Felipe y Angela habían invitado a tan poca gente que parecía más una fiesta privada que una boda y Pedro tuvo que contestar muchas preguntas sobre cómo iban las obras de las salas de cine.


Por supuesto, Angela lo había sentado al lado de Paula pero, afortunadamente, al otro lado estaba Valeria, la hija de Felipe, una chica encantadora con la que Pedro parecía encontrarse muy cómodo.


Después del banquete, cuando Paula intentaba despedirse, Luisa y Helena quisieron convencerla para que tomase una copa.


—Pero si es muy temprano... Vamos a tomar una última copa en el bar, anda. A menos que tengas una oferta mejor, claro —sonrió Helena, mirando a Pedro.


—Quieres que te lleve a casa, Paula? —preguntó él—. Yo me marcho a Londres.


—¿Vuelves esta noche?


—Sí, me temo que sí.


—Pues entonces, te lo agradecería. Iba a llamar a un taxi.


Paula se despidió de todo el mundo y poco después estaba en el deportivo.


—Tengo que enviarle un regalo a Angela —dijo Pedro—. Pero necesito que me aconsejes.


—No sé, quizá algo para el jardín... pero será mejor preguntarle a Angela cuando vuelva del viaje de novios. Cuando me lo diga, te llamaré.


—¿Quieres decir que estás dispuesta a ponerte en contacto conmigo?


Paula no se molestó en contestar. Cuando llegaron a su casa, Pedro quitó la llave del contacto y salió tras ella.


—Será mejor que me invites a un café. De otro modo, todos los esfuerzos de Angela por hacer de Cupido no habrán servido de nada. ¿O debería decir hada madrina?


—Yo diría que ése es el papel de los Tremayne. Pero entra si quieres.


—¿Los Tremayne?


—Te lo explicaré mientras hago un café —suspiró Paula, sacando las llaves.


—No quiero café. Quiero saber qué pasa con los Tremayne —insistió Pedro.


—Henrietta y Charlie estuvieron aquí. Estaban muy preocupados por ti.


El dejó escapar un suspiro.


Ellos, mi madre... Pero parece que el esfuerzo de los Tremayne no ha dado resultado.


Paula se encogió de hombros.


—No les prometí nada. Además, hace tiempo que no nos vemos. Pensé que... habrías seguido con tu vida.


—¿Ah, sí? En fin, tú dejaste claro que nada de lo que dijera o hiciera te haría cambiar de opinión, de modo que supongo que sería lo mejor.


—¿Por qué has venido a la boda de Angela, Pedro?


—Porque ella me invitó. No quería estropearle el día.


Paula levantó una ceja.


—¿Y por qué iba a estropearle el día tu ausencia?


—Me envió una nota, diciendo que le gustaría que su amiga Paula tuviese un acompañante el día de su boda. Aunque tú no quisieras.


De modo que no había ido esperando una reconciliación, pensó Paula.


—Ha sido un detalle que encontrases tiempo para venir.


—Sí, bueno, será mejor que me vaya —suspiró él. Pero cuando abría la puerta del coche empezó a nevar; unos copos enormes, acompañados de un viento que los lanzaba por todo el jardín.


—Es una tormenta de nieve —murmuró Paula.


—Eso parece.


—No puedes conducir con este tiempo. Será mejor que te quedes a dormir aquí... no te preocupes, no voy a intentar seducirte.


—No se me habría ocurrido —contestó él—. Ya no saco conclusiones precipitadas.


Sus ojos se encontraron un momento.


—Puedes dormir en la habitación de invitados.


—Gracias —sonrió Pedro.


—Pero es temprano, vamos a comer algo, tengo hambre.


—Has comido tan poco en el banquete que no me sorprende. Supongo que mi presencia es lo que te ha quitado el apetito.


—En absoluto. Es, que no me gusta cómo hacen el salmón en el hotel Ángel. A mí me gusta a la menta. Pero es un secreto, no se lo cuentes a nadie —sonrió Paula.


—No lo haré.


Sintiéndose un poco más cómoda, Paula lo invitó a entrar.


—Podrías encender la chimenea mientras yo me cambio de ropa y preparo unos sándwiches.


—Muy bien —dijo Pedro.


Paula no sabía si alegrarse por aquel giro inesperado del destino que la había unido con Pedro Alfonso de nuevo o si debía estar preocupada. Cuando lo vio en la iglesia, su corazón se detuvo durante una fracción de segundo. Estaba convencida de que había ido a verla.., incluso preparó un pequeño discurso para dejarle claro que su misión no tendría éxito.


Pero Pedro había ido por otras razones. Pensaran lo que pensaran los Tremayne, trabajaba mucho porque le gustaba hacerlo, porque era su obligación o por otras razones. No porque estuviera loco por Paula Chaves.




jueves, 17 de noviembre de 2016

AVENTURA: CAPITULO 23




A la mañana siguiente, Paula despertó temprano, cansada y más triste que nunca. Quemó algo de energía haciendo más tareas de las habituales y luego fue al supermercado para llenar la nevera. Estaba colocando las cosas en la despensa cuando sonó el timbre.


—,Sí? —contestó, mirando la pantalla del nuevo video portero.


—Paula, déjame entrar.


—¿Quién es?


—Pedro Alfonso. Y sé que me estás viendo —exclamó él, furioso—. Tengo que verte.


—Si has venido a pedirme disculpas...


—He traído tu abrigo.


Paula abrió mucho los ojos. ¿Había vuelto de Londres sin abrigo? Lo había comprado en la tienda de Christine Porter y, a pesar del descuento, era muy caro.


Pero estaba tan disgustada que ni siquiera se dio cuenta...


—¿Por qué no me lo has enviado por correo?


—No tenía nada que hacer hoy y he pensado que podría hacerte falta. Ábreme, por favor.


¿Por qué no?, pensó Paula. Una vena sádica, nueva en ella, casi disfrutó al ver el aspecto terrible de Pedro.


—Ven a la cocina. Y deja el abrigo en la barandilla. 


Pedro se quedó en la puerta, mientras ella seguía metiendo cosas en la despensa, sin mirarlo.


—¿Quieres un café?


—Gracias.


—Siéntate.


—Tengo que hablar contigo —dijo Pedro.


—Si estás tan mal como parece, quizá deberías haber llamado por teléfono —dio Paula, con frialdad, poniendo una taza en su mano—. ¿Quieres comer algo?


—No —contestó él, cerrando los ojos—. ¿Habrías contestado al teléfono?


—Seguramente no.


—Por eso he venido.


—Pensé que habías venido a traerme el abrigo.


—Y a pedirte disculpas. Salí corriendo detrás de ti para disculparme, no para agredirte. Lamenté mis palabras en cuanto salieron de mi boca. Hiciste bien al darme una bofetada.


Paula tomó un sorbo de café, inconmovible.


—¿Aceptas mis disculpas?


Ella lo estudió, sin emoción.


—No.


—Ya veo.


—Será mejor que te tomes el café.


—No, gracias, no puedo tragarlo.


—Ya.


—Paula, sé que no tengo derecho a preguntar, pero me estoy volviendo loco... ¿qué pasó con el niño?


Ella estuvo a punto de decirle que no era asunto suyo, pero para ser justos, Patricio había hecho que lo fuera.


—Debería haber sabido que Patricio Morrell iba a vengarse.


—¿Por qué?


Paula le contó el episodio del jardín.


—Le dije que no volviera por aquí y, por supuesto, él ha querido vengarse. Pero no puedo permitir que vaya mintiendo sobre mí —suspiró, pasándose una mano por el pelo—. Patricio siempre usaba preservativos, pero en una ocasión debió usar uno defectuoso... y quedé embarazada.


Cuando se lo dijo, Patricio se volvió loco. No quería tener un hijo, no quería que lo tuviera ella; eran demasiado jóvenes y no había sitio en su vida para un niño. El aborto era muy fácil en Londres y él dijo que se encargaría de todo, que la acompañaría a la clínica.


—Qué magnánimo —murmuró Pedro—. Perdona, sigue.


—Yo no tenía intención de abortar. En cuanto supe que estaba embarazada, decidí que tendría el niño. Mi madre se emocionó al saber que iba a tener un nieto...


Patricio discutió con ella durante horas, intentando convencerla. Unos días después empezó a encontrarse mal. Sintió un dolor tan terrible que se desmayó y Patricio tuvo que llamar a una ambulancia.


—Era un embarazo ectópico y sufrí una hemorragia interna. Me quitaron una trompa de Falopio y, cuando desperté, me dijeron que la otra trompa también había resultado dañada y que, por lo tanto, no podría tener hijos.


—Morrell estaría encantado, por supuesto —murmuró Pedro. con amargura.


—Feliz. Dijo que nuestro pequeño problema se había resuelto y que le contaríamos a todo el mundo que había sido una apendicitis. Para él, era la solución perfecta, pero para mí... Había perdido a mi hijo. Y no podría tener más —siguió Paula, perdida en los recuerdos—. Volví a casa para estar con mi madre unos días y, debo confesar que estaba tan concentrada en mi pena que no me di cuenta de que ella tenía peor aspecto que yo. Pero un día hablé con el médico y me dijo que su corazón se había deteriorado mucho en los últimos años, así que dejé mi trabajo en Londres y me quedé aquí con ella. Corté con Patricio, por supuesto, pero él se negó a aceptarlo. Sigue sin aceptarlo después de todos estos años.


—Podría matar a ese canalla —dijo Pedro—. Estuve a punto de hacerlo en El Vino’s. Lo agarré por el cuello y le sacudí. Le dije que si volvía a contarle esa historia a alguien le partiría la cara. Incluso le amenacé con acusarlo de acosarme sexualmente.


—UHF, eso debió hacerle callar —murmuró Paula, impresionada.


—Morrell tuvo suerte porque alguien entró en ese momento y tuve que soltarlo —suspiró él, pasándose una mano por el pelo—. Paula, sé que no quieres oír esto, pero tengo que decirlo: te quiero.


—Pero creíste a Patricio...


—¡Lo sé, lo sé! Ojalá pudiese retirar lo que te dije.


—Pero no puedes —se encogió Paula de hombros—. Y, como Patricio Morrell podrá decirte, yo soy una chica rencorosa.


Pedro la miró en silencio durante unos segundos.


—En ese caso, no hay nada más que decir.


—¿Seguro que puedes conducir? —preguntó Paula, preocupada al ver su palidez.


—Sobreviviré, no te preocupes. Por cierto, me sigue doliendo la cara de la bofetada... Menos mal que ahora no tengo ninguna razón para sonreír.


Tampoco la tenía ella, pensó Paula, mientras lo observaba cojear hasta el coche. Pedro se volvió y levantó la mano para decirle adiós, pero Paula cerró la puerta para no verlo desaparecer de su vida.