sábado, 12 de noviembre de 2016
AVENTURA: CAPITULO 6
Pedro lanzó un silbido.
—A papá no le gustaría nada, ¿verdad?
—Papá no tiene por qué enterarse —dijo Paula—. Daniel sabe que lo vi y creo que el mejor castigo será dejar que se cueza en su propia salsa, pobre chico.
—El pobre chico es responsable de un incendio —le recordó Pedro.
—Con Jorge Morrell como padre, ¿no te habrías dedicado tú a los petardos?
—No, a mí nunca me ha interesado la pirotecnia.
—Sólo las chicas, ¿no?
—Sobre todo —sonrió él.
—De todas formas, no creo que lo hicieran a propósito. Debió ser un petardo defectuoso o algo así.
—Pero los lanzaban peligrosamente cerca de unos terrenos que pertenecen a Alcom —observó Pedro—. En cualquier caso, como no quieres que salga de aquí, no diré una palabra.
Paula apagó la barbacoa y sacó las patatas del horno.
—No hay primer plato, sólo una ensalada —sonrió, llevando la bandeja a la mesa.
Las patatas estaban asadas sobre cabezas de ajo sin pelar y un poco de romero para darle aroma. Pedro cerró los ojos, encantado.
—Una mujer tan guapa como tú no debería cocinar tan bien, Paula.
—¿Por qué no?
—No es justo para un pobre hombre indefenso.
—Si tú respondes a esa descripción, serás el primero de la especie —sonrió ella—. Me arriesgué con el ajo porque me gusta mucho.
—Está riquísimo. Dime, Paula Chaves: eres guapa, tienes tu propio negocio y sabes cocinar. Entonces, ¿por qué...?
—¿Por qué no me he casado? —terminó ella la frase, resignada—. La belleza es sólo una ilusión, cortesía de mi pelo y unos buenos cosméticos. Y mi negocio funciona porque trabajo diez horas diarias, así que no tengo tiempo para maridos ni para hijos. Cuando llego a casa por la noche, intento relajarme en lugar de tener que hacer cenas o planchar camisas.
Pedro levanto una ceja.
—¿Eso es lo que piensas del matrimonio?
—Me mantengo sola y tengo mi propia casa, así que no pienso en el matrimonio.
—El amor y la compañía son dos cosas importantes.
Ella negó con la cabeza.
—No, gracias. Mis pasadas relaciones prometían precisamente eso y acabaron en fracaso.
—¿Y no lo lamentas?
—Oh, sí. Lo he lamentado muchas veces.
Pedro la miró un momento, antes de colocar el tenedor y el cuchillo sobre su plato.
—La mejor cena de mi vida.
—Gracias, señor Alfonso—sonrió Paula—. Pero supongo que también te gustó la cena en el Fleece.
—La comida de un restaurante no puede compararse con una cena casera en compañía de una bella mujer.
Divertida por los halagos, Paula se levantó para hacer café.
—Me temo que no hay postre —sonrió, dándole una bandeja—. ¿Te importa llevarla a la otra habitación?
—¿A la nevera? No, no, prefiero quedarme en la cocina.
Ella sonrió misteriosamente mientras lo llevaba hasta una habitación al pie de la escalera.
—Entra en mi casa... le dijo la araña a la mosca.
La habitación, con las paredes forradas de estanterías llenas de libros, era un sitio muy acogedor, con grandes ventanales cubiertos por cortinas de terciopelo. Además de la mesa del ordenador, el único mueble era un sofá enorme frente a la chimenea.
—Mi estudio —anunció Paula, echando otro tronco al fuego—. Las ventanas dan al jardín.
Pedro dejó la bandeja sobre la mesa y miró alrededor, complacido.
—Esto sí me gusta.
—Era la habitación favorita de mi madre.
El se quedó pensativo mientras Paula servía el café.
—Nunca me has hablado de tu padre.
Ella habría querido cambiar de tema, pero por primera vez en mucho tiempo descubrió que quería hablar de su padre.
—Juan Chaves era policía. Mi madre lo conoció al terminal sus estudios en Londres. Fue amor a primera vista y enseguida quedó embarazada... Habían previsto casarse en Bermondsey, pero dos días antes de la boda mí padre murió en acto de servicio y mi madre tuvo que volver a casa... embarazada y sin marido. En esos tiempos no resultaba fácil, ya sabes —sonrió Paula, amargamente—. Puede que suene a telenovela, pero hace treinta años esas cosas eran horribles en una ciudad tan pequeña como ésta, donde todo el mundo conoce a todo el mundo.
—¿Lo pasaste mal?
—Yo no, pero mi madre y mis abuelos sí. Quería que se sintieran orgullosos de mí, así que estudié como una loca para ser la primera de la clase —se encogió Paula de hombros—. Esa misma motivación me retuvo aquí tras la muerte de mi madre, en lugar de volver a Londres. Que Arreglos Paula sea un éxito es una forma de darle en las narices a ciertas personas.
—¿Y la familia de tu padre?
—Mi madre solía llevarme a Bermondsey para verlos cuando era pequeña —sonrió ella—. Bueno, ya sabes cosas sobre mí que no le había contado a nadie. Sabes escuchar, Pedro Alfonso. Quizá deberías haber sido cura.
—No tengo vocación, lo siento.
—¿Por la falta de sexo?
El soltó una carcajada.
—Precisamente —contestó, mirándola pensativo—. Si nunca habías hablado de tu padre, tus anteriores relaciones no pueden haber sido muy profundas —dijo entonces—. Y supongo que una de ellas fue con Patricio Morrell.
Paula asintió.
—Nos conocíamos de vista desde niños, pero curiosamente la primera vez que hablamos fue en Londres. Como te dije la otra vez, a sus padres yo no les hacía ninguna gracia.
—¿Por qué?
Ella sonrió, con cierta amargura.
—Cuando mi abuela murió, poco después de morir mi abuelo, mi madre heredó esta casa, pero no tenía dinero y tuvo que ponerse a trabajar como modista. La madre de Patricio era una de sus clientes y era yo quien le llevaba los pedidos. Por supuesto, yo no cuadraba en la lista de amigos de los Morrell —le contó, intentando conservar el humor—. ¿Quieres una copa de brandy?
—No, gracias —contestó Pedro, estirando las piernas—. Tengo todo lo que puede desear un hombre y no pienso pedir nada más por el momento.
—¿Eres de los que lo piden en voz alta?
—Siempre —contestó él, sin dejar de sonreír—. Mi madre me enseñó a pedir las cosas por favor, a dar las gracias y a ayudar a las ancianitas a cruzar los semáforos.
—¿Quieran cruzar o no?
—Lo que intento decir, Paula Chaves, es que por mucho que te desee, no pienso hacer nada hasta que tú quieras.
Ella lo miró, con curiosidad.
—Entonces, estás seguro de que querré en algún momento, ¿no?
—Completamente.
—De modo que Angela tenía razón.
—¿Sobre qué?
—Ella dice que los hombres encuentran muy sexy a una mujer que cocina. Yo no lo sé por experiencia porque sólo he tenido relaciones en Londres y allí nadie sabe cocinar… aunque lo nuestro no es una relación, claro.
—Soy tu casero —le recordó él—. Así que tenemos una relación. ¿Y quién sabe? Podría hacerse más íntima con el tiempo. Puedo esperar.
—¿Ya no intentas colarte en las habitaciones de las chicas? —sonrió Paula.
El se puso una mano sobre el corazón.
—Si me recibieras con los brazos abiertos, estaría dispuesto a arriesgar mi vida.
—Antes de eso, me gusta conocer bien a un hombre —sonrió ella.
—Mi vida es un libro abierto. Conmigo, lo que ves es lo que hay.
—No siempre. Lo de ser mi casero lo mantuviste en secreto.
—Ya sabes que no podía contártelo hasta que fuese oficial —suspiró él—. Yo esperaba que te lanzases a mis brazos, agradecida, pero sólo conseguí que te enfadaras. Dos veces.
—Ya te dije que lo sentía. Además, te he invitado a cenar. ¿Qué más quieres? Yo no suelo echarme en los brazos de nadie.
—Estoy a punto de hacerte una oferta que podría cambiar eso —Pedro rió al ver su expresión—. Eres un poquito desconfiada, ¿no?
—Quizá, pero además soy muy curiosa. ¿Qué clase de oferta?
—El propietario de la administración de lotería ha decidido marcharse. ¿Qué te parecería ampliar tu local?
—¡Qué gran idea! —exclamó Paula. Pero luego lo miró con suspicacia—. ¿Se supone que es ahora cuando debería echarme en tus brazos?
Pedro se encogió de hombros.
—No es obligatorio. Puedes alquilar el local, pagando un alquiler un poquito más elevado, y sin compromiso alguno.
De repente, Paula se sintió impaciente con su propia hipocresía. Además de saltarse las reglas al invitar a Pedro a cenar en su casa, se había arreglado deliberadamente para gustarle; no sólo con el jersey de angora rojo, sino con un conjunto de ropa interior a juego...
Y Pedro había dejado claro que ella tendría que dar el primer paso.
AVENTURA: CAPITULO 5
Paula bajó al primer piso, sonriendo de oreja a oreja.
Inmaculado e imponente con un traje que le quedaba tan bien que, sin duda, tenía que haber sido hecho a medida, Pedro la esperaba en el pasillo.
—Buenos días.
—Buenos días, señorita Chaves. Espero que tenga una hora libre para almorzar conmigo.
—¿Ahora mismo?
El sonrió cuando el reloj de pared dio la una.
—Ahora es tan buen momento como cualquier otro.
—Sí, claro. ¿Te importa cuidar el fuerte, Angela?
—Encantada —contestó su amiga.
Paula salió de la casa diciéndose a sí misma que tenía veintiocho años... bueno, veintinueve, y era completamente absurdo portarse como una niña enfurruñada sólo porque Pedro Alfonso había aparecido sin pedir cita. Al fin y al cabo, ella no era dentista.
—¿Cómo estás, Paula? —le preguntó, mientras abría la puerta de un lujoso deportivo, muy diferente del monovolumen que ella había comprado para llevar percheros llenos de ropa.
—Ahora, mejor. Es sorprendente lo que una buena noche de sueño puede conseguir. El sábado no dormí casi nada.
—Te creo.
—Me alegro de tener esta oportunidad para darte las gracias —dijo Paula más tarde, mientras cruzaban el patio del Fleece—. Quería pedirte disculpas por haber sacado conclusiones precipitadas sobre tus planes para la calle Stow...
—Estabas muy enfadada, lo sé —la interrumpió él—. Por cierto, esta vez he reservado habitación aquí.
De modo que iba a quedarse a dormir en la ciudad...
—Me han dicho que es un hotel muy agradable.
—Pero tiene un defecto: dudo que una mujer guapa quiera compartir mi mesa esta noche.
Aquella noche, imposible, desde luego, pensó Paula.
—A lo mejor tienes suerte.
Pedro tomó un periódico del asiento trasero y la señaló con él mientras entraban en el restaurante.
—Te he dejado el crucigrama. ¿O ya lo has hecho?
—¿El crucigrama? No he tenido tiempo ni para desayunar.
—Estás muy estresada, señorita Chaves.
—Y con razón —suspiró ella, mientras se acercaban a la barra.
—¿Una copa de vino tinto?
—No, agua mineral y un sándwich de jamón, por favor. Voy a buscar mesa... pero no puedo quedarme mucho tiempo.
Desde la mesa, lo vio charlar con el camarero, divertida al comprobar que su traje de chaqueta era casi idéntico al que llevaba Pedro. Por una vez, el destino había querido que estuviese arreglada antes de que llegase, aunque no del mejor humor. Esperar su llamada la había puesto de los nervios.
El recordatorio de Angela para que le pidiera disculpas había llegado en buen momento. Y se había disculpado, quizá no con total sinceridad, pero al menos lo había hecho.
Pero ahora, mirando a Pedro Alfonso objetivamente, sentía la misma atracción que la primera vez que lo vio. Su pelo se había vuelto un poco más oscuro al perder las mechas del sol, pero seguía siendo espeso y brillante... aunque lo llevaba un poco más corto. Al contrario que el suyo, sólo se rizaba en las puntas. Y era más alto que la mayoría de los hombres que ella conocía, lo cual estaba muy bien porque aquel día llevaba unas botas de tacón.
—¿El de hoy es difícil? —preguntó Pedro, cuando vio que no había tocado el crucigrama.
—No, ni siquiera lo he mirado.
—Sigues enfadada conmigo.
—No sigo enfadada... me he vuelto a enfadar.
—¿Porque no he llamado antes de ir a tu casa?
—Pues sí —contestó ella, tomando un sorbo de agua.
—Te llamé, pero estabas comunicando. ¿Has comprobado los mensajes?
Paula se puso colorada.
—La verdad es que no he tenido tiempo.
—Veo que has tenido una mañana muy ajetreada —sonrió Pedro entonces, como un padre comprensivo.
—Sí, pero eso no disculpa mis malas maneras. Perdona —sonrió Paula—. ¿Has inspeccionado los daños en la tienda?
—No, fui directamente a tu casa. Después de comer, tú misma puedes indicarme qué daños hay que reparar.
—Muy bien. Sé que es una suerte tener un negocio que puedo llevar desde mi casa, pero me gustaría que volviera a ser sólo eso, mi casa.
—¿El incendio ha afectado al negocio?
—Aún no, pero supongo que perderé algún cliente. Habrá gente que no quiera desplazarse hasta mi casa...
Fueron interrumpidos varias veces durante la comida por gente que la conocía y Paula presentó a Pedro... sin decir nunca quién era.
—No sé si quieres que lo diga —se disculpó, al ver que él la miraba con expresión pensativa.
—No me importa que la gente sepa que represento a Alcom, ni las conclusiones que saquen tus amigos sobre nuestra relación. Por cierto, ¿hay alguien que pueda verme como un usurpador?
—No —contestó ella, sirviéndose un café—. Ya te lo dije.
—Sigue sorprendiéndome.
—¿Por qué?
Pedro se inclinó un poco hacia delante.
—Porque, Paula Chaves, me sentí atraído por ti desde que te vi en el bar del hotel... con ese traje de chaqueta y el pelo recogido.
—¿Aunque parecía que quería ligar contigo? —preguntó ella, intentando disimular su alegría.
—O precisamente por eso. Pero al día siguiente, con ese pelo suelto y esos labios pintados de rojo... empecé a pensar en violines.., y en sexo.
Paula dejó la taza de café sobre la mesa y se levantó de golpe.
—Hora de irse.
Pedro se levantó también, sin dejar de sonreír.
—Hoy pareces una mujer de negocios, pero mi reacción es la misma.
Paula saludó a alguien mientras salía del bar y luego cruzó el patio a toda velocidad, y con la mayor dignidad posible.
Estaba molesta porque, secretamente, ese comentario había conseguido ponerla nerviosa.
Iban de vuelta al centro cuando él apartó la mano un momento del volante para tomar la suya.
—¿Te importaría dejar de ponerte tan digna y oír los planes de Alcom para los terrenos que he comprado?
Ella lo miró, exasperada.
—No me estoy poniendo digna.
—Si tú lo dices... Llevamos algún tiempo trabajando en el proyecto, pero hasta mi reciente visita, yo no había estado aquí personalmente. Estaba ocupado en cosas más importantes que la construcción de unas salas de cine en una pequeña ciudad.
Paula lo miró, sorprendida.
—¿Unas salas de cine? Pensé que ibais a construir un almacén.
—Esa era la intención original. Pero después de echar un vistazo hablé con mi padre y con el Ayuntamiento para sugerir algo que fuese de interés para la comunidad —contestó Pedro. En ese momento, llegaban a la calle Stow—. Aquí hay sitio más que suficiente para aparcar y el cine más cercano está a doce kilómetros.
Ella sonrió, encantada.
—Qué idea tan estupenda.
—Pensaba contártela mientras cenábamos juntos en el Walnut Tree, pero las circunstancias han conspirado contra mí de una forma o de otra.
Paula lo miró, contrita.
—Se me había olvidado preguntar... ¿qué pasó con el accidente?
Pedro se encogió de hombros.
—El camión quedó destrozado, pero el conductor sólo sufrió un par de fracturas... una de ellas en la mandíbula. El culpable fue el conductor de una furgoneta que se saltó un semáforo en rojo, pero afortunadamente no hubo mayores desgracias —contestó, mientras aparcaba frente a la tienda—. Pensé llamarte después, pero al final decidí no hacerlo.
Paula asintió.
—No me extraña, estaba enfadadísima.
—Sí, casi me diste miedo. O, más bien, me dio miedo esa habitación. Me recordó una dolorosa entrevista con el director de mi colegio cuando me pillaron colándome en un dormitorio que no era el mío.
—Tampoco era para tanto, ¿no?
—Bueno, es que era el dormitorio de las chicas.
Paula soltó una carcajada.
Pedro sonrió también.
—No habría estado tan mal si me hubieran pillado saliendo del dormitorio, pero me pillaron entrando así que me llevé la bronca y me quedé a dos velas. Más o menos como esa última noche contigo.
—Me niego a seguir disculpándome. No se me da bien —replicó ella, mientras abría la tienda.
—Ya me he dado cuenta. Por cierto, me habría gustado hablarte sobre los planes de Alcom cuando cenábamos en el Fleece, pero entonces todavía quedaban pendientes algunas firmas —sonrió Pedro—. Y tu enfado me pareció desproporcionado. ¿Por qué?
Paula suspiró antes de contestar.
—Cuando me enteré de que Alcom había comprado los terrenos pensé que arrasaría con las tiendas y me dolió porque no me lo habías contado personalmente. Conocí a muchos canallas en Londres... y pensaba que tú eras diferente.
Pedro sostuvo su mirada.
—No te llamé en cuanto recibí la confirmación porque quería darte la carta en persona. Paula, ha pasado mucho tiempo desde que intenté entrar en el dormitorio de esa chica… pero tenía la misma motivación que ahora. ¿Quieres que empecemos otra vez?
¿Empezar qué?
—Por supuesto —contestó ella—. No sería buena idea estar a malas con mi casero.
—Cierto. Y, en realidad, me gusta la idea de serlo —sonrió Pedro, mirando alrededor—. Bueno, no está tan mal, ¿no?
—Mi primera reacción fue dejar el local —admitió Paula—. En realidad, se ha quedado pequeño, pero el alquiler es razonable y el sitio estupendo...
—Yo creo que los daños son superficiales, pero eso lo dirá el perito. Supongo que querrás contratar a alguna empresa que conozcas... Alcom pagará la factura, naturalmente.
—Muy bien.
Paula les presentó a los propietarios de las tiendas vecinas y observó, divertida, cómo el nuevo propietario charlaba con todos por turno.
Pedro le dio las gracias mientras volvían al coche.
—Tengo varias reuniones esta tarde y me marcho mañana a primera hora, pero me gustaría cenar contigo para celebrar el acuerdo.
En lugar de ponerse a dar saltos de alegría, Paula se lo pensó. Para algunas cosas era estupendo vivir en una ciudad tan pequeña, donde era conocida por todos. Pero para otras... Pedro Alfonso y los planes de su empresa pronto serían conocidos por todo el mundo y, si la veían cenando con él, empezarían los rumores.
—Un sencillo «no» sería suficiente —dijo Pedro, burlón.
—Iba a decir que sí, pero en mi casa. No me gusta dar que hablar.
—¿Te da vergüenza que te vean conmigo?
—¿Quieres cenar en mi casa o no?
—Ya sabes que sí. Pide lo que sea por teléfono y yo pagaré la cuenta. Tiene que haber algún restaurante chino o indio en esta ciudad...
—Buena idea. Parece que no eres sólo una cara bonita —bromeó Paula.
—Tú eres la cara bonita, no yo —sonrió él—. ¿Te parece bien a las ocho?
Paula estaba muy contenta cuando entró en casa y les contó a las chicas que Pedro Alfonso iba a pagar los daños.
Pero cuando Helena y Luisa se marcharon, Angela exigió un informe completo sobre su almuerzo con Pedro.
—Le he dicho que había pensado buscar otro local. Y es verdad. Nos vendría bien un probador más grande...
—Pero entonces tendrías que pagar un alquiler más alto... y no tendríamos un casero tan guapo.
Paula sonrió.
—Es verdad. Por eso nos vamos a quedar en la calle Stow.
—¿Ahora las relaciones son más cordiales? —preguntó Angela.
—Sí. Vamos a cenar aquí esta noche.
—¿Y qué vas a hacer de cena?
—Nada. El mismo ha sugerido que pidamos comida por teléfono...
Angela sacudió la cabeza.
—Impresiónalo con una cena casera. Los hombres encuentran muy sexy a una mujer que cocina.
Paula levantó una ceja.
—¿Qué tal con Felipe, por cierto? No hemos tenido tiempo de hablar.
—Genial —contestó su amiga—. Es la primera vez que un hombre cocina para mí y me encantó. Hazle un filete a nuestro nuevo casero y seguramente dirá que sí a todo lo que le pidas —añadió, pestañeando exageradamente.
—En ese caso, será mejor que vaya ahora mismo al mercado.
Cuando volvió a casa, se emocionó al comprobar que Angela había pasado la aspiradora y el plumero.
—Sólo he hecho el piso de abajo —le advirtió su amiga.
—No deberías haber hecho nada. ¡Sólo viene a cenar! Pero muchas gracias, eres un ángel. ¿Qué te parece un chuletón, ensalada y patatas asadas?
—Perfecto, directo al corazón. Puede que yo le haga el mismo menú a Felipe mañana.
—¿No vas a verlo esta noche?
—El quería que nos viéramos —sonrió Angela, poniéndose el abrigo—. Pero yo quiero ir despacio, así que hemos quedado para el martes.
Poco antes de las ocho, las patatas estaban en el horno, los chuletones dispuestos en la barbacoa y a la ensalada sólo le faltaba el aliño.
Gracias al vapor de la ducha y al calor de la cocina, el pelo de Paula se había convertido en una masa de rizos. Se había pintado los labios del mismo color que la primera noche, pero para dejar claro que sólo era una cena entre amigos, se puso unos sencillos vaqueros y no encendió velas ni puso su mejor mantel de hilo.
Pedro llegó un minuto antes de las ocho y se quedó transfigurado al verla.
—¡Estás preciosa! —exclamó, ofreciéndole una botella de vino y un ramo de tulipanes—. Perfecta. Si fuera un artista, te pintaría.., tal y como estás ahora mismo.
—Gracias. Qué flores tan bonitas. Ven a la cocina, voy a ponerlas en agua.
Pedro la siguió, olisqueando el aire.
—¿Ya ha llegado la cena? Pensaba invitarte...
—He decidido cocinar —Paula dejó las flores en el fregadero y abrió el armario para buscar un jarrón, tomándose su tiempo para dejar que Pedro admirase su trasero. Luego apartó el pelo de su cara con un gesto estudiado... algo que no había hecho en mucho tiempo. —¿Qué quieres beber? He abierto una botella de vino… o puedes tomar una cerveza, si te apetece.
—El vino está bien. ¿Quieres una copa?
—Sí, gracias. ¿Cómo te gusta la carne?
—En su punto —Pedro sirvió dos copas, sin dejar de mirarla—. Me encanta esta cena —añadió, con una sonrisa en los labios.
—Gracias.
—He hablado con el director del hotel sobre el incendio. Parece que nadie ha podido identificar a los responsables.
—Sólo yo —dijo Paula, poniendo los chuletones en la barbacoa.
—¿Qué?
—Uno de ellos se cruzó conmigo cuando iba corriendo hacia la tienda y tropezó justo bajo la luz de una farola. Vi su cara perfectamente.
—¿Ah, sí? ¿Y qué piensas hacer?
—¿Lo preguntas como director de Alcom o por mera curiosidad?
—Si tú no quieres, lo que me cuentes no saldrá de aquí.
Paula se quedó un momento en silencio.
—No quiero que salga de aquí —dijo por fin—. El chico se llama Daniel Morrell... y es el hijo de Jorge Morrell, el propietario de la inmobiliaria más importante de la ciudad.
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