viernes, 11 de noviembre de 2016

AVENTURA: CAPITULO 2





Paula durmió tan bien que despertó más tarde de lo normal y tuvo que irse al trabajo sin desayunar. Tenía el taller en la calle Stow, una conocida zona comercial, cerca del aparcamiento más grande de la ciudad.


Angela llegó antes que ella, tan eufórica que era evidente que todo había salido bien con Felipe. Pero antes de que Paula pudiese pedirle detalles, llegó el resto del equipo y el teléfono empezó a sonar. Además, tenía que acudir a su primera cita del día en unos minutos.


—Seguramente tardaré un rato. Meter a Pansy Keith Davidson en el vestido de novia de su abuela no va a ser tarea fácil.


—Rezaré para que no se rompan las costuras —sonrió Angela—. Te lo contaré todo durante la comida.


Los Keith Davidson eran una de las familias más adineradas de la ciudad. Afortunadamente, la invitaron a café y pasteles antes de embarcarse en una tarea que duró toda la mañana.


—Ha sido un reto —le contó a Angela más tarde, a la hora del almuerzo—. La madre de la novia me dijo que quería regalarle un vestido de diseño, pero Pansy leyó un artículo en una revista de moda y cambió de opinión. Lo último es el vintage y si, además, pertenece a tu abuela, mucho mejor.


—¿Podemos hacer algo con el vestido? —preguntó Angela.


—Sí, claro. Es de satén, al estilo del Hollywood de los años treinta, pero Pansy se ha puesto a dieta rigurosa. Con unos añadidos que le pongas tú y unos encajes que le ponga yo, todo irá bien. Su madre ni siquiera ha movido una ceja cuando le he dicho lo que esto iba a costarle —sonrió Paula—. Y Pansy estaba tan emocionada que me ha encargado los vestidos para las seis damas de honor, ¿te lo puedes creer? La boda es el mes que viene... tendremos que ponemos las pilas.


—Buen trabajo, jefa —rió Angela.


—Bueno, y ahora cuéntame qué pasó anoche.


—Fue maravilloso. Felipe es un hombre tan simpático que no entiendo cómo no ha vuelto a casarse desde que perdió a su mujer. Su hija le obligó a contestar el anuncio y ahora está encantado.


—¿A qué se dedica?


—Es contable.


—Y te gusta, obviamente.


—Me gustó a primera vista… probablemente porque estaba tan nervioso como yo. Pero durante la cena no dejamos de hablar y me ha pedido que nos veamos el sábado —sonrió Angela, radiante—. Gracias, Paula. Te debo una.


—No me debes nada. Yo he quedado a cenar con Pedro Alfonso, el hombre del bar.


—¿En serio? —exclamó su amiga, atónita—. Eso sí que es una noticia. ¿Y qué lo diferencia del resto de los hombres?


—Que no es de aquí, seguramente. Pero es encantador, además —sonrió Paula—. Casi debería pagarte la mitad de lo que te ha costado el anuncio del periódico.


Paula prácticamente echó a todo el mundo de la tienda esa noche porque quería tener tiempo para lavarse el pelo y dejarlo secar al aire, que era como le quedaba mejor. Se maquilló con más cuidado del habitual y se cambió dos veces de ropa antes de elegir unos vaqueros y una chaqueta de terciopelo, irritada por estar comportándose como una adolescente. Y más cuando descubrió que había llegado al aparcamiento del Ángel con un minuto de antelación.


Pero Pedro Alfonso ya estaba allí, con una chaqueta de color caqui y unos vaqueros oscuros que le quedaban incluso mejor que el traje.


—No deberías haber esperado fuera, hace frío —sonrió Paula.


—Dijiste a las ocho y pareces una mujer que dice las cosas en serio —sonrió Pedro, entrando en el coche—. ¡Vaya, qué pelo tan bonito!


Ella hizo una mueca.


—No dirías eso si tuvieras que peinártelo todos los días.


—Me gusta más así que cuando llevas moño.


—Pero el moño queda más profesional. Es mejor para tratar con mis clientes.


—Si tus clientes son hombres, les gustará más suelto.


—Pero es que son mujeres —sonrió Paula. Luego le contó a qué se dedicaba.


—Esta tarde, mientras daba un paseo, he visto tu tienda.


—¿Ah, sí?


—Bueno, he supuesto que era tu tienda porque se llamaba «Arreglos Paula».


—Ese es el cuartel general, pero yo misma acudo a las casas para hacer pruebas... Bueno, ya hemos llegado.


Paula pasó bajo un arco de piedra a través del que una vez, habían entrado los carruajes que trotaban por las empedradas calles de la ciudad. El aparcamiento del Fleece estaba lleno de coches, pero encontró sitio enseguida. 


Mientras cruzaban el patio de piedra, Pedro respiró profundamente.


—Si la comida es tan buena como el olor… parece que sí —sonrió al comprobar que el restaurante estaba lleno de gente—. Siéntate en esa mesa, al lado de la ventana, yo voy a pedir dos copas. ¿Vino tinto?


—Sí, por favor.


Paula se relajó, sabiendo que la comida, pidieran lo que pidieran, sería estupenda. Luego saludó a un conocido y sonrió, divertida, al ver que varios pares de ojos curiosos seguían a Pedro mientras se sentaba con ella. ¡Paula Chaves cenando con un hombre!


—En este sitio sirven comida desde el siglo XVIII y es el primer restaurante que conocí, como regalo de mis padres, cuando cumplí once años.


—¿Así que naciste aquí? ¿Desde cuándo tienes la tienda?


—En realidad, se abrió hace veinticinco años.


Pedro la miró, sorprendido.


—Eso no puede ser.


—La abrió mi madre, hombre —sonrió ella—. Era una modista estupenda, me enseñó todo lo que sé. Al final, yo misma me hice el vestido para el día de graduación, en la universidad.


—¿Estudiaste Bellas Artes?


—No, matemáticas.


Pedro la miró, perplejo.


—Vaya, yo también —dijo, tomando la carta—. Bueno, tú eres la experta, ¿qué recomiendas?


Después de pedir, Paula miró atentamente a su acompañante.


—¿Qué hiciste al terminar la carrera?


Pedro Alfonso sonrió, relajado.


—Después de pasarme un año viajando por el mundo con una mochila a cuestas... supuestamente estudiando sistemas de transporte, empecé a trabajar en el negocio familiar. Cuando mi padre decidió que estaba preparado, me confió la dirección de la empresa y, con su ayuda, seguí llevando el negocio como se había hecho siempre... sin ayuda de ningún banco. Nos dedicamos al transporte y almacenamiento, algún negocio inmobiliario y cosas así. Lucrativo, pero no muy emocionante.


—Tener un negocio que funciona sin la ayuda de ningún banco debe ser muy emocionante —sonrió Paula—. Yo trabajé durante un tiempo en el distrito financiero de Londres... hace mucho.


Pedro levantó una ceja.


—¿Ah, sí? ¿Y por qué lo dejaste?


—Te lo contaré en otro momento... aquí llega la comida.


Durante la cena, que era excelente como Paula había previsto, Pedro no insistió en que le contara el porqué del cambio profesional. Le habló de la pasión de su madre por la jardinería, del Handicap de su padre en el campo de golf y de los otros Alfonso que trabajaban en la empresa.


—La verdad es que cuento con mucha ayuda para sacarla adelante —añadió, burlón—. ¿Quieres un café?


El café era una despedida y, como llevaba tanto tiempo sin cenar con un hombre que le resultara agradable, Paula, después de pensárselo un momento, sugirió que tomasen el café en su casa.


—Si no te importa volver andando al hotel —añadió—. Pero no está muy lejos.


—Me gustaría mucho —sonrió él.


Cuando llegaron a la casa victoriana en la que Paula había nacido, Pedro miró alrededor mientras ella desactivaba la alarma.


—Una precaución muy necesaria si vives sola... ¿es así?


—Sí —contestó Paula—. ¿O crees que estoy buscando un poco de diversión mientras mi marido está de viaje?


Pedro negó con la cabeza.


—No, pero podrías vivir con una amiga, o con algún pariente.


—No, ya no.


—Es mucha casa para una persona sola —comentó él mientras la seguía hasta la enorme cocina.


—Había pensado venderla o alquilarla, pero ha pertenecido a mi familia desde que la compraron mis bisabuelos y, al final, decidí quedarme. Además, al principio trabajaba en casa —contestó ella, mientras sacaba el café del armario—. ¿Quieres un brandy o un whisky en lugar de café?


—¿Destrozaría mi imagen para siempre si te digo que prefiero un té?


Eso le dijo algo importante: Pedro Alfonso no se hacía ilusiones sobre lo que le estaba ofreciendo.


—Un té, muy bien —sonrió ella, mientras encendía la tetera—. En ese caso, lo tomaremos en la mejor porcelana de mi madre, en el salón.


—Preferiría quedarme aquí. Bueno, ¿y qué hacías exactamente en el distrito financiero de Londres?


—Me veían como si fuera un prodigio. A los veinticinco años, era directora de un grupo asegurador, moviendo millones en bonos y fondos de pensiones, pero lo dejé porque mi madre se puso enferma. Bueno, ¿y qué le ha traído a esta ciudad, señor Alfonso? —preguntó Paula, a su vez.


—Mi padre se enteró de que había unos terrenos en venta y he venido para ver si nos interesan.


—¿Y es así?


—Hay un par de problemas, pero los solucionaré antes de irme —contestó él—. Y me gustaría volver a verte antes de eso.


—¿Cuándo te vas?


—El viernes, si todo va como espero.


Ella se lo pensó un momento. —Estoy libre el viernes —contestó, mientras le servía el té.


—Supongo que es mucho pedir que nos veamos mañana también.


Paula negó con la cabeza.


—Mañana tengo muchísimo trabajo y, cuando termine, estaré hecha polvo.


—En ese caso... —Pedro se tomó el té de un trago antes de levantarse— será mejor que te deje dormir.


—Gracias por la cena, Pedro. Lo he pasado muy bien.


Para su sorpresa, Paula se sentía acalorada mientras lo acompañaba a la puerta. No era una niña en su primera cita, se recordó a sí misma, molesta. Además, él no iba a darle un beso.


Pero Pedro la tomó por los hombros, inclinó la cabeza y le dio un beso en los labios que la dejó con las piernas temblorosas. Luego la miró un momento y... volvió a besarla, con la misma intensidad. Por fin, levantó la cabeza, pasó un dedo por su mejilla y sonrió.


—Estaré aquí el viernes a las ocho. Buenas noches, Paula Chaves.




AVENTURA: CAPITULO 1





Cenar temprano había sido una tontería. Ahora tenía el resto de la noche por delante, sin nada que hacer más que ver la televisión en su habitación del hotel. Y era culpa suya. Uno de sus ayudantes debería haber hecho aquel viaje, pero a veces no podía resistir el deseo de escapar de su despacho... Aunque ir a una ciudad pequeña en viaje de negocios tampoco era precisamente soltarse el pelo.


Pedro sacó un bolígrafo y empezó a hacer el crucigrama del periódico. Mejor quedarse en el bar un rato, al menos allí tenía compañía... más o menos.


Pero antes de que rellenase la primera casilla, todo el mundo había salido del bar para cenar en el restaurante del hotel o en los pubs cercanos. Nada de compañía entonces.


Cinco minutos después, se percató de que había entrado una mujer. Pau muy alta y esbelta, pero con curvas en los sitios adecuados bajo un traje de chaqueta de corte masculino, con el pelo oscuro apartado de la cara. Sus ojos, también oscuros, brillaban mientras se apartaba un mechón que se había soltado de su moño. En el dedo, llevaba un anillo de diamantes.


Sin percatarse del escrutinio, Paula Chaves se dirigió a la barra. El bar se había quedado vacío justo antes de que entrase y sólo había un hombre leyendo el periódico. De modo que no había forma de pasar desapercibida...


Un poco nerviosa, pidió una botella de agua mineral y se la tomó a pequeños sorbos, esperando que volviese la gente.


Si no aparecía nadie, no podría pasar desapercibida. A menos que...


Paula miró al hombre que leía el periódico. Era atractivo, con el pelo castaño claro. Metro ochenta, pensó, a juzgar por el tamaño de sus piernas estiradas bajo la mesa, y seguramente ojos azules, aunque no podía verlos.


Cuando miró el reloj, comprobó que se estaba quedando sin tiempo y, arriesgándose a que su objetivo no estuviera esperando a nadie, se acercó a la mesa.


—¿Le importaría que me sentara con usted un momento? —preguntó—. No quiero ligar ni nada parecido, sólo necesito pasar desapercibida. Pensé que el bar estaría lleno de gente, pero no he tenido suerte.


—Encantado —dijo él, indicando una silla.


—Gracias —Paula se sentó, pero volvió a levantarse de un salto—. No se llamará Felipe, ¿verdad?


—Me temo que no. Me llamo Pedro Alfonso —sonrió él, mirándola con unos ojos tan oscuros como los suyos.


—Menos mal —suspiró la joven—. Yo soy Paula Chaves.


—¿Por qué necesita compañía mientras espera al tal Felipe?


—No voy a encontrarme con él. Estoy aquí como una especie de... red de seguridad para una amiga.


—¿Red de seguridad? —repitió él—. Cuénteme eso.


Paula vaciló.


—En realidad, es la historia de mi amiga, no la mía, pero en estas circunstancias, supongo que no le importará que se la cuente. Verá, mi amiga llegará dentro de un momento para conocer a un hombre...


—¿Y por qué la necesita a usted?


—Angela está divorciada y, a veces, se siente sola. Un día, sin pensarlo mucho, puso un anuncio en el periódico... ya sabe: mujer de cuarenta años, rubia, delgada, con sentido del humor, le gustaría conocer a un hombre con aspiraciones serias... Felipe es uno de los hombres que contestó al anuncio, pero después de quedar con él le entró miedo y a mí se me ocurrió un plan.


—A ver si lo adivino: si a su amiga no le gusta ese tal Felipe, usted aparecerá al rescate.


—Eso es —asintió ella—. Perdone, seguramente estaba usted haciendo algo. Si me presta el periódico, intentaré taparme la cara...


—No, sólo estaba matando el tiempo antes de subir a mi habitación —contestó Pedro, mirando hacia la puerta—. Espere, creo que ha entrado el tal Felipe.


El hombre que acababa de entrar en el bar tenía el pelo oscuro, con las sienes plateadas, y llevaba una chaqueta de tweed de muy buen corte, advirtió Paula, con su ojo profesional.


—Espero que sea él —murmuró—. Tiene buena pinta. Y la edad adecuada.


—La edad adecuada para su amiga, supongo.


—Sí, claro. Le advertí a Angela sobre eso... un hombre de cuarenta años seguramente buscaría una chica de veinte con una talla de sujetador más grande que su cociente intelectual. El 3 B es crisálida, por cierto.


—Ah, es verdad —sonrió Pedro—. ¿Esa es su amiga?


Paula levantó la mirada y vio a Angela White vacilando en la puerta. Por su expresión, parecía a punto de salir corriendo. 


Pero el hombre de las sienes plateadas se acercó, sonriendo. Paula escondió la cara bajo el periódico.


—No me atrevo a mirar. ¿Qué está pasando?


—Se han sentado en una mesa.


—¿Ella parece contenta?


—Los dos están sonriendo.


Paula sonrió también, aliviada.


—Entonces, mis servicios ya no serán necesarios. Me iré enseguida.


—¡No puede irse! —exclamó Pedro—. ¿Su amiga va a hacerle alguna señal?


—Dentro de cinco minutos irá al guardarropa y yo iré tras ella para que me cuente. Si Felipe no le ha gustado, la llamaré al móvil inventando una emergencia. Pero si le gusta, sólo tengo que irme a casa.


Pedro Alfonso sacudió la cabeza.


—Yo tengo una idea mejor. La invito a una copa y terminamos el crucigrama juntos mientras observamos a su amiga. A menos que haya alguien esperándola en casa, claro.


—Nadie.


—Estupendo. A mí tampoco. Y el 16 C es parapeto. 


Seguramente no había nadie esperándolo en el hotel, pero en su casa... ésa era otra historia, pensó ella.


—Atención, su amiga se ha levantado.


Paula esperó un minuto antes de hacer lo propio, pero lo hizo tan rápido que tiró el bolso al suelo. Cuando Pedro se levantó para ayudarla, descubrió que era mucho más alto de lo que había imaginado. Y sonrió, sorprendida.


—¿De qué se ríe?


—Se lo contaré cuando vuelva.


Angela estaba esperándola en el guardarropa.


—¿Quién es ese hombre tan guapo? —le preguntó.


—Eso da igual... cuéntame. ¿Es interesante Felipe? ¿Te gusta? ¿Vas a quedarte...?


—Sí, voy a cenar con él.


—¿Dónde?


—Aquí, en el hotel —sonrió Angela—. Muchas gracias, jefa. Sin ti, me habría echado atrás y habría sido una pena porque Felipe parece un hombre encantador. Y creo que le gusto.


—Claro que le gustas. Pásalo bien y mañana me das el informe completo.


—¿Te vas a casa? 


Paula pestañeó.


—Voy a tomar una copa con ese hombre tan guapo, así que adiós. Nos vemos mañana.


Antes de volver al bar pasó por el lavabo para retocarse el carmín de los labios. Pensó en soltarse el pelo, pero decidió no hacerlo. Demasiado obvio. De modo que se colocó el mechón rebelde y volvió con Pedro.


El tenía su móvil en la mano.


—Se le ha caído del bolso.


—Ah, gracias —murmuró ella, mirando alrededor.


—Se han ido.


—Van a cenar en el hotel.


—Estupendo. ¿Qué tal si tomamos una copa?


Paula pidió una copa de vino, mirando a Pedro Alfonso con franca curiosidad mientras iba a la barra. Muy alto, más bien delgado, con pinta de estar en forma, era atractivo y muy masculino. Y, en contraste con sus marcadas facciones, tenía un aire de serenidad que le gustaba. Aunque normalmente le gustaban los hombres morenos y sombríos. 


¿Los hombres?, se preguntó, sin poder evitar una sonrisa amarga. ¿Qué hombres?


—¿Sigue riéndose? —preguntó él, cuando volvió con las copas.


—Ah, sí, es que antes, cuando entré en el bar, pensé al verlo: metro ochenta, ojos azules... y me había equivocado en ambas cosas.


—Sólo por unos centímetros. ¿Y usted? ¿Cuánto mide, uno setenta y ocho?


—Descalza, sí. Con tacones, bastante más.


—¿Le importa?


—No, ya no.


—¿Pero solía importarle?


Paula levantó una ceja mientras tomaba un sorbo de vino.


—¿Ahora jugamos a las veinte preguntas, en lugar de hacer el crucigrama?


—Lo terminé mientras estaba fuera —sonrió él, mostrándole el periódico.


—En ese caso, no hay ninguna razón para que me quede.


—Claro que hay una buena razón: me gustaría que se quedase.


—Muy bien, pero sólo un ratito —después de haberle forzado a soportar su compañía, Paula se sentía halagada por su interés—. ¿Si lo hago, seguirá haciéndome preguntas?


Pedro Alfonso se encogió de hombros.


—Es lo que hace la gente que acaba de conocerse. Venga, hábleme de usted.


Ella le contó que era soltera, que tenía su propio negocio y una casa en una de las zonas más agradables de la ciudad.


—Ahora le toca a usted.


—Lo mismo, más o menos. Soy soltero, tengo una casa y ayudo a dirigir el negocio familiar. He venido para hacer un viaje de reconocimiento... Vives en una ciudad preciosa, Paula —sonrió Pedro, tuteándola por primera vez.


Ella le contó anécdotas de la ciudad y le dijo que buscase las placas azules que señalaban los edificios históricos, pero su estómago empezó a protestar, recordándole que no había comido desde el desayuno.


—Gracias por la copa y por tu ayuda. Pero antes de irme, confiesa: ¿qué pensaste cuando me acerqué?


—Que era mi día de suerte —contestó él—. ¿Tienes que irte? No es muy tarde.


—Tengo que irme a casa.


—Bueno, te acompaño hasta el coche.


Cuando estaban en la calle, Paula le ofreció su mano.


—Buenas noches, Pedro. Y gracias otra vez.


—De nada —sonrió él, estrechando su mano con fuerza.


Alguien la llamó entonces y Paula se volvió para saludar. 


Luego entró en el coche a toda velocidad.


Unos segundos después, cuando miró por el espejo retrovisor y lo vio en los escalones del hotel, tuvo que sonreír, recordando el masculino apretón de manos que, tontamente, la había afectado más de la cuenta. Hacía tanto tiempo desde la última vez...


La sonrisa desapareció cuando llegó a casa y vio a un hombre esperando entre las sombras del porche.


—Hola —dijo su visitante—. Hace siglos que no nos vemos.


Paula salió del coche y cerró la puerta de golpe, mirándolo con hostilidad.


—¿Qué estás haciendo aquí, Patricio?


—Por favor... —sonrió él—. Seamos civilizados. Vamos a tomar una copa... o un café, si has tomado demasiadas en el hotel Ángel. Aunque el alcohol nunca ha sido una de tus debilidades.


Paula lo miró, disgustada, al comprobar que, como tantas otras veces, era él quien había bebido demasiado.


—¿Cómo sabes que he estado en el hotel Ángel?


—Vi tu coche en el aparcamiento cuando salía del bar que hay frente al hotel. Siempre voy allí después de una de las cenas obligatorias con mis padres. ¿Quién era ese hombre?


—¿Por qué te interesa tanto?


—¿Tienes que ser tan beligerante? He venido a hacerte un favor. Vamos, déjame pasar.


—Márchate, Patricio —murmuró ella, sacando las llaves del bolso—. No te quiero en mi casa...


Pero antes de que pudiera detenerlo, él le quitó las llaves de la mano y la apartó mientras abría la puerta. 


Afortunadamente, enseguida saltó la alarma.


—¡Desconecta eso, Paula!


—Será mejor que te vayas, Patricio. Si no lo haces, te denunciaré a la policía —le espetó ella, al oír una sirena a lo lejos—. Y no creo que a tus papás les hiciera gracia.


Fulminándola con la mirada, él vaciló un momento, pero luego bajó los escalones del porche, tropezando en su prisa por marcharse de allí. Paula pulsó el código que desconectaba la alarma, sonriendo con desprecio cuando la sirena se perdió a lo lejos. Patricio estaba demasiado borracho como para distinguir una sirena de policía de la de una ambulancia.


La sonrisa desapareció cuando sonó su móvil.


—¿Cómo has conseguido mi número? —dijo a modo de saludo.


—Por un método muy taimado —contestó una voz profunda y perezosa, muy diferente de la de Patricio Morrell, pero reconocible de inmediato.


—Ah, pensé que eras otra persona...


—Soy Pedro Alfonso. Nos hemos conocido hace un rato.


—Lo sé, lo sé. Siento haber contestado así.


—¿Ocurre algo?


—Nada, estoy bien. Pero, ¿cómo has conseguido mi número?


—Cuando se te cayó el móvil del bolso hice una pequeña investigación. ¿Te importa?


—No, supongo que no —contestó ella, sorprendida de sí misma.


—Me alegro. Nos interrumpieron antes de que pudiera preguntarte si volveríamos a vernos. ¿Por qué no cenamos juntos mañana?


Paula se quedó muy quieta, mirándose al espejo del pasillo. 


Había pasado mucho tiempo desde la última vez que aceptó una invitación de ese estilo. Pero quizá había llegado el momento.


—Prometo no tocar el crucigrama hasta que nos veamos.


—¡Qué oferta tan generosa!


—¿Eso es un sí?


De repente, la idea de cenar con Pedro Alfonso le parecía el antídoto perfecto para su encuentro con Patricio Morrell.


—¿Por qué no? Pero no en el hotel Ángel, por favor.


—Es tu ciudad, tú eliges. Dime dónde y a qué hora e iré a buscarte.


Pero Paula no pensaba darle su dirección a un completo extraño, aunque fuese tan interesante como Pedro Alfonso.


—Si estás en la puerta trasera del Ángel a las ocho, te llevaré al Fleece. No está lejos.


—Allí estaré. Que duermas bien, Paula Chaves.


Más tarde, mientras se hacía unos huevos revueltos, Paula no podía dejar de sonreír. Y cuando finalmente se fue a la cama, estaba segura de que, después de hablar con Pedro Alfonso, no tendría ningún problema para dormir. Lo cual era muy interesante. Su encuentro con el hombre del que una vez estuvo enamorada la había exasperado tanto que pensó que iba a estar toda la noche en vela. Sin embargo, después de una breve conversación con aquel extraño, se sentía tranquila de nuevo.