sábado, 3 de septiembre de 2016
ENAMORADA DE MI MARIDO:CAPITULO 4
Era deslumbrante, pensó Pedro mirando su cabello rubio caer como la seda, e impresionado por sus ojos violeta y la perfección de su cara. Bajó la mirada y descubrió un cuerpo igualmente perfecto, apenas tapado por un vestido. Piernas largas, pechos generosos…
Evidentemente la heredera de los Alfonso sabía lo que tenía que mostrar, lo que estaba en venta. Aunque se vendía por un precio muy alto, reflexionó cínicamente Pedro.
La lascivia, primitiva y básica, se apoderó de él, sorprendiéndolo con su fuerza. Estaba acostumbrado a las mujeres bellas, pero aquella chica definitivamente lo impresionaba.
De pronto, el acuerdo tenía otra dimensión. Ciertamente, tener a la nieta de Chaves en su cama no sería un sacrificio.
Acostumbrado a la admiración y coqueteo de las mujeres, Pedro se relajó, seguro del efecto que podía causar en ella.
Pero se sorprendió al descubrir que la nieta de Dimitrios no parecía interesada en lo que pensara de ella. La muchacha tenía los ojos fijos en el suelo, y las manos apretadas.
¿Estaría asustada? ¿Enfadada?
La mirada de Pedro se deslizó hacia la expresión de su abuelo. Aquel hombre era un chulo y un indeseable. Y en aquel momento el objeto de su ira era la chica. Sin saber por qué Pedro deseó darle un puñetazo.
¿La estaría obligando a casarse?, se preguntó.
Pero se estaba precipitando en su juicio. Al fin y al cabo, era un hecho que la chica había heredado la codicia de su abuelo. Si no, ¿por qué iba a pedir una suma de dinero semejante todos los meses, cuando era la dueña de una incalculable fortuna? Y no podía atribuir ese detalle del acuerdo a su abuelo, porque ella era la única beneficiaría del dinero.
Irritado por toda la situación, Pedro trató de abrir el diálogo.
—¿Su viaje ha sido bueno, señorita Alfonso?
La mujer no reaccionó al oír su nombre. ¿Preferiría la informalidad?, pensó Pedro.
—¿Paula? —dijo.
—¿Sí? —respondió ella.
—Te he preguntado si el viaje ha sido bueno —sonrió él seductoramente.
Pero ella no lo vio, porque volvió a mirar el suelo.
—Ha sido bueno, gracias —respondió.
Pedro notó su respiración agitada, y pensó que estaba bajo una inmensa presión.
Lo primero que tenía que hacer era apartarla de la presencia de su abuelo.
—Caminemos juntos mientras los abogados discuten los detalles. Hay cosas de las que tenemos que hablar.
—Ella se queda conmigo —dijo Dimitrios a la defensiva.
—¿El matrimonio propuesto tendrá lugar entre dos o tres personas? —preguntó Pedro alzando una ceja—. ¿Piensas estar presente en nuestra noche de bodas? —se dirigió a Dimitrios.
La chica pareció sorprendida por aquella pregunta. Pero él la ignoró.
—Si conocieras mi reputación, preferirías no pelear conmigo, Alfonso.
—Nunca me ha asustado una pelea —sonrió Pedro haciendo caso omiso a la advertencia en la mirada de su padre—. Y si conocieras mi reputación, sabrías que mantengo en privado mis relaciones personales. Nunca me han gustado los grupos.
—Muy bien —respondió Dimitrios, conteniendo la furia—. No estaría mal que mi nieta conozca su nuevo hogar.
Dimitrios iba demasiado deprisa, pensó Pedro. Pero la exclamación horrorizada de la chica lo distrajo de su respuesta a su abuelo.
—¿Mi nuevo hogar? ¿Éste va a ser nuestro hogar? ¿Quieres que viva aquí? —preguntó Paula.
Pedro ocultó su irritación. Todas las mujeres con las que había salido se pasaban la vida de compras. Y aquélla no parecía diferente. Por lo que casi nunca las llevaba a la isla.
No debería sorprenderlo la reacción de su futura esposa. Al fin y al cabo, ¿qué podría hacer una mujer con una suma tan sustanciosa de dinero si no tenía acceso a boutiques de diseño?
Pedro achicó los ojos con desconfianza. Presentía que aquel acuerdo tenía algo raro. ¿Por qué la heredera del hombre más rico del planeta iba a querer casarse por dinero?
Miró a su abuelo. Recordó su fama de tacaño.
Probablemente le restringiera los gastos. Seguramente por ello quería otra fuente de ingresos. Conocía a montones de mujeres para las que casarse con un hombre rico era una carrera. Si su abuelo no le daba todo lo que quería, tenía que buscarse otro hombre que pagase sus facturas. Y por el horror que había manifestado ante la idea de vivir alejada de las tiendas, esas facturas serían grandes.
Sintió una punzada de desprecio, pero la ignoró. No comprendía por qué se sorprendía de la codicia de aquella mujer.
—También tengo casas en Atenas, París y Nueva York. Así que si te preocupa no poder hacer uso de mi tarjeta de crédito, puedes quedarte tranquila.
La chica tenía los ojos fijos en el mar y no pareció escucharlo. Pedro reprimió su irritación. ¿Por qué diablos aquella mujer no decía nada?
Poco acostumbrado a que las mujeres no tuvieran interés en él, decidió estar con ella a solas cuanto antes.
—¿No te gusta la isla? —preguntó en tono de conversación trivial.
—Hay mucho mar.
Definitivamente no era la respuesta que esperaba Pedro.
—Es lo que ocurre si vives en una isla. Todas las habitaciones de mi mansión dan al mar o a la piscina.
Lo volvió a decepcionar su reacción. Se puso totalmente pálida.
—Mi nieta está un poco mareada después del viaje —señaló su abuelo.
Pedro volvió a sentirse irritado por la intervención del hombre. ¿Nunca la dejaría hablar por sí misma? Si había sido educada en Inglaterra, estaría acostumbrada a hacerlo.
—Llevaré a la señorita Chaves a ver la isla mientras vosotros empezáis la reunión… No tardaré en estar con vosotros —dijo Pedro, sabiendo que sin su firma no podrían cerrar el acuerdo.
Dimitrios Chaves miró el reloj y respondió:
—Tengo que estar en Atenas dentro de dos horas. Quiero que se firme el acuerdo antes de irme.
Pedro lo miró. ¿Por qué el viejo tenía tanta prisa?
Era evidente que tramaba algo.
Paula miró al hombre que tenía frente a ella. No se parecía en nada a lo que había esperado. Era alto, moreno, de hombros anchos y ojos negros. Tenía una cara agradable.
Era muy atractivo. Y se conducía como si ni aquélla ni ninguna situación le diera inseguridad. Su autoridad era evidente.
Era imposible que aquello funcionase. Un hombre tan atractivo y poderoso jamás estaría a su alcance. Y era humillante saber que si su abuelo no le hubiera ofrecido aquel «incentivo» y no la hubiera vestido con aquella ropa ni se habría molestado en mirarla.
La idea de estar a solas con él la aterraba. ¿De qué podían hablar? ¿Qué tenían en común? Nada.
Y para peor, era evidente que él amaba el mar.
Paula miró el mar y de pronto la asaltaron los recuerdos. La fuerza de la explosión, los gritos de horror de los heridos y el agua helada que la había enterrado en una oscuridad tan aterradora que su recuerdo aún le impedía dormirse por la noche. Y luego recordó la imagen de un hombre moreno y fuerte, levantándola en brazos, salvándola.
De pronto, el precio de ayudar a su madre le pareció demasiado alto. Tendría que vivir rodeada de mar, algo que la aterraba. Con un hombre al que despreciaba.
Pero tenía que olvidarse de todo. Menos de la razón que la había llevado hasta allí.
Sabía perfectamente por qué su abuelo le había dado a la familia Alfonso un plazo de dos horas. Tenía miedo de que, si la dejaba sola, hiciera algo que pudiera hacer que Pedro decidiera no casarse con ella.
Y tenía razón. Ella era tan distinta de las mujeres a las que él estaría acostumbrado, que ni siquiera sabía caminar bien con tacones.
—Por lo que sé, no hay barrera lingüística alguna entre nosotros —dijo Pedro mirándola—. Sin embargo, hasta ahora, no has pronunciado apenas una palabra, ni me has dirigido una mirada.
Evidentemente, había herido su ego, pensó Paula. Al parecer, era lo único que le importaba. Que cayera a sus pies como las otras mujeres de cabeza hueca con las que se relacionaba. Pedro se merecía todo aquello.
—Debes perdonarme —dijo ella—. Yo… Esta situación es un poco difícil para mí…
—Para mí también —dijo él—. Y no es de extrañar, dadas las circunstancias. No todos los días se casa uno con alguien a quien apenas conoce. Pero este matrimonio va a ser muy difícil si no te dignas a hablar conmigo.
Ella lo miró.
—¿Se supone que debo hablar con sinceridad?
—¿Y por qué crees que me he deshecho de tu abuelo?
Ella casi sonrió al recordar cómo él había menospreciado a su abuelo. Pedro no era un cobarde al menos. De hecho era la primera persona que conocía que no se sentía intimidado por su abuelo, algo a su favor.
—Mi abuelo tiene miedo de que diga algo inapropiado. Él quiere fervientemente que se firme el acuerdo.
—¿Y tú, señorita Chaves? ¿Cuánto deseas este acuerdo?
Ella se volvió a sentir ajena a aquel nombre. Pero hizo un esfuerzo por contestar.
—Quiero casarme contigo, si es eso lo que preguntas —ella alzó la barbilla.
El la miró cínicamente.
—No me dirás que has estado enamorada de mí toda tu vida, ¿no? ¿Qué has estado soñando con este momento desde que has nacido? —él le señaló un camino que iba a la playa—. Caminemos un rato.
Ella siguió su mirada. El mar se extendía a lo lejos, como un monstruo. Se le hizo un nudo en la garganta.
—¿No podemos quedarnos aquí?
—¿Quieres que conversemos en el helipuerto? —preguntó él con sarcasmo.
Ella se puso roja.
—No veo por qué tenemos que bajar hacia el mar…
—Me niego a tener una conversación contigo con tus guardaespaldas en el fondo del paisaje.
«¿Guardaespaldas?», pensó ella.
Ni siquiera se había dado cuenta de la presencia de aquellos tres hombres hasta aquel momento, aunque debían haber estado en el helicóptero.
—Oh… Trabajan para mi abuelo.
—No hace falta que me des explicaciones. Como heredera de Chaves tienes que tener protección.
Paula casi se rió. ¿Quién querría proteger a una pobre desgraciada sin un céntimo, a una pobre infeliz que se mataba a trabajar? Pero evidentemente, él no sabía nada de su vida real.
—¿Quiénes son? —preguntó mirando a dos hombres que había cerca.
—Me temo que los miembros de mi seguridad también están alerta. Digamos que el aterrizaje de Chavess en la isla crea cierta inquietud.
Ella miró su espalda ancha y se preguntó por qué necesitaría protección. Para ser un hombre de negocios, era muy atlético. Quizás se debiera a las horas dedicadas al ejercicio en la cama con mujeres.
—Mi abuelo crea tensión dondequiera que va —dijo ella sin pensar. Luego se dio cuenta y agregó—: Quiero decir…
—No sientas que tienes que excusarte conmigo. Tu abuelo es un hombre muy temido. Es parte de la fama que se ha hecho. Dirige a través del miedo.
Pero, ¿no tenía Pedro la misma fama?
Paula miró a los guardaespaldas, se estremeció y dijo:
—De acuerdo. Caminemos por la playa —se detuvo para quitarse los zapatos que su abuelo había insistido en que llevase puestos—. Los zapatos de tacón no son para caminar por la arena —ella notó una mirada de asombro en él y se dio cuenta inmediatamente de que se había equivocado.
Seguramente las mujeres a las que estaba acostumbrado treparían montañas con tacones de aguja.
—Me gusta sentir la arena en los pies —improvisó Paula, maldiciéndose por su torpeza.
—Ten cuidado de no cortarte en las rocas —dijo él extendiendo la mano y dándosela—. Esos zapatos son deslumbrantes y te hacen unas piernas muy bonitas. Pero estoy de acuerdo contigo en que son más apropiados para un club nocturno. Conozco unos cuantos, así que te prometo que tendrás oportunidad de usarlos.
Paula lo miró, sorprendida. ¿Qué pensaría él si le dijera que jamás había estado en uno?, pensó.
¿Si se enteraba de que sus trabajos rara vez le dejaban una noche libre para esas indulgencias?
—Entonces, si no confías en mi abuelo, ¿por qué lo has invitado a tu isla? —ella quiso cambiar de tema.
Habían pasado la roca, pero él la seguía llevando de la mano.
—Este acuerdo es importante para mí por varias razones —la miró, pensativo—. Supongo que no pretenderás hacerme creer que no sabes nada acerca de la enemistad que existe entre nuestras familias, ¿verdad?
—Por supuesto que sé de esa enemistad.
«Mi padre murió en el barco de tu padre. Mi madre y yo sufrimos heridas», pensó Paula. Pero intentó controlar sus emociones.
—Antes que nada, quiero que sepas que, aunque mi abuelo quiera que lo haga, no estoy dispuesta a entrar en ningún juego. No puedo fingir algo que no siento —dijo ella fríamente—. Yo no coqueteo y me niego a fingir que este matrimonio es más que un acuerdo de negocios entre dos partes. Ambos conseguimos algo que queremos.
—¿Y qué es exactamente, señorita Chaves?
—Dinero —dijo escuetamente—. Yo consigo dinero.
—Sin rodeos. Tú eres el único familiar del hombre más rico del planeta, pero quieres más —dijo Pedro—. Lo que probablemente te convierta en la persona más avariciosa del mundo. Dime, Paula, ¿cuánto dinero es suficiente para ti?
Estaban en la playa; Paula de espaldas al mar que brillaba con el calor del verano, estaba mirando a Pedro.
—Dada tu fortuna, yo podría preguntarte lo mismo. Tú ya tienes una empresa que consigue ganancias millonarias. Y no obstante quieres lo que pertenece a mi abuelo…
—Exacto. Pero yo no voy a llegar a tanto como tú para lograrlo. Estás dispuesta a atarte a tu peor enemigo por dinero. A un nombre al que odias claramente.
Ella se sobresaltó. Evidentemente, había mostrado demasiado sus sentimientos.
—Yo no he dicho eso…
—No hace falta que lo digas. Es evidente por el brillo de tus ojos, por el modo en que te refrenas y por todas las cosas que no dices.
Paula apenas podía respirar. Su abuelo le había advertido que aquel hombre era muy listo, y ella no le había hecho caso. Había pensado que todo era parte de su plan. Pero tenía razón. Pedro era listo, peligroso, y un oponente de la talla de su abuelo.
—No te odio —mintió ella.
Él levantó una ceja.
—Te advierto que prefiero la sinceridad, aunque sea desagradable. Acabas de admitir que estás dispuesta a casarte con un hombre que odias por dinero. Entonces, ¿qué clase de persona eres?
Ella tuvo que controlarse. ¡Si hubiera sabido él para qué necesitaba el dinero, no la habría juzgado tan ligeramente!
Ella lo miró a los ojos y dijo:
—Digamos que estoy más que satisfecha con la parte económica de este acuerdo.
Su acusación era tan injusta, que por un momento estuvo tentada de revelar la verdad. Y si Pedro se enteraba de lo poco que la apreciaba su abuelo se daría cuenta de que había un motivo más siniestro por detrás de aquel acuerdo.
Pedro había intuido que su abuelo perseguía la venganza.
—Bueno, tú estás dispuesto a casarte con la nieta de tu peor enemigo sólo para conseguir su empresa… Así que, ¿qué clase de persona eres?
—Lo suficientemente rica como para poder comprarte —respondió fríamente mientras la miraba—. Tu opinión de mí es tan baja como la mía sobre ti, lo que nos hace tal para cual. Será un cambio agradable no tener que seducir a una mujer cuando vuelva a casa cansado de un día de trabajo en la oficina. Quizás me siente bien el matrimonio, después de todo.
—No podrías seducirme aun si lo intentases —dijo ella, furiosa por su arrogancia—. Y para tu información, no estoy ni remotamente interesada en conocer tus asombrosas técnicas en la cama. Eso no tiene nada que ver con este matrimonio.
—¿No? —él sonrió y se acercó más a Paula.
Ella sintió la irradiación del calor de su cuerpo. Y se preguntó cómo haría para aguantar vivir en Grecia. La atmósfera era tan opresiva que ella apenas podía respirar.
—Éste es un acuerdo de negocios —le recordó ella, y vio el brillo en los ojos de Pedro.
—Un acuerdo de negocios… —repitió él—. Dime… ¿Sabes cómo se hacen los niños, señorita Chaves?
Ella sintió que el calor aumentaba. Se puso colorada de los pies a la cabeza.
—¿Qué clase de pregunta es ésa?
—Una pregunta muy sensata —respondió él—. Dado que la concepción de un bebé está precedida generalmente de actividad sexual, con o sin asombrosas técnicas en la cama, dime, ¿incluye tu acuerdo de negocios la actividad sexual?
En estado de shock por el tono íntimo de su voz, y la dirección repentina que había tomado la conversación, Paula abrió los ojos y exclamó:
—Yo… Yo no…
—¿No? —la miró con dureza—. Sin embargo de eso se trata este acuerdo. Dime, señorita Chaves, ¿cómo ves exactamente este «acuerdo de negocios»? ¿Piensas traer el maletín a mi cama?
Ella respiró profundamente al asaltarla todo tipo de imágenes.
Ella se había convencido de que aquello podía ser un acuerdo claro y directo, en el que él podría vivir su vida y ella la suya. La idea de la relación sexual había pasado por su cabeza brevemente, por supuesto, pero de alguna manera la noción de sexo con un hombre al que no conocía había sido algo abstracto. Irreal.
Pero cara a cara no había nada irreal en Pedro Alfonso. Era un hombre que irradiaba poder sexual. Y el acuerdo sexual ya no lo vio claro.
Por un momento se olvidó del mar y de su abuelo y se concentró en la realidad de meterse entre las sábanas con aquel hombre griego de sangre caliente.
—Un maletín, no. Pero no nos involucraremos emocionalmente. Tendré sexo contigo porque eso es lo que pide el contrato, pero no dice nada de que tenga que disfrutar de la experiencia —ella lo miró—. Y está bien así —agregó, como si tuviera miedo de que él agregase su disfrute a la lista del acuerdo.
—¿Tendrás sexo conmigo? —Pedro la miró, fascinado.
Paula cerró los ojos. El problema era que él estaba acostumbrado a estar con mujeres que esperaban ser seducidas, mientras que ella no lo esperaba. Nunca había estado interesada en el sexo. Cuando había descubierto que no podía tener hijos había enterrado esa parte de ella. Y ya no le importaba. Los pocos besos que había intercambiado en la adolescencia la habían convencido de que no valía la pena.
Paula suspiró y dijo:
—Oye… No es algo personal —quiso salvar su ego, por si él lo había visto herido—. Esto no es algo personal.
Simplemente no tendremos ese tipo de matrimonio. Y está bien. Lo digo en serio… Es así como lo quiero.
—Claramente, siempre has tenido relaciones sexuales malísimas.
Ella se puso colorada y desvió la mirada, para recuperar el control.
Tal vez debiera decirle en aquel momento que jamás había tenido una relación sexual, pero era muy violento mostrarle que a los veintidós años era aún virgen. Cuando llegase el momento, intentaría disimular su falta de experiencia.
—Así que estás dispuesta a casarte conmigo y tener relaciones sexuales de negocios… Interesante privilegio… Debo admitir que es algo nuevo para mí. He de decir que jamás había tenido que pagar por sexo.
—Por supuesto. Las mujeres andan a tu alrededor esperando que te gastes tu dinero en ellas y a cambio fingen que te encuentran atractivo… Si eso no es pagar por sexo… Y en este caso no estás pagando por sexo, estás pagando por la empresa de mi abuelo.
Pedro se quedó perplejo al escuchar aquella interpretación sobre su vida amorosa. Y ella hizo un esfuerzo por no poner los ojos en blanco al verlo. ¡Su ego era inmenso!
Evidentemente pensaba que las mujeres estaban con él porque era irresistible.
—Eres un hombre rico, Pedro —dijo ella, usando su nombre de pila como él usaba el suyo—. No me digas que soy la primera mujer interesada en tu dinero…
Él la miró a los ojos.
—Digamos que eres la primera mujer terriblemente rica interesada en él. Y me pregunto por qué.
—A lo mejor es que me gusta derrochar el dinero —respondió Paula.
Casi se rió al escucharse. La verdad era que no habría sabido cómo gastar el dinero si lo hubiera tenido. Había vivido toda la vida economizando, y para ella era algo tan natural como respirar. El vestido que llevaba era la primera prenda nueva que se ponía desde hacía años, y había sido porque su abuelo se había puesto furioso al verla con su vaquero y había ordenado que le llevasen tres vestidos. Pero aun así no la habían dejado elegir el que más le gustaba, sino el que mostraba más.
—Me parece que mi sinceridad te ofende —dijo ella—. Pero quizás pueda recordarte que tú mismo entras en este matrimonio por cuestiones de negocios. ¿Por qué otro motivo ibas a sacrificar tu soltería por una vida de hombre casado?
—¿Y quién dice que eso sea sacrificar mi vida de soltero? Te advierto que tengo una energía sexual muy potente. Como nuestra vida sexual va a ser claramente muy aburrida, tendré que buscar diversión en otra parte. Pero estoy dispuesto a pagar ese precio por recuperar Industrias Chaves, la empresa que tu abuelo le robó a mi familia.
—No sé de qué hablas. Industrias Chaves pertenece a mi abuelo y siempre ha sido así.
—No es verdad. Y si esperas que me crea que no sabes la historia del enfrentamiento entre nuestras familias, realmente me subestimas. Si querías sinceridad, seamos sinceros.
Ella tragó saliva. No lo subestimaba. Simplemente estaba sorprendida por aquella noticia.
—¿Quieres decir que nuestros abuelos eran socios?
—¿Quieres hacerme creer que no lo sabías? —respondió él achicando los ojos.
Ella agitó la cabeza.
—Mi abuelo se niega a hablar de negocios con las mujeres —y no mentía.
Su abuelo despreciaba a las mujeres, sobre todo a las mujeres inglesas. Era la razón por la que había desheredado a su madre y a ella.
—He oído rumores, pero nada concreto —insistió Paula—. ¿Quieres decir que mi abuelo le arrebató el negocio a tu abuelo?
—Así empezó la disputa —Pedro la miró—. Él mintió y engañó hasta que mi abuelo tuvo que darle la empresa a él. Así que ya ves, Paula. Quiero casarme contigo para recuperar lo que es mío por derecho. Y así se termina esta historia.
Paula lo miró, estupefacta.
¿Qué diría Pedro si supiera la verdad? Que la historia no había terminado.
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