domingo, 15 de mayo de 2016

SEDUCIENDO A MI EX: CAPITULO 1




EL piso estaba en una de las zonas más caras de la ciudad.


No era un ático moderno. Paula había elegido la última planta de una casa victoriana reformada que carecía de ciertos elementos modernos, pero que andaba sobrada en estilo y elegancia.


Pedro no le sorprendió que hubiera elegido un edificio antiguo. Paula era de una familia de mucho dinero que era rica hacía muchas generaciones y prefería las habitaciones frías de una casa sin calefacción central que un piso caldeado pero moderno.


Tampoco le había costado demasiado. Pedro lo sabía perfectamente.


«Como para no saberlo», pensó con ironía.


Se lo había comprado él cuando se habían separado y seguía pagando la hipoteca desde entonces.


Pedro aparcó el coche a un par de manzanas y anduvo hasta Eaton Crescent. Estaba lloviendo, como todos los meses de mayo. Se limpió las gotas de los hombros y pensó que otra cazadora a la basura.


¿Desde cuándo tiraba la ropa como si no costara? ¿No podría haberse llevado un paraguas? Tenía uno en el maletero del coche, pero nunca lo había utilizado.


En el portero automático, se leían los nombres de todos los inquilinos, pero no se podía hablar con ellos. Al comprar la casa, Pedro había expresado sus dudas a ese respecto, pero a Paula no le había importado.


-No finjas ahora que te vas a preocupar por nosotras -le había espetado con frialdad de regreso a la inmobiliaria.


Pedro apartó aquellos desagradables recuerdos de su cabeza y llamó al timbre. Paula sabía que iba a ir, así que no tardó en abrirle.


A pesar de estar en penumbra, el vestíbulo olía a flores secas y a cera de muebles. La impresión que daba inmediatamente era de calidez.


Subió las escaleras de dos en dos hasta la segunda planta.


Al llegar, se dio cuenta de que le faltaba un poco el aire y se recordó que hacía tiempo que no iba al gimnasio. Estar todo el día ante el ordenador era más cómodo que cortar árboles o algo por el estilo, pero era mucho menos sano.


La puerta no estaba abierta, así que llamó con los nudillos y esperó impaciente a que Paula la abriera, pero no lo hizo ella sino Emilia.


La niña lo miró con ira y rencor.


-¿Qué quieres? -le espetó.


La pregunta lo pilló por sorpresa, pues creía que su madre le habría dicho que iba a ir. Obviamente, no había sido así y le iba a tocar a él explicarle a la niña de diez años que Paula lo estaba esperando.


-No está -contestó Emilia con evidente satisfacción-. Vuelve en otro momento. 


Pedro se quedó estupefacto.


-No lo dirás en serio -dijo recordando lo mucho que le había costado concertar aquella cita.


Por no hablar de haber tenido que aparcar a dos manzanas y haberse mojado.


-Sí, lo digo en serio -contestó la niña-. Ya le diré que has venido... -añadió cerrando la puerta.


-¡Espera! -exclamó Pedro, metiendo el pie. Tras un pequeño forcejeo, Emilia no tuvo más remedio que volver a abrir.


-A mi madre no le va a gustar nada esto, ¿sabes? -le soltó apartándose de la cara un mechón de pelo castaño oscuro-. Tú no eres quién para decirme lo que tengo que hacer.


-Sí lo soy y, de hecho, lo hago -contestó Pedro-. ¿Por qué no dejas de comportarte como una cría y le dices a tu madre que estoy aquí?


-Porque ya te he dicho que no está -contestó Emilia con voz temblorosa-. ¿Quién te crees que eres para aparecer aquí y asustarme?


Pedro se arrepintió de su comportamiento pues, a pesar de la altura y la insolencia de aquella niña, seguía siendo eso, una niña.


-Soy el marido de tu madre -le contestó-. ¿Por qué no está si sabía que iba a venir?


-Está en casa de la abuela -contestó tras dudar-. No sé cuánto va a tardar.


-¿Ha ido a ver a tu abuela? -exclamó Pedro sin poder ocultar su desagrado.


Sabía que nunca le había gustado a lady Elena, nunca había aceptado que sin su ayuda habría perdido aquella casa desvencijada que ella llamaba «palacio».


-¿No se habrá ido a Yorkshire?


-No, han quedado en la casa de aquí -contestó Emilia.


-Menos mal -dijo Pedro aliviado-. ¿Para qué han quedado?


Emilia se encogió de hombros y Pedro se dio cuenta de lo mucho que se parecía a su madre. Todavía tenía los rasgos de una niña, pero ya se veía que iba a ser tan guapa como Paula. Tenía el pelo un poco más claro, pero tenía los mismos ojos azules.


-La abuela dijo que quería hablar con ella -contestó por fin-. Está enferma -añadió a modo de explicación.


Pedro maldijo sin darse cuenta y Emilia enarcó las cejas a forma de reproche.


-¿Y no sabes cuándo va a volver?


-Dijo que no tardaría 


Contesto Emilia a regañadientes.


-Un momento. ¿No estarás sola?


-No soy una niña pequeña.


-Ya, pero a los diez años hay que saber que no se debe abrir la puerta a un desconocido.


-Para que lo sepas, tengo casi once -lo corrigió Emilia-. Claro que cómo lo ibas a saber si solo eres mi padre.


-No soy tu...


Pedro se interrumpió. Se negaba a ponerse a discutir con la hija de Paula el tema de su paternidad. ¿Por qué demonios le habría dicho su madre que era su padre? Pedro había intentado ganarse a la niña, pero Paula con sus mentiras lo había hecho imposible.


-Sabía que eras tú -le explicó Emilia secamente-. Te he visto por la ventana -añadió fijándose en su cazadora-. Estás mojado.


-Como que está lloviendo -contestó Pedro con sorna.


-Pasa -dijo la niña. 


Pedro dudó.


-¿Te ha dicho tu madre que iba a venir?


¿Por eso se había ido Paula a la otra punta de Londres en plena hora punta? ¿Para dejarlo solo con Emilia?


-Puede -contestó la niña con indiferencia avanzando por el pasillo-. ¿Entras o no?


Pedro miró la hora. Eran ya las cinco. Le había prometido a Marcia que la recogería en la peluquería a las seis. No iba a llegar.


Oyó la puerta del portal y miró esperanzado, pero no era Paula, así que finalmente entró. Se quitó la cazadora y la siguió hasta la cocina.


Una vez allí, Emilia puso agua a hervir.


-Espero que te guste el café -dijo tan fría como su madre-. Es soluble porque mamá dice que no nos podemos permitir comprar de verdad.


Pedro apretó los dientes. ¿Por qué le decía eso a la niña? Él le había dado mucho dinero aquellos años. ¿Qué había hecho con él?


No era un tema para hablar con Emilia, así que se limitó a observarla mientras le servía el café soluble en una taza. Era obvio que estaba acostumbrada a hacerlo.


-¿Con leche y azúcar? -le preguntó desde el frigorífico.


-Yo no he dicho que quisiera nada -contestó Pedro, exasperado-. No me parece bien que estés andando con agua hirviendo.


-¡Por favor, no finjas que te importo! -le espetó-. Para que lo sepas, llevo años haciendo té y café.


Pedro apretó los dientes.


-Si tú lo dices.


-Yo lo digo -contestó Emilia apoyándose en la encimera-. ¿Y qué quieres?


-Como que te lo voy a decir a ti -contestó Pedro-. ¿A qué hora se ha ido tu madre? 


Emilia se encogió de hombros.


-Hace un rato.


-¿Cuánto?


-No lo sé... Una hora quizás.


-¿Una hora?


Horror. Se tardaba una hora en llegar a casa de lady Elena, a nada que estuviera media hora con su madre y otra hora para volver, el total eran dos horas y media. Debía olvidarse de ir a recoger a Marcia a la peluquería, pero sí llegarían a tiempo de cenar con los Alien.


-¿Cómo quieres el café? -volvió a preguntarle Emilia.


-Con leche y azúcar está bien -contestó Pedro decidiendo que no merecía la pena seguir quejándose cuando el café ya estaba hecho-. ¿Tú no vas a tomar nada?


-No tomo café -contestó Emilia saliendo de la cocina-. Vamos mejor al salón.


Pedro enarcó las cejas, pero agarró la cazadora y la taza y la siguió. La niña tenía razón. En el salón se estaba más cómodo y, al fin y al cabo, le quedaba un buen rato hasta que volviera Paula.


El salón era la estancia más grande de la casa. Paula lo había amueblado a juego con los altos techos y los suelos de madera antigua. No había muebles modernos, sino butacas de caoba y sofás tapizados en terciopelo burdeos. 


También había varias mesas antiguas y una alacena con la vajilla de porcelana que su madre les había regalado cuando se habían casado.


Junto la chimenea estilo Adam había una librería repleta de libros. Pedro se fijó en la inmensa, alfombra que cubría el suelo. Estaba desgastada. ¿Sería antigua? Supuso que sí, pues con el dineral que le pasaba a Paula todos los meses y su sueldo no tendría por qué ir apurada económicamente.


Sin embargo, se dio cuenta de que el suelo no estaba bien encerado y de que había polvo en algunas baldas. ¿No podría Paula hacerse cargo de todo?


Decidido a no sentirse responsable de ella de ninguna manera, dejó la cazadora en el respaldo de una silla, se sentó en un sofá y dejó la taza de café en el suelo.


Inmediatamente, Emilia le acercó una mesita y fue a agarrar la taza.


-Ya lo hago yo -dijo Pedro impaciente-. ¿Por qué no te vas a hacer los deberes o lo que suelas hacer por las tardes?


-Ya lo haré luego -contestó Emilia sentándose enfrente-. Tengo mucho tiempo.


«Pues yo no», pensó Pedro exasperado mirándola.


Desde luego, era igual que su madre. Incluso se sentaba con la espalda tan recta como ella. Todavía llevaba puesto el uniforme y estaba retorciéndose la manga de la chaqueta.


¿Estaba nerviosa? ¿Por él? Maldición. ¿Qué mentiras le habría contado Paula?


-¿Y qué le pasa a tu abuela? -preguntó sintiendo algo de pena.


-No se encuentra bien -contestó la niña-. Ya te lo he dicho.


-Sí, pero ¿qué le pasa?


-Creo que... es algo de corazón -contestó recelosa-. El año pasado la operaron.


-¿Ah, sí?


Paula no le había dicho nada. Claro que por qué lo iba a hacer. Apenas se veían.


-No te cae bien la abuela, ¿verdad?


-¿Cómo dices? -dijo Pedro sorprendido.


-Digo que no te cae bien la abuela -repitió Emilia-. Me lo ha dicho ella.


-¿Te lo dicho ella? -repitió Pedro enfadado-. Pues si lo dice ella, será así.


-¿Por qué no te caía bien? 


Pedro suspiró.


-Porque yo nunca le caí bien a ella -contestó preguntándose qué hacía defendiéndose-. Supongo que eso no te lo habrá dicho.


-No -admitió la niña-. ¿Por eso ya no vives con nosotras?


-¡No! -contestó Pedro con rencor-. ¿Por qué no te vas a ver la tele o algo? Tengo que llamar por teléfono.


-¿A quién?


-A mucha gente -contestó Pedro sacándose el móvil del bolsillo-. ¿Te importa?


-A mí, no -contestó Emilia-. ¿A quién vas a llamar? -insistió.


«¿A mí novia?», se preguntó Pedro.


-A una amiga -contestó-. No la conoces.


-¿Muy amiga?


Pedro tuvo que morderse la lengua. Aquella niña era muy insistente.


-¿Importa eso acaso?


Sintió un gran alivio cuando vio que Emilia se levantaba y se iba hacia la puerta.


-Voy a ver qué hay de cenar -dijo a regañadientes-. Cuando mamá vuelva, va a ser tarde.


Pedro abrió la boca para negarse, pero la volvió a cerrar porque la niña ya había desaparecido. Para tener solo diez años, era increíblemente madura.


-No me digas que vas a llegar tarde -dijo Marcia enfadada-. De verdad, Pedro, me habías dicho que no ibas a tardar.


Pedro suspiró.


-Ya, pero Paula no está.


-¿No está? ¿Y cuál es el problema? Pues ya quedarás con ella otro día -dijo Marcia con el murmullo de los secadores de fondo.


-No me puedo ir porque... está Emilia -le explicó sabiendo que no iba a ser fácil que lo entendiera.


-¿La niña?


-Sí, la hija de Paula -contestó Pedro descontento con el tono de desprecio de su novia-. Sí, está sola.


-¿Y?


-Y me tengo que quedar hasta que vuelva su madre -contestó Pedro con decisión—. Cuando termines, pide un taxi y nos vemos en casa.


-¡No! -exclamó Marcia furiosa-. Pedro, ¿sabes lo difícil que es conseguir un taxi a estas horas?


-Sí... Lo siento, pero no puedo hacer nada.


-Sí, puedes hacer una cosa. Podrías dejar a la hija bastarda de tu ex ahí y venir a recogerme como habías prometido.


-¡No la llames eso! -dijo Pedro sin poder contenerse-. Ella no tiene la culpa de que Paula se haya ido a ver a su madre.


-Ni yo tampoco -apuntó Marcia-. Venga, Pedro, pero si lo habrá hecho adrede. Tu ex sabía perfectamente lo que ibas a hacer cuando vieras que la niña estaba sola.


-No ha tenido opción, por lo visto -dijo Pedro, preguntándose qué hacía defendiendo a su ex mujer-. La abuela está enferma del corazón.


Marcia se dio por vencida.


-Muy bien, pediré un taxi. ¿Me recoges en casa a qué hora? ¿En una hora y media?


-Más o menos -contestó Pedro, rezando para que Paula volviera antes de las seis y media.


-No se te ha olvidado que habíamos quedado para salir esta noche, ¿verdad?


-No, no, claro que no, pero no me agobies, ¿de acuerdo?


-Perdona, pero es que la cena de hoy me hace mucha ilusión y, además, no me he pasado todo el día en el salón de belleza para que... bueno, para que Paula me lo estropee.


-No te preocupes -le prometió Pedro-. Te tengo que dejar. Nos vemos luego -añadió colgando antes de que a Marcia le diera tiempo de seguir discutiendo.


Por el rabillo del ojo, había visto a Emilia espiándolo detrás de la puerta y no quería proporcionarle ningún cotilleo jugoso que luego la niña pudiera contarle a su madre.


-¿Has terminado? -le preguntó entrando en el salón.


Pedro asintió y dio un trago al café. Sorprendentemente, estaba bueno. Debía de ser verdad que la niña estaba acostumbrada a prepararlo.


-¿Quieres más? -le ofreció Emilia.


-De momento, no, gracias -contestó Pedro.


La observó mientras recogía la taza y la llevaba a la cocina y maldijo a Paula por haberle llenado la cabeza de pájaros. Si no lo hubiera hecho, tal vez se habrían llevado bien. Ahora, la niña lo odiaba.


«¿Y qué? Al fin y al cabo, no es mi hija», pensó.


Emilia volvió y se sentó de nuevo enfrente.


-¿Y qué haces en tu tiempo libre? ¿Tienes ordenador? -le preguntó Pedro rompiendo el silencio.


-Por supuesto, todo el mundo tiene ordenador -contestó Emilia.


-¿Y tienes juegos? A mí me encantan.


-¿Te gustan los juegos de ordenador? -se burló
Pedro se sintió indignado. Obviamente, Paula le había contado lo que le había interesado.


-Los invento -contestó-. Entre otras cosas. ¿No te lo había dicho tu madre?


-No -contestó Emilia interesada a su pesar-. ¿Qué juegos has inventado?


-A ver... ¿Sabes cuál es Moonraider? También Spirals y Black Knights.


Emilia lo miró con la boca abierta.


-¿Has inventado Black Knights? No me lo creo.


Pedro se encogió de hombros.


-¿Has jugado?


-Sí, sí -contestó Emilia-. Mamá me compró un Dreambox las Navidades pasadas.


-Muy bien hecho.


-¿Por qué? ¿También lo has inventado tú?


-Es mío -contestó Pedro orgulloso de ver en los ojos de la pequeña un brillo especial que decía: «eres mi héroe».


-¿Te importaría... eh... jugar conmigo al Black Knights? Así hacemos algo mientras vuelve mamá.


Pedro dudó. Sospechaba que a Paula no le iba a hacer ninguna gracia.


-¿Por qué no? -contestó levantándose-. ¿Dónde está el ordenador? ¿En tu habitación?


Algún tiempo después, su móvil comenzó a sonar. 


Sorprendido, vio que eran casi las siete. Se le había pasado el tiempo volando jugando al ordenador con Emilia, que por cierto era muy buena.


Estaba encantado de jugar con alguien que le quería ganar de verdad. Excepto su mano derecha en Alfonso Tectonics, todos los empleados estaban más interesados en ganarse su aprobación que en ganarle jugando.


Se disculpó y volvió al salón para contestar la llamada. Tal y como esperaba, era Marcia y estaba enfadada.


-¿Dónde estás? ¿No habías dicho que me venías a recoger a las siete?


-A las siete y media -la corrigió Pedro dándose cuenta de que no iba a llegar tampoco a aquella hora.


-Muy bien. ¿Vienes ya para acá?


Pedro tomó aire y, en ese momento, oyó una llave en la puerta. Tenía que ser Paula. Qué momento tan inoportuno para volver.


Lo iba a pillar justamente intentando aplacar los ánimos de su novia.