miércoles, 20 de abril de 2016
ILUSION: CAPITULO 17
A Pedro siempre le había gustado el rancho Big Blue. Era el símbolo de J.D. y de la familia Chaves. Podía ser duro e impredecible, pero era autosuficiente y resistía cualquier adversidad, protegiendo como un centinela a quienes acudían en busca de refugio.
Le parecía buena idea que Pau estuviese allí. A pesar de sus diferencias, sabía que era muy duro para ella. Tenía que admitir que lo había sorprendido su actitud en el avión, sobre todo cuando accedió a ponerse el anillo. Y no podía librarse de la sensación de que Pau podría haber hecho que los últimos meses hubieran sido muy diferentes.
–Pau –Marlene la recibió con los brazos abiertos cuando los cuatro entraron en el gran salón.
Marlene era la tía de Paula, pero había sido más como una madre, ya que la madre biológica de Pau había muerto cuando ella era pequeña. Abrazó fuertemente a su sobrina y se volvió hacia Pedro.
–Es estupendo tenerte otra vez aquí.
–Yo también me alegro de verte, Marlene.
–¿Te acuerdas de mi amiga Tamara? –le preguntó Pau–. Y este es Andres, el mejor amigo de Pedro. Tamara va a ser dama de honor en la boda de Erika.
–Bienvenidos al Big Blue –les recibió afectuosamente Marlene, y les hizo acomodarse en el salón.
Estuvieron charlando unos minutos, pero Marlene no tardó en disculparse por estar cansada y se retiró a su habitación.
Pau les ofreció a todos algo de beber y asignó a cada uno un cuarto. Alojó a Andres y a Tamara en el segundo piso, junto a su dormitorio, y a Pedro lo relegó a la planta baja, detrás de la cocina. Al menos no le había mandado a dormir a la barraca, pensó él.
No estaba cansado, así que cuando los demás se retiraron él salió al patio. Los pastos y colinas que pertenecían al rancho se extendían muchos kilómetros a la redonda, pero a esas horas todo estaba tranquilo bajo un cielo plagado de estrellas.
Se sentó en uno de los sillones y aspiró el fresco aire nocturno.
–No se parece mucho a Los Ángeles –comentó Andres, saliendo de la casa–. Ni a Chicago.
–A mí me gusta –dijo Pedro–. Puede que no tanto como a Cesar. Pero es un buen lugar para venir a ordenar tus pensamientos.
–¿Te hace falta ordenar tus pensamientos?
–No te imaginas cuánto.
–No digas que no intenté avisarte –le recordó Andres, sentándose junto a él.
–Siempre me estás avisando de algo.
–A veces tengo razón.
–Siempre la tienes. Pero yo casi nunca te escucho.
Andres se rio.
–Si la cosa sale bien con el Sagittarius, podríamos comprarnos un rancho para turistas. Así tendrías un sitio para ordenar tus pensamientos siempre que te hiciera falta.
–Normalmente no es un problema. Dime, ¿por qué no estás arriba buscando una excusa para acosar a Tamara?
–Está con Paula. Pero la noche es joven.
–¿De verdad crees tener posibilidad?
Andres se encogió de hombros.
–Creo que ella puede ver más allá de mi encanto habitual.
–¿Te había sucedido antes?
–Que yo recuerde no. Pero estoy listo para el reto. ¿Cómo es que ya no me adviertes de que no me pase de la raya?
–Porque sé que ella conoce tus intenciones.
Andres tamborileó con los dedos en el sillón.
–Triste, pero cierto. Bueno, ¿qué plan hay para mañana? ¿Vamos a montar a caballo o conducir un tractor?
–¿Sabes montar?
–No.
–Pau va a ir a la oficina de Cheyenne.
–¿Y tú vas a acompañarla?
–Ojalá pudiera. Me ha dicho que han surgido discrepancias con uno de los ejecutivos, Noah Moore. Me gustaría saber qué está pasando. Noah puede ser muy obstinado, pero sabe hacer bien su trabajo y tiene mucho que ofrecer a la empresa.
–Ya no trabajas ahí.
–Lo sé.
–¿Hay alguna posibilidad de convencerte para que te olvides de todo esto?
–Todavía no he decidido nada.
–¿Cómo que no? Ella vuelve a tener tu anillo en el dedo.
–Forma parte del engaño.
–Lo que tú digas… –Andres se levantó–. Voy a subir a ver cómo están las cosas.
–Buena suerte.
–Lo mismo te digo –le dio una palmada en el hombro y se marchó.
Pedro se recostó en el sillón y levantó la mirada hacia las estrellas. Andres sabía que aún se sentía atraído por Pau. Y seguramente lo seguiría estando hasta el día que muriera.
Pero lo del anillo no era más que una fachada de cara a Conrad y a la prensa.
–No te había visto –la voz de Pau interrumpió sus pensamientos–. Lo siento, solo estaba…
–No digas tonterías. Es tu casa. Yo puedo irme a otra parte.
–No tienes que marcharte por mí.
–Me quedaré si tú también te quedas –le sugirió él–. Podríamos practicar un poco de conversación.
–¿Te parece que nos hace falta practicar?
–Me parece que nos sentimos un poco forzados.
–Es verdad… –se sentó en el sillón que había ocupado Andres y Pedro se fijó en su copa de vino.
–¿Anestesiándote contra el anillo?
Ella se cubrió el diamante con el pulgar.
–Tendría que haberte ofrecido algo de beber. ¿Tienes sed?
–No, gracias. No tienes que tratarme como si fuera un invitado… Ya sé que no soy de la familia, pero puedes ignorarme sin problemas.
Ella tomó un sorbo de vino.
–No es lo más tonto que te he oído decir…
–Vaya, gracias. Y solo por curiosidad, ¿qué es lo más tonto que te he dicho?
Ella lo pensó un momento.
–Fue en la regata de Point Seven, el día que nos conocimos. Estábamos en el muelle, junto al yate de J.D. Te acercaste a mí y me dijiste: «Hola, Paula, soy Pedro Alfonso. Trabajo para tu padre».
–¿Recuerdas el momento en que nos conocimos?
–¿Tú no?
–Llevabas un pantalón azul marino y una blusa blanca con botones oscuros. Casi se te podía ver el sujetador de encaje.
–¿Me estabas mirando el escote?
–Te estaba mirando los pechos.
Apenas había luz en el patio, pero Pedro estuvo seguro de que se había puesto colorada.
–Un caballero se avergonzaría de sí mismo –declaró ella.
–Un caballero tal vez no lo hubiera admitido, pero habría hecho exactamente lo mismo.
–Tienes suerte de que mi padre nunca lo supiera.
–Tu padre lo tenía todo planeado desde el principio.
–Es verdad… Tal vez fuera astuto y manipulador, pero no era precisamente discreto –se quedó callada un momento–. ¿Por qué crees que lo hizo?
–¿A qué parte te refieres?
–A lo nuestro. A ti y a mí. Nunca hemos hablado de ello. Su testamento, su plan secreto, lo que nos hizo…
–Hablar no sé, pero gritar sí que nos hemos gritado.
–Supongo que sí –con el pulgar se acariciaba distraídamente el anillo. Tenía unas manos preciosas, y unos brazos preciosos, y unos hombros preciosos…
Pedro observó el destello del diamante a la luz de las estrellas y sintió como las emociones se removían en su interior.
–No creo que haya más que decir.
Ella lo miró.
–Sería bueno poder hablar de ello, poder tener una conversación que nos permitiera entenderlo y aceptarlo y así poder seguir adelante.
Pedro cedió a la tentación de agarrarle la mano izquierda y levantársela para mirar el anillo.
–Solo me preocupan las dos próximas semanas.
–Es lógico –se levantó y lo mismo hizo él.
–¿Tú piensas más allá de eso?
–Tengo que hacerlo. Hay que preparar los cambios de enero.
–Siempre pensando en el trabajo…
–Eso no es justo –susurró ella en tono dolido.
–¿No? –la observó fijamente, empapándose de su belleza.
–Estoy haciendo todo lo que puedo para ayudar a Erika.
Pedro no pudo reprimirse y le acarició la barbilla con el dedo.
–Y yo estoy haciendo todo lo que puedo para salvarme –le confesó con voz ronca.
Ella no se sobresaltó ni se apartó. El deseo se apoderó por completo de Pedro y se inclinó para besarla en los labios.
Paula no podía detenerse. Los labios de Pedro eran firmes, suaves y ardientes. Sabía cuánta presión ejercer y cuándo retirarse. E igualmente experta era su lengua, que le desataba una espiral de sensaciones por todo el cuerpo y le arrancaba un gemido ahogado desde el fondo de la garganta. Paula dejó la copa en una mesita lateral y se apretó contra él.
Él le rodeó la cintura con su brazo libre e intensificó aún más el beso, antes de recorrerle la mejilla, descender por el cuello y abrirle el cuello de la camisa.
–No podemos hacer esto –murmuró ella, más para sí misma que para él.
–No lo haremos –dijo él–. Nunca.
Sus palabras no tenían sentido.
–¿No?
Él le desabrochó un botón de la camisa.
–Siempre me despierto demasiado pronto.
–Oh… –también ella había soñado con él. No siempre se despertaba a tiempo, pero no iba a admitir cómo y cuántas veces la había satisfecho en sueños.
Él le desabrochó otro botón.
Ella entrelazó los dedos en sus cortos cabellos, aspiró su olor familiar y cerró los ojos para hundirse en el mar de sensaciones que Pedro le inspiraba. Posó la otra mano en su hombro y la deslizó por el bíceps, recordando su fuerza.
Lo besó en el pecho a través de la camiseta y reprimió el deseo de quitársela. Quería saborear su piel.
Antes de darse cuenta tenía la camisa abierta. Él deslizó las manos por debajo y las llevó hasta el trasero. Paula sintió como se le endurecían los pezones contra el sujetador y apretó los pechos contra el recio torso de Pedro.
–Esto es delicioso –murmuró él.
–Lo sé –le sacó la camiseta de los vaqueros y metió las manos por debajo para acariciarle la piel desnuda.
Pedro maldijo en voz baja, le agarró el bajo de la blusa y dio un paso hacia atrás, tirando de ella. Paula se dejó llevar, sabiendo adónde iban. Ya habían estado allí antes, ya habían hecho el amor en un rincón del patio protegido por un enrejado con un rosal.
Se atrevió a mirarlo a los ojos, oscuros y ardientes. Sabía que tenía que detenerlo. Uno de los dos tenía que poner fin a aquella locura, y no parecía que fuera a ser Pedro.
Pero a Paula no le funcionaban las cuerdas vocales. El corazón le latía desbocado y la piel le ardía de incontrolable deseo bajo la blusa y la falda.
Las sombras los envolvieron. Pedro chocó de espaldas contra la pared de troncos y la inercia lanzó a Paula hacia delante. Se agarró a sus hombros y sus cuerpos quedaron pegados. Él volvió a besarla, con una pasión aún más intensa que antes.
Era una locura. Una terrible equivocación…
Las manos de Pedro encontraron el cierre del sujetador y un segundo después estaba abierto. Le retiró la camisa y el sujetador de los hombros y le cubrió un pecho con la mano.
Paula gimió sin separar la boca de la suya mientras él le acariciaba el pezón con el dedo.
–Te he echado de menos –le confesó con voz grave y jadeante.
–Pedro…
No sabía qué más decir. Le bastaría una palabra para detenerlo, pero también ella lo había echado de menos. Sus besos, sus caricias, su voz y su olor. Y cuando le rozó las braguitas con la punta de los dedos no pudo resistirlo más.
–Por favor –le suplicó con un hilo de voz–. Hazlo…
Pedro no vaciló ni un instante. Sin dejar de besarla le quitó las braguitas, se desabrochó los vaqueros y la levantó para aprisionarla contra la pared.
Paula casi lloró de alivio al sentirlo dentro de ella. La sensación era tan familiar, tan satisfactoria y tan enloquecedoramente excitante que no pudo hacer otra cosa que aferrarse a él y dejar que el placer la colmara.
La respiración de Pedro era cada vez más entrecortada y había empezado a sudar. Sabía cuándo acelerar y bajar el ritmo. Con sus dedos, su boca y sus embestidas la llevaba inexorablemente al éxtasis.
–Pedro –exclamó, y él le tapó la boca con la mano para sofocar sus gritos.
–Pau –le susurró al oído–. Pau, Pau, Pau…
El cuerpo de Paula se contrajo en una violenta convulsión. Pedro gimió, la sujetó con todas sus fuerzas, también él se estremeció y después se quedó inmóvil.
Al cabo de unos minutos, ella abrió los ojos, parpadeó unas cuantas veces y vio las estrellas, la silueta del granero, las luces que se filtraban entre las rosas. Estaban en el Big Blue. La realidad la sacudió de golpe y se encontró prácticamente desnuda en brazos de Pedro.
–Maldita sea –masculló–. Sabía que no debíamos hacerlo –se echó hacia atrás para mirarlo, con sus cuerpos todavía unidos–. ¿Se te ocurre alguna manera de salir dignamente de aquí?
–No –admitió él.
–Esto es muy humillante.
–Dentro de un minuto quizá esté de acuerdo contigo. Ahora mismo me siento en la gloria.
Ella lo golpeó en el hombro.
–Acabamos de hacerlo, Pedro.
–¿En serio?
–¡No podemos hacerlo!
–Yo diría que sí podemos.
–¿Puedes hablar en serio, por favor?
–Estoy hablando en serio. Dentro de un ratito estaré horrorizado. Pero ahora… –le miró los pechos desnudos–. Quiero grabarme este momento en la memoria.
–Tienes que olvidarlo todo –era exactamente lo que iba a hacer ella.
–Como quieras.
–Lo digo en serio, Pedro. Tenemos que olvidar que esto ha pasado.
–Lo haré –dijo él, pero entonces la besó y ella le respondió de igual manera sin pensar. Era un beso tierno y dulce, y sabía a despedida–. Lo siento, Pau –le susurró al separarse. La dejó delicadamente en el suelo, le alisó la falda y se ajustó los vaqueros, se apartó para recoger la blusa y el sujetador.
Mientras tanto ella intentó recuperarse. Había sido un desliz, nada más, pero habiéndolo hecho, habiéndose finalmente desahogado, tal vez las cosas fueran más fáciles.
–¿Vas a ir mañana a la oficina? –le preguntó él, tendiéndole la ropa.
–Sí –se puso el sujetador intentando olvidar que Pedro la estaba mirando.
–¿Quieres que vaya contigo?
Ella volvió a ponerse en guardia.
–No necesito tu ayuda.
–He llegado a conocer bastante bien a Noah en los últimos meses.
–Sé cómo manejar a Noah –insistió ella, sintiéndose más segura con la camisa puesta.
–No lo dudo, pero cuando vean tu anillo pensarán que yo estoy otra vez dentro y a ninguno le extrañará que me presente en la oficina contigo.
–Les diré que no trabajas para Chaves Media. En eso no vamos a fingir, ni siquiera de manera temporal.
–De acuerdo.
–Por fin estás de acuerdo en algo conmigo…
Él dio un paso hacia ella.
–Eh, también he estado de acuerdo en que no debíamos hacer el amor.
–No me lo recuerdes.
Él sonrió.
–¿En qué discrepáis Noah y tú?
–No es asunto tuyo.
–Solo intento ayudar.
–No lo hagas.
–En serio, Pau. ¿Hay algún problema?
–No hay ningún problema, Pedro. Ninguno en absoluto –salvo el hecho de que acababo de tener sexo con mi exnovio.
Se abrochó el último botón y lo miró a los ojos. No tenía ni la menor idea de qué decir en aquella situación.
–Buenas noches, Pedro.
–Buenas noches, Pau –ella pasó junto a él–. Que duermas bien.
No respondió a sus últimas palabras. Agarró la copa de vino y se fue rápidamente a su habitación. Claro que dormiría bien, se dijo a sí misma. Al menos por unas horas olvidaría todas las complicaciones.
ILUSION: CAPITULO 16
Paula tenía que poner distancia entre ella y Pedro. La noche anterior una furgoneta los había seguido, se trataba de periodistas.
Pedro la acompañó a la puerta de la mansión Chaves y le sugirió entrar con ella para guardar las apariencias, pero Paula se negó y él le dio un beso de buenas noches.
Faltó solo un segundo para que ella se rindiera, pero afortunadamente Pedro se apartó a tiempo.
Lo malo fue que se quedó dando vueltas en la cama casi toda la noche, y cuando finalmente se durmió la invadieron toda clase de sueños eróticos con Pedro.
Definitivamente tenía que alejarse de él.
Le costó varias horas, pero al fin encontró una excusa creíble para marcharse de Los Ángeles. Se la sirvió en bandeja Noah Moore, el vicepresidente de programación en la sucursal de Chaves Media en Cheyenne.
Mientras Pedro estaba a cargo de la empresa había adquirido la licencia de varias cadenas televisivas del Reino Unido y Australia. Aquella mañana Paula había examinado la propuesta de Conrad Norville y se había quedado impresionada. La serie era tan interesante que había decidido emitir una primera temporada. Superado el escollo mental que suponía limitar la programación únicamente a las producciones de Chaves Media, se daba cuenta de que la empresa podía hacer una versión estadounidense de las series con mayor éxito en Reino Unido y Australia.
Pero a Noah Moore no le gustaba nada la idea, lo que suponía tener que hablar con él en persona para convencerlo. Normalmente le habría pedido que volase él a Los Ángeles, pero en aquellos momentos le valía cualquier excusa para escapar unos días de la ciudad.
El avión privado de Chaves Media la esperaba en el aeropuerto de Van Nuys. Se reuniría con los directivos de la sucursal de Cheyenne, convencería a Noah Moore de las ventajas que ofrecían sus planes y pasaría unos días en el Big Blue. No había lugar mejor que el rancho para descansar, sin un solo periodista en cientos de kilómetros a la redonda.
El piloto la saludó en la puerta.
–Bienvenida a bordo, señorita Chaves.
–Hola, comandante Sheridan.
–Parece que tendremos un vuelo tranquilo esta noche –el hombre se apartó para dejarla entrar–. Se prevén turbulencias sobre las Rocosas, pero podemos evitarlas si ascendemos a suficiente altitud.
–Estupendo, coman… –se detuvo en seco al entrar en la cabina–. ¿Qué haces tú aquí?
–¿Ocurre algo? –preguntó el comandante tras ella.
–Voy a Cheyenne –respondió tranquilamente Pedro.
Estaba sentado en la segunda fila, con vaqueros, camiseta oscura y una botella de cerveza medio llena en la mesita delante de él.
–¿Quién te ha invitado?
–Cesar.
–¿Señorita Chaves? –la llamó el comandante.
–Pedro no viene con nosotros.
–El señor Chaves nos avisó de que…
–Hola, Pau –Tamara apareció tras el comandante.
–¿Tamy? –tuvo que apoyarse en el respaldo de un asiento para guardar el equilibrio–. ¿Va todo bien?
–Perfectamente –respondió su amiga con una sonrisa.
–… de que tendríamos cuatro pasajeros esta noche –concluyó el comandante, y en ese momento apareció Andres detrás de Tamara.
–Buenas noches, comandante –le estrechó la mano y se volvió hacia Paula–. Nunca he visto el Big Blue. Me muero de ganas por visitarlo.
–Ya basta –gritó ella, y todos se quedaron callados–. ¿Qué está pasando aquí?
Pedro se acercó y bajó la voz.
–Vamos a Cheyenne.
–No, nada de «vamos». Soy yo quien va a Cheyenne.
–Y los demás te haremos compañía.
–¿Se trata de una broma?
–No, una broma no. Es un engaño, ¿recuerdas? –señaló con la cabeza la cola del avión–. Vamos a hablar en privado.
Paula sopesó rápidamente sus opciones. Podía echarlos a patadas del avión, podía marcharse ella misma o podía claudicar y dejar que Pedro se saliera con la suya.
Ninguna de las opciones le gustaba.
–Estamos listos para despegar, Sheridan –le dijo Pedro al comandante. Paula abrió la boca para protestar, ya que aquel era su avión y el comandante era su empleado. Pedro ya no era el presidente de Chaves Media.
–Muy bien, señor –respondió el comandante Sheridan.
–Vamos –le dijo a Paula–. Tengo que hablar contigo.
–No me puedo creer lo que estás haciendo –masculló Paula.
Estaba echando a perder su plan. El único motivo por el que se iba a Cheyenne era alejarse de él.
–Y yo no me puedo creer que estés huyendo –repuso él.
Paula lo siguió.
–No puedo estar huyendo si estás conmigo, pues tú eres de quien quiero huir. Así que dime, ¿por qué estás aquí?
–Permíteme que te dé un pequeño consejo, Pau. Nunca intentes ganarte la vida como estafadora. Lo que todo el mundo se está preguntando es si nos estamos reconciliando o no. ¿Qué pensaría Conrad si te fueras sin mí?
–Que puede ser un viaje de trabajo.
–Es mejor si vamos juntos.
–No quiero que estemos juntos.
Él señaló el asiento en la última fila.
–Por desgracia no se trata solo de ti.
–Ya lo sé.
Los motores rugieron y Paula ocupó rápidamente su asiento.
–Se trata de Mateo y de Erika –dijo él mientras se abrochaba el cinturón y el avión comenzaba a rodar hacia la pista–. Y por eso tenemos que hacer cosas que preferiríamos no
hacer.
El tono de su voz no dejaba lugar a dudas. Tampoco él quería estar con ella. La situación era tremendamente embarazosa para ambos, pero la diferencia estaba en que él se la tomaba con filosofía mientras que ella no hacía más que quejarse como una niña pequeña.
¿Qué demonios le pasaba? ¿Acaso no había aprendido nada del testamento de su padre? Como bien había dicho Pedro no se trataba solo de ella. Tenía que pensar en los demás y no solo en sí misma.
–Lo siento –le dijo a Pedro.
Él la miró boquiabierto mientras el avión aceleraba en la pista, empujándolos contra sus asientos.
–¿Cómo dices?
–Tenías razón y yo estaba equivocada. Esto resulta muy engorroso para todos: tú, yo, Tamara, Andres… Pero se trata de Erika y de Mateo y tengo que hacer todo lo posible. La casa del Big Blue es enorme. Intentaré no cruzarme en tu camino.
El avión despegó y se elevó hacia el sol poniente.
Pedro la miró en silencio un largo rato.
–Me sorprendes.
–¿Por qué has traído a Tamara y a Andres?
–Pensé que estarías más cómoda si teníamos compañía.
–La verdad es que sí.
–Andres no conoce el Big Blue y siente curiosidad.
Paula sonrió y se relajó un poco al pensar en el rancho de su familia.
–Es un lugar fantástico.
–Sí que lo es –corroboró Pedro, relajándose él también–. Bueno, ¿qué está pasando en las oficinas de Cheyenne?
–Tengo que hablar con Noah Moore. No está de acuerdo con la nueva dirección que quiero imprimirle a la empresa.
–Ese es el problema cuando la gente inteligente trabaja junta. Las ideas chocan con frecuencia.
–¿Te sigo pareciendo inteligente? –preguntó ella.
–Eres una persona brillante, Pau. Ese nunca ha sido el problema.
–Te preguntaría cuál es el problema, pero creo que ya sé la respuesta.
–Eres una fanática del control y corta de vista.
–No te he preguntado.
–Aun así te lo digo.
Ella apoyó la cabeza en el reposacabezas y respiró profundamente mientras el avión se elevaba.
–Sé que no soy perfecta, Pedro.
Él guardó silencio unos segundos.
–Tengo que pedirte algo. Y no creo que te guste.
Paula se puso en guardia.
–¿De qué se trata?
–Creo que deberías llevar el anillo de compromiso.
Ella se giró boquiabierta hacia él.
–Ayudaría a convencer a todo el mundo de que vamos en serio –añadió Pedro.
–¿Aún tienes mi anillo de compromiso?
–Pues claro.
–¿Por qué lo has conservado?
–¿Qué tendría que haber hecho con él?
–Devolverlo y recuperar el dinero.
–Está hecho a medida y ha aparecido en muchas fotos. Imagínate el escándalo si alguien lo hubiera encontrado en Amazon…
–No se me había ocurrido –admitió ella. Gracias. Siempre fuiste muy atento, incluso cuando me odiabas.
–Yo nunca te he odiado, Paula. Aunque admito que estaba realmente furioso.
–Yo también.
Pedro se sacó un pequeño estuche negro del bolsillo.
Paula se quedó de piedra y el corazón empezó a latirle con fuerza al mirar el anillo. Siempre le había gustado el destello de los diminutos diamantes blancos y azules incrustados en el platino.
–¿Pau? –la acució él.
Ella desvió la mirada del anillo.
–Sería muy difícil.
–Lo sé. Pero la prensa se pregunta por qué no lo llevas. Y estoy convencido de que Conrad nos está poniendo a prueba.
–¿Crees que sabe que estamos fingiendo?
–Creo que sospecha algo. Y es posible que lo use como excusa para frustrar la boda.
Paula sabía que no se trataba de ella y que tenía que ser fuerte. Pero se dispuso a agarrar el estuche y le temblaba la mano.
–Ve a buscarme una copa de vino –le pidió a Pedro, arrebatándole el estuche con decisión–. Y yo me pondré esto.
Él pareció vacilar un momento.
–De acuerdo –se desabrochó el cinturón y se levantó.
Paula contempló el hermoso anillo y se lo imaginó en su dedo, el peso del diamante y el destello que despediría al mover la mano.
–¿Estás bien? –oyó a Tamara preguntarle en voz baja.
–La verdad es que no –Paula levantó la mirada–. ¿Te esperabas esto?
–No, aunque tampoco me sorprende.
–A mí no se me hubiera ocurrido ni en un millón de años. Pensaba que Conrad guardaría el secreto, que luego se lo contaríamos a nuestros amigos más íntimos y que todos nos dejarían en paz mientras fingíamos considerar nuestra reconciliación. Pero, ¿qué voy a hacer ahora?
–No tienes por qué llevarlo.
–Claro que sí –la felicidad de Erika estaba en juego. Pedro iba a cumplir con su parte hasta el final, y lo mismo debía hacer ella. Así que sacó el anillo del estuche y se lo deslizó en el dedo sin darse tiempo a pensar–. No quema ni nada –bromeó.
–Eso es alentador –dijo Pedro al regresar con una copa de vino tinto.
–Dame esa copa –le ordenó Paula–, y tráeme unas cuantas más.
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