lunes, 18 de abril de 2016
ILUSION: CAPITULO 9
Mientras conducía, intentó apartar el recuerdo de su piel cálida y suave. Pero no dejaba de preguntarte qué se le habría pasado a ella por la cabeza. No le había apartado la mano cuando le acarició el muslo.
Estuvo conduciendo en silencio durante quince minutos por la autopista del Pacífico hasta que no pudo seguir soportándolo. Se detuvo en un aparcamiento a oscuras frente al mar y apagó el motor.
–¿Qué pasa? –preguntó Pau, sorprendida por la inesperada parada.
Él se giró hacia ella.
–¿Tengo que pedirte disculpas?
Ella lo miró con ojos muy abiertos.
–¿Lo harías? –preguntó en voz baja.
Pedro se dio cuenta de lo que estaba pensando. Paula creía que se refería a lo que había pasado con el testamento de J.D. Pensaba que quería pedirle disculpas por haberse equivocado y admitir que toda la culpa era suya y que ella había tenido razón al no confiar en él.
–Por lo que he hecho en el restaurante –aclaró.
–El… ah. Está bien –recompuso su expresión y apartó la mirada.
–No lo he hecho para disgustarte –la mitad de su ser lo urgía a callarse, mientras la otra mitad lo apremiaba para que siguiera–. Fue un accidente. Bueno, lo fue al principio, pero luego… pareció que no te molestaba.
–Claro que me molestaba.
–No intentaste detenerme.
Ella volvió a mirarlo.
–Me pillaste por sorpresa.
–A mí también me pilló por sorpresa –admitió.
Los dos se quedaron callados y el aire pareció cargarse de tensión en el interior del vehículo. Pedro se fijó en sus carnosos labios y recordó su sabor. Quería volver a besarla.
Lo deseaba con todas sus fuerzas.
–No, Pedro.
–¿No qué? –ni siquiera se había movido.
–Sé lo que estás pensando.
–¿Puedes leerme la mente, Pau?
–Estás recordando lo que hacíamos… –tragó saliva–. Estás recordando que era algo fabuloso.
–Y lo era.
–El sexo siempre es fabuloso.
–¿Siempre?
–Pedro…
–Has tenido mucho sexo últimamente, ¿no?
Ella se alisó el bajo de la falda.
–No es asunto tuyo.
–¿Con quién?
–Ya basta.
A Pedro se le contrajo el estómago por la ira.
–¿Con quién te has acostado? ¿Con Jeronimo Reed?
–Jeronimo está con Blanca.
–Eso no significa que no estuviera antes contigo.
–Me niego a mantener esta conversación –abrió bruscamente la puerta y salió del coche antes de que él pudiera detenerla. Cerró con un portazo y Pedro la siguió rápidamente.
–Dime la verdad –le exigió. No era la primera vez que le preguntaba por Jeronimo Reed. Ni la primera vez que le gustaría hacer pedazos a aquel hombre.
Ella lo miró desafiante.
–¿Por qué? ¿A ti qué más te da?
–Eso es un sí.
–No es un sí.
–¿Cuánto tiempo pasó? –le preguntó en tono engañosamente suave–. ¿Cuánto tiempo pasó desde que me dejaste hasta que te acostaste con él?
–Yo no me acosté con Jeronimo.
–No te creo.
–Cree lo que quieras, Pedro. Pero nunca te he mentido y no voy a hacerlo ahora. No me he acostado con nadie desde que rompimos –soltó una risita–. ¿De dónde iba a sacar el tiempo? Y tú, Pedro –le clavó un dedo en el pecho–, tú mejor que nadie deberías saber que no me voy a la cama con cualquiera.
Él le agarró la mano y la mantuvo sobre su desbocado corazón.
–¿Con nadie?
Los ojos de Paula eran tan negros como la noche que los rodeaba.
–Con nadie. Me ofendes al preguntármelo.
–Eres una mujer muy hermosa, Pau. Seguro que los hombres no paran de acosarte.
–Sé decir que no, Pedro.
–¿Ah, sí? –se balanceó hacia delante sin poder evitarlo.
–Sí –afirmó ella con convicción.
–Pues dímelo.
No le dio tiempo a responder, y volvió a besarla antes de que ella pudiera reaccionar. Una voz en el fondo de su cabeza lo acuciaba a detenerse. No tenía derecho a besarla, ni a tocarla, ni a preguntarle por su vida sexual. Pero cuando estaba cerca de ella no podía distinguir entre lo correcto y lo inapropiado.
Antes de darse cuenta, ella estaba en sus brazos y el beso aumentaba peligrosamente de intensidad. Pau le había dejado grabada una huella imborrable. El recuerdo de la pasión que habían compartido ardía en cada célula de su cuerpo. Rodearle la cintura con un brazo, enterrar los dedos en su pelo, acariciarle la nuca, entrelazar su lengua con la suya, oír sus gemidos y aspirar su olor… Todo le resultaba sensualmente familiar y le hacía rememorar lo vivido.
Lo siguiente fue deslizarle una mano bajo la blusa y subírsela hasta el sujetador.
–No podemos –exclamó ella. Le empujó en el pecho y apartó la cabeza.
Él se obligó a no insistir, pero a su cuerpo le costó unos segundos obedecer.
–No podemos –repitió ella, apoyándose en el coche.
Pedro dio un paso atrás, respirando con dificultad.
–No lo había planeado.
–¿Y crees que yo sí? –le preguntó ella con un deje de histeria en la voz.
–No, no, claro que no. Solo digo que sigue existiendo atracción entre nosotros, pero no tiene por qué significar nada.
–No significa nada –corroboró ella–. Bueno, sí, significa que debemos tener cuidado.
–Estoy de acuerdo –sus cuerpos parecían entrar en combustión cuando estaban cerca uno del otro.
También se dio cuenta de que el beso había respondido su pregunta anterior. No había necesidad de disculparse.
–Te ha gustado –dijo, sin poder controlar su ego–. Por eso no has intentado detenerme. Te ha gustado sentir mi mano en tu pierna.
–No –espetó ella.
–Has dicho que no mentirías.
–Te he dicho que me pillaste por sorpresa.
–Pero te ha gustado –insistió él en tono desafiante.
Ella lo miró fijamente a los ojos.
–Como ya te he dicho, debemos tener cuidado.
Tal vez no lo confirmara, pero tampoco lo negaba.
Y Pedro no pudo evitar una sonrisa de satisfacción.
domingo, 17 de abril de 2016
ILUSION: CAPITULO 8
–Gracias por ayudarme con esto –le dijo Paula a Tamara al aparcar su deportivo azul junto al Terrace Bistro, el local donde se había citado con Pedro.
–¿Por qué me das las gracias? –preguntó Tamara–. Es mi trabajo, y Erika me necesita. Y de ninguna manera te dejaría sola con Pedro.
–Anoche estuve sola con él.
Y por nada del mundo volvería a hacerlo. El beso la había dejado profundamente turbada. Debería haberle provocado extrañeza, incomodidad, rechazo… Pero en vez de eso lo había sentido como algo familiar y natural.
–¿Estás bien, Pau? –le preguntó Tamara, tocándole el brazo.
–Sí, muy bien –apagó el motor y puso el freno de mano, pero entonces la invadió una ola de inquietud y tuvo que aferrarse con fuerza al volante.
–¿Pau?
–Ya está todo superado –respondió ella, soltando el volante–. Y él también lo ha superado. Vamos.
–Te besó, ¿no? –Tamara ya había oído toda la historia.
–Fue un… No sé lo que fue, pero no fue un beso normal. Él estaba recalcando algo, o quizá solo quería provocarme.
–Bueno, aquí estoy yo por si intenta pasarse de nuevo.
–Gracias, pero no lo hará. Y aunque intentara algo no conseguiría nada. Para mí es un tipo cualquiera.
–Si tú lo dices… –murmuró Tamara, no muy convencida.
–Lo digo –insistió Paula con convicción.
Al entrar en el restaurante vio a Pedro sentado en un rincón.
Sus miradas se encontraron y sintió que el estómago le daba un brinco, perdiendo toda esperanza de poder fingir que se trataba de otro hombre. Era Pedro. Nunca sería un tipo cualquiera.
Enseguida se dio cuenta de que no estaba solo.
–¿Quién es ese? –susurró Tamara tras ella.
–¿Andres? –preguntó Paula en voz alta, acelerando el paso. Solo había visto al amigo de Pedro en un par de ocasiones, pero siempre le había gustado. Era un poco más bajo que Pedro y tenía el pelo oscuro. Era muy atractivo y una de las personas más listas que Paula había conocido.
Andres se levantó y le dedicó una amplia sonrisa.
–Paula –le dio un caluroso abrazo.
–¿Qué haces en Los Ángeles?
–Me aburría un poco… –se fijó en Tamara y Paula los presentó rápidamente.
–Esta es Tamara, la otra dama de honor de Erika.
Andres le ofreció la mano a Tamara y Paula se apartó para que se saludaran. Entonces se dio cuenta, demasiado tarde, de que el brusco movimiento la obligaba a sentarse junto a Pedro. No podía echarse para atrás sin parecer ridícula, y además, Andres ya estaba invitando a Tamara a sentarse a su lado.
Resignada, tomó asiento y colocó el bolso en el asiento como una barrera entre ambos.
–Veo que has traído refuerzos –le comentó Pedro en voz baja.
–Tú también.
–Andres está pasando unos días conmigo.
–¿En Pasadena?
–He vendido la casa de Pasadena.
Paula se sorprendió.
–¿En serio? ¿Cuándo? ¿Por qué?
–La semana pasada.
–Pero te encantaba esa casa…
–En estos momentos me hace más falta el dinero que una casa tan grande.
–Pero tienes…
–No voy a tocar ese dinero, Pau.
–¿Estarías dispuesto a ir a la ruina por una cuestión de principios?
–No estoy en la ruina. Pero sí, lo haría por principios.
–¿Qué quieres decir?
–Quiero decir que, a diferencia de otras personas, me mantendría fiel a mis principios incluso cuando no fuese lo más ventajoso para mí.
–Yo me mantengo fiel a mis principios –se defendió ella. Uno de ellos era proteger Chaves Media a toda costa.
–¿Como el de respetar a tu padre, por ejemplo?
–Yo que tú cerraría la boca, Pedro –le advirtió Tamara en tono suave desde el otro lado de la mesa.
Andres se rio por lo bajo. En ese momento se acercó una camarera y Paula le dedicó agradecida su atención.
–Nuestros menús más populares son el mediterráneo, el sudoccidental y el continental –les entregó algunas hojas de papel–. Les dejaré unos minutos para que se decidan y luego les hablaré de los vinos.
Paula miró confundida a Tamara. ¿Qué clase de restaurante era aquel? ¿Por qué no podían pedir directamente del menú?
–Gracias –dijo Pedro–. Te avisaremos con lo que decidamos.
–¿Habías estado aquí antes? –le preguntó Paula cuando la camarera se alejó.
–Nunca. Pero a estas alturas no nos quedan muchas opciones de catering para la boda –le aclaró Pedro.
Ella pestañeó un par de veces y bajó la mirada a las hojas, donde estaban enumerados los precios por invitado y por plato.
–Creía que habíamos venido a cenar y que habías traído la información del Esmerald Wave para discutirla.
–Y lo he hecho. Pero también vamos a probar el menú del catering.
–Suena interesante –intervino Tamara.
–Por mí, estupendo –añadió Andres–. Se me da muy bien comer.
Tamara sonrió y le echó una mirada de reojo.
–Podrías habérmelo dicho –dijo Paula, avergonzada por su confusión.
–Creía habértelo dicho cuando hablamos por teléfono. A lo mejor no me escuchaste… Mediterráneo, sudoccidental o continental.
Paula no lo creyó, pero lo dejó pasar y se puso a examinar los menús.
–Yo voto por el continental –dijo Tamara.
–Estaría más tranquila si supiéramos lo que quería Erika.
–Mateo ha respondido finalmente a mi mensaje –dijo Pedro–. Dice que gracias y que confía en nuestro criterio. Estarán encantados con lo que podamos hacer antes de que vuelvan. Apenas se le escuchaba, pero creo que dijo algo de que el foso se había inundado.
–¿El foso?
–La única explicación lógica es que estén alojados en algún castillo perdido de Escocia. Las tormentas son terribles en el Mar del Norte. No creo que puedan volver hasta dentro de unos días, así que todo depende de nosotros.
–Yo estoy de acuerdo con Tamara –dijo Andres.
Pedro levantó la mirada.
–No me extraña. Llevas tonteando con ella desde que llegó –miró fijamente a Tamara–. Mucho cuidado con él.
Ella sonrió.
–El sudoccidental es un poco excesivo –comentó Paula. Y la decoración de la casa de Conrad se prestaba a algo más intelectual.
–A Mateo no le gusta mucho el mediterráneo –observó Pedro. Así que solo nos queda el continental
–Perfecto.
–¿Vinos del viejo mundo?
–De eso nada –rechazó Paula–. Vinos de California.
Pedro sonrió sin mirarla. Sabía muy bien que la familia Chaves tenía muchos amigos en el negocio vinícola de Napa Valley.
–¿Estás intentando provocarla? –le preguntó Andres.
–¿Es que no puedo ni bromear siquiera? –protestó él, fingiéndose ofendido.
Tamara levantó una mano para avisar a la camarera.
–Parece el momento oportuno para catar los vinos.
–Me gusta tu manera de pensar –murmuró Andres.
Tras una breve consulta con la camarera, eligieron varios vinos y una selección de aperitivos, entrantes y postres del menú continental. Todo resultó estar delicioso.
–Lo mejor que he probado en mi vida –dijo Paula al degustar un aperitivo de trucha ahumada con brie envuelta en hojaldre y aderezada con pasta de especias.
–Prueba las gambas –le animó Tamara–. Estoy llena, pero no puedo parar…
–A mí me haría falta comida de verdad –se quejó Pedro.
–Pide que te traigan el pato o el cordero –le sugirió Paula–. Pero me temo que tendré que confiar en tu gusto, porque no podría comer ni un bocado más.
–¿De verdad confiarías en mí? –preguntó él con sarcasmo.
Ella se dispuso a responderle como se merecía, pero al ver el brillo de sus ojos recordó cuánto había disfrutado siempre con su sentido del humor. Tenía que dejar de ser tan susceptible.
–Siempre que no intentes robarme lo que es mío.
En vez de responder, Pedro le quitó el trozo de trucha ahumada que le quedaba en el plato y se lo llevó a la boca.
–¡Eh! –protestó ella.
–Creo que no deberías haber confiado en mí… Está realmente bueno. Hay que añadirlo a la lista, sin duda.
–Me has robado mi trucha.
–La dejaste sin vigilancia.
–Has dicho que podía confiar en ti –apenas podía contener la risa.
–Obviamente estaba equivocado.
–Obviamente… Me debes una trucha.
–Te la cambio por un pato.
–¿Vas a pedir el pato? –le preguntó Andres–. Porque entonces yo probaré el venado.
Paula miró el menú.
–¿El pato flambeado con licor de naranja?
–El mismo.
–Trato hecho –estuvo a punto de estrecharle la mano para sellar el acuerdo, pero enseguida supo que sería un error y en vez de eso levantó su copa para saborear el exquisito merlot.
Pedro sonrió con desdén, metió la mano bajo la mesa y le apretó la mano libre. Paula ahogó un gemido y él se acercó para susurrarle algo al oído mientras Andres le hacía a Tamara un comentario sobre los champiñones.
–No pasa nada por tocarme, Pau.
La punta de sus dedos le rozó el bajo de la falda y le tocó el muslo desnudo. Los dos se quedaron petrificados. Una corriente de excitación recorrió a Paula, abrasándole la piel y contrayéndole los músculos.
–Delicioso –declaró Tamara.
A Paula se le escapó otro débil gemido cuando la mano de Pedro se extendió sobre el muslo y se deslizó ligeramente bajo la falda.
–Por favor… –consiguió susurrar.
–¿Ocurre algo? –le preguntó Tamara con preocupación.
–Nada –tomó otro sorbo de vino y cambió de postura, pero la mano de Pedro se movió con ella.
Andres avisó a la camarera, y mientras le pidió el pato y el venado Pedro se inclinó hacia Paula.
–Dime que pare.
Ella lo intentó, pero las palabras no salían de su boca.
La mano de Pedro siguió ascendiendo, y Paula aferró con fuerza la copa.
–¿Pau? –la voz de Tamara traspasó la niebla que le envolvía el cerebro. Te he preguntado si tienes alguna preferencia para los postres.
–Eh… no.
–¿Tarta? ¿Pasteles? ¿Tarta de queso?
–Sí…
Los dedos de Pedro se curvaron contra su piel. La sensación le despertó el recuerdo de una mañana en la que se habían quedado en la cama, en casa de Pedro. Fuera llovía y él había preparado chocolate con licor de café.
–¿Tartas de nueces? –preguntó Tamara.
–Sí.
Tamara la miró extrañada.
–Te has puesto colorada. ¿Es una reacción alérgica? –miró de plato en plato–. ¿Había algo que tuviera almendras?
–No, no… Estoy bien –puso la mano sobre la de Pedro con intención de apartarla, pero en vez de eso se la apretó aún más fuerte contra el muslo.
–Trufas de chocolate –dijo Pedro–. Que traigan algunas.
Tamara sonrió.
–Me encanta el chocolate… Es tan pecaminosamente decadente.
Lo que era decadente y pecaminoso en grado máximo era el tacto de Pedro. Tenía que detenerlo inmediatamente.
–¿Estás saliendo con alguien? –le preguntó Andres a Tamara.
–No me lo puedo creer –dijo Pedro–. ¿De verdad le estás tirando los tejos?
–Le estoy pidiendo una cita –respondió Andres–. Hay una gran diferencia.
–Conozco bien la diferencia –dijo Tamara–. Y me está tirando los tejos.
Andres se echó hacia atrás y se llevó la mano al pecho en un gesto de fingida ofensa.
–Me has partido el corazón.
Mientras Tamara le daba una ingeniosa respuesta Pedro volvió a acercarse a Paula.
–Por si no lo has notado, yo también te estoy tirando los tejos.
La confesión le dio la fuerza necesaria para apartarle la mano. Él no se resistió, pero ella se quedó temblando.
Cuando acabaron de catar los vinos, Pedro vio que Paula no estaba en condiciones de conducir. De modo que le dio las llaves de su coche a Andres y extendió la mano para que Paula le diera las suyas.
–Puedo condu… –empezó a protestar ella, pero enseguida se retractó–. Tienes razón. Pero puedo llamar a un chófer.
–No digas tonterías. Tardaría dos horas en llegar hasta aquí. Yo seré tu chófer. Confié en ti para que condujeras mi coche, y eso que es mucho más caro que el tuyo.
–¿Sabes conducir un coche automático? –le preguntó ella con un brillo divertido en los ojos.
–Me las arreglaré.
Podía controlarse. Aunque la mano le siguiera ardiendo después de haber acariciado la textura única y enloquecedoramente excitante de su piel.
–¿Estarás bien con él? –le preguntó Tamara a Pau.
–Tengo que llevar mi coche a casa como sea.
–¿Has bebido mucho?
–No, pero sí lo suficiente para superar el límite de una dama de honor.
–Ya… Yo, en cambio, me he pasado con el postre –se metió la última trufa de chocolate en la boca.
–¿Cómo puedes mantener esta figura? –le preguntó Andres.
–Ahórrate los cumplidos –respondió ella, riendo–. No te servirán de nada.
Pedro sintió envidia de Andres. Ojalá él y Pau se hubieran conocido aquella noche, sin los remordimientos y decepciones que los separaban. Si así fuera, también él haría lo posible por seducirla.
–¿Lista? –le preguntó, resistiendo el impulso de apartarle los mechones de la frente.
Ella agarró el bolso que se interponía entre ellos.
–No sé…
–Te llevaré a casa sana y salva –le prometió él.
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