miércoles, 17 de febrero de 2016

ANIVERSARIO: CAPITULO 7




Pedro asintió, como si esperara de antemano su capitulación.


—Bien.


¿Eso era todo? ¿Simplemente le parecía bien? Pues por lo visto sí, eso era todo, decidió Paula cuando Pedro se levantó y le tendió la mano.


La joven esperaba una reacción mucho más expresiva. Que echara el sombrero al aire y gritara de júbilo, o que se pusiera a darle vueltas en sus brazos, como solía suceder en las películas de vaqueros. Al fin y al cabo, acababa de salvar el rancho, ¿no? Era una heroína.


Pero Pedro no era un vaquero de película, de eso no había duda.


—Voy a decírselo a los otros y a llamar al dueño de los avestruces. Ya hemos perdido demasiado tiempo —mientras hablaba, iba dirigiéndose hacia la salida.


Paula supuso que tendría que seguirlo como una niña buena. Y lo siguió, pero a su propio paso. Minutos antes, Pedro le había hecho creer que era la persona más
importante para poder llevar adelante el proyecto de los avestruces. El futuro de mucha gente dependía de una decisión suya. Pero ya había aceptado quedarse, y para Pedro había perdido toda la importancia que le había concedido anteriormente.


A Paula no le gustaba ser ignorada. Iba a dedicar un año de su vida para ayudar a esa gente. ¡Un año!


Dejó de caminar, sobrecogida por la enormidad de su decisión. Pedro le había dicho despreocupadamente que podía seguir trabajando en los diseños durante el año que pasara en el rancho, pero no tenía ni idea de lo que estaba diciendo. No tenía forma de saberlo.


¿Cómo iba a saber que Paula encontraba la inspiración para sus ideas en las calles de Nueva York? ¿O que allí podía ir a cualquier fábrica de tejidos y regresar con cientos de muestras para sus creaciones? ¿Y qué ocurriría con su trabajo en la boutique de Audrey? Paula sabía que Audrey podría encontrar muy fácilmente una sustituta, pero para ella, aquel trabajo era una forma de relacionarse con las mujeres para las que diseñaba. Necesitaba esa retroalimentación. Salir de la tienda de Audrey era salir del circuito de la moda.


Su carrera estaba condenada. Tendría que empezar nuevamente, quizá hasta cambiar de nombre.


Pedro no se dio cuenta de que Paula no lo estaba siguiendo hasta que llegó al porche.


—¿Estás bien? —le gritó.


—No, no estoy bien —respondió Paula, también a gritos.


—¿Y qué te pasa? —empezó a dirigirse hacia ella a grandes zancadas.


—Estaba pensando en lo que acabo de hacer. Desgraciadamente, tengo la sensación de que, además de mis botas, hoy acabo de arruinar mi carrera.


—¿Qué les pasa a tus botas? —preguntó Pedro cuando estuvo a su lado.


—Míralas.


Pedro se agachó para examinarlas. En una típica reacción masculina, se había olvidado del verdadero problema de Paula para centrarse en lo que consideraba más importante: las botas.


—La grava está destrozando el ante —se quejó, aferrándose al hombro de Pedro para poder levantar un pie y mostrarle el tacón.


—No están hechas para estos caminos —comentó Pedro.


—La verdad es que no me las había puesto con intención de andar —le informó Paula, consciente de los músculos de Pedro bajo sus manos. En el fondo de su mente, se estaba materializando la impertinente idea de que si Pedro no fuera un hombre tan atractivo, habría tenido más dificultades para convencerla de que se quedara en Chaves.


Pedro la miró con los ojos entrecerrados.


—¿Y qué vas a hacer ahora cuando llueva o nieve en Nueva York?


—No son unas botas para el mal tiempo —le respondió mientras Pedro se levantaba.


—No son prácticas, ¿verdad?


—Por supuesto que son prácticas, son negras —o por lo menos lo eran.


Por el rabillo del ojo, vio que Pedro sacudía la cabeza. Pero no esperaba que la comprendiera. Pero aun así, las dudas empezaron a asaltarla. Temía que la vida en el rancho pudiera afectarle a ella de la misma forma que había afectado a sus botas.


Se dirigieron juntos hasta la casa.


Pedro, no estoy segura de que pueda acostumbrarme a vivir en el rancho — Paula no iba a echarse atrás, pero Pedro parecía minimizar los problemas con los que
probablemente iba a encontrarse.


—¿Por que se te han estropeado las botas?


—No, porque no estoy preparada para esta vida. Soy como el ante de mis botas, poco práctico. Esta vida de los pioneros no es para mí.


—¡Pioneros! —Pedro se echó a reír suavemente, para terminar con una sonora carcajada—. ¡Diablos! Pero si ahora no nos falta de nada… ¡tenemos hasta inodoros!


Paula no se estaba divirtiendo tanto.


—Estaba intentando expresar mis temores, y lo único que haces es reírte.


—No me estaba riendo de ti… bueno, por lo menos no mucho —se le escapó otra risa, que sofocó en cuanto se encontró con la furiosa mirada de la joven—. Pero es que los neoyorquinos siempre pensáis que aquí vivimos como en la Edad Media.Pronto descubrirás que no es así.


—Ja, eso ya depende de los criterios de cada uno —Paula se quedó mirándolo un momento, antes de empezar a subir los escalones—. Recuerdo perfectamente cómo se vivía aquí hace quince años.


—No te adelantes a los acontecimientos. No va a ser tan terrible como piensas.


—¿Que no? Voy a estar encerrada en un rancho, con la única compañía de un puñado de pájaros. A mí me parece una perspectiva terrorífica.


—¿Paula?


—¿Qué?


Pedro la miró a los ojos y esbozó una maravillosa sonrisa.


—Gracias.




martes, 16 de febrero de 2016

ANIVERSARIO: CAPITULO 6



Aquel lugar reavivó los recuerdos de Paula. A los trece años, había llegado decidida a cuidar con esmero el caballo que su abuelo le había ofrecido para montar durante el verano. Pero no habían hecho buena pareja. Ella no sabía montar, y el
caballo no era especialmente paciente.


Cuando Pedro encendió las luces, la joven descubrió sorprendida que el establo estaba vacío. Y parecía llevar mucho tiempo así.


—Supongo que las cosas estaban peor de lo que yo pensaba —murmuró.


—Sí y no —replicó Pedro—. La vida de un ranchero sin demasiados medios es dura, sobre todo después de la sequía y el frío que tuvimos durante el invierno. Y después, hemos tenido una primavera muy lluviosa, algo que siempre causa problemas.


—Pero si aquí no hay nada. ¿Por qué hace falta que me quede? No hay animales, ni cultivos… no lo entiendo.


—Nuestro grupo, en el que estaba incluido tu abuelo, ha tenido que hacer un gran esfuerzo. Y, francamente, la situación para los rancheros independientes no parece que vaya a mejorar —Pedro se entusiasmaba con el tema; su voz iba adquiriendo un tono más propio de un predicador—. Las grandes extensiones de terreno están en manos de importantes empresas y no podemos competir con ellas,
Los habitantes de esta zona están perdiendo ranchos que habían pertenecido a sus familias durante generaciones. Si queremos conservar nuestros ranchos, tenemos que
cambiar nuestra forma de hacer negocios.


—Parece que estás dando un discurso.


Pedro esbozó una sonrisa cargada de ironía.


—Realmente lo es.


—¿De verdad?


—Sí, Paula —sonrió—. Otras veces ha funcionado, así que he decidido aprovecharlo contigo.


Paula se echó a reír y se sacudió una brizna de paja de la falda.


—Esa fue tu manera de convencer a los demás de que debían invertir en avestruces.


—Pues no creas que no me costó conseguirlo. Ven a ver esto.


En el establo hacía un calor insoportable, pero la camisa blanca de Pedro continuaba tan inmaculada y lisa como cuando habían salido de Nueva York. ¿Cómo lo conseguiría? Paula suspiró. Ella se había vestido con materiales tan naturales como la lana, la seda y el ante, y, sin embargo, nunca había tenido la sensación de ir vestida de una forma tan artificial.


—Hicimos algunas modificaciones para poder colocar las incubadoras en la parte trasera de los establos. Aquí queremos montar los criaderos —señaló una zona en la que antes estaban los pesebres.


A continuación, pasaron a una dependencia en la que habían instalado lámparas de calor y un fregadero.


—Parece una habitación para recién nacidos.


—Y es exactamente lo que es —respondió Pedro—. Como Beau era ya mayor y no estaba interesado en seguir ocupándose del ganado, pensábamos traer los huevos
aquí para que él se encargara tanto de ellos como de los polluelos recién nacidos.


—¿Y eso es lo que quieres que haga yo? ¿Dedicarme a ser la niñera de un puñado de huevos?


—No.


—Pues me lo ha parecido.


Pedro frunció el ceño con gesto de exasperación, agarró un par de bidones de plástico, les dio la vuelta, los limpió y le indicó a Paula que se sentara.


Paula se sentó, resignándose definitivamente a que su traje terminara haciendo un viaje a la tintorería.


—Lo que pensábamos hacer —le explicó Pedro—, era comprar huevos y algunos polluelos para empezar. De todas maneras, nos iba a llevar un par de años reconvertir nuestros ranchos, y la forma más barata de montar una granja de avestruces es comprar polluelos y huevos fecundados. Beau nos ofreció su establo para montar aquí las incubadoras.


—¿Y de qué pensaba vivir él? —Preguntó Paula—. Si ya no tenía animales y lo único que podía hacer era esperar a que crecieran los polluelos, ¿cómo iba a poder mantenerse?


—Esa es la razón por la que montamos esta sociedad —respondió Pedro—. Los demás pensábamos ir reduciendo los animales y los cultivos, pero más lentamente, y parte de los beneficios que sacáramos irían destinados a Beau.


—Parece razonable.


—Bueno, a tus primos no se lo pareció, y se las arreglaron para retrasar todo el proceso de cambios.


—Lo siento —se disculpó Paula, como si tuviera alguna responsabilidad familiar, aunque en realidad no había tenido nada que ver con aquella situación.


—La cuestión es que después de aquella paralización, estábamos ya empezando a avanzar. Habíamos comprado la incubadora, Beau había construido esta habitación y ya habíamos contratado la compra de los polluelos y los huevos con un criador.


Ahora estábamos buscando algunos ejemplares más crecidos.


—¿Te refieres a avestruces adolescentes?


—Sí.


Paula lo había preguntado a modo de broma, pero Pedro había contestado muy serio. Empezaba a comprender que los avestruces se habían convertido en una
pasión para Pedro.


Este gesticulaba entusiasmado mientras hablaba y la miraba fijamente a los ojos, como si estuviera intentando convencerla de que tanto él como los otros granjeros, entre los que incluía a su abuelo, andaban metidos en un asunto de gran envergadura.


Desgraciadamente, más que escucharlo, Paula estaba dedicándose a observarlo.


Jamás había visto un rostro con tanta vida, ni una voz capaz de transmitir de forma tan vibrante el entusiasmo.


Entendía perfectamente que los otros rancheros lo hubieran elegido como portavoz.


—¿Te estoy aburriendo?


Paula se sonrojó al ser sorprendida en medio de sus ensoñaciones.


—No, pero estaba pensando…



—¿En qué?


Por supuesto, no iba a decirle la verdad.


—Si Chaves es tan crucial para el éxito de vuestro negocio, ¿por qué mi abuelo no dejó el rancho al consorcio? ¿O a ti, por ejemplo?


Pedro asintió, como si reconociera la validez de la pregunta.


—Aunque sólo te conozco desde hace un par de días, una de las cosas de las que me he dado cuenta es de que eres una mujer con determinación. Tienes una idea clara de lo que quieres y estás dispuesta a trabajar para conseguirlo. También sabes distinguir lo que está bien de lo que está mal y tienes sensatez, orgullo y responsabilidad —se llevó la mano al ala del sombrero—. De hecho, estoy encantado
de conocerte.


—¿De verdad?


—Sí, de verdad.


Paula sintió que se extendía por su rostro una sonrisa radiante, acompañada de un ligero rubor. Complacida y avergonzada al mismo tiempo, desvió la mirada del atractivo rostro de Pedro para clavarla en el suelo.


¿De qué le servía en ese momento toda su sofisticación? No era la primera vez que la halagaban, aunque quizá nunca le habían dirigido alabanzas de ese calibre.


Esa debía de ser la razón por la que se sentía como una niña a la que acabaran de anunciarle que era la más popular del colegio.


Pero debía disimular sus sentimientos. Pedro era un hombre inteligente y, si se daba cuenta de que sus cumplidos la habían afectado de tal manera, utilizaría aquella
ventaja para presionarla. Si no se andaba con cuidado, iba a terminar haciendo de mamá gallina con un puñado de polluelos de avestruz.


—Muchas gracias —le dijo con voz serena—, pero eso no explica lo del rancho.


—Creo que Beau quería dejarte algo, algo que pudiera ayudarte a ir a París, quizá. Pero la verdad es que ahora mismo lo único que tenemos son beneficios potenciales.


O sea, que empezaban a hablar de dinero.


—¿Y eso qué significa?


Pedro señaló a su alrededor.


—Todo esto nos ha costado mucho. Es una inversión que no recuperaremos hasta dentro de un par de años, bueno eso era lo que pensábamos, porque la situación ha cambiado. ¿Ya te he comentado que esta primavera ha sido muy
lluviosa? El caso es que un tipo que tiene el rancho en el camino de Fredericksbourg quiere salirse del negocio de los avestruces. Se le inundaron los campos y por lo visto a los pájaros les afectó mucho, dejaron de comer y están muy nerviosas. No les gusta la humedad.


—Así que queréis comprárselos vosotros.


—Sí. Tiene una pareja que está ya en edad de criar y está dispuesta a vendérnosla. No es fácil encontrar ejemplares ya criados en el mercado, y cuando los encuentras tienen un precio impagable. Pero pensamos que poder contar con adultos dos años antes de lo que pensábamos, merece la pena.


Paula lo miró con los ojos entrecerrados.


—¿Cuánto cuesta un ejemplar adulto?


Pedro dijo una cifra con la que se habría podido comprar un pequeño apartamento en Manhattan.


—¿Por dos pájaros?


—Pueden darte muchos más en una sola estación. Y la gente está loca por comprarlos. En eso nos quedamos cuando Beau murió.


—Y por mi culpa, las cosas no están avanzando como debieran, ¿verdad?


—No es culpa tuya. Supongo que si Beau me hubiera dejado a mí el rancho, tus primos y tú habríais impugnado el testamento y, en ese caso, habríamos perdido mucho más tiempo. Algunos de los rancheros están empezando ya a desesperarse. Han invertido en esto todos sus ahorros.


—Ya veo —y, desgraciadamente, no le estaba gustando nada lo que veía.


Pedro continuó.


—Si pusieras el rancho en venta, ninguno de nosotros estaríamos en condiciones de comprarlo ahora. Además, podrías tardar una buena temporada en venderlo, y es probable que sus nuevos propietarios no quisieran saber nada sobre la cría de avestruces.


—Entonces, ni habría pájaros ni habría nada.


—Exacto.


—Pero no entiendo por qué no puedo contratar a alguien para que trabaje en el rancho y así podáis continuar con vuestros planes.


—¿Tienes dinero para eso?


—Bueno, no, pero quizá podría compartir los gastos con la asociación o algo así —se levantó y empezó a caminar por la habitación—. ¡Tiene que haber alguna solución!


Pedro suspiró y cerró los ojos.


—No sé en qué estaba pensando Beau cuando te dejó el rancho, pero probablemente no esperaba irse tan pronto.


Paula se detuvo a poca distancia de Pedro.


—¿Había estado enfermo?


—No. Jamás se quejaba, nunca mencionó ningún dolor. Pero una mala noche le sorprendió un infarto estando en la cama.


—¿Y qué motivo tenía para dejarle el rancho a la Universidad de Texas, en caso de que yo no cumpliera las condiciones que exige la herencia?


—Si tus primos hubieran decidido impugnar el testamento, habrían tenido que luchar contra todo un ejército de abogados. Además, la universidad podría ser un buen socio durante algún tiempo —se llevó la mano a las sienes—. Pero preferiría no tener que pensar en esa posibilidad.


—¿Sabes? Estoy empezando a comprender el sentido de algo que no debería tenerlo.


—Claro que lo tiene. Chaves no tiene mucho valor en este momento, pero dentro de un par de años…


—¿Un par de años?


—De acuerdo, de acuerdo —alzó las manos con un además tranquilizador—. Ahora no puedo comprar Chaves, por lo menos si quiero comprar la pareja de avestruces. Pero si te quedas aquí durante un año, te compraremos el rancho. No sé cuánto puede costar la vida en París, pero estoy seguro de que con los beneficios de la venta podrías vivir allí durante una buena temporada.


Sonaba bien. Demasiado bien.


—¿Y si digo que no?


Pedro la miró con expresión sombría.


—Durante los nueve meses que tardes en tomar una decisión, todo permanecerá como hasta ahora. Procuraríamos mantener el proyecto, pero… — señaló hacia el establo—, tendríamos que construir un nuevo criadero y perderíamos la pareja de avestruces. Habría que retrasar toda la operación —la miró—. Será un duro golpe para todos nosotros, un golpe muy duro. Algunos se quedarían sin nada…


—¡Déjalo ya! —Paula se pasó la mano por el pelo—. Estás intentando responsabilizarme de todo lo que pueda ocurrir.


Pedro se levantó y se acercó a ella.


—No, de todo no.


Pero Paula no lo creyó.


—Acabas de decirme que la gente perderá sus casas y no podrá quedarse aquí —se sentó en el bidón y enterró el rostro entre las manos.


Pedro no dijo nada. No hacía falta tampoco que lo hiciera.


Paula intentaba pensar a toda velocidad. Sabía que estaba atrapada.


—Pero yo no quiero asumir esa responsabilidad. Ahora ya entiendo por qué mi abuelo no me dijo nada. ¡Sabía que diría que no!


—¡No digas que no! —le pidió Pedro, arrodillándose frente a ella.


—Aunque me quedara, no sabría lo que tengo que hacer…


—Yo te ayudaré —hablaba con voz firme y calmada, el contrapunto ideal para el creciente nerviosismo de Paula.


—Y qué voy a hacer con mi trabajo, con mi apartamento… ¿Sabes lo difícil que es encontrar vivienda en Nueva York?


—Pero tú quieres irte a París. No vas a necesitar tu apartamento —la agarró de los brazos—. Paula, mírame. Yo puedo conseguir que esto salga bien. Sé que va a salir bien.


Paula bajó la mirada y se encontró con el brillo firme y decidido de sus ojos. Era una mirada hipnótica.


—Harás esto por mí, por todos nosotros, y yo conseguiré que vayas a París —le prometió.


—No puedes prometerme una cosa así.


—Sí, puedo porque sé que esto va a funcionar. Estamos pidiéndote mucho, no creas que no lo sabemos.


Por vez primera, Paula empezó a considerar la posibilidad de quedarse.


—No puedo dejar de trabajar en mis diseños, perdería mi clientela.


—Puedes trabajar aquí.


—¿Y quién se ocupará de los avestruces y de los huevos?


—Nos encargaremos nosotros.


Paula se mordió el labio.


—Tendría que renunciar a mi trabajo.


—Eso no podemos evitarlo, pero podemos apoyarte de la misma forma que pensábamos apoyar a Beau —le soltó los brazos—. Te aseguro que no pasarás hambre. Además, piensa que te ahorrarás todo el dinero del alquiler.


Que el cielo la ayudara, Paula estaba pensando seriamente en quedarse en el rancho.


No tendría que hacer nada. Podría trabajar en sus diseños y, al cabo de un año, irse a París.


Y si no se quedaba, sería responsable de que mucha gente tuviera que abandonar el lugar en el que habían vivido durante años.


Realmente, no tenía otra opción.


—¿Paula? ¿Te quedarás?


La joven suspiró, miró a su alrededor y después hacia aquel vaquero de ojos castaños que había vuelto su vida del revés.


—Sí —le contestó—. Todavía no me lo puedo creer, pero me quedaré.