martes, 16 de febrero de 2016
ANIVERSARIO: CAPITULO 4
Un discreto letrero de madera anunciaba la dirección de Alfonso Rose. Al cabo de unos minutos, la joven comenzó a buscar con la mirada la casa del rancho.
Pero a su alrededor sólo veía campos y más campos.
Siguieron avanzando durante lo que a Paula se le antojaron kilómetros y kilómetros hasta que la alambrada que
protegía los campos dio paso a una cerca de madera y a una puerta sobre la que había un arco de madera con el nombre del rancho.
Pero seguía sin verse la casa por ninguna parte. Hasta que remontaron una pequeña cuesta y allí apareció.
Paula jadeó sorprendida al ver un grupo de edificios situados al lado de unos enormes árboles.
—¿Este es tu rancho? —si los recuerdos que tenía de Chaves no estaban demasiado distorsionados, el rancho de Pedro era considerablemente más grande.
—Llevamos ya un rato conduciendo por Alfonso Rose —dijo Pedro con inconfundible orgullo.
—¿Y ésa es la casa del rancho? —Paula señaló hacia una enorme casona de estilo español, situada al lado de un estanque.
—Sí, me gustaría presentarte a mi madre, pero no estoy seguro de que esté aquí, y creo que tampoco tenemos mucho tiempo —se disculpó—. Tenemos que llegar a
tiempo a mi despacho.
Como continuó conduciendo hacia la casa, Paula dedujo que las oficinas del rancho estaban situadas en alguno de los edificios adyacentes.
Pedro se dirigió hacia un pequeño edificio frente al que había una zona asfaltada a modo de aparcamiento.
—Ahora mismo vuelvo —le dijo a Paula mientras aparcaba el jeep—. Puedes esperarme aquí o pasar conmigo para estirar las piernas.
Paula sentía curiosidad por conocer el interior de las oficinas del rancho.
—Entraré contigo.
En cuanto se asomaron a la puerta, los recibió la amable sonrisa de una mujer de mediana edad que estaba trabajando con un ordenador.
—¡Pedro, ya has vuelto! —exclamó.
—Técnicamente todavía no estoy aquí, Vivi. Así que ya sabes, como si no me hubieras visto —alzó las manos para ocultar su rostro y, soltando una carcajada, se apartó—. Esta es Paula Chaves —la presentó antes de pasar al interior de su despacho.
—Hola —saludó Vivi Claire adoptando un tono más serio—. Siento lo de tu abuelo.
—Gracias —Paula asintió muy seria con la cabeza y siguió a Pedro.
Aunque nunca había estado en la oficina de un rancho, aquella tenía el aspecto que cualquiera podría haberse imaginado. Muebles recios, sillas de cuero y montones de placas colgadas de las paredes.
Cuando Pedro se dio la vuelta para abrir un archivador, aprovechó para leer las placas. La mayor parte eran de reconocimiento al rancho por sus contribuciones a los clubs deportivos locales y a las donaciones para la exhibición de ganado y el rodeo que parecían celebrarse todos los años.
Algunas de las placas tenían más años que la propia Paula.
—Al parecer eres un filántropo.
Pedro se encogió de hombros mientras sacaba un portafolios del fichero.
—Intento poner algo de mi parte.
—Y por lo visto pones bastante —señaló hacia las placas.
El rostro de Pedro se llenó de orgullo.
—Mi abuelo empezó la tradición y tanto mi padre como yo la hemos mantenido. Es algo que ya forma parte del carácter de los Alfonso.
Paula, que jamás había vivido en un solo lugar durante mucho tiempo, no podía imaginarse lo que era estar tan arraigado en un lugar como podía estarlo Pedro, o tener unos lazos familiares tan estrechos. Para ella, Chaves sólo era un nombre.
Le habría gustado quedarse un rato más curioseando en el despacho, pero Pedro se acercó a ella y le dijo:
—¿Nos vamos?
Una vez fuera, la joven miró a su alrededor antes de meterse en el jeep.
—Has hecho un gran trabajo aquí —comentó con admiración.
Pedro sonrió.
—Este rancho no solo es mi casa, también es mi empresa.
Exacto. Y Pedro no era sólo un simple vaquero, sino el presidente de una corporación.
—Supongo que no era consciente de que un rancho pudiera estar tan modernizado.
—Tiene que estarlo. Aunque le ha costado, mi padre por fin lo ha reconocido, pero todavía hay muchos granjeros y ganaderos que continúan haciendo las cosas como las han hecho toda la vida.
Y no debían tener tanto éxito como Pedro, se imaginó Paula.
Menos de treinta minutos después, llegaron a Chaves, y teniendo tan reciente todavía el recuerdo del rancho de Pedro, la joven no pudo evitar compararlo con el de su abuelo.
En los campos que estaban cerca de la carretera, no se veía ni rastro de ganado y la joven dedujo que estaría en pastos más lejanos y que habría alguien a su cuidado.
Advirtió que su abuelo había montado un nuevo establo, justo al lado del viejo, y debía de ser reciente, por que todavía no estaba pintado.
Cuando Pedro abandonó la carretera, Paula se quedó mirando la vieja casa de piedra que había sido el hogar de su abuelo. Y, por primera vez, comprendió lo que había impulsado a su padre a abandonar a su familia: la soledad.
Había olvidado lo aislado que podía llegar a estar un rancho. Chaves no era como Alfonso Rose, un rancho grande y lleno de gente. Aparte de los trabajadores temporeros y la familia, allí no había nadie con quien hablar. Los vecinos más cercanos no estaban ni siquiera a la vista. Cuando era niña, hacia el final del verano, Paula había agradecido infinitamente el viaje que habían hecho a Royerville, la ciudad más cercana, aunque el motivo fuera una visita al médico para tratarse las alergias.
Paula era una persona muy sociable. Quizá también lo hubiera sido su padre.
Por vez primera, la joven llegó a comprender un poco a su padre. Pero entender estaba muy lejos de perdonar, y Paula no podía perdonar todavía a un hombre que no sólo se había divorciado de su esposa, sino también de su hija.
Pedro aparcó el jeep a lado de un par de camionetas.
—Deben de ser de Pablo Stevens y de Lucas Chance.
—¿Los abogados?
—No —contestó Pedro—. Son otros dos rancheros del consorcio.
Paula suspiró. ¿Es que ni siquiera les iban a dejar tiempo para reponerse del viaje? Aquellos rancheros debían de ser muy impacientes.
Lo peor de todo era que a ella le tocaba hacer el papel de anfitriona.
Pedro rodeó el coche para abrirle la puerta. La joven giró, apoyó las botas en el suelo y, al momento, se levantó una nube de polvo que cubrió las botas de ante.
Estupendo.
Pero ni siquiera tuvo tiempo de sufrir por su aspecto desastrado porque no había terminado de salir cuando se abrió la puerta principal de la casa y salieron dos hombres.
—¡Hola Pedro! ¿Ya has acorralado a esa potranca?
—Aquí la traigo —dio un golpe en la puerta del coche y sonrió.
Paula protestó desde el jeep.
—¡No soy un caballo! —pero nadie la oyó.
—¿Qué? ¿Has visto? —El ranchero más viejo, un hombre de pelo gris, se volvió hacia el más joven—. Lucas, me debes una cena.
—Admito que estoy sorprendido —Lucas sacudió la cabeza—. Las neoyorquinas pueden llegar a ser muy cabezotas.
—Supongo que lo dices por experiencia, no en vano estás casado con una — replicó Pedro.
El más viejo continuaba riendo.
—Caramba, dijo que lo haría y lo ha conseguido.
—No soy un caballo —repitió Paula, comprendiendo que debían haber hecho alguna apuesta sobre si Pedro sería o no capaz de llevarla—. Y no quiero que nadie hable de mí como si lo fuera.
Pedro advirtió entonces que la joven todavía no había salido del jeep.
—¿Has dicho algo? —le preguntó, inclinándose hacia ella.
—He dicho que no soy un caballo.
Pedro pestañeó sorprendido.
—Vaya, Paula, nadie ha dicho que lo seas.
—Perdona, pero ese me ha llamado «potranca».
—Bueno, sí, supongo que sí. Pero no pretendía faltarte al respeto.
Personalmente, Paula estaba convencida de que esa había sido exactamente su intención, pero ya había dejado claro lo que pensaba, y no quería enredar las cosas.
Así que, aceptó la mano que Pedro le ofrecía y salió del coche con toda la elegancia que pudo. Desgraciadamente, los tacones se le hundieron en aquella grava polvorienta
que continuaba haciendo estragos en sus botas.
La falda, a pesar de que llevaba los dos últimos botones desabrochados, no le permitía dar grandes pasos. Mientras se bamboleaba bajo la escrutadora mirada de los tres hombres, se preguntó desesperada por qué su abuelo no habría asfaltado el camino.
Cuando llegó al porche se detuvo. Un rápido vistazo le bastó para advertir que la madera necesitaba algo más que una mano de pintura para estar en condiciones.
Había grietas en la piedra, y la verja del porche estaba completamente gris.
Aparentemente, el rancho de su abuelo necesitaba muchos arreglos. Pero no había que preocuparse por ello; si Pedro lo compraba, lo haría por el interés que tenía en las tierras, no en la casa.
Pedro abrió la puerta de la casa y ésta chirrió de tal manera que a la joven se le pusieron los pelos de punta. Aun así, entró animada al rancho, seguida por los tres hombres. Si Pedro no quería comprar el rancho, quizá es tuviera dispuesto a hacerlo alguno de los otros.
En cuanto estuvo en el interior de la casa, Paula se sintió transportada a quince años atrás. Allí estaba esa terrible lona verde, ocre y amarilla que cubría las sillas, el sofá y las cortinas. No había cambiado nada, advirtió mientras se acercaba a dejar su bolso en el sofá. Advirtió que tenía una esquina roída y susurró:
—Blackie.
—¿Todavía se acuerda de ese perro? —preguntó el ranchero de más edad.
Paula se había olvidado momentáneamente de la presencia de los tres hombres, que permanecían tras ella en silencio.
—Sí, estaba vivo cuando vine aquí —sonrió, esperando que Pedro los presentara.
Pedro recogió inmediatamente la indirecta. Señaló al ranchero que acababa de hablar y dijo:
—Paula, éste es Pablo Stevens.
—Señora.
—Y éste es Lucas Chance.
El otro hombre también asintió.
—Por favor, llamadme Paula —les dijo la joven, consciente de que Pedro estaba esperando que lo hiciera.
—Sentí mucho lo de tu abuelo —dijo Lucas—. Beau era un hombre estupendo.
—Uno de los mejores —añadió Pablo
Paula musitó algo ininteligible deseando sentirse merecedora de aquellas expresiones de compasión. Se preguntaba si Pedro les habría contado las razones por las que no había asistido al funeral.
Pedro le brindó una amable sonrisa.
—Voy a bajar tu equipaje del coche.
—¿Necesitas ayuda? —se ofreció Lucas.
Pedro sacudió la cabeza y los tres hombres se miraron con una sonrisa de complicidad.
¿Qué demonios significaba aquello?, se preguntó Paula. Sólo había llevado una maleta. No creía que nadie pudiera quejarse por ello.
—Me gustaría ofreceros algo —les dijo a Pablo y a Lucas—, pero no sé qué puede haber.
—Cerveza de raíces —contestaron los dos hombres a coro.
—A tu abuelo le encantaba —recordó Pablo.
Cerveza de raíces. Paula no había vuelto a beberla desde aquel verano.
—Cerveza, entonces.
Paula no tuvo ninguna dificultad para encontrar la cocina.
Durante su estancia en el rancho, una de sus responsabilidades había sido ayudar a la señora Deeves, la
cocinera, en sus tareas.
En la cocina había una mesa enorme, en la que comían todos los trabajadores del rancho.
Sacó unos vasos y sirvió una ronda. Cuando ya estaban Pablo y Lucas sentados a la mesa, entró Pedro con otros dos hombres. Al igual que los anteriores, ambos iban vestidos con vaqueros y botas, como cualquier ranchero.
Sin embargo, Pedro los presentó como abogados.
—Te he dejado la maleta en el dormitorio de atrás —le comentó Pedro en un tono más bajo.
—Estupendo. Voy a sacar mi agenda.
Después de ofrecerles una cerveza a los abogados, Paula se excusó y salió de la cocina.
La casa del rancho tenía tres dormitorios y dos baños. Paula se dirigió automáticamente a la habitación que su abuelo le había asignado la vez anterior. Pedro le había dejado la maleta encima de la cama.
La abrió y sacó la agenda y el neceser de las pinturas.
Sabiendo que había tantos hombres esperándola en la cocina, sentía la necesidad de retocarse el maquillaje; podía parecer una tontería, pero estar tranquila con su imagen le daba seguridad.
Se acercó con las pinturas al tocador y se quedó paralizada al encontrarse con una fotografía suya, enmarcada en un marco de plata, de cuando tenía trece años, montada en un caballo.
Conmovida por aquel gesto de su abuelo, la bajó. En ella aparecía sonriente, así que habían debido hacérsela antes de que empezaran las terribles alergias que le habían brotado en el racho.
Bueno, por lo menos, aquella vez llevaba el bolso lleno de medicamentos para combatirlas.
Dejó la fotografía en su lugar, se peinó y, después de volver a pintarse los labios, decidió que ya estaba lista para hacer negocios.
Agarró su agenda y salió de la habitación con paso decidido, pero se paró vacilante en la puerta del dormitorio de su abuelo.
Qué sensible había sido Pedro al no llevar allí su maleta. Su abuelo ya no estaba, pero aquélla continuaría siendo su habitación durante mucho tiempo.
La cama estaba perfectamente hecha, pero en la mesilla todavía descansaban un libro abierto y las que debían de ser las gafas de su abuelo. Encima de la cómoda estaban su reloj, una navaja y algunas monedas sueltas.
El diploma enmarcado de su graduación también estaba en la cómoda, junto a otros dos. Presa de la curiosidad, entró en el dormitorio para verlos de cerca. Los otros dos diplomas eran de un chico y de una chica. Debían de ser sus primos, pensó, y ella ni siquiera los conocía.
Pero no era aquel momento para lamentaciones. De modo que giró bruscamente sobre sus talones y se dirigió a la cocina.
Una vez allí, esbozó una sonrisa decidida y se sentó en la cabecera de las mesa.
Habría preferido ocupar cualquier otro lugar, pero los hombres se habían alineado a ambos lados de la mesa.
Pedro estaba a su derecha.
—Los otros dos socios no van a venir, así que podemos empezar en cuanto estés lista.
—Cuando quieras —dijo Paula, y abrió su agenda.
Pero no tardó mucho en comprobar que no estaba en absoluto preparada para lo que iba a llegar a continuación. Por lo menos, no para escuchar que su abuelo le había dejado todo a ella. Ni siquiera se lo podía creer.
—No lo entiendo —dijo cuando uno de los abogados terminó de leer el testamento—. ¿Qué ha pasado entonces con mis primos, o con el resto de sus parientes?
Los rancheros se miraron y después clavaron la mirada en la mesa. Todos, excepto Pedro que miró a Paula de soslayo y después hizo un gesto con la cabeza a los abogados.
—¿Quieren dejar de hacer eso? —Estalló Paula—. Es evidente que aquí hay muchas cosas que yo no sé, empezando por el hecho de que para mí ha sido una sorpresa descubrir que mi abuelo me dejó toda su herencia. No me había dicho nada.
Sin embargo, es evidente que aquí todo el mundo sabe algo más que yo no sé, y ésa es la razón por la que esta reunión está tan concurrida. Así que, por favor, que alguien me cuente lo que está ocurriendo aquí.
Las palabras de Paula fueron seguidas por un coro de carraspeos y movimientos de papeles que la irritaron todavía más. La joven, dejó su bolígrafo en la mesa y se cruzó de brazos.
—Puede empezar cualquiera.
—Señorita Chaves—empezó a decir uno de los abogados.
Pero Pedro no le dejó continuar al abogado.
—Tus primos se oponían a que tu abuelo se metiera en la aventura de los avestruces. Pensaban que Beau era demasiado mayor para invertir en nuevos negocios. El no estaba de acuerdo, así que ellos acudieron a los tribunales para intentar que Beau fuera declarado incapaz de gestionar su propio rancho.
—No tenía ni idea —susurró Paula. Ni sobre eso ni sobre todo lo demás. Era evidente. Los rancheros y los abogados debían de estar preguntándose en qué demonios estaría pensando Beau para dejar el rancho a una persona tan ajena a su mundo.
—No lo consiguieron —continuó explicando uno de los abogados con una seca sonrisa—. Aun así, le sugerimos a Beau que tomara precauciones por si le ocurría algo, para que el rancho no cayera en manos de sus sobrinos.
—Pero él nunca me dijo que me iba a dejar a mí el rancho —insistió Paula
—No creo que Beau pensara que iba a fallecer tan pronto —le contestó Pedro.
—Bueno, en cualquier caso, yo no tengo intención de dedicarme a dirigir el rancho. Soy diseñadora. Vivo en Nueva York. Estaba pensando en irme a estudiar a París. Si Pedro, o cualquiera de vosotros quiere hacer una oferta… —se encogió de hombros y se dirigió a los abogados—. ¿Les importaría ocuparse de los papeleos necesarios para ponerlo en venta?
Se hizo un tenso silencio. Los hombres se miraban entre ellos y evitaban encontrarse en todo momento con la mirada de Paula.
Pedro hizo un gesto al equipo de abogados.
—Vamos, Aaron, cuéntale el resto.
Aaron, el mayor de los abogados, ordenó sus papeles.
—Señorita Chaves, su abuelo le puso una condición para recibir la herencia. Él quería que el consorcio para la cría de los avestruces se mantuviera.
—Y yo no tengo ningún inconveniente en que se mantenga —a no ser que para ello tuviera que invertir su propio dinero.
—Pero hay algo más, sólo heredará el rancho cuando haya vivido en él durante un periodo no inferior a un año.
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