sábado, 13 de febrero de 2016
AMANTE. CAPITULO 14
El lunes, Paula terminó pronto de trabajar. Iba a ser una semana tranquila, sin más complicaciones que las sesiones de entrenamiento del equipo. Cuando llegó a casa, entró en el cuarto de baño y se duchó. Estaba entusiasmada. El fin de semana había sido maravilloso y, además, Pedro le había prometido que pasaría a buscarla en cuanto saliera del despacho.
Minutos más tarde, se secó, se vistió y se cepilló el cabello.
Ardía en deseos de estar con él, pero el tiempo pasó lentamente, y Pedro no aparecía.
Durante tres horas, se dedicó a caminar por la casa y a mirar el móvil, por si llamaba. Y entonces, se preguntó qué diablos estaba haciendo. ¿Iba a cometer los mismos errores del pasado? ¿Se dedicaría a esperar a un hombre que solo se presentaba cuando le venía bien, que se comportaba como si su tiempo le perteneciera?
No, de ningún modo.
En su enfado, se recordó a sí misma que la suya era una relación puramente sexual, una simple aventura. Y, en cierto sentido, debía estar contenta. Si Pedro no se presentaba, tendría la noche libre y podría volver a levantar las defensas que se le habían hundido durante el fin de semana.
Después, todo sería más fácil. Si sobrevivía a una noche sin él, podría sobrevivir a dos, tres o cuatro.
Pero sabía que sería más fácil si no se quedaba en casa, sola. Y como ya se había vestido, abrió la puerta y salió del edificio con intención de ir a cualquier parte. Justo entonces, Pedro salió del coche que acababa de aparcar junto a la acera.
–Lo siento. Me he liado y…
–No te preocupes. Estoy bien –mintió.
Él frunció el ceño.
–¿Has cenado?
–Por supuesto. ¿Qué podía hacer? ¿Esperarte? No sabía a qué hora llegarías y no me gusta estar sin hacer nada.
Pedro respiró hondo.
–Paula…
–No tengo tiempo para hablar contigo. Me voy.
–¿Un lunes por la noche?
–Los lunes son los nuevos viernes. ¿Es que no lo sabías? Además, mañana tengo el día libre. Para mí es como si fuera fiesta.
–Ah… ¿Y no quieres que te acompañe?
–No.
Pedro la miró fijamente.
–Estás enfadada conmigo, ¿verdad?
Ella no contestó.
–Paula, te aseguro que no tengo el don de adivinar los pensamientos. Dime qué te pasa, por favor. ¿Qué he hecho?
–Nada. Olvídalo.
–Pero…
–Ah, y no te molestes en traerme flores para que te perdone –lo interrumpió con brusquedad–. Solo quiero que, si has quedado conmigo y llegas tarde, me llames por teléfono para decirme que te vas a retrasar.
–Lo siento mucho, Paula. No esperaba que las cosas se complicaran tanto –se disculpó él–. Primero tuve una reunión que se alargó demasiado y luego me tuve que poner a trabajar con las cosas que no hice durante el fin de semana.
–Ya.
Pedro entrecerró los ojos.
–Te estoy diciendo la verdad, pero si prefieres no creerme…
–Podrías haber enviado un mensaje.
–Y lo habría hecho si hubiera tenido cobertura.
Paula lo miró con escepticismo. Estaban en la segunda ciudad más grande de Nueva Zelanda. Allí siempre había cobertura.
–Veo que no me crees –siguió Pedro–. Eres casi tan desconfiada como yo. ¿Por qué, Paula? ¿Es que alguien te hizo daño?
Ella apartó la mirada.
–No. Me hice daño a mí misma.
Él esperó a que dijera algo más.
Y esperó en vano.
–Bueno, si no vas a salir conmigo, ¿quieres que te lleve a alguna parte?
–No, gracias.
Pedro decidió no discutir con ella.
–Como quieras. Hablaremos más tarde.
Paula se fue calle abajo sin despedirse de él. Pero se sintió la mujer más patética del mundo cuando oyó que su coche se alejaba.
Al final, no fue a un club ni a ver una película. En lugar de eso, entró en un supermercado y compró una novela de detectives. Necesitaba leer algo donde el malo terminara mal.
AMANTE. CAPITULO 13
Cuando Paula se despertó, no se atrevió a mirarlo.
Recordaba todo lo que habían dicho y hecho durante la noche y le daba vergüenza. Le había confesado hasta la más tórrida de sus fantasías sexuales. Le había expresado deseos que no había expresado nunca en voz alta. Y él los había hecho realidad.
En ese sentido, no podía estar más satisfecha. Pero Paula ya no era la jovencita ingenua que había sido en otro tiempo.
Ahora sabía que sexo y amor no eran sinónimos. Y también sabía que hacer el amor con alguien no implicaba que esa persona se hubiera enamorado.
Pedro era un gran amante y un hombre muy generoso, pero el hecho de que estuviera encantado de satisfacer sus deseos no significaba nada más. Y por mucho que hubiera exigido exclusividad en su relación, seguía siendo un hombre refinado, de gustos refinados. No era de los que se casaban con nadie. Si quería estar con él, tendría que asumirlo y tener cuidado para no salir mal parada.
Conociéndose, sabía que estaba corriendo un riesgo muy alto. Pero no lo podía evitar.
* * *
Pedro no se contentaba con tenerla en la cama. El sexo no era suficiente; no lo satisfacía por completo. Hicieran lo que hicieran, siempre se quedaba con ganas de algo más, así que tomó la decisión de pasar con ella un fin de semana entero, con la esperanza de saciarse de una vez por todas.
Pero esta vez habría una diferencia. En lugar de hacer el amor en la casa de Paula, la llevaría a su ático, al santuario donde nunca había llevado a nadie.
El viernes por la noche la fue a recoger y la llevó al piso.
Cuando entraron, Pedro se inclinó a recoger la publicidad y los periódicos del suelo. Paula rio y preguntó:
–¿Eres de los que siguen comprando periódicos? Yo pensaba que los leías en Internet.
–No se puede hacer el crucigrama. Y no es lo mismo.
Ella soltó otra carcajada y él se sintió estúpidamente feliz.
Luego, Pedro se acercó a su mesa de trabajo y tiró la prensa al cubo, sin más. Al fin y al cabo, sabía que no iba a tener tiempo de leerlos.
–Espera… –dijo ella.
–¿Qué ocurre?
–Hay una carta entre los periódicos.
Pedro frunció el ceño. Miró el nombre del remitente y se maldijo para sus adentros, aunque intentó actuar con naturalidad. Era de la misma mujer que le había estado enviando cartas. Pedro no había contestado a ninguna, y esperaba que se cansara más tarde o más temprano.
Tras tirarla de nuevo, notó que Paula lo miraba con extrañeza y declaró:
–No es nada. Recibo muchas cartas de gente que me pide dinero.
Pedro no mintió. Aquella mujer le escribía para pedirle dinero. Pero se calló que era la mujer de su padre.
–Bueno, ¿quieres ver mi dormitorio?
Ella sonrió.
–Oh, vaya, ¿tú tampoco tienes compañeros de piso?
–No, tampoco los tengo.
La tomó de la mano y la llevó al dormitorio. Tenía intención de hacer el amor con ella hasta aburrirse, porque estaba seguro de que al final se aburriría. Nunca había estado con ninguna mujer que no lo aburriera al cabo de un par de noches; pero ya llevaba casi una semana con Paula y cada vez se divertía más.
Entonces, ella se detuvo y ordenó:
–Túmbate en la cama.
Pedro le lanzó una mirada cargada de escepticismo, como diciéndole que no estaba dispuesto a aceptar órdenes. Pero cayó en la cuenta que Paula necesitaba creer que tenía el control de la relación.
Paula ya había sacado un preservativo, así que optó por dejar la conversación para más adelante.
Cuando se desnudaron, dejó que se pusiera sobre él y que llevara el ritmo. Paula susurró su nombre mientras se movía sin vergüenza alguna. Pedro le puso las manos en los senos, se los acarició y se arqueó hacia arriba con fuerza, para animarla a aumentar la intensidad y la velocidad de los movimientos.
Ella obedeció.
–Oh… Pedro…
Él se incorporó lo justo para besarla en la boca. En parte, porque era la única forma de conseguir que no dijera nada.
Su voz le resultaba tan sensual que, cada vez que decía algo, estaba a punto de perder el control.
Momentos más tarde, la tumbó en la cama e invirtieron la posición. Pedro la penetró de inmediato y se inclinó para llegar nuevamente a sus senos, que lamió y succionó con ansiedad. Ella se retorció de placer y gritó su nombre al alcanzar el clímax, pero él no se detuvo. Adoraba su capacidad de saltar de orgasmo en orgasmo. Adoraba seguir adelante y descubrir hasta dónde podía llegar.
Pero nada era suficiente.
Por la mañana, Paula se levantó y fue a buscar algo de comer. Encontró pan y lo tostó. Mientras Pedro se comía una rebanada, ella echó un vistazo al ático. Estaba en el antiguo barrio industrial del centro de la ciudad, que ahora se había convertido en un barrio de bares, boutiques y salas de arte.
La decoración del piso era moderna y funcional, pero bastante escasa. Solo tenía un sofá, una mesa grande, algunas sillas, un ordenador y una consola de videojuegos.
Paula se llevó una sorpresa. Faltaba un objeto que solía estar en todas las casas.
–¿No tienes televisión? –preguntó mientras él ponía la cafetera.
–No la necesito. No la veo nunca.
–¿Ni siquiera ves programas de deportes?
Él se encogió de hombros.
–No. En cuestión de deportes, prefiero practicarlos.
–Oh, vamos… No te creo. Seguro que de vez en cuando ves algún partido importante.
–Sí, es cierto, pero lo veo en algún bar o en la casa de algún amigo.
Paula pensó que no debía de salir muy a menudo. Por el estado del despacho, era obvio que trabajaba muchas horas al día. Pero el despacho no le interesó tanto como el saco de boxeo que colgaba del techo y los montones de libros que tenía en el suelo. En cuanto a las paredes, no tenían más decoración que algunos planos de edificios. No había ninguna fotografía, nada que hablara de su pasado.
–¿Dónde vive tu madre?
–En la soleada Nelson.
–¿Creciste allí?
–No. Se mudó hace unos años.
Pedro le sirvió una taza de café, se sirvió otra y echó un trago.
–¿Trabaja?
–Sí. La he intentado convencer para que lo deje, pero no me hace caso.
–¿A qué se dedica?
–A limpiar casas.
Paula guardó silencio.
–Odio que limpie casas –continuó Pedro–. Le pagué la hipoteca del piso, pero rechaza mi dinero e insiste en trabajar porque dice que es lo que ha hecho siempre. Cuando se divorció de mi padre, no tenía nada. Trabajaba día y noche, y yo me puse a trabajar también en cuanto tuve edad suficiente. Pero ahora no lo necesita. Lo hace porque quiere.
–Puede que le guste su independencia –observó Paula con admiración–. Hay gente que no soporta estar de brazos cruzados.
Él la miró con escepticismo.
–¿Lo dices en serio?
–Por supuesto que sí. El trabajo puede ser un objetivo vital, una forma de mantener la dignidad –respondió ella–. Aunque tú lo deberías entender mejor que nadie. ¿Podrías estar sin hacer nada?
–No.
–Entonces, ¿por qué esperas otra cosa de tu madre?
–Porque ya ha trabajado demasiado. Si quiere mantenerse ocupada, podría colaborar con alguna organización no gubernamental, por ejemplo. No es necesario que se rompa la espalda fregando suelos.
Él sacudió la cabeza y añadió con frustración:
–Nunca he podido…
–¿Qué?
–Darle lo que necesita.
A Paula le emocionó su declaración. Era obvio que se sentía responsable de su madre y que no sabía qué hacer, así que se acercó por detrás y le pasó las manos alrededor de la cintura, para animarlo.
–Puede que no te quiera molestar. Me dijiste que su divorcio había sido bastante difícil. Puede que necesite sentirse independiente –insistió.
Él se giró y la abrazó.
–Yo solo quiero que sea feliz.
–¿Crees que no lo es? –preguntó con suavidad.
–Al contrario. Siempre dice que es la mujer más feliz del mundo.
–Entonces, despreocúpate y deja que haga lo que quiera. Por lo visto, es tan independiente como tú. Y, por otra parte, nadie puede responsabilizarse de la felicidad de otra persona.
Pedro sonrió.
–No me extraña que los jugadores del equipo te quieran tanto –dijo–. Sabes cómo animar a un hombre.
Se dirigieron al sofá y se sentaron con el café, las tostadas y la tableta de Pedro, donde vieron las noticias y se conectaron a un par de redes sociales. Luego, hablaron de todo de tipo de cosas, desde música hasta deportes, pasando por arquitectura, viajes y gastronomía. Paula se había puesto una de sus camisetas, y Pedro se sintió culpable por no haberle dicho que pretendía estar con ella todo el fin de semana. Quizás necesitaba más ropa.
En determinado momento, él miró el saco que colgaba del techo y dijo:
–¿Tanto te disgusta el boxeo?
–Me gustan casi todos los deportes, pero el boxeo no es lo mío.
Él se levantó y alcanzó los guantes.
–¿Nunca te has enfadado tanto como para querer golpear algo?
Ella frunció el ceño.
–Sinceramente, no sé si el boxeo puede servir para controlar la ira. Yo pensaba que consistía en hacer daño a la gente.
–Ni mucho menos. El boxeo es un deporte de disciplina y control, que te ayuda a confiar más en ti mismo.
–Si te interesa eso, haz yoga.
Él suspiró.
–También es un ejercicio fantástico, mental y físicamente. Te obliga a enfrentarte al contrario y a ti mismo sin ayuda de nadie, sin más armas que tu voluntad –Pedro le ofreció los guantes–. ¿Quieres probar? Puede que te guste.
–Lo dudo.
–Vamos… pega unos cuantos golpes al saco.
Ella arrugó la nariz, pero se puso los guantes, que le quedaban muy grandes, y lanzó un directo al saco. Fue tan patético que ni siquiera se movió.
–Esto no es para mí –dijo entre risas.
Pedro se acercó y le enseñó la forma correcta de golpear.
–Concéntrate e inténtalo de nuevo.
Paula probó de nuevo, pero la segunda vez fue peor que la primera.
–Está bien… Date la vuelta e intenta golpearme.
Ella sacudió la cabeza.
–Ni en un millón de años.
–No te preocupes por mí. Te aseguro que he recibido golpes peores que el que tú me puedas dar.
–No quiero pegarte, Pedro.
–Tranquila. No voy a permitir que me pegues.
–¿Ah, no?
Él sonrió.
–Claro que no. Vas a lanzar puñetazos a mis manos.
Pedro puso las palmas hacia arriba.
–Vamos, inténtalo otra vez.
Paula golpeó, pero él se movió a propósito y no le pudo dar.
–¿Eso es lo mejor que sabes hacer? –la desafió.
–Oh, no empieces con esas. No vas a conseguir que pique el anzuelo.
–¿Por qué no? Generalmente, funciona.
Ella soltó una carcajada.
–Venga, golpea.
Esta vez, Paula le dio de lleno. Pero frunció el ceño y dijo:
–Te has dejado. Así no vale.
–Está bien…
Paula empezó a lanzar golpes que, poco a poco, alcanzaron su objetivo. A Pedro no le hacía ningún daño; pero Paula se metió tanto en el papel que, al cabo de unos minutos, se olvidó de los puños y le pegó una patada.
–¡Ay! ¡Las patadas están prohibidas!
–¿Ah, sí? No sabía que hubiera normas en el boxeo –dijo ella entre risas–. Además, ha sido culpa tuya por bajar la guardia.
–El boxeo no es una pelea callejera. Y no consiste solo en ganar.
–Tonterías. Todo el mundo quiere ganar.
La tarde se les pasó volando. Comieron en un restaurante, pasearon un poco y volvieron al ático para echarse una siesta que, por supuesto, se convirtió en otra cosa.
A primera hora de la noche, fueron a la cocina a comer algo.
Paula llevaba otra de sus camisetas, y consideró la posibilidad de marcharse a casa.
–Sé por qué estás mirando la hora todo el tiempo –dijo Pedro–. Por el partido de esta noche… Los Knights juegan contra Wellington. ¿Quieres que lo veamos?
–No hace falta. Sé que ganarán.
–Oh, vamos, conozco un sitio donde lo podemos ver.
–No puedo salir a la calle con esta camiseta… –protestó ella–. Tendré que ir a casa a buscar un vestido.
–La camiseta te queda perfecta. Te buscaré unos vaqueros.
–¿Unos vaqueros? Si son tuyos, me quedarán demasiado grandes…
–Espera un momento.
Paula lo miró con asombro cuando Pedro apareció con unos pantalones y se tomó la molestia de alcanzar un cinturón y hacerle un par de agujeros más.
–No puedo salir así –insistió ella.
–Por supuesto que puedes. Estarás muy bien.
Ella frunció el ceño, pero se puso los pantalones con el cinturón. Luego, salieron del edificio y se dirigieron a una zona que no era precisamente la más elegante del barrio, sino un lugar lleno de callejones cubiertos de grafitis.
–¿Siempre traes a tus novias a este sitio? –preguntó con humor.
–Dentro de poco, será uno de los lugares más chic del barrio –contestó él–. Pero no te preocupes por nada. Conmigo estás a salvo.
Paula hizo un par de movimientos de boxeo.
–No necesito que me defiendas. Como ves, he aprendido bien.
Pedro rompió a reír.
Segundos después, entraron en un local que era cualquier cosa menos elegante; pero, curiosamente, tenía dos de las pantallas de televisión más grandes que Paula había
visto en toda su vida.
–Vaya, un tesoro escondido… –dijo con asombro.
–Sí, algo así. Pero no pidas champán, porque no tienen.
Ella rio.
–Bueno, me contentaré con un refresco.
–¿Un refresco? Vas a destrozar mi reputación…
Pidieron las bebidas en la barra y se sentaron junto a una mesa alta, en una de las esquinas del establecimiento.
Cuando empezó el partido, Pedro prestó más atención a Paula que a la pantalla. Era de lo más entretenido. No necesitaba mirar la televisión para saber lo que hacían los Knights. Se notaba en su forma de entrecerrar los ojos, en las sonrisas que de cuando en cuando adornaban sus labios y, por supuesto, en sus gritos de alegría o disgusto, que se volvieron más altos a medida que el partido se volvía más emocionante.
–¡Oh, venga ya! ¿Se puede saber qué estáis haciendo? ¡Plácalo de una vez…! ¡Un poco más de energía!
Pedro rio y estuvo a punto de atragantarse con la cerveza que se estaba tomando.
–Los jugadores no te pueden oír.
Paula llevó una mano al bol de frutos secos que les habían puesto y le tiró uno a la cara. Pedro abrió la boca y se lo tragó al vuelo.
–Lo que pasa es que te molesta que sepa más de rugby que tú –dijo ella entre risas.
–Sabes más de rugby que la mayoría.
Ella se encogió de hombros.
–Es lógico, teniendo en cuenta que trabajo en un club.
–Pues no quiero ni pensar en lo que pasará cuando tengas hijos y se pongan a jugar con una pelota. ¿Les vas a gritar como gritas a los jugadores?
–En absoluto. No tengo intención de ser una madre prepotente.
–Ya. Eso dices ahora.
–Estoy hablando en serio –declaró con una vehemencia extraña–. Dejaré que se diviertan. No les exigiré que ganen un trofeo o algo así.
Él frunció el ceño y la miró. Era obvio que había tocado un punto sensible en la vida de Paula, aunque no sabía cuál.
–¿Tan mal te trataron tus padres?
Ella le lanzó una mirada de soslayo.
–Tú eres un ganador, Pedro. No sabes lo que sentimos los mortales.
–¿No?
–No. Ni lo imaginas.
–Entonces, explícamelo.
Paula se giró hacia él y lo miró con intensidad.
–Mi madre y mi padre son abogados. Se conocieron en la universidad porque los dos jugaban en el equipo de tenis. Siempre fueron triunfadores, y querían que sus hijos también lo fueran. Pero solo premiaban el éxito. Si querías su aprobación, tenías que ganar –dijo, muy seria–. Y yo no era como mis hermanos… No volvía a casa con premios. Me esforzaba todo lo que podía y lo hacía bastante bien, pero no era suficiente.
–Comprendo. Son de los que piensan que, si no eres el mejor, no eres nadie.
Ella asintió.
–En efecto. Adoro a mis hermanos y me siento muy orgullosa de lo que hacen, pero también les tengo envidia. Yo no podía competir con ellos. No era tan buena. Y como no lo era, mis padres no me dedicaban tanta atención.
–¿Y qué hacías mientras tus padres concentraban su atención en tus hermanos?
Paula soltó una carcajada triste.
–Ver partidos de rugby. Me encantaba.
Pedro le acarició la mejilla.
–Creo que eso te preocupa demasiado, Paula. Ganar no es lo más importante. Además, nadie gana todo el tiempo.
–Mis hermanos, sí. Y mientras unos ganan siempre, otros perdemos siempre.
–Aunque así fuera, no es bueno que te obsesiones con eso. En la vida hay cosas mucho más importantes.
–Sin duda. De hecho, mis padres sometían a mis hermanos a una presión que a mí me parecía inaceptable. Pero, sea como sea, mi familia es así. Creen que no hay felicidad sin éxito. Y yo quería estar a la altura de sus expectativas.
–¿Es que no te rebelaste? ¿No intentaste conseguir su atención de otra forma? –preguntó con suavidad.
Ella tardó unos segundos en responder.
–Bueno, me metí en unos cuantos líos… y cuando me preguntaron por qué, les dije exactamente eso, que lo hacía para conseguir su atención, porque los necesitaba.
–¿Y cómo reaccionaron?
–Mal. En lugar de preocuparse por mí, se preocuparon por el efecto que podía tener mi comportamiento en su bendita reputación.
–Oh, vaya…
Paula se volvió a encoger de hombros.
–De todas formas, no importa. Al final me cansé y me mudé a otra ciudad. Quería empezar de nuevo.
Pedro se mantuvo en silencio porque pensó que Paula iba a seguir hablando; pero no dijo nada, así que sonrió con calidez y comentó:
–Bueno, seguro que ya no te importa tanto como entonces.
Ella lo miró con tristeza.
–¿Cómo no me va a importar? Son mis padres.
–Lo sé, Paula. Solo lo decía por…
–¿Es que hay alguien que no quiera la aprobación de sus padres? –lo interrumpió–. Piensa en tu caso, por ejemplo. ¿No querías saber que te adoraban y que aprobaban lo que hacías? Aunque, pensándolo bien, supongo que nunca tuviste ninguna duda al respecto. Has conseguido tantas cosas que estarán muy orgullosos de ti.
Paula se equivocaba. Y Pedro se puso tan triste como ella.
Sus éxitos no habían servido para nada; no habían conseguido que su madre fuera feliz ni que su padre se quedara con ellos. A diferencia de Paula, estaba acostumbrado a ganar. Pero el resultado final de sus triunfos había sido el mismo, un fracaso.
–Sinceramente, no creo que importe tanto –dijo, intentando mantener una actitud positiva–. Deberías alegrarte de tener un trabajo que te gusta y de ser feliz con lo que haces. Y si tu familia es incapaz de reconocerlo… bueno, peor para ellos.
–Sé que tienes razón, Pedro; y te aseguro que hago lo posible por olvidarlo –le aseguró–. Como bien has dicho, mi trabajo me gusta mucho. Y, quién sabe, puede que algún día aprecien mis éxitos. Pero, en el fondo de mi alma, siempre estará la necesidad de conseguir su aprobación, su atención, su cariño.
Pedro cambió de posición en el taburete, incómodo.
–Si alguna vez tengo hijos –continuó ella–, me aseguraré de que nunca duden del amor que les profeso. Los querré en cualquier caso, tanto si tienen éxito como si no.
Él se limitó a asentir. Su experiencia familiar no se parecía mucho a la de Paula, pero la comprendía perfectamente.
Aunque no tenía hermanos, imaginaba lo que se debía sentir al crecer junto a personas que se llevaban todos los aplausos. Y lamentó haber sacado el tema de conversación.
A fin de cuentas, no la había llevado al bar para que se pusiera triste, sino para hacerla reír.
Se giró hacia la pantalla de televisión y dijo:
–Eh, mira… El novato del otro día acaba de hacer un buen placaje a un jugador del equipo contrario.
Paula miró la repetición de la jugada y sonrió de oreja a oreja. Pedro se animó al instante y se dedicó a ver el partido de los Knights.
Hasta aquella noche, jamás se le había ocurrido la posibilidad de llevar a una mujer a un local tan poco elegante. Pero, al verla así, vestida con uno de sus pantalones, bebiendo cerveza y gritando desaforadamente a los jugadores del equipo, pensó que era la mejor idea que había tenido en su vida.
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