domingo, 27 de septiembre de 2015

DIMELO: CAPITULO 1







Me maldigo en el instante mismo en que apoyo un pie fuera de la cama y veo la hora que es; no he oído el despertador y ahora tengo los minutos contados.


No es posible que, justamente hoy, me haya quedado dormida, ya que por ningún motivo, y a pesar de ser la directora general de Saint Clair, me puedo dar el lujo de llegar tarde; además, ésa no es mi política: siempre he destacado por dar ejemplo con la puntualidad, pues considero que eso hace que los empleados también cumplan con su horario. Según mi madre, en realidad lo hago porque soy una obsesa del trabajo.


Anoche estuve discutiendo por teléfono hasta entrada la madrugada con Marcos, mi pareja desde hace dos años. Lo cierto es que, de un tiempo a esta parte, parece que es lo único que se nos da bien: discutir y discutir todo el tiempo. 


Después de la bronca que me eché, realmente me costó conciliar el sueño, y precisamente ésa es la razón por la que ahora estoy pagando caro haber estado desvelada. De forma atropellada, corro hacia el baño y torpemente me llevo por delante el marco de la puerta de entrada; pobres dedos de mis pies, creo que hasta veo las estrellas, como en los dibujos animados. Me masajeo mientras suelto una retahíla de improperios, y luego decido restarle importancia, porque no tengo tiempo. Continúo mi camino y abro el grifo de la ducha para que el agua vaya templándose mientras, a toda velocidad, me quito la camiseta que uso para dormir y la ropa interior, pero, justo cuando estoy a punto de poner un pie dentro de la ducha, oigo sonar mi móvil, que ha quedado sobre la mesilla de noche, así que, considerando que puede ser algo importante, regreso a mi habitación para responder a la llamada. Es Estela, mi amiga, mi mano derecha, mi directora de diseños y mi compañera de aventuras.


—Estela, ¿pasa algo?


—Quería darte los buenos días, como todas las mañanas.


—Me he quedado dormida y voy retrasadísima; me has pillado justo a punto de meterme en la ducha. Luego te llamo.


No dejo que emita una sola palabra más y corto la llamada. 


Vuelvo al baño y me dispongo por fin a ducharme. Entro de una vez en el cubículo para meterme bajo el chorro de agua, y a toda pastilla enjabono mi cabello; de pronto, el agua deja de salir.


—¡¡Maldición!! Hoy no es mi día —grito con la cabeza llena de espuma.


Abro la mampara de la ducha y tanteo hasta dar con una toalla para limpiarme el jabón que tengo en la cara. Muevo los grifos de un lado a otro, pero nada, parece que no hay forma de que el agua regrese. Me tapo con la bata y cojo el teléfono para llamar al portero, que rápidamente se explica.


—Señorita Paula, ha habido un problema con la bomba y nos hemos quedado sin agua en todo el edificio. Estamos esperando al técnico, siento mucho los inconvenientes.


«Bueno, mi día no puede ir peor... ¿O sí?»


—Mente positiva, Paula, que un tropezón no es caída y, si sigues acumulando tensiones, te parecerás a Michael Douglas en Un día de furia.


Pero como es obvio que definitivamente me he levantado con el pie izquierdo, ya parezco una olla a presión a punto de estallar. Voy descalza hacia la cocina, chorreando agua y con la cabeza llena de jabón; la imagen que doy es la de una desquiciada. Llego hasta donde está la señora Antoniette, que ya me tiene preparado el desayuno, como cada mañana, y la sorprendo con mi aspecto.


—Buenos días, Antoniette. Nos hemos quedado sin agua en el edificio. Por favor, pásame algunas botellas de agua mineral; tengo todo el cabello lleno de jabón y es tardísimo —le informo como si ella no estuviera viendo el estado en el que me encuentro, aunque lo cierto es que estoy intentando mostrarme tranquila.


—Pero si acabo de usarla hace un segundo.


Abre el grifo para comprobar lo que digo y, al ver mi gesto impaciente, no se demora más: se apresura a darme lo que le he pedido. Intenta contener su sonrisa, pero se le escapa a medias ante la situación. Creo que tengo pinta de loca desencajada. Raudamente me facilita las botellas y, casi al galope, regreso al baño para poder terminar de darme la ducha; necesito tener un aspecto decente, como sea.


Maldigo a Marcos al salir del baño. Ayer por la noche, a causa de nuestra larga discusión, ni siquiera me preparé la ropa para hoy. Entro en mi vestidor y miro rápidamente lo que hay colgado en él; en ese momento me doy cuenta de que mi madre tiene razón: siempre me dice que tengo demasiada ropa y que, por eso, me cuesta tanto decidirme; para colmo, no he tenido tiempo siquiera de mirar qué día hace.


—Antoniette —grito a todo pulmón—. ¿Qué tiempo hace?


—Radiante, y hace mucho calor —me contesta desde la cocina.


Opto por un vestido color tiza con escote palabra de honor y falda plisada. Me seco el pelo apresuradamente, y no me preocupo por el maquillaje ni por el peinado, porque luego tengo una sesión de fotos y habrá profesionales que se encargarán de mí.


«Bien, una a mi favor.»


Cojo un bolso a tono con el vestido, me subo en unos tacones color natural y salgo a toda marcha dispuesta a irme.


Cuando aparezco en el salón, Antoniette está esperándome con una taza de café en la mano y un cruasán en la otra. Me sonrío mientras agito la cabeza y ella me regala una sonrisa realmente muy cariñosa; cojo la taza y, cuando me dispongo a beber, torpemente me tiro todo el líquido por encima.


Parece que una cadena de desastres se sucede sin interrupción, amenazando con arruinar mi mañana y
mi día.— Merde.


—Cálmate, tesoro.


—Llego tarde, Antoniette; hoy es el casting, y todo me sale mal desde que me he despertado.


—Vamos, que te ayudo a cambiarte.


Emito un suspiro; estoy hastiada con tantos contratiempos, pero sigo intentando no ponerme de mal humor, porque me conozco y, si permito que aflore mi mal genio, cuando llegue a la oficina nada me sentará bien y hoy necesito estar tranquila.


Me pongo un vestido negro muy ceñido al cuerpo que se anuda al cuello y deja mi espalda al descubierto; lo ha elegido Antoniette. Al tiempo que busco los zapatos negros de tacón de aguja, ella vacía mi bolso y cambia todas mis pertenencias a uno negro. Me doy una última mirada en el espejo y salgo de mi dormitorio. Ya no tengo tiempo para desayunar, pero en la sala me espera mi asistenta con una bolsa que contiene mi almuerzo; así es ella de atenta conmigo, jamás deja que me vaya sin mis raciones correspondientes de comida, y es que esta mujer me cuida como una verdadera madre cuida de su hija. Además, ella es más consciente que yo de la importancia que tiene para mí la alimentación, y sabe que no puedo desatender mi dieta.


Aunque hace tan sólo tres años que Antoniette está a mi servicio, sabe que tiempo atrás sufrí trastornos alimentarios que me llevaron a un estado de cierta gravedad; cuando me mudé sola a París y la contraté, mi madre se encargó de darle las indicaciones pertinentes para que no me quitara el ojo de encima.


—Gracias, Antoniette, eres un sol; realmente no sé qué haría sin ti —le digo al tiempo que le beso la frente.


—Cómetelo todo y no lo hagas a cualquier hora y, en cuanto llegues al trabajo, desayuna.


—Sí, mamá.


—Ojalá fuera tu madre, cariño, pero ya tienes una que se ocupa mucho de ti y te adora.


—Lo sé, pero te quiero como a mi segunda madre.


—Anda, vete, aduladora, o llegarás tarde. Toma.


Me extiende la correspondencia y, con ella, me pega en el trasero antes de que me vaya. Le doy otro beso en la frente, pillo los sobres al vuelo, los meto dentro de mi bolso y me voy.


Me dirijo hacia el garaje y recuerdo en ese mismo instante que le he colgado la llamada a Estela, así que cojo mi teléfono, toco la pantalla buscando su número y la llamo.


—Hola, Estela, ya estoy saliendo de casa. Creo que finalmente llegaré a tiempo o, al menos, no lo haré tan tarde. ¿Ya estás en la empresa?


—Sí, cariño, ya estamos todos y es un poco raro no tenerte dirigiendo todo esto. Han llegado el peluquero y el maquillador; los de Marketing lo tienen todo organizado, al igual que el fotógrafo y el cámara, que ya lo han preparado todo en el estudio; además, esta mañana muy temprano los de mantenimiento han montado la cama.


—Me encanta el cabecero de esa cama, pero que no se lo pongan aún, que lo reservaremos para la sesión de fotos.


—Tranquila, todo se ha dispuesto según tus especificaciones, nadie se atrevería a desobedecer una orden tuya. Pero ahora que caigo: ¿tú no tienes una asistente personal para que te informe de todo esto? Soy tu directora de diseños, no tu secretaria.


—No te enfades, sabes que si te lo pregunto es porque sé que, cuando no estoy, tú me cubres.


—Aprovechada, debería pedirte un aumento.


—Reconocerás que no te pago tan mal. Te quiero —le digo mientras tiro mi bolso en el asiento del acompañante y me meto dentro de mi Mercedes CL65 Coupé de color burdeos.


—Los modelos ya han comenzado a llegar; en persona son más guapos, se ven reales.


Me carcajeo sin preocuparme de disimular.


—Me imagino... Tú ves un torso de hombre y te pierdes.


—Estás equivocada, querida, lo que me pierden son esos pantalones ajustaditos, que les oprimen el trasero; imaginarme que se los quito junto con los bóxeres para descubrir lo que hay debajo me pone a mil. Definitivamente, Paula, creo que he equivocado mi puesto en Saint Clair: tal vez debería trabajar en el taller, para poder tomarles las medidas. Como directora de diseños, sólo puedo admirar cómo queda en ellos el producto terminado, jamás puedo darme el gusto de tocar más que un hombro.


—Eres tremenda. Gracias por arrancarme una sonrisa; no sé cómo lo haces, pero siempre lo consigues.


—¿Qué ha ocurrido para que necesites que te arranquen una sonrisa?


—Nada importante, cuando llegue te lo contaré todo, pero... lo de siempre: Marcos y yo hemos vuelto a discutir.


Después de colgar la llamada y ya lista para irme, antes de arrancar, meto el móvil en mi bolso, que permanece abierto, y veo claramente cómo asoma del mismo la correspondencia que antes de salir de casa Antoniette me ha entregado. La cojo y le doy una rápida ojeada. Un sobre sin remitente y sin sello postal acapara toda mi atención, pero no puedo retrasarme más; mientras pongo el coche en marcha, abro el sobre y retiro el papel que contiene.


Pau:
Sé que ésta no es la manera en la que esperabas que te dijera esto.


Me doy cuenta al instante de que no me hará falta mirar de quién firma: quien me escribe es Marcos; además de reconocer la letra, sólo él me llama Pau.


Continúo leyendo.


Creo que nuestra relación ha llegado a un punto en el que ya no es posible un entendimiento, por ninguna de las partes.
No puedo forzarte a que actúes de una forma que no sientes, y tampoco puedo seguir pretendiendo que me prestes atención cuando lo único verdaderamente importante para ti es Saint Clair.


Las quejas no cesan.


Freno frente al portón de hierro forjado, esperando a que se abra para darme paso. El corazón me late con fuerza, es casi un martilleo incesante, y aunque no he terminado de leer, ya sé lo que dice esa carta: Marcos me está dejando. 


De pronto me siento desmoronada, sin fuerzas, pero sigo leyendo el papel que sostengo en una mano que no se queda quieta porque, repentinamente, un temblor se apodera de mí.


No quiero discutir más. Estoy cansado de que, de un tiempo a esta parte, todo acabe en una discusión que ya no tiene
principio ni final porque siempre es lo mismo. Además, noto que todo el amor que alguna vez sentimos, con tanta discusión, poco a poco se va transformando en otro sentimiento que me asusta, y, por los maravillosos momentos que hemos vivido, no deseo llegar a odiarte.
Tras colgar anoche el teléfono supe, casi al instante, que debemos distanciarnos, pero si hubiese venido a tu casa a comunicarte mi decisión, no habría sido capaz de hacerlo. Te amo, Pau, pero necesito más, y sé que no puedes dármelo. Me voy de viaje. He decidido hacer solo la escapada que te pedí que hiciéramos juntos. El destino es incierto, así que, cuando llegue al aeropuerto, veré las opciones de vuelo que tengo. Total, para el caso, cualquier lugar es lo mismo.
Démonos tiempo para ver si nos extrañamos, para saber verdaderamente lo que sentimos.
A mi regreso, te llamaré.
Adiós.
Marcos


Nunca lloro, pero me siento bastante indefensa; de todas formas, no puedo permitir que la cobardía de Marcos me destruya. Porque eso es lo que creo que es: un cobarde. Así que hago acopio de mis sentimientos e intento transformarlos en ira. Me siento defraudada.


El portón, que me ha obligado a frenar al final de la calle privada que tiene salida a la avenida Foch, acaba de abrirse y en este momento salgo desbocada, pero se me atraviesa en el camino un Opel Astra GTC de color negro y casi que me lo llevo puesto. Los dos frenamos bruscamente, y por suerte he reaccionado a tiempo; por eso creo que apenas lo he tocado. Golpeo el volante mientras maldigo y fijo mi vista en el conductor que se ha bajado del coche como un torbellino y comprueba el daño en la puerta del acompañante de su vehículo. Con actitud contenida y el rostro transfigurado, se acerca hasta donde estoy detenida; nunca me ha amedrentado ninguna situación, pero hoy yo no soy yo. Mientras él se aproxima, bajo el cristal de la ventanilla para que podamos hablar, aunque, viendo su rostro, no creo que él quiera precisamente mantener una conversación conmigo en buenos términos.


—¿Eres estúpida? ¿Cómo sales así, sin siquiera mirar? —me grita, y yo, que estoy sensible, siento un repelús por el tono de su voz.


—Lo siento —le digo realmente apenada. Ese hombre tiene toda la razón para estar furioso; mi imprudencia no tiene disculpa posible.


—¿Lo sientes? ¿Sólo tienes eso que decir? ¡Mujer tenías que ser! ¿Cómo te han dado el carné de conducir, luciendo piernas? Me cago en todo, sólo me faltaba esto.


Me quito las gafas y me dispongo a bajar del coche para darle mis datos y ver de qué forma puedo calmarlo.


—Te he dicho que lo siento. Tienes razón, pero... ¿puedes tranquilizarte? Te pagaré la reparación. —Le hablo con un tono de voz un poco más firme, pues tampoco voy a dejarme
intimidar por este machista estúpido que sólo se molesta en degradar al sexo femenino.


—Por supuesto que me pagarás la reparación. Encima, por tu culpa, voy a llegar tarde a un posible trabajo. No deberían darle el carné a ninguna mujer, todas sois iguales, ninguna sabe conducir. Mira, me has rayado la pintura del coche. Ya lo decía mi padre: disfruta del día hasta que un imbécil te lo arruine.


—Bueno, ¡ya está bien! Deja de gritar, que ya me he disculpado y, además, te he dicho que acepto correr con todos los gastos... Y para que te enteres: es la primera vez que me veo involucrada en un accidente de tráfico, conduzco muy bien. —Creo que grito lo suficiente como para que él deje la bronca de lado un instante y me preste atención. 


¿Quién se cree que es, después de todo, este fulano?


Entonces el desconocido se detiene un minuto a mirarme y me reconoce.


—Tú eres... —dice señalándome con el índice.


—Paula Chaves, sí, de Saint Clair. Dame rapidito tus datos y deja ya el berrinche. Te enviaré un cheque, así no tendrás que perder más tiempo y no llegarás tarde a donde sea que te diriges.


El desconocido se pasa la mano por la cara mientras se ríe por lo bajo, a la vez que sacude la cabeza. De pronto se queda muy serio, casi con un gesto de desconcierto, pero no me extraña: a menudo los hombres se muestran tímidos cuando se dan cuenta de quién soy. Tanto da, no me importa lo que este grosero está pensando ahora. Acto seguido y sin que yo me lo espere, el hombre se da media vuelta, rodea su coche y se prepara para irse.


—Oye, quiero pagarte —le digo mientras permanezco parada como un poste en la calle; no pretendo escaquearme de las consecuencias de mi imprudencia.


—No te preocupes, me pagarás.


Hace un gesto con la mano, se monta en el automóvil y se marcha del lugar.


Camino hacia delante para descubrir el daño que ha sufrido mi Mercedes, pero no le veo nada de importancia, así que supongo que el de él tampoco ha sufrido grandes desperfectos. Cuando me vuelvo a subir al coche, pienso en la posibilidad de que el tipo, al saber quién soy, se encargue de hacerme llegar la factura de la reparación... Lo más seguro es que sea eso. Me encojo de hombros y doy por finalizado el contratiempo; de todas formas, hago una anotación mental para consultar el asunto con mi abogado, no vaya a ser que se trate de un aprovechado y, como soy alguien público, le dé por arrastrarme a un juicio innecesario.


—Marcos Poget, me cago en ti; sólo me faltaba esto.








sábado, 26 de septiembre de 2015

SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO FINAL





Le llevó muchísimo tiempo preparar a Juana para meterla en la cama; la pequeña estaba excitadísima por la presencia de Pedro en la casa y le hacía tretas que Paula jamás le habría permitido en otra circunstancia.


Por último estaba bañada, besada y arropada. Cuando rezó la oración que Paula le había enseñado en lenguaje de señas, Paula tuvo que reprimir el llanto. Se arrodilló, abrazó a la chiquilla y gozó con el olor a limpio y la suavidad de su piel. Y, antes de salir corriendo de la habitación y de dejar que Pedro apagara la luz, le dijo, por señas, Juana, te amo.


Entró en el dormitorio principal y cerró la puerta, pero segundos después se oyeron los golpes de Pedro.


—¿Sí?


—Servicio de habitación —dijo él con insolencia antes de abrir la puerta—. ¿Por qué no bajas y bebes una copa de vino conmigo frente al fuego? Es una noche perfecta para eso. —Lo que estaba implícito en sus palabras era que también era la noche perfecta para otras cosas.


Las palabras de Pedro la llenaron de rabia, una rabia que le costó mucho reprimir. Por lo visto, él seguía creyendo que podía usarla a su antojo y conveniencia. Pues bien, muy tonto se enteraría que no era así.


 —Tengo dolor de cabeza —dijo ella—. Creo que es por el ruido del viento que sopló todo el día, o de algo por el estilo. Sea como fuere, no me siento bien. Creo que me acostaré. Más que una copa de vino, lo que necesito es dormir bien toda la noche.


—Me parece que la señora protesta demasiado.


—Lo siento, Pedro, pero no tengo ganas de bajar de nuevo —dijo ella, secamente.


Él se quedó mirándola un momento, y luego dijo:
—Está bien. Te veré en la mañana.


Mientras caminaba por la habitación, Paula alcanzó a oír el sonido amortiguado del televisor. Por último Pedro apagó el aparato, y Paula lo oyó entrar en el cuarto contiguo a la cocina y, después, el ruido del agua cuando él se preparaba para acostarse.


Finalmente la casa quedó en silencio. Paula se dirigió en puntas de pie a la parte superior de la escalera y aguzó el oído. No había ninguna luz encendida. Volvió a su habitación y aguardó otros veinte minutos antes de ponerse el abrigo y la capucha, sacar su valija de debajo de la cama y bajar sigilosamente por la escalera.



El viento había amainado, pero todavía nevaba mucho cuando Paula salió al porche del frente. Después de depositar la valija en el piso, cerró la puerta tras ella y, con cautela, descendió los escalones cubiertos de hielo y mitad caminó y mitad patinó hasta el Mercedes estacionado.


La puerta del automóvil, congelada, no quería abrirse. 


Después de varios intentos frustrados para hacerlo con una mano, Paula tuvo que poner el bolso y la valija sobre la nieve y tirar con las dos manos antes de que la puerta se abriera de golpe y casi la volteara.


Colocó el equipaje en el asiento de atrás y se deslizó detrás del volante. A través de los guantes de cuero sintió que el volante estaba helado, y tembló debajo de su abrigo pesado. 

¿Y si el auto no arrancaba?


Apretó varias veces el acelerador y luego probó el contacto. 


El motor chirrió, resopló y se detuvo.


—¡Maldición! —murmuró en voz baja mientras hacía un nuevo intento. Cuando estaba a punto de darse por vencida, el motor surgió a la vida y dejó oír un ronroneo bendito. 


Durante el tiempo en que había tratado de arrancar el auto, Paula no dejó de mirar la puerta del frente, temerosa de que Pedro oyera el ruido del motor. Al parecer, el rugido del viento superaba cualquier otro sonido. Con una mirada final hacia la casa, puso la palanca de cambios en primera y las ruedas trataron de morder ese terreno resbaloso.


Era tal el caos que reinaba en su cabeza, que en ningún momento pensó que tendría que conducir el vehículo durante un temporal de nieve. En Nebraska estaba acostumbrada a manejar en calles cubiertas de nieve, pero esas montañas de Nuevo México eran muy diferentes de las llanuras de su estado natal.


Se llenó de pánico cuando las ruedas resbalaron y el auto patinó a un lado del camino.Paula logró enderezarlo, pero se mordió nerviosamente el labio inferior. Aferró con más fuerza el volante, decidida a no volver. Pedro había conducido desde Alburquerque con esa tormenta, y si él pudo hacerlo, también podría ella. Si esperaba hasta la mañana, más hielo cubriría los caminos.


Le llevó casi diez minutos atravesar el sendero que conducía a la casa. Cuando llegó al pie de la colina donde el sendero se cruzaba con el camino que conducía al pueblo, apretó el freno, pero el auto no se detuvo. Paula pensó que podía entrar en el camino sin que el automóvil se frenara por completo, giró el volante apenas un par de centímetros.


Pero fue suficiente.


Antes de que pudiera recuperar el control, el vehículo patinó de un lado al otro del sendero. Instintivamente, Paula apretó los frenos. Las ruedas se clavaron y la parte posterior cayó a una zanja llena de nieve. Paula quedó reclinada hacia atrás en el asiento, como si estuviera en el sillón del odontólogo. 


No estaba herida. Tampoco el auto debía de estar muy averiado, porque la caída en la zanja había sido suave y Paula no había oído ningún crujido metálico. Sin embargo, estaba hundido sin remedio en la nieve profunda. Apagó el motor.


Antes de que tuviera tiempo de reflexionar sobre el problema, la puerta del lado del conductor se abrió y Paula reprimió un grito al ver la cara de Pedro. No se parecía nada al rostro que ella conocía, sino que estaba distorsionado por la furia.


—¿Estás herida? —preguntó, como en un ladrido.


Ella negó con la cabeza, sin saber si alegrarse o no de haber sobrevivido al accidente. Ahora Pedro le producía más miedo que la posibilidad de un choque automovilístico.


Él le aferró un brazo y la tironeó de detrás del volante. 


Cuando Paula se resistió y trató de tomar sus valijas del asiento posterior, él le gritó:
—Déjalas donde están.


Llevaba puesto un saco abrigado, pero lo tenía desabrochado y flameaba cuando él trató de subir por el costado de la zanja, con la nieve hasta las rodillas. La cellisca y la oscuridad total les dificultaban todavía más avanzar. Pedro llevó a Paula la rastra, sin importarle lo mucho que se hundía en la nieve.


Ella le gritó una vez, cuando creyó que se le doblaría el tobillo dentro de la bota, pero Pedro no la oyó. O fingió que no la oía.


Cuando finalmente lograron salir de la zanja, a Paula la alegró la posibilidad de descansar un momento, pero Pedro no pensaba lo mismo: la aferró con más fuerza y comenzó a caminar por el sendero, tambaleándose, patinando y maldiciendo con cada paso. Paula no recordaba haberlo visto jamás tan enojado. Tenía la cabeza descubierta, pero parecía impermeable al viento helado y a la nieve que le cubría su pelo despeinado por el viento.


Muy pronto, Paula se sintió agotada y comenzó a retrasarse. 


Él le tiró del brazo y le gritó al oído:
—Si no te apresuras, mis pisadas quedarán cubiertas por la nieve, y entonces estaremos perdidos. ¿Eso es lo que quieres? —La sacudió con suavidad y ella lo miró con miedo y negó con la cabeza, y los dos continuaron con el ascenso por la colina.


Paula se resbaló en los escalones que conducían al porche del frente, cayó hacia adelante y se apoyó en las manos para no golpearse. Pedro le puso las manos debajo de los hombros y la levantó sin cortesía ni suavidad. Abrió la puerta con el hombro y la empujó adentro.


Paula tenía los pies helados e insensibles cuando avanzó hacia la escalera. Su intención era escapar de Pedro. El debió de haberlo sospechado, porque se le acercó por atrás, le aferró la muñeca y la arrastró hacia la chimenea.


—No te atrevas a moverte —le ordenó con voz amenazadora. Se arrodilló y avivó el fuego con un atizador antes de poner más leños en el hogar. Cuando vio que se encendían, miró a Paula.


Si ella no hubiera estado congelada hasta los huesos y temblando, la mirada de Pedro le habría helado la sangre. 


Sus ojos verdes brillaban de furia y tenía la mandíbula apretada.


Paula entrecerró los ojos cuando vio que él levantaba los brazos. Pero, en lugar de golpearla, como esperaba, la tomó por los hombros y la apretó contra su cuerpo hasta que ella tuvo que inclinar la cabeza hacia atrás para poder mirarlo.


—Si alguna vez llegas a hacer de nuevo una cosa así, te golpearé el trasero hasta producirte ampollas. ¿Me has oído? —Volvió a sacudirla. —¿Qué tratabas de demostrar? —preguntó—. ¿Eh? —agregó cuando ella no le contestó.


El fuego comenzaba a caldearla, y con ello nació la furia. 


¿Con qué derecho la sometía él a ese interrogatorio? Ella era una persona libre; podía irse cuando se le antojara, y sin tener que darle ninguna explicación.


Se liberó de sus brazos y se alejó de él con una furia igual a la suya. Ahora parecían dos boxeadores, cada uno de los cuales medía la fuerza de su rival.


—Si lo que te preocupa es tu automóvil, en el piso superior te dejé una nota en la que te informaba que te lo dejaría en el estacionamiento del aeropuerto para que lo recogieras cuando te quedara cómodo. —Paula inclinó un poco el mentón con actitud beligerante.


—¡No me preocupaba ese maldito auto! —rugió él—. ¿Le dejaste también una nota a Juana, explicándole por qué te escabullías de esa manera? Estoy seguro de que se habría preguntado dónde estabas —le dijo con desdén.


Eso la desorientó por el momento y la hizo farfullar algo ininteligible.


—No entendí lo que acabas de decir —dijo él y se cruzó de brazos con arrogancia, en una pose que ella detestaba.


—Dije —y Paula acentuó esa palabra— que te dejé a ti las explicaciones.


—¿Y qué le diría yo a ella?


El brillo feroz del pelo de Paula hacía juego con la furia que crecía en ella. Era sólo su defensa contra la insolencia de Pedro.


—Dile que me respeto demasiado para ser la amante ocasional de un actor que espera que todas las mujeres se humillen ante él. Dile que, por mucho que yo la ame y me preocupe por su futuro, no podía quedarme aquí y ser insultada y degradada por una aventura despreciable y sin sentido. Me pagaron para que le enseñara, no para proporcionarle servicios de alcoba a su padre.


Sus pechos subían y bajaban por la agitación, y todo su cuerpo estaba tan tenso como las cuerdas de un violín.


—¡Me iré de aquí aunque tenga que hacerlo caminando! Y no me importa si no te vuelvo a ver nunca más, Pedro Sloan —dijo, se dio media vuelta y se alejó.


—No —dijo él con voz ronca.


Paula quedó tan sorprendida por la intensa emoción de su voz, que se frenó. Curiosa por ese súbito cambio de actitud, volvió a mirarlo. Los ojos de Pedro, que apenas momentos antes estaban llenos de furia, ahora parecían desesperados y suplicantes.


—No permitiré que me dejes, Paula. Dime que no lo harás. —Mientras ella lo observaba con incredulidad, Pedro cayó de rodillas y le rodeó la cintura con los brazos. —Juré que jamás amaría a otra mujer, pero no puedo cumplir esa promesa. Que Dios me ayude, te amo, y no dejaré que te vayas —repitió.


Paula le puso las manos en la cabeza y apartó las gotas de agua que quedaban en sus hebras plateadas. Luego se apartó y se puso de rodillas para quedar frente a él.


—¿Pedro? ¿Qué estás diciendo? —Escrutó su cara en busca de señales de engaño. ¿Estaba actuando? ¿Ésa era la escena tierna y trágica del final de la obra, en la que el futuro de los amantes queda suspendido en el aire? No. El dolor, el anhelo y la desesperación de su rostro eran genuinos. No estaba actuando.


Pedro apartó los mechones humedecidos por la nieve de la mejilla de Paula y dijo, con ternura:
—Pensaste que yo había entrado aquí hoy y esperaba retomar las cosas en el lugar en que habían quedado, ¿no? —Ella asintió. —Pues bien, así fue —confesó él con vergüenza—. Pero primero iba a pedirte que hiciéramos que nuestro matrimonio fuera real. O, más bien, legal. Siempre tuve la sensación de que el que celebró tu padre era real.


Pedro —susurró ella—, ¿por qué no me dijiste esto antes?


—¿Por qué? —se burló él—. ¿Acaso me habrías creído? Siempre estás a la defensiva, buscando motivos ulteriores, sin confiar nunca en una emoción sincera cuando la ves. —Se inclinó hacia adelante y le besó la frente. 


—Yo te entiendo mejor de lo que te entiendes tú misma, Paula Chaves —dijo él—. En nuestro segundo encuentro te dije que tu cara era demasiado expresiva para tu propio bien. —Le dibujó los huesos de la cara con dedos llenos de amor y adoración.


—Samuel debe de haber sido un verdadero hijo de puta. Por lo poco que me has contado, me creo capaz de llenar las brechas y saber qué clase de vida tuviste con él. Era taciturno y temperamental y tú sentías que todo el tiempo tenías que caminar sobre huevos para no dañar su frágil auto imagen. ¿Tengo razón?


—Sí —respondió ella. ¿Cómo habría sabido todas esas cosas?


—Pues bien, yo puedo ser tan taciturno y temperamental como cualquiera. De hecho, puedo ser malvado. Pero tú jamás dudaste en demostrarme tu carácter feroz cuando yo me salía de línea. Sabías, conscientemente o no, que yo no soy como Samuel. Soy más fuerte, no soy tan frágil. Ni siquiera usaré una muleta como el alcohol para no tener que enfrentar la adversidad.


—Vivir con alguien que constantemente está a la vista del público es difícil, me doy cuenta. Pero no importa lo que la gente diga o lo que leas sobre mí, no lo creas a menos que yo te diga que es verdad. Si las cosas se ponen difíciles, yo dejaré todo y buscaré otro trabajo. Para mí, actuar es una profesión, no una pasión. Tú y Juana siempre vendrán primero.


Hizo una inspiración profunda.


—Ahora bien, si tú puedes soportar un poco de temperamento artístico, yo puedo tolerar tu temperamento explosivo.


—¡Mi temperamento explosivo! —exclamó ella, confirmando así a la perfección la descripción de Pedro. Había caído en la trampa, y él se echó a reír.


Avergonzada, Paula se unió a su risa, después se dejó caer sobre él y dijo:
—No, no eres como Samuel. Y ahora confío en ti. —Su corazón saltaba de gozo, pero ella debía aclarar todas las dudas y los... fantasmas.


Pedro, ¿qué me dices de Susana?


—¿Susana? —preguntó él, levantó la cabeza y la miró—. Pensé que me preguntarías sobre ella.—Suspiró.


¡Dios, no!, gritó Paula en su interior.


Todavía la amas, ¿verdad? —preguntó, sorprendida de su propia temeridad.


Él la miró, espantado.


—¿Eso creías?


Ella asintió.


—La primera vez que me besaste, me dijiste que amabas a tu esposa.


—En tiempo pasado, sí. Es verdad. Cuando la conocí, yo la amaba profundamente. Nos divertíamos juntos, y nuestra vida sexual era más que satisfactoria.


Paula tuvo un ataque de celos, y debió de notársele. En la boca de Pedro apareció una leve sonrisa antes de que volviera a ponerse serio.


—Era linda y talentosa, pero no tenía un espíritu generoso; no tenía alma. Por mucho que odie confesarlo, era una mujer malcriada, egoísta y superficial. Su ambición me desorientó, porque me incluía también a mí. —Mientras hablaba, Pedro se sacó el abrigo y ayudó a Paula a quitarse el suyo.


—Virtualmente me obligó a aceptar el teleteatro en el que yo no quería actuar. No estaba dispuesta a sacrificarse y permitirme que siguiera estudiando. Quería casarse con una celebridad, como si eso valiera algo —dijo con amargura—. Pero le fascinaba esa vida de celebridad... y el baile. Cuando quedó embarazada, pensé que me iba a castrar. No había querido tomar píldoras anticonceptivas porque la hacían aumentar de peso, pero era culpa exclusivamente mía que hubiera quedado embarazada.


Estaban recostados contra el hogar y Pedro la sostenía con el brazo. Le tomó la mano y le dibujó cada vena y hueso con un dedo.


—Qué manos tan preciosas —murmuró y se llevó una a la boca y besó la palma antes de proseguir con su relato.


—Yo tenía miedo de que se hiciera practicar un aborto, pero después de nueve meses de pataletas y de perrerías, dio a luz a Juana, y yo quedé fascinado.


Hizo otra pausa, se puso de pie y enfrentó el fuego. Las sombras movedizas le grababan los rasgos de su cara.


—Juana tenía seis meses cuando descubrimos que era sorda. ¿Te imaginas la angustia que sentí, Paula? ¿Los exámenes de conciencia que hice? ¿Estaba siendo castigado por algún pecado secreto? ¿Por ejemplo, robar manzanas cuando tenía diez años? Ahora me doy cuenta de lo ridícula que fue tanta culpa, pero fue mi primera reacción. Y no era nada comparada con la de Susana. Como si mi propia culpa no fuera suficiente, Susana también me responsabilizó. "Ante todo, yo no quería tenerla", me gritaba. Como comprenderás, Juana no satisfacía las exigencias de Susana, que eran la perfección. Su baile tenía que ser perfecto y quería un marido perfecto. Así que no pudo soportar tener una hija menos que perfecta.


Permaneció en silencio un rato prolongado mientras movía los leños con la punta de la bota y los acercaba a las brasas.


—Un día, llegué tarde a casa del estudio de televisión. Oí que Juana lloraba en su cuarto. Cuando fui a ver qué pasaba, estuve por vomitar: mi pequeña estaba acostada sobre sus propios excrementos. Estaba helada y hambrienta. Furioso con Susana, recorrí el departamento corriendo, buscándola. Ella... ella...


No pudo seguir, y Paula sintió una pena terrible cuando Pedro se cubrió la cara con las dos manos. Sabía lo que vendría después. No habló ni se le acercó. Él tendría que sufrir solo su infierno personal. Nadie más podría compartirlo jamás. Ella se había salvado de encontrar el cuerpo de Samuel, pero comprendía el horrible recuerdo de Pedro.


—Estaba en la bañera, con las dos muñecas cortadas. Era obvio que estaba muerta desde hacía bastante tiempo. —Después de un largo silencio, Pedro volvió junto a Paula, se sentó en la alfombra, la rodeó con los brazos y la apretó contra sí.


—Nunca la perdoné. Dejé que sus padres arreglaran todo lo referente al funeral, al que no quise asistir. La familia de Susana dejó bien en claro que no quería tener nada que ver conmigo ni con Juana porque les habíamos robado su tesoro, su princesa. Paula—la alejó un poco para poder mirarla a los ojos—, juré que no volvería a amar a nadie. Había amado a Susana, y cuando más la necesitábamos, cuando nos hacía falta todo su apoyo y amor, ella nos abandonó. Pero me enamoré de ti. Por eso, no puedes dejarme ahora. Te necesito, ¿no lo entiendes? —La besó con desesperación, y sus labios no tuvieron que suplicar una respuesta; Paula estaba más que dispuesta a demostrarle cuánto lo amaba.


Cuando finalmente se apartaron, él dijo:
—Fui a Nueva York para arreglar cosas relativas a mi profesión, pero también para exorcizar el fantasma de Susana y visitar su tumba. Yo nunca había estado allí. No puedo decirte el odio y el resentimiento que abrigaba hacia ella. Ahora me doy cuenta de que ella no podía evitar lo que era, tal como ninguno de nosotros puede evitar lo que es. Hasta que comprendí lo que era amar, no pude perdonarla. Ahora lo sé: una hermosa pelirroja me lo enseñó. Empecé a darme cuenta de qué se trataba todo el día en que Juana armó un lío terrible con tus maquillajes. Con toda razón te enojaste muchísimo y la castigaste, pero también la perdonaste. Ella nunca dudó de tu amor. Así que yo tenía que volver allá y perdonar a Susaan antes de poder ofrecerte mi amor. Quería que no tuviera ninguna mancha.


A estas palabras siguió otro beso profundo, y luego ella dijo:
—Esta tarde me preguntaste sobre las cajas del placard, y yo pensé que ibas a mostrarle a Juana las fotos de Susana. Te oí enseñarle a decir mamá.


—¡De modo que eso fue lo que te decidió a irte! —Echó la cabeza hacia atrás y comenzó a reír. —Te pregunté por las cajas porque ahora puedo tolerar revisarlas. Antes, odiaba tocar cualquier cosa que perteneciera a Susana. Lo que hice fue elegir lo que quería guardar para Juana. Algún día, cuando ella tenga edad suficiente para entender, tendremos que hablarle de su madre.


Pedro puso una mano debajo del mentón de Paula y se lo levantó para obligarla a mirarlo.


—Y le estaba enseñando a Juana a decir mamá como sorpresa para ti. Eso es lo que quiero que te llame de ahora en adelante. En cuanto estemos legalmente casados, eso es lo que serás para ella.


Pedro... —comenzó a decir Paula antes de que la boca de él se cerrara sobre la suya.


—¿Y? ¿Ahora tienes menos frío? —preguntó Paula. 


Después: —Pedro... —con un gemido. Con manos curiosas, él le recorría el cuerpo bajo las burbujas de espuma, en la bañera profunda. Las protestas de Paula no consiguieron disuadirlo: siguió tocándola de una manera que la hacía arquear el cuello y suspirar. Paula observó el reflejo de los dos en los espejos que había frente a la bañera; aunque la iluminación sólo consistía en luz de velas, las imágenes de ambos eran nítidas.


—¿Cuándo se te ocurrió esta actividad tan decadente? —preguntó él.


—La primera vez que entré en este cuarto de baño —respondió ella, riendo por lo bajo—. Nos vi a los dos juntos de esta manera. Sentí el impulso de taparle los ojos a Juana antes de darme cuenta de que ese espejismo sólo existía en mi imaginación perversa. Desde luego —agregó— creo que es posible que ella haya heredado tu falta de modestia.


—¿Yo soy tan poco modesto?


—Me dijiste que desde que hiciste una gira con Hair, perdiste toda la modestia.


—¿Yo dije eso? —preguntó Pedro, sorprendido—. Pues te mentí. Jamás trabajé en Hair. Pasó que necesitaba una forma garantizada de meterme en una cama en la que tú estabas desnuda.


—¡Qué sinvergüenza! —dijo ella y le tiró agua a la cara, pero después comenzó a sacársela con la lengua. Mientras ella lo hacía, los dedos de él la fastidiaban sin piedad. De pronto él le preguntó con voz ronca:
—¿Sabes en qué momento me enamoré de ti?


Pedro —dijo ella con un suspiro cuando él encontró un punto muy sensible—. No lo sé, ¿cuándo fue? —preguntó deprisa, porque temía que pronto ni siquiera podría respirar.


—Cuando estábamos en el Salón Ruso de Té y tú fuiste sincera conmigo con respecto a Juana y lo que podíamos esperar de ella. —Sonrió. —Aunque también me atrajo esa pelirroja menuda que menospreció a Pedro Sloan, y que no le importaba si él era o no una superestrella. Ese día estabas deslumbrante. Confieso que mentalmente te fui quitando la ropa, prenda por prenda. Pero también debo decir que la realidad superó con mucho esa fantasía. —Y sus manos le dieron crédito a sus palabras.


—¿Cuándo supiste que me amabas? —preguntó Pedro después de un beso en el que su lengua rescató la dulzura de la boca de Paula.


—¿Alguna vez dije que te amaba? —preguntó ella con picardía.


La reacción de Pedro la sorprendió: giró hasta quedar sobre ella, sin importarle que el agua se derramara por el costado de la bañera.


—¿Me amas? ¿Me amas, Paula?


Con dedos que goteaban agua espumosa, ella le dijo, con señas: Te amo con todo mi corazón. Ese lenguaje silencioso fue más expresivo que el hablado. Los muslos sedosos de Paula se movieron sensualmente junto a los de Pedro debajo del agua caliente, transmitiendo un mensaje propio. Los ojos de él se enfocaron en los pechos de ella que flotaban en el agua y lo tentaron de manera intolerable.


La boca de Pedro se cerró sobre cada uno de sus pezones y jugueteó con ellos con los dientes y la lengua. Y las caderas de Pedro calzaron mejor en los huecos del cuerpo de Paula.


Mientras bebía de su piel mojada, él le dijo:
—Los caminos estarán intransitables durante los próximos días. Hasta que podamos ir a Alburquerque o a Santa Fe para casarnos legalmente, ¿consientes en vivir conmigo en pecado?


La lengua de Paula jugueteó con el pecho, el mentón y el bigote de Pedro.


—¿Qué dirías si te contestara que no? —preguntó ella con tono travieso.


—Te ahogaría —gruñó él y volvió a bajar la cabeza.


—Sí, ahógame, Pedro —dijo ella y se arqueó contra él—. Ahógame en tu amor.