sábado, 4 de julio de 2015

MI ERROR: CAPITULO 18





—¿Dónde está? —Paula no tuvo que contestar porque acababa de aparecer el camarero para tomar nota—. Daniela  —insistió Pedro cuando el hombre los dejó solos. Como si pudieran estar hablando de otra persona.


—No lo sé —admitió ella—. No me mires así,Pedro… se había ido cuando volví del estudio esta mañana.


—¿Castigándote porque pones el trabajo por delante de ella?


—Daniela sabe que es solo esta semana.


—Ya, bueno… ¿te ha dejado una nota, algo?


—Es una adulta, no tiene que decirme dónde está todo el tiempo. Tengo que confiar en ella.


Pedro apretó su mano.


—Lo sé. Ésa es la parte más difícil. Y no me quejo, tenerte para mí solo es algo que no esperaba.


Pedro le había llevado un paquete que había llegado a la casa de Belgravia; la primera vez en una semana que pasaba por el apartamento aunque, aprovechándose de la invitación, había llamado varias veces para charlar, para preguntar cómo iban las cosas, para apoyarla y darle consejo si se lo pedía. Estaba allí para ella, pero dándole espacio, ofreciéndole… su respeto.


Pero la verdad era que Paula se preocupó al volver a casa y no encontrar a Daniela. Había aceptado su invitación de comer juntos sin dudarlo un momento pero, en lugar de ir a alguno de los famosos restaurantes donde todo el mundo los conocía, estaban en una pequeña pizzería cerca del mercado de Camden.


—¿Cómo va todo?


—No es fácil —admitió ella—. Aparentemente, el proceso de adopción se detuvo después de dos años y Daniela fue de casa de acogida en casa de acogida y, luego, a un centro para adolescentes sin familia. Ahí fue donde conoció al chico del que está esperando un niño.


—¿Sigue con él?


—No. Daniela sólo quería tener un hijo.


—Pero él tiene derecho a saberlo…


Paula levantó la mirada, sorprendida por la vehemencia de su tono.


—Hay que ir paso a paso.


—Sí, claro, es verdad. No estaba criticando. Lo estás haciendo muy bien.


—¿Tú crees? Pues no es nada fácil. Cambia de humor continuamente… está antipática un momento, luego se vuelve encantadora…


—A lo mejor son las hormonas.


—El ginecólogo ha dicho que está bien y tiene mejor aspecto. Y mucho apetito. Pero hay algo… parece pensar que la tengo en casa por compasión. No puedo hacerla entender lo que significa para mí poder cuidar de ella.


—Cree que vas a perder interés. No se atreve a quererte por si la dejas, como han hecho todos los demás en su vida.


—Pero eso es… —a punto de decir ridículo, Paula cambió de opinión. No, no era ridículo. Pedro parecía saber lo que sentía Daniela. Se dio cuenta entonces de lo poco que sabía sobre su pasado, además de su vida privilegiada y que sus padres habían muerto justo después de que acabase la carrera—. Es como si hubieras estudiado Psicología y no Dirección de Empresas. ¿Cómo es posible que la entiendas mejor que yo?


—Tú lo estás haciendo bien.


Una evasiva.


—Ya.


—A lo mejor lo que necesita es un trabajo. Algo que la haga sentir útil. Dale algo que hacer para que toda su vida no esté invertida en ti.


—O podría hacerla creer que estoy a punto de echarla. Especialmente si cree que la idea viene de ti.


—¿Me ve como una especie de amenaza?


Pedro sintió más que oír el suspiro de Paula y eso provocó una extraña mezcla de sentimientos. Pero que siguiera llevando su alianza le daba esperanzas. Y si Daniela lo veía como una amenaza, eso significaba que Paula le había hablado de él…


—Es muy frágil. Necesita ser el centro de atención constantemente.


No tenía que decírselo. Él sabía lo egoísta y destructiva que podía ser una psique dañada.


—Quizá fuera mejor que lo sugiriese Miranda.


—¡Tu hermana!


Pedro sonrió ante su horrorizada expresión.


—Te aseguro que sabe lo que hace.


Pero Pedro entendía su falta de entusiasmo. Miranda no se lo había puesto fácil.


—De hecho, creo que tienes una nueva fan.


—Ahora sí que estoy preocupada —sonrió Paula—. ¿Qué le has contado, Pedro?


—Lo suficiente para que esté preparada cuando esto salga en los periódicos. ¿Alguna noticia de tu amiga australiana?


—No, qué va.


—Es como esperar que caiga el chaparrón, ¿verdad?


—Algo así —Paula lo miró con curiosidad—. Esto se te da bien, ¿no?


—Es más fácil para mí. Mis respuestas no están empañadas por la emoción.


A punto de decir que era por eso por lo que él no se molestaba con las emociones, se detuvo. Empezaba a sospechar que no era falta de emoción lo que lo hacía mostrarse tan frío sino su miedo de perderla.


—Es más que eso, Pedro. Pareces saber lo que siente Daniela.


—Tengo una hermana.


—¿Sólo por eso? —Paula sonrió—. Yo estoy intentando recordar nuestra infancia, cuando éramos una especie de familia.


—No culpas a tu madre por lo que pasó, ¿verdad?


—No, qué va. Ella intentaba protegernos. Y era mi madre. El amor incondicional es una cosa entre padres e hijos.


Algo que ella anhelaba, algo que un hijo le habría dado. Que creía que su hermana podría darle y recibir, algo precioso que la haría olvidar todo lo demás.


—El padre de Daniela era un jugador compulsivo. Estaba endeudado hasta el cuello e hipotecó la casa de mi madre sin que ella lo supiera. Pidió dinero prestado a unos mañosos y luego desapareció… mi madre nunca vio las cartas del banco, nunca supo nada hasta que fue demasiado tarde.


—¿Qué pasó?


—Nos quitaron la casa, pero los matones nos encontraron y la amenazaron poniendo un cuchillo en el cuello de Daniela, exigiendo el dinero…


—¿Por qué no acudió a la policía?


—Los matones hicieron una gráfica descripción de lo que le harían a sus hijas si no pagaba.


Pedro apretó su mano.


—Lo siento mucho, Paula.


—Mi madre guardó todo lo que pudo y salimos huyendo. Estuvimos así durante cuatro años.


—¿Cuatro años? ¿Cuatro años viviendo en la calle?


—Algo dentro de mi madre se rompió,Pedro. Se suponía que mi padre era el malo, no el padre de Daniela. Se emborrachaba, la pegaba, pero una noche se cayó al río… o lo tiraron y se ahogó. El padre de Daniela parecía una buena persona, pero resultó aún peor. Y cuando todo se le vino encima no fue capaz de rehacer su vida.


—¿Y Daniela quiere encontrar a ese hombre?


—Amor incondicional —repitió Paula—. Se le da a los padres buenos y a los malos.


—No siempre —dijo él—. Si no sabes lo que es el amor, si no lo has sabido nunca…


Pedro sabía que comparar su historia con la de Paula y Daniela era patético. Pero ella había desnudado su alma y merecía lo mismo. La verdad, toda la verdad. Porque, como Paula, él había vivido una mentira, se había escondido tras una fachada aparentemente perfecta. El hombre que lo tenía todo, incluyendo a la reina de corazones, Paula Chaves.


Pues ya estaba harto. Paula había sido tan valiente como para enfrentarse con su pasado y él debía hacer lo mismo. Y si alguien era capaz de entenderlo, ésa era su mujer.


—Mis padres no se querían y, desde luego, no nos querían a nosotros.


Paula había arrugado el ceño, confusa.


—Pero yo pensé… que lo habíais tenido todo. Las maravillosas vacaciones en Francia, en Italia… Te he oído hablar con Miranda de ello.


—¿Nos has oído alguna vez mencionar a nuestros padres?


—No, pero… no, supongo que no.


—Apenas los conocíamos. Ninguno de los dos quería molestarse con nosotros, incluso teniendo una niñera que hacía el trabajo sucio. Nos enviaron a un internado en cuanto les fue posible. Y nuestros abuelos no eran diferentes. En casa ni siquiera podíamos formar parte de la decoración.


—No tenía ni idea…


—No, en fin, parece que los dos teníamos cosas de las que no queríamos hablar. O no queríamos recordar.


—Las vacaciones, ¿con quién las pasabais?


—Cada año nos dejaban con una familia diferente que cuidaba de nosotros mientras ellos se dedicaban a sus asuntos. Estábamos llegando a una edad en la que podríamos haber resultado interesantes para ellos cuando se ahogaron en un accidente. Qué hacían en el mismo yate sigue siendo un misterio para mí.


—Lo siento.


—No lo sientas. Algunas de las familias eran maravillosas. Y algunos veranos. Esos son de los que hablamos Miranda y yo.


—¿Y el resto?


—Sobrevivíamos hasta que nos llevaban de vuelta al internado.


—¿Y también lo odiabais?


—Odiar es una palabra muy fuerte. Pero en un internado no hay calor, nadie que te dé un abrazo —murmuró Pedro.


Estaba apretando su mano con fuerza, como agarrándose a ella para no ahogarse. Y se obligó a sí mismo a soltarla, pero cuando iba a hacerlo Paula se levantó de la silla y él se levantó a su vez…


—No… —estaba diciendo cuando Paula lo abrazó.


Era tan suave, tan cálida… Había intentado no admitir sentimientos que lo romperían. Había construido una barrera para protegerse. No había querido acercarse porque sabía que, un día, ella dejaría de esperar lo que él no podía darle.


A sí mismo, un hijo…


Y, con un simple abrazo, Paula había hecho que todo el edificio temblase. De modo que se aferró a ella, sintiendo algo que sólo podían ser lágrimas asomando a sus ojos.


Paula se echó hacia atrás para mirarlo y levantó una mano para acariciar su mejilla.


—Vamos a casa, Pedro.


Su aroma lo envolvía como un bálsamo y la tentación de aceptar el consuelo que le ofrecía era tan grande… ¿Pero qué pasaría después?


—No puedo.


Apenas podía creer que hubiera dicho eso. Eso era lo que quería, tenerla de vuelta en sus brazos. Pero no podía. 


Había pensado que la amaba demasiado para dejarla ir. 


Ahora entendía la diferencia entre amar y necesitar. Él había visto el amor de cerca y no tenía nada que ver con necesitar a alguien sino con entregarse y sacrificarse, hacer lo que era mejor para la persona a la que amabas.


—No puedo —repitió.


Pedro volvió a sentarse, intentando ignorar la confusa mirada de rechazo de Paula, una mirada que conocía desde dentro.


—Pensé que podría. Pensé que lo tenía todo solucionado. Tú habías vuelto del Himalaya cambiada, decidida y cansada de tu vida anterior. Pensé que lo único que tenía que hacer era quedarme a tu lado, ayudarte, distraerte del vacío de nuestras vidas…


Pedro


—No, no me detengas. Tengo que decirlo. Tengo que contarte la verdad.


No deberían estar allí, en medio de un restaurante. Deberían estar solos, en un sitio tranquilo. Y, sin embargo, quizá aquello fuera mejor. Un lugar público donde había que contener las emociones.


—Pensé que… si encontrabas algo nuevo para llenar tu vida serías capaz de olvidar, que llegaría un momento en el que volverías a encontrar un sitio en mi vida y entonces todo sería como antes. Ordenado, predecible, seguro.


—¿Olvidar qué, Pedro?


—Que habías hecho un mal trato casándote conmigo. Que la seguridad sin amor, sin familia, sin… sin hijos nunca sería suficiente para alguien como tú. Yo te deseaba tanto… te necesitaba tanto. Quizá si hubiera entendido que tú necesitabas algo más habría tenido valor para marcharme. Te creí cuando dijiste que sólo buscabas seguridad en el matrimonio, o quizá estuviera desesperado por creerlo porque, de ese modo, no tenía que lidiar con mi conciencia. Por eso no te dije la verdad.


—¿Qué verdad? —preguntó Paula, pálida.


—Durante nuestra luna de miel, tú empezaste a hablar del futuro como si fuera algo real. De tener hijos… —Pedro levantó la mirada—. No puedo volver a casa contigo, Paula. No puedo ser el marido que tú necesitas. Sé… he sabido siempre que no puedo tener hijos.


—¿Por eso volvimos antes de nuestra luna de miel? ¿Por eso decidiste que durmiéramos en habitaciones distintas? ¿Porque pensabas que diría que no si lo supiera?


Él asintió.


—Debería habértelo dicho.


—Sí, deberías. Deberíamos habernos dicho muchas cosas el uno al otro, pero si me hubiera casado contigo sólo para tener hijos no habría soportado que me dejases sola durante nuestra luna de miel con el pretexto de una reunión urgente.


—¿Sabías que no era verdad?


—Se te da bien esconder tus sentimientos, pero ese día eras un libro abierto —sonrió Paula, con tristeza—. Sabía que no me amabas, pero después de la boda quise creer que podría haber un final feliz y cometí el error de compartirlo contigo. Al ver tu expresión supe que estaba equivocada…


—¿Y por qué no te fuiste?


Ella tragó saliva. ¿Marcharse? No. Debería haber luchado por ese matrimonio. Pero tenía tanto miedo de mostrarle lo que sentía, abrumada por aquella horrible casa, intimidada por su hermana…


—Tenía miedo. Tenía miedo de perderte.


—¿Y por qué te has ido ahora?


Entonces tuvo miedo, pero ya no lo tenía. Estaba luchando y estaba ganando… una nueva vida, una hermana. Quizá si fuera lo bastante valiente incluso podría tener el matrimonio que siempre había querido.


—Me marché porque me odiaba a mí misma por aceptar tus condiciones. Por esperar y esperar que un día despertases y… —Paula hizo un gesto con la mano, como si las palabras fueran demasiado difíciles— y me vieras. Que fueras el hombre al que conocí en nuestra luna de miel. Relajado, feliz…


—Fueron los días más felices de mi vida.


—Entonces ¿por qué? ¿Por qué no pudiste hablar conmigo?


—Tú no eras la única que tenía miedo, Pula. Eras la mujer más bella que había visto nunca… No, no hablo de tu aspecto físico, aunque también es verdad. Me refiero a otro tipo de belleza. Era tu calor, tu simpatía, tu vitalidad, una sonrisa que podía derretir un bloque de hielo. Pero siempre supe que esto no duraría.


—No te dejé porque no quisieras tener hijos, Pedro. Te dejé porque no podía soportar tu frialdad, tu distancia. No podía soportar la idea de despertar sola un día más… —Paula lo miró entonces, como si acabase de entender algo—. Lo hacías a propósito, ¿verdad? Lo hacías anticipando mi rechazo, preparándote para el dolor…


—Y no ha salido bien.


—Me has mantenido a distancia, Pedro.


—Y te he mentido, Paula. Hiciste bien en dejarme. Tú mereces algo mejor.


—La vida no tiene nada que ver con lo que uno merece o no. Si fuera así no habría niños muertos de hambre ni hombres para quienes tener un hijo siempre será un sueño imposible.


—Por favor, déjame fuera de tu lista de almas merecedoras —dijo Pedro, irónico.


—¿Por qué? Tú también has sufrido. ¿Qué te ha pasado, Pedro? ¿Estuviste enfermo de niño? ¿Cómo sabes que no puedes tener hijos?


Había esperado que no le preguntase eso. ¿Pero cómo sabía un hombre que era estéril?


—Hace diez años me hice una vasectomía.


Una vasectomía.


Paula se llevó una mano a la boca para contener un gemido mientras se levantaba para salir del restaurante.


Desesperada.


Pedro apareció a su lado mientras caminaba a ciegas entre la gente y, sin decir nada, le puso sobre los hombros el abrigo olvidado en el restaurante.


La ternura del gesto la pilló desprevenida. Angustiada, se dejó caer sobre un banco, con la cabeza apoyada en las rodillas.


Y lo terrible era que no tenía que preguntarle por qué lo había hecho. Era fácil de entender: los pecados de los padres. El miedo de haber heredado esa condición genética, de ser el padre frío y ausente de unos niños tan infelices como lo había sido él.


Entendía ahora por qué trabajaba tanto, su deseo de acumular riqueza y poder…


Pedro se sentó a su lado, sin tocarla y dijo, tanto para él como para ella:
—En ese momento me pareció lo más sensato.


Paula no levantó la mirada, pero alargó una mano. Y le pareció una eternidad hasta que sus dedos entraron en contacto con los suyos.


—Sospecho que estaba a punto de entrar en crisis. Miranda ya había pasado por eso; la anorexia, las relaciones con hombres que la rechazaban… acababa de ingresarla en una clínica.


—No tienes que explicármelo —dijo Paula—. De verdad, lo entiendo.


—¿Lo entiendes?


Sí, lo entendía.Pedro había pensado que estaba protegiendo a un niño que crecería sin un padre de verdad. Era como Miranda, como su hermana, como ella cuando tuvo demasiado miedo para decirle que se casaba con él no por sus millones sino porque lo amaba.


—Intenté que invirtieran el proceso cuando me di cuenta de lo que había hecho… cuando me di cuenta de lo que te había hecho a ti. Por eso me marché durante nuestra luna de miel.


—¿Habrías hecho eso por mí?


—Sí… habría hecho eso. Habría hecho cualquier cosa.


—Salvo decir las palabras.


—No sabía cómo hacerlo, Paula.


—Hay muchas maneras de mostrar amor,Pedro . Las palabras no son lo más importante.


El hecho era que no la había abandonado durante su luna de miel sólo para asistir a una reunión, sino para intentar invertir la vasectomía.


—Pensé que los dos habíamos conseguido lo que queríamos y entonces tú empezase a hablar de un futuro, de hijos y supe que… yo también quería eso. Pero me daba miedo admitirlo. Y creí que podría arreglarlo, que podríamos empezar otra vez. Pero tú no me esperaste.


No. Él había dicho que volvería, pero Paula pensó que no tenía sentido estar sola durante su luna de miel. Si hubiera esperado…


—Ninguno de los ha sido lo bastante valiente como para arriesgarlo todo por algo tan peligroso como el amor.


Pedro asintió con la cabeza.


—Fui a hablar con el médico que me había hecho la vasectomía para suplicarle que hiciera un milagro, pero…


—Lo siento mucho…


Él hizo un gesto, como rechazando su compasión.


Y Paula nunca se había sentido más inútil.


—No puedo decir que no me lo advirtiera cuando me la hice. El médico no quería, me advirtió que podría cambiar de opinión más adelante y entonces sería demasiado tarde… sólo aceptó cuando le dejé claro que si no me la hacía él, acudiría a otro médico porque estaba decidido —Pedro se miró las manos—. Cuando pensé que Daniela era tu hija, cuando pensé que tendrías la oportunidad de ser madre, me pareció un regalo del cielo. El milagro que yo había esperado.


—¿Una adolescente problemática? —Paula consiguió sonreír—. No es ésa mi idea de un milagro.


—Pero habría sido tu adolescente problemática. Nuestra adolescente problemática —dijo él entonces.


Y Paula pensó que se le rompía el corazón.


—No es mi hija, Pedro, pero sigue necesitándonos. Si no hubiera sido por ti… ¿te he dado las gracias por lo que has hecho?


—No, por favor, no me des las gracias.


—Daniela nos necesita. No solo a mí, sino a ti. Necesita un hombre decente en su vida. Y luego está su hijo… dentro de siete meses habrá un niño por ahí que necesitará un tío y una tía que lo mimen.


—No seas amable conmigo, Paula. No finjas que esto no te importa porque yo sé que te importa. Vi tu cara cuando me dijiste que Daniela estaba esperando un niño…


—Es mi hermana, me hace ilusión por ella —lo interrumpió Paula —. Y tengo que irme, Pedro. Daniela se preguntará dónde estoy.


—Eres una adulta —le recordó él—. Daniela tiene que aprender a confiar en ti… cuando tienes una cita.


Y así, de repente, el tono de la conversación cambió por completo.


—¿Esto es una cita?


—Estamos sentados en un banco, de la mano. La última vez que hicimos eso…


No terminó la frase, pero la memoria de Paula completó lo que faltaba. La última vez había sido la primera vez. Ella hablaba con alguien sobre el evento benéfico en el que estaban participando y algo hizo que volviese la cabeza. Fue la invitación que Pedro necesitaba para acercarse y ofrecerle su mano.


Pedro Alfonso —se había presentado.


—Paula Chaves —había contestado ella.


Y eso fue todo. Él era un multimillonario adicto al trabajo, ella una celebridad de televisión; sus vidas eran de conocimiento público y no era necesario decir más. Pedro, sin soltar su mano, la sacó de la sala para llevarla al jardín, bordeando un lago, hasta que encontró el lugar perfecto. Y se sentaron en un banco, de la mano.


—Me acuerdo —le dijo, su voz ronca de pena por lo que habían perdido. ¿Sería demasiado tarde? ¿Podrían recuperar aquel momento? ¿Empezar otra vez?, se preguntó—. ¿Te acuerdas de lo que pasó después?


Estaban en el mercado de Camden, lleno de ruido y de gente, pero Pedro se hallaba en otro sitio; en el silencio de una noche de verano con una mujer preciosa que, como él, había reconocido el momento por lo que era. Para quien las palabras no tenían importancia.


—¿Te acuerdas? —volvió a preguntar Paula.


Pedro lo recordaba, cada roce, cada mirada. El brillo de sus ojos, la suave e invitadora boca esperando que diera un paso fuera del vacío emocional en el que se había aprisionado a sí mismo.


Y levantó una mano para tocar su pelo, como había hecho entonces.


—¿Te he dicho que me gusta tu nuevo estilo? ¿Que estás preciosa?


Paula no contestó, como si supiera que estaba hablando más consigo mismo que con ella.


—Mírame.


Cuando levantó la cabeza, Pedro la besó… sólo fue un roce de sus labios pero era más profundo, más importante que un beso cargado de pasión. Decía, como había dicho entonces, todo lo que no podía poner en palabras.


—Te acuerdas —dijo Paula.


—¿Cómo iba a olvidarme?


Un beso. Un viaje en taxi. El baile sensual de un hombre y una mujer haciendo el amor por primera vez, cada caricia despertando algo raro, nuevo. Cada beso una promesa.


—Me llevaste a casa —dijo, levantándose y tomándolo por la cintura para llevarlo hacia su apartamento—. Y te quedaste… hasta las cuatro de la mañana, cuando sonó mi despertador.


—Me acuerdo. Pero no es por eso…


—Lo sé. Sé que no es por eso por lo que quisiste que durmiéramos en habitaciones separadas.


—Si te hubiera querido, si te hubiera querido de verdad me habría ido entonces.


En lugar de eso la engañó. Y se engañó a sí mismo. 


Protegiéndose para el momento en el que ella viera su matrimonio por lo que era: un engaño. Pero cuando ocurrió lo que más temía descubrió que no había manera de protegerse a sí mismo del amor que sentía por Paula Chaves. Que no podía vivir sin ella.


—No seas tan duro contigo mismo.


—¿Por qué no?


Cuando llegaron al portal le dio las llaves para que abriese, como una invitación. Y luego, sin decir nada, subió al segundo piso.


Había llamado al timbre cuando Pedro se reunió con ella.


—Daniela no está —dijo Paula, apartándose para que abriese la puerta. Y, una vez dentro, dejó su bolso sobre la mesita del pasillo antes de echarle los brazos al cuello.


—Paula…


Había pronunciado su nombre de esa misma forma la primera vez. Entonces había sido una advertencia de que, una vez dentro, no habría marcha atrás. Ahora era más complejo.


Estaba loco de deseo y, en aquel momento, Pedro estaba seguro de que ella lo deseaba. Pero era simple necesidad, el consuelo que los dos necesitaban. Después, nada habría cambiado.


—No puedo. No está bien.


—Miénteme, Pedro —murmuró Paula—. Abrázame —y, por primera vez desde que la conoció, las lágrimas que brillaban en sus ojos rodaron por su rostro—. Por favor. Estoy tan cansada. No puedo dormir, pero si tú me abrazas, sólo un rato…


Negárselo era imposible. Pedro le quitó el abrigo, colgándolo en el perchero al lado del suyo, y tomó su mano para llevarla al dormitorio, desnudándola despacio como había hecho tantas veces. Cada botón, cada cremallera, cada roce de su cálida piel era una dulce tortura. Cuando estaba desnuda, apartó la colcha y la tumbó sobre las sábanas. Luego, entendiendo su necesidad de tenerlo cerca, empezó a desnudarse.


Aquello era nuevo, diferente, más importante de lo que podía imaginar.


Por primera vez en tres años estaba a punto de compartir la cama con su mujer sin hacerle el amor.


O quizá sí. Porque eso era lo que hacía cuando la apretó contra su pecho, besando suavemente su hombro, susurrando palabras de consuelo, palabras de amor que salieron de algún sitio escondido en su corazón donde las había guardado porque no las necesitaba en su antigua vida.


Aquello era el amor; compartir, estar ahí para alguien cuando lo necesitaba, algo de lo que había estado huyendo toda su vida.


Pedro apoyó la cara en la curva de su cuello, respirando el aroma a vainilla, a rosa. A algo más oscuro, más potente que despertaba su pasión.


Había imaginado que tendría que luchar contra el deseo que sentía por ella, hacer ecuaciones y raíces cuadradas en su cabeza para distraerse, pero no fue así. Aquello no era por él, era por Paula. Estaba devolviéndole todo lo que ella le había dado.


Y saciando su deseo de una manera totalmente diferente que trascendía lo puramente físico; aquella intimidad, sólo abrazarla, consolarla, lo satisfacía como no lo había hecho nada, nunca. 


Y cerró los ojos.






viernes, 3 de julio de 2015

MI ERROR: CAPITULO 17




El edificio era una vieja casa de cinco pisos en un barrio deteriorado, con las ventanas tapadas por tablones de madera.


Pedro había seguido a la chica a pie. Daniela iba con la cabeza baja, sin mirar a ningún lado salvo cuando entró en la casa por la parte trasera, y no detectó su presencia.


Había sido un alivio que Paula le pidiera que fuese con ella.


 Incluso se sentía extrañamente agradecido a Daniela porque, sin quererlo, los había unido aún más. Sólo por eso, haría lo que pudiese por ella.


—Deberías esperar aquí —sugirió. A saber lo que iban a encontrar.


—No, prefiero subir —dijo Paula—. Uf, qué horror. Esto huele fatal.


—Ten cuidado… hay cristales en el suelo —le advirtió él, encendiendo una linterna.


—Daniela no puede quedarse aquí, Pedro. Está sucio, húmedo… ¿a qué huele?


—A moho —contestó él—. Pero si quiere quedarse aquí no podrás hacer nada.


—¿Quieres apostar algo?


—Si la sacamos de aquí a la fuerza se irá a otro sitio… y es posible que no podamos encontrarla.


—Según tú, volvería a buscarme.


—No, ya no.


No después de haberle robado.


—Tenemos que hacer algo —insistió Paula—. Está embarazada,Pedro.


Había algo en su voz, algo más que el miedo a perder a su hermana… un anhelo que lo golpeó directamente en el corazón.


—¿Te lo ha dicho ella? Porque yo estoy seguro de que sufre anorexia —contestó Pedro. Cuando Paula se volvió para mirarlo, sorprendida, se encogió de hombros. En fin, ella no era la única que estaba desvelando secretos—. Miranda.


—Ah.


Nunca se lo había dicho, nunca había compartido esa pesadilla con nadie. Era el secreto de su hermana, pero Paula asintió como si fuera toda la explicación que necesitaba. Habían empezado aquel matrimonio como una página en blanco, sin recuerdos, sin problemas, pero la vida no era así. Estaba la familia, el pasado…


Uno no podía escapar de lo que era.


—Me lo contó la enfermera en el hospital —dijo Paula entonces—. Está embarazada y tiene que vivir en un sitio seguro. Tiene que vivir conmigo.


—¿Le has pedido que se quede en tu casa?


—Sí, pero no aceptó —contestó ella—. Tengo que convencerla, Pedro. Aquí podría pasarle cualquier cosa.


—No te preocupes. Le haremos una invitación que no podrá rechazar.


—¿Qué vas a hacer? No pensarás ofrecerle dinero otra vez, ¿verdad?


—Confía en mí, Paula. Ven —dijo él, tomando su mano.


Se abrieron paso entre un montón de basura, siguiendo un camino marcado por huellas que llevaba al piso de arriba. 


Daniela había convertido una de las habitaciones en algo parecido a un nido, juntando muebles viejos y trozos de moqueta.


No había electricidad, pero algo de luz se colaba a través del sucio cristal de la ventana. Suficiente para verla sentada en el suelo, rodeada de tarjetas de crédito, dinero, la gargantilla de perlas…


Y la alianza que Pedro había puesto en su dedo.


No le había dicho que Daniela también se había llevado la alianza, pero él lo supo cuando abrió el cajón y se llevó una mano al estómago.


Paula se acercó a su hermana.


—Ven conmigo, Daniela. Ven a casa.


—Vete. ¡No te necesito!


—Por favor, Daniela, deja que cuide de ti. Hazlo por tu niño.


—No te necesito —repitió su hermana obstinadamente—. No te quiero en mi vida.


Lo decía de forma vehemente, pero Pedro reconoció una desesperada necesidad en su voz. La chica había robado a Paula para instigar su rechazo, para mantener el control. Para no arriesgarse a ser rechazada.


Pedro había pasado por eso cuando Miranda tomó un camino de autodestrucción y sabía lo duro que debía de ser para Paula. Y era duro para él verla sufrir así.


—Tú eliges, Daniela —le dijo, inclinándose para tomar una de las tarjetas—. O vas a casa de tu hermana o llamo a la policía.


Paula contuvo el aliento pero, al ver un brillo de complicidad en sus ojos, entendió lo que estaba haciendo.


—Lo siento, pero no solo te has llevado mis cosas. Algunas de las tarjetas eran de una cuenta conjunta… y he tenido que llamarlo —dijo Paula.


—No he hecho nada con ellas —protestó Daniela.


—Ve a casa con Paula y olvidaremos lo que ha pasado.


La joven se levantó, metió las manos en los bolsillos de la cazadora y se dirigió a la escalera. Al ver que no la seguían, se volvió.


—¿Qué?


—¿No olvidas algo? —preguntó Pedro, señalando el botín, que seguía en el suelo.


Daniela recogió las tarjetas, la gargantilla y el dinero y luego miró alrededor.


—Había un anillo. Estaba ahí, lo he visto hace un momento.


Casi se sentía orgulloso de ella. Había esperado que no dijese nada sobre la alianza.


—No te preocupes, lo tengo yo —dijo, abriendo la mano. Y luego tomó la de Paula para ponerlo en su dedo—. Creo que estará mejor aquí.


Al sentir el peso de la alianza, Paula recordó el momento en que Pedro lo puso en su dedo, cómo la había emocionado, lo feliz que había sido en ese instante…


—No volveré a perderlo —le prometió en un susurro. Y, por un momento, fue como si estuvieran de vuelta en aquella playa, con una vida llena de posibilidades frente a ellos. Pero no podía ser. No podía volverse atrás—. Bueno, ¿a qué estamos esperando?


—¿No quieres esto? —preguntó Daniela, ofreciéndole las cosas que había robado.


—Guárdatelas en el bolsillo. Ya hablaremos al llegar a casa.


—Os acompaño —se ofreció Pedro.


—No. Daniela y yo vamos a ir dando un paseo por el mercado.


—¿Estás segura?


—Estoy segura. Pero gracias —sonrió Paula, tocando su brazo—. Llámame.