sábado, 4 de diciembre de 2021

LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 30

 


—Mamá, ¿por qué no puedo ir a ver a Pepe?


Paula se mordió la lengua para no gritar. Su hija le había repetido aquella pregunta muchas veces y se sentía irritada y de mal humor.


—Porque estoy ocupada con la tienda.


—¿Y por qué no puede venir él a verme a mí?


Su madre se quedó un momento confusa.


—Bueno, supongo que él también estará ocupado.


—¿En qué trabaja?


—Hace figuras de madera, creo —dijo de modo evasivo.


Pero sabía que pronto tendría que decirle la verdad a su hija. Y tendría que hacerlo antes del día de Navidad, porque él no aparecería entonces.


Se estremeció y sintió una punzada de dolor en el pecho. Lo echaba tanto de menos que el dolor parecía no remitir nunca. Sólo habían pasado tres días desde que la rechazó, pero a ella le habían parecido una eternidad.


Olivia no la ayudaba precisamente. No cesaba de hablar de Pepe y de Papá Noel.


—¿Por qué no puede ser Pepe mi papá? —preguntó la niña.


Paula temió que el corazón le iba a estallar.


—¿No podemos hablar de esto más tarde? —preguntó—. Además, tenemos que estar en tu fiesta dentro de veinte minutos.




LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 29

 


Pedro se disponía a acompañar a Marcos Helm, su jefe de la oficina de guardabosques, hasta su coche. Todavía no habían hablado del motivo principal de aquel encuentro. El visitante echó un vistazo a su alrededor y dijo:

—Debo admitir que esto parece un paraíso.


—Eso es muy relativo —sonrió Pedro.


—Bueno, parece un lugar muy pacífico.


—No hay otro lugar que me guste tanto.


Marcos golpeó un trozo de hielo con su bota y luego miró a su amigo.


—¿Qué diablos te ocurre? Para ser alguien que profesa amar la vida solitaria, te veo muy tenso.


—Me conoces demasiado bien, Marcos.


Habían llegado al porche frontal de la cabaña, pero en lugar de dirigirse hacia el coche, subieron los escalones y se sentaron en el columpio. Hacía un día hermoso, frío pero claro, y ambos se quedaron unos momentos en silencio.


—¿No crees que ya te has torturado demasiado?


—No es eso, aunque todavía me culpo por la muerte de Carlos y me culparé siempre.


—Bueno, si te gusta hacerte el mártir… Repetiré la pregunta. ¿Qué diablos te pasa?


—No podré volver a trabajar en los fuegos —repuso Pedro con tono inexpresivo.


—¿Te lo ha dicho el médico?


—Sí.


—Pues vuelve como supervisor de campo. El viejo Camilo se jubilará de la oficina de Ozark dentro de tres meses —suspiró—. Ya sé que no es eso lo que quieres hacer, pero…


—No, no lo es —repuso el otro, ceñudo—, ¿pero me dejarás tiempo para pensar en ello?


—Tómate todo el tiempo que necesites.


Marcos se puso en pie.


—Tengo que irme. Y a propósito, todavía no me has dicho por qué estás tan tenso.


—Y no pienso hacerlo.


El hombre sonrió.


—Siempre has sido muy terco, pero también el mejor en tu trabajo. Supongo que por eso te soporto.


—Vamos, márchate de aquí —ordenó Pedro, con rudeza, pero sonriente a su pesar.


Se quedó de pie y lo observó hasta que su camioneta desapareció por el camino. Luego volvió a sentarse en el columpio, pero no pudo quedarse mucho rato quieto. Su cuerpo y su mente se hallaban poseídos por demonios que insistían en atormentarlo. Era algo que le ocurría desde que dejara a Paula. Sin embargo, se aferraba a la idea de que le había hecho un favor.


Debería haber tenido más sentido común y no haber hecho el amor con ella. La gente que jugaba con los sentimientos se merecía sufrir luego. Su única alternativa era intentar olvidar a Paula y Olivia y continuar su vida como si nada hubiera cambiado.


Pero no era fácil. Los razonamientos no hacían nada por disminuir su tormento. Pensaba continuamente en aquella mujer y en lo maravilloso que era estar con ella. Había probado el paraíso y deseaba más.


Se levantó del columpio y un débil dolor en la pierna le hizo recordar su incapacidad. Sin embargo, podía trabajar. Marcos le había ofrecido un empleo, aunque no fuera el que deseaba. No podría volver a apagar incendios, pero al menos sí podía ofrecer a Paula una vida decente y…


Apartó sus pensamientos. Aunque quisiera acercarse a ella y decirle que había sido un estúpido, ella se negaría a verlo.


¿O no?


Unas gotas de sudor le cayeron por la frente. Se las limpió con el dorso de la mano mientras seguía pensando. ¿Por qué no volvía y le suplicaba que le perdonara? Si había una remota posibilidad de que ella accediera a verlo, tenía que aprovecharla.


En cuanto llegó a esa conclusión, se dejó llevar por un sentimiento de paz y la determinación de volver a intentarlo. Aquella vez haría todo lo posible por no estropearlo.



LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 28

 


—¿Está dormida?


—Sí, gracias a Dios —dijo ella, dejándose caer a su lado en el sofá.


Pedro no dijo nada, pero a la joven no le importó. Se sentía bien. Escuchó un rato el crepitar del fuego en la chimenea. Las luces parpadeantes del árbol de Navidad añadían más calidez al ambiente.


Si no hubiera estado tan consciente de la presencia del hombre a su lado, quizá hubiera cerrado los ojos y se hubiera dormido, pero no quería desperdiciar ni un momento del poco tiempo que pasaban juntos. Deseaba sentir los labios de él contra los suyos y sus brazos en torno a su cuerpo.


Pedro.


—¿Qué?


—Te he echado de menos —dijo con suavidad.


El hombre miró sus labios y luego sus pechos. Contrajo la mandíbula, pero no se acercó a ella. En lugar de eso, se puso en pie y se dirigió a la chimenea.


—¿Qué ocurre? —preguntó la joven.


Pedro se volvió y la miró largo rato, muy serio.


—¿Por qué me miras así? —preguntó ella, asustada.


—A partir de hoy, no volveré a veros ni a Olivia ni a ti.


Paula palideció.


—No puedes hablar en serio —musitó.


—Sí hablo en serio.


—Pero yo creía…


El hombre evitó su mirada.


—Estabas equivocada.


Paula se puso en pie de un salto y lo obligó a mirarla a los ojos.


—Ha pasado algo y quiero saber qué es.


—No insistas. Déjame ir.


—¡No! —repuso ella, enfadada—. Yo te quiero y tú lo sabes. ¿Por qué haces esto? —terminó, sollozando.


—Porque te mereces a alguien que no sea un tullido y que pueda darte más cosas que yo.


—¿Estás loco? No son tus piernas lo que amo, sino tú, lo que hay dentro de ti. No me importa que estés cojo.


El hombre la miró con frialdad.


—A mí sí.


—¿Sabes lo que creo?


Pedro no respondió.


—Te lo diré de todos modos —prosiguió ella, con fiereza—. Creo que te gusta estar solo para poder compadecerte a ti mismo.


—No sabes lo que yo creo.


—¿Es eso lo único que tienes que decir?


—Se acabó, Paula. Es lo único que hay que decir.


La joven sintió ganas de gritar, de abrazarlo, de suplicar, pero sabía que sus palabras caerían en oídos sordos. Se estremeció. Perdería el tiempo. Las cicatrices de él eran demasiado grandes. Se enderezó y dijo:

—Muy bien. Si eso es lo que deseas, vete. Pero quiero que sepas que creo que eres un cobarde, Pedro Alfonso, y que tienes razón, estaré mejor sin ti.


El hombre la miró un momento, inexpresivo, y luego avanzó lentamente hasta la puerta.


Cuando se quedó sola, se sujetó el estómago. Todos sus sueños acababan de hacerse pedazos a su alrededor y ella no podía hacer nada al respecto.


Pero no se derrumbaría. No podía permitirse ese lujo. Tenía que pensar en Olivia. Recordó el paquete que con tanto cariño preparara su hija y la invadió la tristeza. A la niña se le partiría el corazón.


Se sentó en el sofá, puso la cabeza entre las manos y se echó a llorar.




LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 27

 


Pedro cogió el libro de manos de Olivia y empezó a leer. Antes habían comido la cena que había preparado Paula, consistente en pavo ahumado, patatas hervidas, salsa, ensalada y tarta de manzana.


Cuando la cocina estuvo recogida, la niña insistió en ver las luces de Navidad. Subieron todos al Cherokee y pasaron casi una hora conduciendo por la ciudad.


En cuanto regresaron al apartamento, Paula entró directamente en la cocina y preparó un enorme cuenco de palomitas de maíz. Acababan de comérselas cuando Olivia se subió en las rodillas de Pedro con un libro en la mano.


Al verlos juntos, Paula sintió renacer su confianza. Había tenido la impresión durante la tarde de que había algo diferente en él, pero lo achacó a su imaginación. Era evidente que las quería a las dos. Algunas personas tenían dificultad a la hora de expresar sus sentimientos en palabras y él debía ser uno de ellos. Tendría que ser paciente y confiar en que él acabaría por decidirse y juntos formarían una familia.


—Es hora de irse a la cama —le dijo a su hija—. Dale a Pepe un beso de buenas noches.


—¡Oh, mamá!


—Haz lo que te dice tu madre —intervino él, señalándose la mejilla—. Dame un beso.


Olivia sonrió y obedeció. Después se bajó del sofá y siguió a su madre fuera de la habitación.




LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 26

 


Los días que siguieron a la caída de Olivia, fueron de verdadera locura. Los ciudadanos más ancianos declararon que nunca habían visto tantos turistas en la ciudad. Paula no se quejaba. Turistas significaban dinero y, puesto que la mayoría de sus ganancias anuales se producían durante ese período de vacaciones, tenía que aprovecharse de ello. El problema era que le quedaba poco tiempo para Pedro. El hombre había pasado a verla varias veces y hasta se había llevado a Olivia a su casa una tarde a jugar con Moro.


Su pierna estaba mejor, aunque parecía cojear más. Paula le había preguntado por ella en una ocasión, pero sintió que él no deseaba hablar del tema, así que no insistió.


Había decidido tomarse la tarde libre. Tanto Solange como Pamela habían insistido en ello. Había pasado unas horas comprando regalos con su hija y había invitado a Pedro a cenar. Tenía planes para los dos una vez que se hubiera acostado la niña. Se moría de ganas de volver a hacer el amor con él, de sentir su cuerpo musculoso contra el de ella.


—Mamá, ¿quieres ver lo que le hemos comprado a Pepe?


—Pero si ya lo he visto.


—Vamos a verlo otra vez.


Paula sonrió.


—De acuerdo, pero luego tengo que preparar la cena.


Olivia la precedió hasta el dormitorio, donde estaban los regalos de Pedro en la cama, esperando a ser envueltos. La niña le había elegido un pequeño cuadro de un águila. La elección de Paula era más tradicional; le había comprado un jersey de punto del mismo color que sus ojos.


—¿Cuándo podemos envolverlos? —preguntó la pequeña.


—¿Por qué no ahora mismo?


—De acuerdo.





LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 25

 

Pedro estaba de pie delante de la ventana contemplando el suelo cubierto de nieve. Desde el último piso del edificio de consultas médicas, podía ver el parque de abajo.


—Siento haberle hecho esperar —dijo el doctor Hernán Stewart, sentándose en su mesa.


—No importa.


—Siéntese, señor Alfonso.


—Prefiero estar de pie, si no le importa.


—Como prefiera.


—¿Cuál es el veredicto, doctor?


—Primero permítame que le pregunte por qué no volvió usted al especialista que lo trató en Houston. Es uno de los mejores.


Pedro se encogió de hombros.


—Presentía que ya había hecho todo lo que podía.


—¿Y espera usted que yo pueda hacer más?


Pedro volvió a encogerse de hombros.


—No lo sé. ¿Puede hacerlo?


—No —lo miró a los ojos—. No esperaba usted que lo hiciera, ¿verdad?


—Sí y no.


—Desgraciadamente, no hay curas milagrosas para una herida como la suya. Cuando está dañado el músculo además del hueso, lo único que puede ayudar es la terapia.


—Ya la he probado y no ha dado mucho resultado.


—Entonces me temo que tendrá que aprender a vivir así.


—Oh, puedo vivir así, doctor —dijo Pedro, con voz tensa—. Ese no es el problema. Lo que quiero es volver a mi trabajo. A apagar fuegos. Ese es el problema.


El doctor Stewart no vaciló.


—Lo siento, pero eso no va a ser posible.


—Bueno, supongo que esto es todo —se acercó a la mesa y le tendió la mano—. Gracias por su tiempo, doctor.


—Lo siento.


—Sí. Yo también.





LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 24

 


Poco rato después, Pedro aparcaba el Cherokee delante de la casa. Los dos salieron del coche al mismo tiempo. Mariana Holt estaba de pie esperándolos.


—¡Oh, Paula! ¡Lo siento tanto!


—Dime qué ha pasado —gritó la joven.


—Estábamos jugando al escondite —musitó la mujer, sollozando.


—Continúa.


—Y encontramos a todos excepto a Olivia. No sabemos dónde puede haberse metido.


Pedro murmuró un juramento.


—Vamos —musitó—. Muéstrenos el lugar donde vieron a la niña por última vez. No hay tiempo que perder —miró al cielo—. Se espera otra tormenta de nieve esta noche y no creo que vaya a tardar mucho.


Paula siguió la mirada de él con sus ojos y el estómago se le contrajo. Pedro le cogió la mano. Habían recorrido la mitad del patio cuando, en la esquina de la casa, apareció una figura agitando los brazos.


—La he encontrado —gritó una mujer—. Se ha caído en un barranco.


Los tres adultos echaron a correr hacia ella.


—¿Dónde? —preguntó Paula.


—Por ahí.


—¡Oh, Dios mío!


Paula la apartó a un lado y siguió corriendo en la dirección indicada.


—Creo que está bien —dijo la mujer—, al menos, por lo que he podido ver.


—Démonos prisa —gritó Pedro, tomando el mando.


Oyeron a Paula antes de poder verla.


—Mami.


Aquel gemido lastimoso le dolió a Paula hasta el punto de creer que iba a desmayarse. Pero no lo hizo. Su hija la necesitaba y no podía fallarle.


La mujer que los guiaba se apartó y la joven y Pedro se arrodillaron en la parte superior del barranco y miraron hacia abajo. La niña estaba sentada en el fondo con las mejillas llenas de lágrimas.


—Mamá.


—Estoy aquí, cariño. ¿Te encuentras bien?


—Me he caído.


Paula hizo un esfuerzo por reprimir las lágrimas.


—Ya lo sé. Dile a mamá si estás herida.


—Mamá —volvió a gemir la niña.


Paula se volvió hacia Pedro.


—Hola, jovencita —dijo él, con voz segura.


Su tono de voz cortó los sollozos de Olivia. Tendió sus bracitos.


—Pepe, ven a sacarme.


—Ya voy, cariño. Tú agárrate fuerte, ¿vale?


Paula lo miró y vio la determinación en su cara. Estaba decidido a rescatar a Olivia y sabía que no podía impedírselo. Sin embargo, ella temía por los dos.


—Ten cuidado —suplicó, observando la pendiente. La capa superior de nieve se había convertido en hielo.


Pedro asintió y se agarró al arbusto más cercano. Empezó a bajar con cuidado. La joven lo miraba sin poder contener su ansiedad. ¿Y si se hacía daño?


El hombre no vaciló. Estaba ya a mitad de camino cuando su pierna herida cedió y cayó sobre ella.


Paula suprimió un grito.


Pedro lanzó un juramento al tiempo que intentaba recuperar el equilibrio.


—¿Te encuentras bien?


—Sí. Es la pierna mala —dijo.


Su rostro estaba gris y sus ojos parecían hundidos. No podía moverse. Se sentía frustrado por su propia insuficiencia.


Paula sintió una oleada de pánico, pero la ignoró.


—No te muevas. Ya voy.


Pedro volvió a maldecir.


La joven respiró hondo y luego recorrió el camino que había andado él. Cuando llegó hasta él, estaba tumbado en la nieve, con el rostro contraído por el dolor.


—Voy a buscar a Olivia y luego te ayudaré a ti.


El hombre movió la cabeza enfadado.


—Olvídate de mí. Cógela a ella.


Los minutos siguientes pasaron como en una niebla. A Paula le pareció que cada paso duraba una hora. Al final llegó hasta su hija.


—Oh, querida, querida —murmuró, abrazándola.


—Mamá —suspiró Olivia.


Paula lloró de alegría abrazando a su hija. Cuando pudo recuperar el control de sus emociones se puso en pie y miró hacia arriba. Mariana se había atado una cuerda a la cintura y, con la ayuda de la otra mujer, estaba ya a mitad del barranco.


Con su ayuda, Paula llevó a Olivia arriba y luego se concentró en ayudar a Pedro, que había conseguido ponerse en pie. Con los dientes apretados, se apoyó en la cuerda y consiguió subir también hasta arriba.


—Atiende a Olivia —dijo, apoyándose contra un árbol.


A pesar de lo impresionante de la caída, la niña no estaba gravemente herida. Sólo tenía unos rasguños en las mejillas y las piernas. Paula lloró de alivio y luego miró a su alrededor. Las mujeres se habían retirado para dejarlas solas.


¿Dónde estaba Pedro? Volvió la cabeza. El hombre se había apartado del árbol y estaba de pie mirando al vacío. A Paula se le contrajo el estómago. Nunca había visto tanta desesperación en un rostro humano. Deseaba consolarlo, decirle que no importaba que no hubiera podido rescatar a Olivia, que ella lo amaba igual. Pero el miedo a empeorar las cosas si decía algo la mantuvo callada.


—Mamá —dijo Olivia—. Bájame.


—Está bien —la joven se tragó las lágrimas.


—Mamá, por favor, no llores.


—No puedo evitarlo, cariño.


—¿Dónde está Pepe?


—Está allí, de pie.


La niña se volvió en la dirección indicada y lo miró durante largo rato. Como si intuyera que algo no iba bien, se acercó a él y lo miró.


—¿Te duele la pierna?


El hombre la miró.


—Un poco.


—¿Quieres que te la frote, Pepe?


Pedro sonrió.


—Me gustaría mucho.


—Te dolerá menos, te lo prometo.


Paula los observó con ojos llenos de lágrimas y el corazón henchido de amor por la niña y el hombre. Sin embargo, tenía miedo de moverse por miedo a empezar a llorar y no ser capaz de parar.