Poco rato después, Pedro aparcaba el Cherokee delante de la casa. Los dos salieron del coche al mismo tiempo. Mariana Holt estaba de pie esperándolos.
—¡Oh, Paula! ¡Lo siento tanto!
—Dime qué ha pasado —gritó la joven.
—Estábamos jugando al escondite —musitó la mujer, sollozando.
—Continúa.
—Y encontramos a todos excepto a Olivia. No sabemos dónde puede haberse metido.
Pedro murmuró un juramento.
—Vamos —musitó—. Muéstrenos el lugar donde vieron a la niña por última vez. No hay tiempo que perder —miró al cielo—. Se espera otra tormenta de nieve esta noche y no creo que vaya a tardar mucho.
Paula siguió la mirada de él con sus ojos y el estómago se le contrajo. Pedro le cogió la mano. Habían recorrido la mitad del patio cuando, en la esquina de la casa, apareció una figura agitando los brazos.
—La he encontrado —gritó una mujer—. Se ha caído en un barranco.
Los tres adultos echaron a correr hacia ella.
—¿Dónde? —preguntó Paula.
—Por ahí.
—¡Oh, Dios mío!
Paula la apartó a un lado y siguió corriendo en la dirección indicada.
—Creo que está bien —dijo la mujer—, al menos, por lo que he podido ver.
—Démonos prisa —gritó Pedro, tomando el mando.
Oyeron a Paula antes de poder verla.
—Mami.
Aquel gemido lastimoso le dolió a Paula hasta el punto de creer que iba a desmayarse. Pero no lo hizo. Su hija la necesitaba y no podía fallarle.
La mujer que los guiaba se apartó y la joven y Pedro se arrodillaron en la parte superior del barranco y miraron hacia abajo. La niña estaba sentada en el fondo con las mejillas llenas de lágrimas.
—Mamá.
—Estoy aquí, cariño. ¿Te encuentras bien?
—Me he caído.
Paula hizo un esfuerzo por reprimir las lágrimas.
—Ya lo sé. Dile a mamá si estás herida.
—Mamá —volvió a gemir la niña.
Paula se volvió hacia Pedro.
—Hola, jovencita —dijo él, con voz segura.
Su tono de voz cortó los sollozos de Olivia. Tendió sus bracitos.
—Pepe, ven a sacarme.
—Ya voy, cariño. Tú agárrate fuerte, ¿vale?
Paula lo miró y vio la determinación en su cara. Estaba decidido a rescatar a Olivia y sabía que no podía impedírselo. Sin embargo, ella temía por los dos.
—Ten cuidado —suplicó, observando la pendiente. La capa superior de nieve se había convertido en hielo.
Pedro asintió y se agarró al arbusto más cercano. Empezó a bajar con cuidado. La joven lo miraba sin poder contener su ansiedad. ¿Y si se hacía daño?
El hombre no vaciló. Estaba ya a mitad de camino cuando su pierna herida cedió y cayó sobre ella.
Paula suprimió un grito.
Pedro lanzó un juramento al tiempo que intentaba recuperar el equilibrio.
—¿Te encuentras bien?
—Sí. Es la pierna mala —dijo.
Su rostro estaba gris y sus ojos parecían hundidos. No podía moverse. Se sentía frustrado por su propia insuficiencia.
Paula sintió una oleada de pánico, pero la ignoró.
—No te muevas. Ya voy.
Pedro volvió a maldecir.
La joven respiró hondo y luego recorrió el camino que había andado él. Cuando llegó hasta él, estaba tumbado en la nieve, con el rostro contraído por el dolor.
—Voy a buscar a Olivia y luego te ayudaré a ti.
El hombre movió la cabeza enfadado.
—Olvídate de mí. Cógela a ella.
Los minutos siguientes pasaron como en una niebla. A Paula le pareció que cada paso duraba una hora. Al final llegó hasta su hija.
—Oh, querida, querida —murmuró, abrazándola.
—Mamá —suspiró Olivia.
Paula lloró de alegría abrazando a su hija. Cuando pudo recuperar el control de sus emociones se puso en pie y miró hacia arriba. Mariana se había atado una cuerda a la cintura y, con la ayuda de la otra mujer, estaba ya a mitad del barranco.
Con su ayuda, Paula llevó a Olivia arriba y luego se concentró en ayudar a Pedro, que había conseguido ponerse en pie. Con los dientes apretados, se apoyó en la cuerda y consiguió subir también hasta arriba.
—Atiende a Olivia —dijo, apoyándose contra un árbol.
A pesar de lo impresionante de la caída, la niña no estaba gravemente herida. Sólo tenía unos rasguños en las mejillas y las piernas. Paula lloró de alivio y luego miró a su alrededor. Las mujeres se habían retirado para dejarlas solas.
¿Dónde estaba Pedro? Volvió la cabeza. El hombre se había apartado del árbol y estaba de pie mirando al vacío. A Paula se le contrajo el estómago. Nunca había visto tanta desesperación en un rostro humano. Deseaba consolarlo, decirle que no importaba que no hubiera podido rescatar a Olivia, que ella lo amaba igual. Pero el miedo a empeorar las cosas si decía algo la mantuvo callada.
—Mamá —dijo Olivia—. Bájame.
—Está bien —la joven se tragó las lágrimas.
—Mamá, por favor, no llores.
—No puedo evitarlo, cariño.
—¿Dónde está Pepe?
—Está allí, de pie.
La niña se volvió en la dirección indicada y lo miró durante largo rato. Como si intuyera que algo no iba bien, se acercó a él y lo miró.
—¿Te duele la pierna?
El hombre la miró.
—Un poco.
—¿Quieres que te la frote, Pepe?
Pedro sonrió.
—Me gustaría mucho.
—Te dolerá menos, te lo prometo.
Paula los observó con ojos llenos de lágrimas y el corazón henchido de amor por la niña y el hombre. Sin embargo, tenía miedo de moverse por miedo a empezar a llorar y no ser capaz de parar.