sábado, 4 de diciembre de 2021

LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 17

 


—Bueno, ¿Qué os parece? ¿Es bonito?


Olivia miró el cedro que tenía delante.


—Es el árbol más bonito que he tenido nunca.


—Yo también.


Paula intentó mantener su tono tranquilo, pero no lo consiguió. No sólo el árbol estaba fantástico, decorado con sus bolas y luces rutilantes, sino que la tarde también había sido maravillosa.


Cuando llegaron a casa de Pedro, fueron inmediatamente al bosque, a ver algunos árboles que él había elegido previamente. De entre ellos, Olivia escogió su favorito.


Después, el hombre le tendió un hacha pequeña y le dijo que empezara a cortar. La niña se divirtió enormemente. Después de un rato, Pedro se unió a ella y juntos cortaron el árbol.


Paula los miraba en silencio. Tenía la garganta tan seca que no podía decir palabra.


Pero la magia no se había detenido allí. Después volvieron a la casa, donde comieron palomitas, bebieron cacao caliente y decoraron el árbol que, en aquel momento, contemplaban todos con orgullo. Sin embargo, todavía quedaba algo por hacer.


—¿Estás lista, preciosa? —preguntó Pedro.


Al ver a aquel hombre tan grande sujetar con tanta gentileza a la niña, los ojos de Paula se llenaron de lágrimas. ¡Si pudiera! Pero se dijo que debía olvidarlo. Él no estaba interesado en asumir la responsabilidad de una familia ya formada. Sin embargo, ella lo había visto observar a Olivia; y había descubierto cierto dolor y vulnerabilidad en su modo de mirarla. O quizá todo fuera obra de su imaginación porque ella deseaba tanto que las aceptara.


Cuando el ángel estuvo colocado en su sitio, Olivia pasó sus brazos en torno al cuello de Pedro y lo estrechó con fuerza.


—¿Verdad que es precioso?


El hombre le pellizcó la nariz.


—Sí que lo es, pero no tan bonito como tú.


Paula volvió a experimentar la misma sensación que en el bosque. No podía hablar ni moverse. Algo muy dulce llenaba su corazón.


Pedro dejó a la niña en el suelo y ella la cogió de la mano.


—Es hora de acostarse, señorita.


—¡Oh, mamá!


—Nada de protestas. Ha sido un día muy largo.


Olivia se frotó los ojos y luego se acercó a Pedro.


—¿Vendrás a darme las buenas noches?


—Por supuesto. Es decir, si no le importa a tu madre.


—Oh, no le importa. Recuerdo que una vez mi padre me leyó una historia.


Se hizo un silencio y los ojos de Paula se encontraron con los de él. Tenía la boca seca y le temblaban las piernas.


—¿Quieres que te lea yo una? —preguntó Pedro al fin, aunque su voz sonaba tensa.


—¡Sí! —exclamó la niña—. Mi favorita es Rudolph.


Paula, que no quería mirar al hombre por miedo a que él leyera sus emociones, cogió a Olivia de la mano.


—Vamos. Llamaremos a Pedro cuando estés acostada.




LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 16

 


—¡Ay!


—Lo siento, cariño —le dijo Paula a su hija—, pero tienes que estarte quieta.


Olivia acababa de despertarse y su madre tenía que peinarla, ya que Solange iba a pasar a buscarla para llevarla a comer pizza con su hija, Melina, y otras amiguitas.


—Ya está.


La joven se apartó un poco para inspeccionar su trabajo. Los rizos de la niña eran ya lo bastante largos para poder sujetarlos en una coleta en la nuca.


—¿Estoy guapa, mamá?


Paula la abrazó.


—Estás preciosa.


Olivia se soltó de su abrazo, avanzó hacia la puerta y luego se detuvo y se volvió hacia su madre.


—¿Cuándo vas a poner el árbol?


La joven suspiró.


—Pronto. Te lo prometo. Pero tengo tanto trabajo en la tienda que no he tenido tiempo. ¿Qué te parece si vamos mañana por la tarde a buscar uno?


—Muy bien —Olivia se quedó un momento en silencio—. ¿Puede ayudarnos Pepe?


—No sé si querrá —repuso su madre.


La niña frunció el ceño.


—Estoy segura de que sí.


—Bueno, ya veremos.


En aquel momento sonó el timbre de la puerta de la librería y Olivia salió corriendo a ver si era Solange.


Paula dio un suspiro de alivio. No le agradaba mucho ver a su hija tan aferrada a Pedro. Al final sabía que acabaría sufriendo si él las rechazaba a las dos. Y sabía que aquello sólo era cuestión de tiempo. Pero, a pesar de ello, ella tampoco podía dejar de pensar en él y en su beso.


—Mamá, Solange y Melina ya están aquí.


La joven apartó a un lado sus pensamientos y entró en la tienda.


—¿Estás segura de que no te importa que me tomé la tarde libre? —le preguntó su amiga.


—Claro que no. Te lo mereces. Llevas semanas trabajando como un perro —señaló la puerta—. Marchaos ya. Pamela y yo nos las arreglaremos muy bien.


Paula había contratado a Pamela Riley, una estudiante universitaria, para el período de Navidad.


—Además, es domingo —añadió—. Cerraremos temprano.


Solange sonrió.


—Como tú digas. Tú eres el jefe.


Las horas siguientes pasaron muy deprisa. Pamela se hizo cargo del mostrador, donde demostraba poseer un auténtico don para convencer a la gente de que comprara. Siempre que entraba en la trastienda a coger una lámpara, Paula se sentía rejuvenecida. Aquella Navidad estaba resultando ser muy buena y probablemente podría ahorrar una buena cantidad para el primer pago del negocio.


Cuando llegaron las cinco, no sabía si se sentía más contenta que agotada o al revés. Sin embargo, no había trabajado tanto en las lámparas como había pensado. Había planeado terminar tres encargos y hacer luego algunas más para la tienda, pero su hija no tardaría en llegar y ya no podría hacer mucho.


—¿Paula? —preguntó Pamela.


La mujer levantó la vista de su trabajo.


—¿Ya es hora de que te vayas?


—Sí. Pero hay un hombre en la tienda que dice que quiere verte.


Paula frunció el ceño.


—¿Quién es?


—Ha dicho que se llama Pedro Alfonso.


La joven sintió un escalofrío, pero lo ignoró. Decidió tratarlo con la frialdad que se merecía.


—Hazle pasar y luego cierra la puerta —hizo un esfuerzo por sonreír—. Y gracias por lo de hoy. Has estado fantástica.


Al quedarse sola, intentó controlar sus emociones, pero Pedro no tardó en aparecer en el umbral y el verlo lo llenó de inesperado placer. El hombre pareció percibir su reacción positiva porque la miró un momento sorprendido y luego sonrió.


—Huele a Navidad —dijo.


—Quizá es porque es Navidad —repuso ella.


El hombre se volvió hacia la tienda.


—¿Has hecho tú todo eso? Las decoraciones, me refiero.


—Sí. Con ayuda de Solange, claro.


—¿Solange?


—Trabaja aquí media jornada.


—¿Es la que acaba de salir?


Paula negó con la cabeza.


—No, ésa es Pamela. Sólo trabajará durante las navidades. Solange se ha llevado a Olivia y a su hija a comer pizza.


—Ah, estaba a punto de preguntarte por mi amiguita —miró una vez más a su alrededor—. Me gusta tu tienda —dijo.


Paula se relajó un poco.


—La Navidad es mi época favorita del año. Me encanta celebrarla.


—Ya se nota.


En la tienda, además de un hermoso árbol navideño decorado con cintas de terciopelo rojo y bolas de satén, había también cestas con decoraciones de brillantes colores colocadas entre los libros y lámparas.


—Veo que no hay muérdago —dijo el hombre.


La joven sintió que se le contraía el estómago.


—No, no lo hay.


El hombre respiró hondo y le miró los labios. Por un momento, el recuerdo de su único beso los inundó a los dos. Luego él apartó la vista.


—Enséñame cómo haces las lámparas —pidió.


—Si te enseño cómo hago las lámparas, ¿me enseñarás tú cómo haces tus tallas de madera? —preguntó ella, con una sonrisa.


—Quizá —repuso él, con sequedad.


—Eso no me basta.


—Está bien. Lo haré.


La joven sonrió más abiertamente y señaló una pequeña lámina de cristal de colores que había en un estante situado delante de ella.


—Compro láminas de cristal de colores y luego corto trozos de distintos tamaños y formas.


—Ah, y después pegas el cristal a las formas.


—Exacto. Rodeo los bordes del cristal con cobre, sueldo las piezas juntas y luego cubro la parte superior del molde y después la inferior. Eso es todo.


Pedro se cruzó de brazos y se apoyó contra la mesa.


—Eso requiere mucho talento.


—Me temo que requiere más trabajo que talento.


—¿Por cuánto las vendes?


—Depende del tamaño y de los detalles del cristal. Todas valen más de cincuenta dólares. Pero algunas llegan a los doscientos —cogió una pequeña en forma de seta—. Esta, por ejemplo, cuesta ciento cincuenta dólares.


—Es exquisita, como tú —dijo él con un guiño.


Entonces sonó la puerta delantera al abrirse y Paula estuvo a punto de dar un salto.


—Ahí está Olivia —dijo, saliendo del cuarto.


Segundos después, volvía a entrar en la trastienda con la niña a su lado.


—Hola, Pepe—dijo la pequeña—. ¿Has venido a verme?


—Desde luego. He pensado que quizá tu madre y tú quisierais venir a mi casa, elegir un árbol y cortarlo.


Paula suspiró. ¿Así que aquél era el motivo de su visita? Se preguntó si llegaría alguna vez a comprender a aquel hombre. Desde luego, no iba a ser fácil.


—¡Guau! ¿Podemos ir, mamá?


—Cariño, no…


Se interrumpió al ver la expresión de Pedro. Tenía apretada la mandíbula y le pareció ver una sombra de dolor en sus ojos.


—Voy a coger mi abrigo —dijo.




LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 15

 


En los dos días siguientes, Paula estuvo ocupada vendiendo libros y lámparas como regalos de Navidad y decorando la casa y, en conjunto, se las arregló para no pensar mucho en Pedro.


Pero, cuando terminó de vestirse la tarde de la obra de Olivia, ya no pudo seguir apartándolo de sus pensamientos.


¡Maldición! Justo cuando pensaba que empezaba a entenderlo, le clavaba un puñal por la espalda. Se había puesto furioso cuando mencionó sus tallas. Pues, por lo que a ella respectaba, aquel payaso testarudo podía pudrirse para siempre en su soledad. No volvería a darle ocasión de que se mostrara grosero con ella.


Miró a su alrededor y luego salió de la estancia.


—Date prisa, Olivia —dijo, entrando en la cocina para desenchufar la cafetera.


—Ya me doy prisa, mamá.


Paula sonrió a su hija. Con aquel traje de ángel, estaba verdaderamente preciosa y angelical. Se echó a reír. Preciosa, sí era. Angelical, no.


—¿De qué te ríes, mamá?


—De nada, cariño. Tenemos que irnos ya o llegaremos tarde.


—Pero no estoy lista —gimió Olivia—. No encuentro mi bolso.


Paula se disponía a buscarlo cuando sonó el timbre de la puerta.


—Ya voy yo, mamá.


—No, iré yo. Tú busca tu bolso.


Corrió a la puerta y, al abrirla, se encontró con Pedro, ataviado con traje de vestir. Lo miró sorprendida.


—Creo que no me esperabas.


—Ah, no, es cierto.


—¿Puedo pasar?


La joven se hizo a un lado y él entró en la sala de estar.


—Hola, Pepe—dijo Olivia, corriendo hacia él.


El aludido sonrió.


—Estás preciosa.


—Mamá me dijo que no ibas a venir a ver mi obra.


—¿De verdad? —preguntó él, sonriendo con sorna—. Pues no es cierto. Sí que pensaba venir.


—Estupendo—aplaudió Olivia. Miró a su madre—. Mamá, estás debajo de la rama de muérdago. Eso significa que tienes que besar a Pepe.


Un silencio cubrió la habitación.


La joven sabía que su hija había estudiado las tradiciones navideñas en su guardería, pero eso no disminuyó el embarazo que sentía.


—Deprisa, mamá —la urgió la niña—. Tenemos que irnos.


Paula levantó la cabeza y, al hacerlo, vio la cara de Pedro muy cerca de la suya. Antes de que pudiera decir nada, él la besó en la boca. Ella se quedó tan atónita que no pudo decir nada. Abrió los labios y tropezó con la lengua de él. Sintió que le temblaban las rodillas, le aferró los hombros con fuerza y apretó su boca contra la de él.


Entonces él terminó el beso con la misma rapidez con que lo había empezado. Paula tragó saliva y lo miró. Vio que intentaba parecer calmado, pero unas gotas de sudor en su frente traicionaban aquella sensación.


—Será mejor que nos vayamos —musitó Olivia.


Sin mirarse, Paula y Pedro dieron la vuelta y salieron tras ella.




LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 14

 


Pedro y Paula se encontraron a medio camino entre la casa y el granero. Olivia se quedó más atrás buscando al perro.


La joven lo miró a los ojos, algo nerviosa.


—Espero que no te moleste que hayamos venido.


El hombre la miraba a su vez, incapaz de apartar los ojos de aquella boca que tan invitadora le parecía. Maldijo en silencio, haciendo un esfuerzo por recuperar su compostura, pero su corazón latía con violencia.


—Moro. Ven aquí, Moro —gritó la niña.


—Olivia quería ver al perro —explicó la joven, algo avergonzada.


Pedro miró a la pequeña.


—Probablemente es buena idea —dijo, con una calma que estaba muy lejos de sentir.


—No, no lo es —repuso Paula, cortante—. Ha sido una idea terrible.


Se volvió hacia su hija.


—Vamos, cariño, tenemos que irnos.


Contra su voluntad, Pedro se encontró suplicando:

—Por favor, no os vayáis.


—¿Estás seguro?


Sus ojos se encontraron un momento.


—No —musitó él, con brusquedad—. Ya no estoy seguro de nada.


—Vamos, perro —gritó Olivia—. Moro, ¿dónde te has metido?


Pedro sintió deseos de abrazarla. Su dulce voz aflojaba la tensión que había en el ambiente. Sonrió ligeramente.


—Lleva toda la mañana en el bosque.


Olivia corrió hacia él.


—¿Está enfadado conmigo?


—No.


El hombre se metió dos dedos en la boca y lanzó un penetrante silbido. El perro salió casi inmediatamente del bosque y no se detuvo hasta que llegó al lado de su dueño.


Olivia se echó a reír, extendió una mano y luego la retiró.


—Quizá sea mejor que hables con él sin tocarlo —le recomendó su madre, preocupada.


—No le hará nada —intervino Pedro, cogiendo la mano de la niña y llevándola hasta la cabeza del animal.


El perro levantó la cabeza y lamió aquella manita. Olivia sonrió de placer.


—Mira, mamá. Le gusto.


—Eso es fantástico. Ahora dile adiós a Moro. Tenemos que irnos.


—Apuesto a que a Moro le gustaría coger algo que tú le lanzaras, Olivia.


—¡Oh, mamá! ¿Podemos quedarnos un rato?


Paula miró al hombre.


—No tienes porqué hacer esto —dijo.


—Lo sé —repuso él. Miró a la pequeña—. Vamos, busquemos un palo.


Unos minutos después, Olivia le había lanzado ya varias veces el palo al perro. Se volvió hacia su madre.


—Te toca a ti.


Paula miró al animal, que descansaba al lado de su dueño, y se echó a reír.


—Yo no, cariño.


—Gallina —la retó Pedro, con una sonrisa.


La joven sintió una oleada de rabia.


—Dame ese palo.


Lo cogió y levantó el brazo. Dio un gran paso hacia delante y perdió el equilibrio.


—¡Oh! —gritó.


Pedro se lanzó a cogerla. Pero, como ambos estaban en movimiento, tropezaron y cayeron sobre la nieve. El hombre cayó debajo, amortiguando la caída de Paula, que quedó sobre él. Los dos se quedaron tan sorprendidos que, por un momento, ninguno de ellos pudo decir nada. Él sintió que su cuerpo se ponía rígido, pero no se movió. No podía. El cuerpo de ella contra el suyo le producía una sensación indescriptible. Se moría de ganas de tocar aquel cuello con su lengua.


Olivia se arrodilló a su lado.


—Mamá, eres muy torpe —dijo, riendo.


Paula se levantó y Pedro hizo lo mismo. Ambos se esforzaron por no mirarse a la cara.


—Es hora de volver a la tienda —dijo la joven—. Dile adiós a Moro, hija.


En lugar de ir hacia el coche, la niña cogió la mano del hombre y lo miró con ansiedad.


—¿Vendrás a la obra de Navidad de mi escuela?


—Oh, Olivia. No creo que le interese.


Pedro le guiñó un ojo a Olivia.


—Supongo que podré hacer un hueco en mi agenda. ¿Cuándo será eso?


—Dentro de dos días —repuso la niña.


Notó que Paula parecía no saber qué decir. A él le ocurría lo mismo; se sentía estúpido por permitir que sus emociones le hicieran olvidar sus propósitos. Aquella mujer suponía una amenaza para su paz de espíritu y no debía olvidarlo.


Ella esperó a estar dentro del coche y con el motor en marcha para decir:

—¿Puedo preguntarte una cosa?


—Depende de lo que sea.


—Esas tallas de madera —hizo una pausa—, me gustaría venderlas en mi tienda —terminó con un suspiro.


Pedro le costó trabajo contener su agravio.


—Olvídalo —dijo—. No están en venta. Ni ahora ni nunca.


—Bueno, perdona —repuso ella, mirándolo con frialdad.


Antes de que él pudiera añadir nada, puso el coche en marcha y salió pitando.




LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 13

 

Pedro hizo una pausa y se secó el sudor de la frente. Estaba resuelto a reconstruir el asiento de aquel carro o morir en el intento. Cuando empezó aquel proyecto, sabía ya que no iba a ser fácil.


Se apartó y examinó el trabajo. Hasta aquel momento, estaba satisfecho de los resultados. Había encontrado aquel carro viejo en el granero poco después de comprar la cabaña. Pero hasta unos días atrás no se decidió a restaurarlo, consciente de que era una tarea que requeriría mucho tiempo y energía.


Aun así, el trabajo físico no impidió que pensara en Paula.


De algún modo, había dado por supuesto que su intimidad era sagrada. No se había molestado en vallar su propiedad porque ya se había construido una valla impenetrable en torno a sí mismo. No creyó que nadie se atreviera a cruzar la línea prohibida, a menos que él les diera permiso para hacerlo. Pero eso fue antes de conocer a aquella mujer, quien, en poco tiempo, abrió un agujero en su valla, dejándolo indefenso y vulnerable.


En aquel momento, mientras cogía el martillo para clavar otro clavo, sentía unos enormes deseos de tocarla. Buscó un clavo y se maldijo a sí mismo. Se sentía como una máquina bien engrasada cuyas partes se hubieran vuelto locas de repente.


Y también estaba esa niña, con sus bonitos rasgos, sus rizos y su sonrisa angelical. ¿Cómo podía olvidarla? Ella también había penetrado sus defensas y encontrado un lugar débil en su corazón.


Su relación tenía que acabar. Él no tenía nada que ofrecerles a ninguna de las dos. Además, no le interesaba una familia ya formada. Lo único que le interesaba era volver a su trabajo en cuanto su pierna se curara por completo. Ninguna mujer cuerda querría vivir con un hombre que arriesgaba diariamente su vida; especialmente una mujer que tenía una hija. Además, ¿quién había dicho que Paula estuviera interesada por él? Presentía que ella tenía sus propios problemas. Ella también había sufrido. No sabía cómo o por qué, pero apostaba a que tenía algo que ver con el padre de Olivia. Sus encantadores ojos azules ocultaban un dolor que sólo los seres como él, que también habían sufrido, podían ver.


Se dijo que lo que le ocurría era que necesitaba estar con una mujer. Eso era todo. Quizá debería… Pero no. Deseaba a Paula y a nadie más. Pero no podía tenerla, así que no había nada que hacer.


Cogió otro clavo. Entonces oyó la puerta de un coche al cerrarse y no necesitó volverse para saber quiénes eran sus visitantes.


—¡Demonios! —exclamó, con la esperanza de que, si las ignoraba, se irían.


Pero no fue así.


Se limpió la cara y se volvió. Madre e hija avanzaban hacia él con paso vacilante. Sintió un nudo en el estómago.


Paula estaba exquisita, ataviada con unos tejanos ceñidos y una sudadera color turquesa que, a pesar de su grosor, no conseguía ocultar sus bien proporcionados pechos.


Estuvo a punto de tropezar en su afán por salir a su encuentro.




LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 12

 


—Oh, Paula, eso es verdaderamente exquisito.


Sonrió al oír el cumplido de Solange y acercó la pequeña lámpara a la luz para examinarla mejor.


—¿Lo dices en serio?


Solange frunció el ceño.


—Eh, ¿qué es eso? Si hay algo en lo que tú tengas confianza, es en tu trabajo.


—Lo sé —suspiró su amiga—. Es sólo que… bueno, no importa.


—¿Qué te pasa últimamente?


Paula no contestó. Dejó la lámpara al lado de las demás que había en la mesa y se puso a contarlas.


—Estoy esperando —insistió Solange.


Su amiga forzó una sonrisa.


—Nada especial. Supongo que soy una víctima más de esta locura de las navidades.


Solange la miró con fijeza.


—No me lo creo, pero no insistiré por el momento.


A Paula le hubiera gustado confiar en su amiga, pero no podía. Solange tenía razón. No dejaba de pensar en Pedro y aquello la ponía nerviosa.


Habían pasado tres días desde que se quedara a comer y, aunque se marchó poco después de terminar su carta a Papá Noel, ella no podía dejar de pensar en él. Y el problema era que no le gustaban las emociones que él provocaba en ella, porque no eran compartidas.


—Mamá, ¿dónde estás?


—Estamos en el taller de trabajo, cariño.


Olivia entró en la estancia sonriente.


—¿Qué haces?


—Estoy trabajando. ¿Quieres ayudar?


—Sí —dijo Solange—. Puedes echarme una mano en la tienda.


Olivia negó con la cabeza.


—Mamá, quiero jugar con el perro de Pepe.


—No creo que eso sea buena idea.


Olivia hizo un puchero.


—Pero yo quiero.


—Me alegro de que no tengas miedo del perro. Eso demuestra que eres una niña mayor. Pero mamá está ocupada ahora. Tenemos que preparar muchos pedidos de Navidad.


—Pero…


—Estoy de acuerdo contigo, Olivia—intervino Solange—. Me parece una idea estupenda.


Paula frunció el ceño.


—¿De verdad?


—Sí. Trabajas demasiado. No te vendrá mal pasar unas horas al aire libre.


—¿Podemos ir, mamá? —insistió Olivia.


Paula no sabía qué pensar. Se sentía tentada, aunque sabía que a Pedro le parecería una estupidez. No le gustaría que invadieran de nuevo su intimidad. Además, si quería verlas, sabía dónde encontrarlas.


Sin embargo, Solange tenía razón. Hacía un día precioso y además la atraían aquellas tallas de madera. No las había olvidado y hubiera dado cualquier cosa por poder venderlas en su tienda. Serían un regalo ideal de Navidad y ella tenía el lugar perfecto para exhibirlas.


—Está bien —dijo, volviéndose hacia la niña—. Tú ganas. Ve a buscar tu abrigo.


Solange la miró con curiosidad, pero Paula decidió ignorarla.




LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 11

 


A la mañana siguiente, Paula seguía pensando en Pedro. Se dijo a sí misma que lo mejor sería olvidarlo. Por lo que a ella respectaba, podía pudrirse en su miseria. Había dejado claro que no quería relacionarse ni con ella ni con nadie más. Era evidente que no era más que un egoísta amargado.


Suspiró y se acercó a la ventana. La nieve cubría ya el suelo y seguía cayendo. El cielo estaba cubierto de nubes. Antes de darse cuenta, volvía a estar pensando en él. Aquella soledad que parecía llevar como un escudo la conmovía. Quizá era porque en el fondo se identificaba con él. Ella amaba a su hija, pero una niña de cuatro años no podía ocupar el lugar de un hombre.


¿Qué sería lo que le había convertido en un ser tan duro y poco sociable? Se apartó de la ventana. No tenía sentido seguir pensando en ello.


Prepararía una comida rápida y luego empezaría a trabajar. Era domingo y había planeado pasar la tarde haciendo lámparas. Pero antes tenía que comer.


Veinte minutos después, tenía la comida casi lista. Olivia estaba sentada a la mesa coloreando el dibujo de un dinosaurio.


—Mamá —dijo—. Es difícil. ¿Quieres ayudarme?


—Ahora mismo no, cariño. Cuando termine la ensalada.


Entonces sonó el timbre de la puerta de entrada.


Paula saltó de su silla.


—Yo abro.


Sin saber por qué, Paula siguió a su hija. Cuando la niña abrió la puerta, vio a Pedro apoyado contra el pilar del porche con un oso de peluche en las manos.


—Hola, Pepe —exclamó la niña, sin apartar sus ojos del animal de peluche.


—Hola, preciosa —repuso él.


Pero no la miraba a ella. Sus ojos no se apartaban de Paula y de nuevo una corriente poderosa pareció fluir entre ellos.


—¿Puedo pasar? —preguntó, algo nervioso.


—Por supuesto —repuso la joven.


—¿Ese oso es para mí? —preguntó Olivia.


Pedro extendió la mano.


—Claro que sí.


Entraron en la sala, donde el hombre se sentó en el sofá. Ataviado con tejanos, camisa azul y botas, tenía un aspecto fantástico. Como de costumbre, llevaba el pelo revuelto, como si acabara de pasarse las manos por él.


—Mira, mamá, mira lo que me ha traído Pepe.


—Es muy bonito, cariño. ¿Cómo se dice?


Olivia se subió a las rodillas de Pedro, le pasó los brazos en torno al cuello y lo besó en la mejilla.


—Gracias.


Paula le oyó contener el aliento y pidió en su interior que el hombre no rechazara a la niña.


Aunque claramente nervioso por aquella muestra de afecto, él acarició la barbilla de Olivia y dijo:

—De nada. Cuando lo he visto en el escaparate he pensado que tenía que ser para ti.


Los ojos de la niña brillaron y Paula se dio cuenta de que estaba a punto de volver a abrazarlo, pero, antes de que pudiera hacerlo, él se puso en pie y la colocó en el suelo.


—Bueno, supongo que será mejor que me vaya.


—¿Quiere quedarse a comer? —preguntó Paula, arrepintiéndose de su pregunta en el mismo momento en que la hizo.


Olivia lo cogió de la mano.


—Vamos, Pepe. El oso y tú podéis sentaros a mi lado.


—Yo no…


—Por favor —suplicó la niña.


Paula lo miró en silencio. El hombre vaciló un momento más y luego suspiró.


—¿Seguro que no le importa? —preguntó.


—Yo le he invitado, ¿no?


Pedro sonrió de mala gana.


—Desde luego, huele muy bien.


—¿Se queda, pues?


—De acuerdo.


Entonces fue Paula la que se puso nerviosa. ¿De qué hablarían? ¿Y si no le gustaba su comida? Se dijo que debía controlarse y que no importaba en absoluto lo que él pensara, pero la realidad era que sí le importaba.


Olivia le cogió la mano y condujo a Pedro hasta la mesa. Cuando estuvieron sentados y Paula sirvió el plato de pollo con patatas, la niña miró al hombre y preguntó:

—¿Le has escrito ya a Papá Noel?


—No, no lo he hecho.


—¿Quieres ayudarme a escribir mi carta después de comer?


Pedro miró a Paula y ella sintió su mirada por todo el cuerpo. Una vez más, experimentó aquel extraño dolor que tanto procuraba ignorar.


Los labios del hombre temblaron y, aunque habló para la niña, no apartó los ojos de Paula.


—Claro, como quieras. Supongo que Papá Noel también debería tener noticias mías.


La joven sintió que una ola de calor la invadía y de repente supo, sin lugar a dudas, que todo iría bien.