—¡Ay!
—Lo siento, cariño —le dijo Paula a su hija—, pero tienes que estarte quieta.
Olivia acababa de despertarse y su madre tenía que peinarla, ya que Solange iba a pasar a buscarla para llevarla a comer pizza con su hija, Melina, y otras amiguitas.
—Ya está.
La joven se apartó un poco para inspeccionar su trabajo. Los rizos de la niña eran ya lo bastante largos para poder sujetarlos en una coleta en la nuca.
—¿Estoy guapa, mamá?
Paula la abrazó.
—Estás preciosa.
Olivia se soltó de su abrazo, avanzó hacia la puerta y luego se detuvo y se volvió hacia su madre.
—¿Cuándo vas a poner el árbol?
La joven suspiró.
—Pronto. Te lo prometo. Pero tengo tanto trabajo en la tienda que no he tenido tiempo. ¿Qué te parece si vamos mañana por la tarde a buscar uno?
—Muy bien —Olivia se quedó un momento en silencio—. ¿Puede ayudarnos Pepe?
—No sé si querrá —repuso su madre.
La niña frunció el ceño.
—Estoy segura de que sí.
—Bueno, ya veremos.
En aquel momento sonó el timbre de la puerta de la librería y Olivia salió corriendo a ver si era Solange.
Paula dio un suspiro de alivio. No le agradaba mucho ver a su hija tan aferrada a Pedro. Al final sabía que acabaría sufriendo si él las rechazaba a las dos. Y sabía que aquello sólo era cuestión de tiempo. Pero, a pesar de ello, ella tampoco podía dejar de pensar en él y en su beso.
—Mamá, Solange y Melina ya están aquí.
La joven apartó a un lado sus pensamientos y entró en la tienda.
—¿Estás segura de que no te importa que me tomé la tarde libre? —le preguntó su amiga.
—Claro que no. Te lo mereces. Llevas semanas trabajando como un perro —señaló la puerta—. Marchaos ya. Pamela y yo nos las arreglaremos muy bien.
Paula había contratado a Pamela Riley, una estudiante universitaria, para el período de Navidad.
—Además, es domingo —añadió—. Cerraremos temprano.
Solange sonrió.
—Como tú digas. Tú eres el jefe.
Las horas siguientes pasaron muy deprisa. Pamela se hizo cargo del mostrador, donde demostraba poseer un auténtico don para convencer a la gente de que comprara. Siempre que entraba en la trastienda a coger una lámpara, Paula se sentía rejuvenecida. Aquella Navidad estaba resultando ser muy buena y probablemente podría ahorrar una buena cantidad para el primer pago del negocio.
Cuando llegaron las cinco, no sabía si se sentía más contenta que agotada o al revés. Sin embargo, no había trabajado tanto en las lámparas como había pensado. Había planeado terminar tres encargos y hacer luego algunas más para la tienda, pero su hija no tardaría en llegar y ya no podría hacer mucho.
—¿Paula? —preguntó Pamela.
La mujer levantó la vista de su trabajo.
—¿Ya es hora de que te vayas?
—Sí. Pero hay un hombre en la tienda que dice que quiere verte.
Paula frunció el ceño.
—¿Quién es?
—Ha dicho que se llama Pedro Alfonso.
La joven sintió un escalofrío, pero lo ignoró. Decidió tratarlo con la frialdad que se merecía.
—Hazle pasar y luego cierra la puerta —hizo un esfuerzo por sonreír—. Y gracias por lo de hoy. Has estado fantástica.
Al quedarse sola, intentó controlar sus emociones, pero Pedro no tardó en aparecer en el umbral y el verlo lo llenó de inesperado placer. El hombre pareció percibir su reacción positiva porque la miró un momento sorprendido y luego sonrió.
—Huele a Navidad —dijo.
—Quizá es porque es Navidad —repuso ella.
El hombre se volvió hacia la tienda.
—¿Has hecho tú todo eso? Las decoraciones, me refiero.
—Sí. Con ayuda de Solange, claro.
—¿Solange?
—Trabaja aquí media jornada.
—¿Es la que acaba de salir?
Paula negó con la cabeza.
—No, ésa es Pamela. Sólo trabajará durante las navidades. Solange se ha llevado a Olivia y a su hija a comer pizza.
—Ah, estaba a punto de preguntarte por mi amiguita —miró una vez más a su alrededor—. Me gusta tu tienda —dijo.
Paula se relajó un poco.
—La Navidad es mi época favorita del año. Me encanta celebrarla.
—Ya se nota.
En la tienda, además de un hermoso árbol navideño decorado con cintas de terciopelo rojo y bolas de satén, había también cestas con decoraciones de brillantes colores colocadas entre los libros y lámparas.
—Veo que no hay muérdago —dijo el hombre.
La joven sintió que se le contraía el estómago.
—No, no lo hay.
El hombre respiró hondo y le miró los labios. Por un momento, el recuerdo de su único beso los inundó a los dos. Luego él apartó la vista.
—Enséñame cómo haces las lámparas —pidió.
—Si te enseño cómo hago las lámparas, ¿me enseñarás tú cómo haces tus tallas de madera? —preguntó ella, con una sonrisa.
—Quizá —repuso él, con sequedad.
—Eso no me basta.
—Está bien. Lo haré.
La joven sonrió más abiertamente y señaló una pequeña lámina de cristal de colores que había en un estante situado delante de ella.
—Compro láminas de cristal de colores y luego corto trozos de distintos tamaños y formas.
—Ah, y después pegas el cristal a las formas.
—Exacto. Rodeo los bordes del cristal con cobre, sueldo las piezas juntas y luego cubro la parte superior del molde y después la inferior. Eso es todo.
Pedro se cruzó de brazos y se apoyó contra la mesa.
—Eso requiere mucho talento.
—Me temo que requiere más trabajo que talento.
—¿Por cuánto las vendes?
—Depende del tamaño y de los detalles del cristal. Todas valen más de cincuenta dólares. Pero algunas llegan a los doscientos —cogió una pequeña en forma de seta—. Esta, por ejemplo, cuesta ciento cincuenta dólares.
—Es exquisita, como tú —dijo él con un guiño.
Entonces sonó la puerta delantera al abrirse y Paula estuvo a punto de dar un salto.
—Ahí está Olivia —dijo, saliendo del cuarto.
Segundos después, volvía a entrar en la trastienda con la niña a su lado.
—Hola, Pepe—dijo la pequeña—. ¿Has venido a verme?
—Desde luego. He pensado que quizá tu madre y tú quisierais venir a mi casa, elegir un árbol y cortarlo.
Paula suspiró. ¿Así que aquél era el motivo de su visita? Se preguntó si llegaría alguna vez a comprender a aquel hombre. Desde luego, no iba a ser fácil.
—¡Guau! ¿Podemos ir, mamá?
—Cariño, no…
Se interrumpió al ver la expresión de Pedro. Tenía apretada la mandíbula y le pareció ver una sombra de dolor en sus ojos.
—Voy a coger mi abrigo —dijo.