Pedro hizo una pausa y se secó el sudor de la frente. Estaba resuelto a reconstruir el asiento de aquel carro o morir en el intento. Cuando empezó aquel proyecto, sabía ya que no iba a ser fácil.
Se apartó y examinó el trabajo. Hasta aquel momento, estaba satisfecho de los resultados. Había encontrado aquel carro viejo en el granero poco después de comprar la cabaña. Pero hasta unos días atrás no se decidió a restaurarlo, consciente de que era una tarea que requeriría mucho tiempo y energía.
Aun así, el trabajo físico no impidió que pensara en Paula.
De algún modo, había dado por supuesto que su intimidad era sagrada. No se había molestado en vallar su propiedad porque ya se había construido una valla impenetrable en torno a sí mismo. No creyó que nadie se atreviera a cruzar la línea prohibida, a menos que él les diera permiso para hacerlo. Pero eso fue antes de conocer a aquella mujer, quien, en poco tiempo, abrió un agujero en su valla, dejándolo indefenso y vulnerable.
En aquel momento, mientras cogía el martillo para clavar otro clavo, sentía unos enormes deseos de tocarla. Buscó un clavo y se maldijo a sí mismo. Se sentía como una máquina bien engrasada cuyas partes se hubieran vuelto locas de repente.
Y también estaba esa niña, con sus bonitos rasgos, sus rizos y su sonrisa angelical. ¿Cómo podía olvidarla? Ella también había penetrado sus defensas y encontrado un lugar débil en su corazón.
Su relación tenía que acabar. Él no tenía nada que ofrecerles a ninguna de las dos. Además, no le interesaba una familia ya formada. Lo único que le interesaba era volver a su trabajo en cuanto su pierna se curara por completo. Ninguna mujer cuerda querría vivir con un hombre que arriesgaba diariamente su vida; especialmente una mujer que tenía una hija. Además, ¿quién había dicho que Paula estuviera interesada por él? Presentía que ella tenía sus propios problemas. Ella también había sufrido. No sabía cómo o por qué, pero apostaba a que tenía algo que ver con el padre de Olivia. Sus encantadores ojos azules ocultaban un dolor que sólo los seres como él, que también habían sufrido, podían ver.
Se dijo que lo que le ocurría era que necesitaba estar con una mujer. Eso era todo. Quizá debería… Pero no. Deseaba a Paula y a nadie más. Pero no podía tenerla, así que no había nada que hacer.
Cogió otro clavo. Entonces oyó la puerta de un coche al cerrarse y no necesitó volverse para saber quiénes eran sus visitantes.
—¡Demonios! —exclamó, con la esperanza de que, si las ignoraba, se irían.
Pero no fue así.
Se limpió la cara y se volvió. Madre e hija avanzaban hacia él con paso vacilante. Sintió un nudo en el estómago.
Paula estaba exquisita, ataviada con unos tejanos ceñidos y una sudadera color turquesa que, a pesar de su grosor, no conseguía ocultar sus bien proporcionados pechos.
Estuvo a punto de tropezar en su afán por salir a su encuentro.