sábado, 4 de diciembre de 2021

LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 13

 

Pedro hizo una pausa y se secó el sudor de la frente. Estaba resuelto a reconstruir el asiento de aquel carro o morir en el intento. Cuando empezó aquel proyecto, sabía ya que no iba a ser fácil.


Se apartó y examinó el trabajo. Hasta aquel momento, estaba satisfecho de los resultados. Había encontrado aquel carro viejo en el granero poco después de comprar la cabaña. Pero hasta unos días atrás no se decidió a restaurarlo, consciente de que era una tarea que requeriría mucho tiempo y energía.


Aun así, el trabajo físico no impidió que pensara en Paula.


De algún modo, había dado por supuesto que su intimidad era sagrada. No se había molestado en vallar su propiedad porque ya se había construido una valla impenetrable en torno a sí mismo. No creyó que nadie se atreviera a cruzar la línea prohibida, a menos que él les diera permiso para hacerlo. Pero eso fue antes de conocer a aquella mujer, quien, en poco tiempo, abrió un agujero en su valla, dejándolo indefenso y vulnerable.


En aquel momento, mientras cogía el martillo para clavar otro clavo, sentía unos enormes deseos de tocarla. Buscó un clavo y se maldijo a sí mismo. Se sentía como una máquina bien engrasada cuyas partes se hubieran vuelto locas de repente.


Y también estaba esa niña, con sus bonitos rasgos, sus rizos y su sonrisa angelical. ¿Cómo podía olvidarla? Ella también había penetrado sus defensas y encontrado un lugar débil en su corazón.


Su relación tenía que acabar. Él no tenía nada que ofrecerles a ninguna de las dos. Además, no le interesaba una familia ya formada. Lo único que le interesaba era volver a su trabajo en cuanto su pierna se curara por completo. Ninguna mujer cuerda querría vivir con un hombre que arriesgaba diariamente su vida; especialmente una mujer que tenía una hija. Además, ¿quién había dicho que Paula estuviera interesada por él? Presentía que ella tenía sus propios problemas. Ella también había sufrido. No sabía cómo o por qué, pero apostaba a que tenía algo que ver con el padre de Olivia. Sus encantadores ojos azules ocultaban un dolor que sólo los seres como él, que también habían sufrido, podían ver.


Se dijo que lo que le ocurría era que necesitaba estar con una mujer. Eso era todo. Quizá debería… Pero no. Deseaba a Paula y a nadie más. Pero no podía tenerla, así que no había nada que hacer.


Cogió otro clavo. Entonces oyó la puerta de un coche al cerrarse y no necesitó volverse para saber quiénes eran sus visitantes.


—¡Demonios! —exclamó, con la esperanza de que, si las ignoraba, se irían.


Pero no fue así.


Se limpió la cara y se volvió. Madre e hija avanzaban hacia él con paso vacilante. Sintió un nudo en el estómago.


Paula estaba exquisita, ataviada con unos tejanos ceñidos y una sudadera color turquesa que, a pesar de su grosor, no conseguía ocultar sus bien proporcionados pechos.


Estuvo a punto de tropezar en su afán por salir a su encuentro.




LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 12

 


—Oh, Paula, eso es verdaderamente exquisito.


Sonrió al oír el cumplido de Solange y acercó la pequeña lámpara a la luz para examinarla mejor.


—¿Lo dices en serio?


Solange frunció el ceño.


—Eh, ¿qué es eso? Si hay algo en lo que tú tengas confianza, es en tu trabajo.


—Lo sé —suspiró su amiga—. Es sólo que… bueno, no importa.


—¿Qué te pasa últimamente?


Paula no contestó. Dejó la lámpara al lado de las demás que había en la mesa y se puso a contarlas.


—Estoy esperando —insistió Solange.


Su amiga forzó una sonrisa.


—Nada especial. Supongo que soy una víctima más de esta locura de las navidades.


Solange la miró con fijeza.


—No me lo creo, pero no insistiré por el momento.


A Paula le hubiera gustado confiar en su amiga, pero no podía. Solange tenía razón. No dejaba de pensar en Pedro y aquello la ponía nerviosa.


Habían pasado tres días desde que se quedara a comer y, aunque se marchó poco después de terminar su carta a Papá Noel, ella no podía dejar de pensar en él. Y el problema era que no le gustaban las emociones que él provocaba en ella, porque no eran compartidas.


—Mamá, ¿dónde estás?


—Estamos en el taller de trabajo, cariño.


Olivia entró en la estancia sonriente.


—¿Qué haces?


—Estoy trabajando. ¿Quieres ayudar?


—Sí —dijo Solange—. Puedes echarme una mano en la tienda.


Olivia negó con la cabeza.


—Mamá, quiero jugar con el perro de Pepe.


—No creo que eso sea buena idea.


Olivia hizo un puchero.


—Pero yo quiero.


—Me alegro de que no tengas miedo del perro. Eso demuestra que eres una niña mayor. Pero mamá está ocupada ahora. Tenemos que preparar muchos pedidos de Navidad.


—Pero…


—Estoy de acuerdo contigo, Olivia—intervino Solange—. Me parece una idea estupenda.


Paula frunció el ceño.


—¿De verdad?


—Sí. Trabajas demasiado. No te vendrá mal pasar unas horas al aire libre.


—¿Podemos ir, mamá? —insistió Olivia.


Paula no sabía qué pensar. Se sentía tentada, aunque sabía que a Pedro le parecería una estupidez. No le gustaría que invadieran de nuevo su intimidad. Además, si quería verlas, sabía dónde encontrarlas.


Sin embargo, Solange tenía razón. Hacía un día precioso y además la atraían aquellas tallas de madera. No las había olvidado y hubiera dado cualquier cosa por poder venderlas en su tienda. Serían un regalo ideal de Navidad y ella tenía el lugar perfecto para exhibirlas.


—Está bien —dijo, volviéndose hacia la niña—. Tú ganas. Ve a buscar tu abrigo.


Solange la miró con curiosidad, pero Paula decidió ignorarla.




LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 11

 


A la mañana siguiente, Paula seguía pensando en Pedro. Se dijo a sí misma que lo mejor sería olvidarlo. Por lo que a ella respectaba, podía pudrirse en su miseria. Había dejado claro que no quería relacionarse ni con ella ni con nadie más. Era evidente que no era más que un egoísta amargado.


Suspiró y se acercó a la ventana. La nieve cubría ya el suelo y seguía cayendo. El cielo estaba cubierto de nubes. Antes de darse cuenta, volvía a estar pensando en él. Aquella soledad que parecía llevar como un escudo la conmovía. Quizá era porque en el fondo se identificaba con él. Ella amaba a su hija, pero una niña de cuatro años no podía ocupar el lugar de un hombre.


¿Qué sería lo que le había convertido en un ser tan duro y poco sociable? Se apartó de la ventana. No tenía sentido seguir pensando en ello.


Prepararía una comida rápida y luego empezaría a trabajar. Era domingo y había planeado pasar la tarde haciendo lámparas. Pero antes tenía que comer.


Veinte minutos después, tenía la comida casi lista. Olivia estaba sentada a la mesa coloreando el dibujo de un dinosaurio.


—Mamá —dijo—. Es difícil. ¿Quieres ayudarme?


—Ahora mismo no, cariño. Cuando termine la ensalada.


Entonces sonó el timbre de la puerta de entrada.


Paula saltó de su silla.


—Yo abro.


Sin saber por qué, Paula siguió a su hija. Cuando la niña abrió la puerta, vio a Pedro apoyado contra el pilar del porche con un oso de peluche en las manos.


—Hola, Pepe —exclamó la niña, sin apartar sus ojos del animal de peluche.


—Hola, preciosa —repuso él.


Pero no la miraba a ella. Sus ojos no se apartaban de Paula y de nuevo una corriente poderosa pareció fluir entre ellos.


—¿Puedo pasar? —preguntó, algo nervioso.


—Por supuesto —repuso la joven.


—¿Ese oso es para mí? —preguntó Olivia.


Pedro extendió la mano.


—Claro que sí.


Entraron en la sala, donde el hombre se sentó en el sofá. Ataviado con tejanos, camisa azul y botas, tenía un aspecto fantástico. Como de costumbre, llevaba el pelo revuelto, como si acabara de pasarse las manos por él.


—Mira, mamá, mira lo que me ha traído Pepe.


—Es muy bonito, cariño. ¿Cómo se dice?


Olivia se subió a las rodillas de Pedro, le pasó los brazos en torno al cuello y lo besó en la mejilla.


—Gracias.


Paula le oyó contener el aliento y pidió en su interior que el hombre no rechazara a la niña.


Aunque claramente nervioso por aquella muestra de afecto, él acarició la barbilla de Olivia y dijo:

—De nada. Cuando lo he visto en el escaparate he pensado que tenía que ser para ti.


Los ojos de la niña brillaron y Paula se dio cuenta de que estaba a punto de volver a abrazarlo, pero, antes de que pudiera hacerlo, él se puso en pie y la colocó en el suelo.


—Bueno, supongo que será mejor que me vaya.


—¿Quiere quedarse a comer? —preguntó Paula, arrepintiéndose de su pregunta en el mismo momento en que la hizo.


Olivia lo cogió de la mano.


—Vamos, Pepe. El oso y tú podéis sentaros a mi lado.


—Yo no…


—Por favor —suplicó la niña.


Paula lo miró en silencio. El hombre vaciló un momento más y luego suspiró.


—¿Seguro que no le importa? —preguntó.


—Yo le he invitado, ¿no?


Pedro sonrió de mala gana.


—Desde luego, huele muy bien.


—¿Se queda, pues?


—De acuerdo.


Entonces fue Paula la que se puso nerviosa. ¿De qué hablarían? ¿Y si no le gustaba su comida? Se dijo que debía controlarse y que no importaba en absoluto lo que él pensara, pero la realidad era que sí le importaba.


Olivia le cogió la mano y condujo a Pedro hasta la mesa. Cuando estuvieron sentados y Paula sirvió el plato de pollo con patatas, la niña miró al hombre y preguntó:

—¿Le has escrito ya a Papá Noel?


—No, no lo he hecho.


—¿Quieres ayudarme a escribir mi carta después de comer?


Pedro miró a Paula y ella sintió su mirada por todo el cuerpo. Una vez más, experimentó aquel extraño dolor que tanto procuraba ignorar.


Los labios del hombre temblaron y, aunque habló para la niña, no apartó los ojos de Paula.


—Claro, como quieras. Supongo que Papá Noel también debería tener noticias mías.


La joven sintió que una ola de calor la invadía y de repente supo, sin lugar a dudas, que todo iría bien.




LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 10

 


Paula se estiró y bostezó. Un momento después se dio cuenta de que estaba en la silla de la habitación del hospital. Miró hacia la cama en la que dormía Olivia. La joven había dormido parte de la noche en una cama mueble al lado de la de Olivia, pero le resultó tan incómoda que al final optó por el sofá, que resultó ser más incómodo aún.


Se dejó caer contra el respaldo. Su hija estaba bien y aquello era lo único que importaba. El doctor Moore se lo había asegurado después de examinarla atentamente.


—No tiene nada —le dijo a Paula con una sonrisa.


—Gracias a Dios —repuso ella, mirando a Pedro.


Pero él no la miraba a ella, sino al médico.


—¿No necesita puntos? —preguntó.


—No. Creo que bastará con la venda. Pero me gustaría que se quedara aquí esta noche en observación.


Paula abrió mucho los ojos.


—Pero yo creía que había dicho…


—Vamos, tranquilícese —dijo el médico—. He dicho que parece estar bien, pero quiero observarla.


—Me parece buena idea —intervino Pedro.


Paula sintió un escalofrío.


—Como quiera. Yo sólo deseo lo mejor para Olivia.


—Entonces vamos a pedir una habitación, ¿no? —preguntó Pedro, haciéndose una vez más con el control de la situación.


No mucho después, Olivia tenía una habitación. Paula y una enfermera la metieron en la cama mientras Pedro las miraba desde la puerta. Cuando se fue la enfermera y se quedaron a solas, ninguno de los dos supo qué decir.


—¿Qué haremos con mi coche? —pregunto ella al fin.


—No se preocupe. Yo me ocuparé de él.


Hubo otro silencio.


—Gracias de nuevo por todo —dijo ella, esforzándose por mirarlo.


—Tengo que irme —musitó él, con tono extraño.


Cuando se quedó sola, la joven llamó a Solange, quien le aseguró que no tenía que preocuparse por la tienda.


En aquel momento, apartó los pensamientos de la noche anterior y se acercó de puntillas a la cama. Después de inclinarse y besar a Olivia en la mejilla, decidió que podía dejar a su hija el tiempo suficiente para tomar una taza de café en el vestíbulo.


En cuanto traspasó el umbral, se detuvo en seco. Pedro estaba en un sillón, profundamente dormido.


La joven se acercó más a él. Cuando estaba a punto de tocarlo, se detuvo. Su pulso se aceleró. Aquel hombre era muy atractivo. Se riñó inmediatamente a sí misma. Aunque era impulsiva y confiada por naturaleza, después de sufrir tanto se había jurado aplacar aquel aspecto de su personalidad.


El amor, si volvía a experimentarlo, tendría que ser un proceso lento. Y, desde luego, no con un hombre tan amargado como aquél.


Miró sus manos y volvió a pensar en el modo en que acariciarían. Ruborizada, intentó alejarse, pero no pudo evitar mirarlo fijamente ni controlar el dolor que sintió en una parte profunda de su interior.


El hombre abrió los ojos.


—¿Paula?


Molesta por haber sido sorprendida de aquel modo, la joven abrió la boca, pero no se le ocurrió nada que decir.


Pedro se puso en pie sin apartar los ojos de ella. Una corriente poderosa pareció fluir entre los dos.


—¿Olivia está bien? —preguntó él, haciendo un esfuerzo por apartar la vista.


Paula se mordió el labio inferior.


—Sí, está bien. El médico ha dicho que le dará el alta en cualquier momento.


—Esperaré y las llevaré a casa.


La tensión en el coche era palpable. La joven observaba todos los movimientos de Pedro. Olivia, que iba sentada entre ambos, y estaba encantada con toda la atención recibida, no había dejado de hablar desde que salieran del hospital.


—Mamá, ¿tengo que irme a la cama cuando lleguemos a casa? —preguntó.


—No, si tú no quieres.


—No quiero. Quiero ir a casa con Pepe.


Paula no supo si echarse a reír o lanzar un grito al oír su modo de llamar a Pedro. Lo miró y lo vio sonreír. Dio un respingo. El cambio de sus facciones era increíble. Miró a su hija.


—Eh, ¿a qué viene hablar como un bebé así de pronto? —preguntó.


Olivia sonrió, pero volvió su atención a Pedro.


—¿Dónde está el perro?


—En mi casa —dijo él.


—¿Y qué hace?


—Bueno, no sé. Pero apuesto a que está fuera en el porche esperando que llegue a casa.


—¿Está enfadado conmigo?


—No. ¿Estás tú enfadada con él?


Olivia se quedó pensativa un momento.


—No —dijo al fin—. ¿Pero sabes una cosa?


—No —repuso el hombre—. Dímela.


Olivia se puso ambas manos en las caderas y miró fijamente a Pedro.


—Si vuelve a atacarme, le daré unos azotes en el culo.


—¡Olivia! —gritó Paula, escandalizada.


El hombre sonrió abiertamente y detuvo el coche al lado de la librería. En cuanto la joven abrió la puerta, Olivia corrió al interior, dejándolos a solas.


—Gracias de nuevo por todo.


—De nada.


—¿Quiere quedarse a desayunar?


El hombre apretó la mandíbula.


—No —dijo, cortante.


Paula sintió una oleada de rabia y habló sin pensar:

—Bueno, discúlpeme por pensar que era usted humano después de todo.


Vio que Pedro apretaba los labios con furia. Luego puso el coche en marcha y se alejó sin mirar atrás.





LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 9

 

Pedro estaba de pie al lado de la ventana y miraba al exterior. La joven observó su perfil, que parecía tallado en piedra. Con un suspiro, se volvió a examinar la habitación. El interior de la cabaña estaba inmaculado y resultaba bastante acogedor. La estancia tenía techos altos y una hilera de ventanas, una chimenea de piedra, muebles de cuero y una enorme alfombra de colores.


Pero lo que más le llamó la atención fue una hilera de figuras de madera tallada que cubrían un alféizar situado en el lado opuesto del hombre.


Al final, incapaz de soportar más rato el silencio, preguntó:

—Tengo entendido que es usted guardabosques.


Pedro se giró en redondo y la miró con dureza.


—Supongo que en una ciudad como ésta, los cotilleos son inevitables.


Ambos se miraron un momento en silencio.


—¿Fue así como resultó herido? —preguntó ella, al fin.


—Sí.


La joven no sabía por qué preguntaba. Quizá era porque él le provocaba emociones que no sabía comprender.


—¿Esas tallas de madera las ha hecho usted? —volvió a preguntar.


—Sí —musitó él, secamente.


Paula desistió de sus intentos por sacarle más información. Se quedó en silencio y un momento después vio que Olivia se movía.


—Tenemos que irnos —dijo.


—Muy bien —repuso Pedro—, pero no a casa.


—¿Por qué no?


—Porque creo que a Olivia debería verla un médico. Ese sueño es demasiado profundo para mi gusto.


Paula sintió que la invadía el pánico.


—No pensará usted…


—No. Pero creo que alguien debe examinarla. Me cambiaré de ropa y la llevaré yo.


La joven abrió la boca con intención de decir algo, pero cambió de idea y volvió a cerrarla.




LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 8

 


Paula se quedó inmovilizada por el terror. No podía pensar ni moverse.


—Mamá.


El gemido de Olivia, seguido por el silencio, fue el catalizador que puso en movimiento a su madre. Echó a correr hacia su hija, pero Pedro llegó un segundo antes que ella. Ambos se arrodillaron simultáneamente al lado de la niña.


—Olivia, cariño, mamá está aquí.


Inspeccionó con las manos el cuerpo de su hija. Sólo después de tocar algo húmedo vio la sangre. El terror volvió a invadirla.


—¡No, oh, no! —musitó.


—Vamos a llevarla dentro —dijo Pedro.


Olivia intentó controlar las lágrimas mientras el hombre cogía a la niña en brazos y la llevaba hasta la cabaña. Con una gentileza que contrastaba con la fuerza de sus músculos, la depositó sobre el sofá.


—¿Está inconsciente? —pudo preguntar al fin la joven.


Se arrodilló a su lado para inspeccionar la herida. En la parte trasera de la cabeza, cerca de la base del cuello, tenía una herida de la que manaba sangre.


—Olivia, ¿me oyes? —preguntó Pedro.


Extendió la mano y le retiró el cabello de la herida. Después le palpó la carne.


—Mamá —gimió Olivia.


Paula sintió una oleada de alivio y soltó un gemido a su vez. El hombre la miró preocupado.


—No irá a hacer alguna estupidez como desmayarse, ¿verdad?


Aunque su rudeza era precisamente lo que necesitaba para recuperar el control sobre sí misma, a Paula le hubiera gustado abofetearlo.


—No —repuso, con toda la frialdad de que fue capaz. Y volvió su atención a Olivia.


—Me alegro, porque esto no es nada serio. Voy a buscar agua caliente y unas vendas. No se mueva.


La joven cogió la mano de su hija entre las suyas.


—Mamá, me duele la cabeza.


—Lo sé, cariño, pero muy pronto estarás mejor. Te vamos a curar, ¿de acuerdo?


—De acuerdo —sollozó Olivia.


Pedro se colocó a su lado una vez más y, con una agilidad que ella nunca habría asociado con sus rudas manos, lavó y curó la herida antes de cubrirla con una venda.


Cuando hubo terminado, Paula fue consciente por primera vez de lo cerca que estaba de ella. Podía ver sus ojeras y oler el sudor de su cuerpo. Pero, sobre todo, podía sentir la dureza muscular de sus brazos y hombros al rozarla.


Se estremeció de repente y luego se apartó. Los ojos del hombre se ensombrecieron y apretó los labios, como si creyera que ella lo encontraba repulsivo. Pero aquélla no era la razón por la que se había apartado. No lo encontraba nada repulsivo y eso era exactamente lo que la preocupaba.


Pedro se puso en pie y Paula lo miró y le sonrió, con la esperanza de eliminar su enfado.

—Gracias por todo —dijo.


—Ha sido culpa de Moro —contestó él.


La joven no replicó. Se volcó sobre el sofá, cogió a Olivia en brazos y la estrechó contra ella.


—Mamá.


—Mamá está aquí.


La niña suspiró y, acercándose más a ella, cerró los ojos.


Cuando se hubo dormido, repuesta ya al parecer del susto, Paula intentó controlar sus emociones, pero no pudo. El corazón le latía violentamente. Se masajeó las sienes con los dedos y sintió que el cansancio la invadía.





LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 7

 


Paula le tendió el sobre y él lo apretó contra la palma de la mano. Una mano que ella adivinaba callosa por el trabajo manual. Luego, de repente, se imaginó esa mano acariciando el cuerpo de una mujer y se estremeció.


Retuvo el aliento. ¿Cómo podía pensar tales cosas de un completo desconocido? Quizá estuviera perdiendo la razón. Eso o llevaba demasiado tiempo sin un hombre.


—¿De dónde ha sacado esto?


La joven se enderezó.


—Lo encontré en el libro que devolvió usted.


—Comprendo.


Paula se chupó los labios.


—Hay una carta dentro.


En cuanto lo hubo dicho, se arrepintió de ello. El contenido del sobre no era asunto suyo, pero no pudo evitarlo. Sentía curiosidad. La mujer que había escrito la nota había significado al parecer algo para él. Prácticamente le suplicaba que le diera otra oportunidad.


Pedro abrió el sobre y, al ver la hoja rosa, sus facciones volvieron a endurecerse.


—Gracias —dijo con brusquedad.


Se metió el sobre en el bolsillo y cogió el hacha, dando a entender con el gesto que consideraba terminada la conversación.


Paula se estremeció y entonces oyó un grito.


—¡Mamá!


La joven se volvió en redondo al mismo tiempo que Pedro. Pero ninguno de los dos tuvo tiempo de evitar que el perro embistiera contra la niña.


—¡Oh, Dios mío! —gritó Paula, mirando horrorizada cómo el perro golpeaba con sus patas el pecho de Olivia.


Lo hizo con tanta fuerza que la niña cayó hacia atrás, golpeándose la cabeza con un trozo de madera.