sábado, 4 de diciembre de 2021

LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 10

 


Paula se estiró y bostezó. Un momento después se dio cuenta de que estaba en la silla de la habitación del hospital. Miró hacia la cama en la que dormía Olivia. La joven había dormido parte de la noche en una cama mueble al lado de la de Olivia, pero le resultó tan incómoda que al final optó por el sofá, que resultó ser más incómodo aún.


Se dejó caer contra el respaldo. Su hija estaba bien y aquello era lo único que importaba. El doctor Moore se lo había asegurado después de examinarla atentamente.


—No tiene nada —le dijo a Paula con una sonrisa.


—Gracias a Dios —repuso ella, mirando a Pedro.


Pero él no la miraba a ella, sino al médico.


—¿No necesita puntos? —preguntó.


—No. Creo que bastará con la venda. Pero me gustaría que se quedara aquí esta noche en observación.


Paula abrió mucho los ojos.


—Pero yo creía que había dicho…


—Vamos, tranquilícese —dijo el médico—. He dicho que parece estar bien, pero quiero observarla.


—Me parece buena idea —intervino Pedro.


Paula sintió un escalofrío.


—Como quiera. Yo sólo deseo lo mejor para Olivia.


—Entonces vamos a pedir una habitación, ¿no? —preguntó Pedro, haciéndose una vez más con el control de la situación.


No mucho después, Olivia tenía una habitación. Paula y una enfermera la metieron en la cama mientras Pedro las miraba desde la puerta. Cuando se fue la enfermera y se quedaron a solas, ninguno de los dos supo qué decir.


—¿Qué haremos con mi coche? —pregunto ella al fin.


—No se preocupe. Yo me ocuparé de él.


Hubo otro silencio.


—Gracias de nuevo por todo —dijo ella, esforzándose por mirarlo.


—Tengo que irme —musitó él, con tono extraño.


Cuando se quedó sola, la joven llamó a Solange, quien le aseguró que no tenía que preocuparse por la tienda.


En aquel momento, apartó los pensamientos de la noche anterior y se acercó de puntillas a la cama. Después de inclinarse y besar a Olivia en la mejilla, decidió que podía dejar a su hija el tiempo suficiente para tomar una taza de café en el vestíbulo.


En cuanto traspasó el umbral, se detuvo en seco. Pedro estaba en un sillón, profundamente dormido.


La joven se acercó más a él. Cuando estaba a punto de tocarlo, se detuvo. Su pulso se aceleró. Aquel hombre era muy atractivo. Se riñó inmediatamente a sí misma. Aunque era impulsiva y confiada por naturaleza, después de sufrir tanto se había jurado aplacar aquel aspecto de su personalidad.


El amor, si volvía a experimentarlo, tendría que ser un proceso lento. Y, desde luego, no con un hombre tan amargado como aquél.


Miró sus manos y volvió a pensar en el modo en que acariciarían. Ruborizada, intentó alejarse, pero no pudo evitar mirarlo fijamente ni controlar el dolor que sintió en una parte profunda de su interior.


El hombre abrió los ojos.


—¿Paula?


Molesta por haber sido sorprendida de aquel modo, la joven abrió la boca, pero no se le ocurrió nada que decir.


Pedro se puso en pie sin apartar los ojos de ella. Una corriente poderosa pareció fluir entre los dos.


—¿Olivia está bien? —preguntó él, haciendo un esfuerzo por apartar la vista.


Paula se mordió el labio inferior.


—Sí, está bien. El médico ha dicho que le dará el alta en cualquier momento.


—Esperaré y las llevaré a casa.


La tensión en el coche era palpable. La joven observaba todos los movimientos de Pedro. Olivia, que iba sentada entre ambos, y estaba encantada con toda la atención recibida, no había dejado de hablar desde que salieran del hospital.


—Mamá, ¿tengo que irme a la cama cuando lleguemos a casa? —preguntó.


—No, si tú no quieres.


—No quiero. Quiero ir a casa con Pepe.


Paula no supo si echarse a reír o lanzar un grito al oír su modo de llamar a Pedro. Lo miró y lo vio sonreír. Dio un respingo. El cambio de sus facciones era increíble. Miró a su hija.


—Eh, ¿a qué viene hablar como un bebé así de pronto? —preguntó.


Olivia sonrió, pero volvió su atención a Pedro.


—¿Dónde está el perro?


—En mi casa —dijo él.


—¿Y qué hace?


—Bueno, no sé. Pero apuesto a que está fuera en el porche esperando que llegue a casa.


—¿Está enfadado conmigo?


—No. ¿Estás tú enfadada con él?


Olivia se quedó pensativa un momento.


—No —dijo al fin—. ¿Pero sabes una cosa?


—No —repuso el hombre—. Dímela.


Olivia se puso ambas manos en las caderas y miró fijamente a Pedro.


—Si vuelve a atacarme, le daré unos azotes en el culo.


—¡Olivia! —gritó Paula, escandalizada.


El hombre sonrió abiertamente y detuvo el coche al lado de la librería. En cuanto la joven abrió la puerta, Olivia corrió al interior, dejándolos a solas.


—Gracias de nuevo por todo.


—De nada.


—¿Quiere quedarse a desayunar?


El hombre apretó la mandíbula.


—No —dijo, cortante.


Paula sintió una oleada de rabia y habló sin pensar:

—Bueno, discúlpeme por pensar que era usted humano después de todo.


Vio que Pedro apretaba los labios con furia. Luego puso el coche en marcha y se alejó sin mirar atrás.





LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 9

 

Pedro estaba de pie al lado de la ventana y miraba al exterior. La joven observó su perfil, que parecía tallado en piedra. Con un suspiro, se volvió a examinar la habitación. El interior de la cabaña estaba inmaculado y resultaba bastante acogedor. La estancia tenía techos altos y una hilera de ventanas, una chimenea de piedra, muebles de cuero y una enorme alfombra de colores.


Pero lo que más le llamó la atención fue una hilera de figuras de madera tallada que cubrían un alféizar situado en el lado opuesto del hombre.


Al final, incapaz de soportar más rato el silencio, preguntó:

—Tengo entendido que es usted guardabosques.


Pedro se giró en redondo y la miró con dureza.


—Supongo que en una ciudad como ésta, los cotilleos son inevitables.


Ambos se miraron un momento en silencio.


—¿Fue así como resultó herido? —preguntó ella, al fin.


—Sí.


La joven no sabía por qué preguntaba. Quizá era porque él le provocaba emociones que no sabía comprender.


—¿Esas tallas de madera las ha hecho usted? —volvió a preguntar.


—Sí —musitó él, secamente.


Paula desistió de sus intentos por sacarle más información. Se quedó en silencio y un momento después vio que Olivia se movía.


—Tenemos que irnos —dijo.


—Muy bien —repuso Pedro—, pero no a casa.


—¿Por qué no?


—Porque creo que a Olivia debería verla un médico. Ese sueño es demasiado profundo para mi gusto.


Paula sintió que la invadía el pánico.


—No pensará usted…


—No. Pero creo que alguien debe examinarla. Me cambiaré de ropa y la llevaré yo.


La joven abrió la boca con intención de decir algo, pero cambió de idea y volvió a cerrarla.




LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 8

 


Paula se quedó inmovilizada por el terror. No podía pensar ni moverse.


—Mamá.


El gemido de Olivia, seguido por el silencio, fue el catalizador que puso en movimiento a su madre. Echó a correr hacia su hija, pero Pedro llegó un segundo antes que ella. Ambos se arrodillaron simultáneamente al lado de la niña.


—Olivia, cariño, mamá está aquí.


Inspeccionó con las manos el cuerpo de su hija. Sólo después de tocar algo húmedo vio la sangre. El terror volvió a invadirla.


—¡No, oh, no! —musitó.


—Vamos a llevarla dentro —dijo Pedro.


Olivia intentó controlar las lágrimas mientras el hombre cogía a la niña en brazos y la llevaba hasta la cabaña. Con una gentileza que contrastaba con la fuerza de sus músculos, la depositó sobre el sofá.


—¿Está inconsciente? —pudo preguntar al fin la joven.


Se arrodilló a su lado para inspeccionar la herida. En la parte trasera de la cabeza, cerca de la base del cuello, tenía una herida de la que manaba sangre.


—Olivia, ¿me oyes? —preguntó Pedro.


Extendió la mano y le retiró el cabello de la herida. Después le palpó la carne.


—Mamá —gimió Olivia.


Paula sintió una oleada de alivio y soltó un gemido a su vez. El hombre la miró preocupado.


—No irá a hacer alguna estupidez como desmayarse, ¿verdad?


Aunque su rudeza era precisamente lo que necesitaba para recuperar el control sobre sí misma, a Paula le hubiera gustado abofetearlo.


—No —repuso, con toda la frialdad de que fue capaz. Y volvió su atención a Olivia.


—Me alegro, porque esto no es nada serio. Voy a buscar agua caliente y unas vendas. No se mueva.


La joven cogió la mano de su hija entre las suyas.


—Mamá, me duele la cabeza.


—Lo sé, cariño, pero muy pronto estarás mejor. Te vamos a curar, ¿de acuerdo?


—De acuerdo —sollozó Olivia.


Pedro se colocó a su lado una vez más y, con una agilidad que ella nunca habría asociado con sus rudas manos, lavó y curó la herida antes de cubrirla con una venda.


Cuando hubo terminado, Paula fue consciente por primera vez de lo cerca que estaba de ella. Podía ver sus ojeras y oler el sudor de su cuerpo. Pero, sobre todo, podía sentir la dureza muscular de sus brazos y hombros al rozarla.


Se estremeció de repente y luego se apartó. Los ojos del hombre se ensombrecieron y apretó los labios, como si creyera que ella lo encontraba repulsivo. Pero aquélla no era la razón por la que se había apartado. No lo encontraba nada repulsivo y eso era exactamente lo que la preocupaba.


Pedro se puso en pie y Paula lo miró y le sonrió, con la esperanza de eliminar su enfado.

—Gracias por todo —dijo.


—Ha sido culpa de Moro —contestó él.


La joven no replicó. Se volcó sobre el sofá, cogió a Olivia en brazos y la estrechó contra ella.


—Mamá.


—Mamá está aquí.


La niña suspiró y, acercándose más a ella, cerró los ojos.


Cuando se hubo dormido, repuesta ya al parecer del susto, Paula intentó controlar sus emociones, pero no pudo. El corazón le latía violentamente. Se masajeó las sienes con los dedos y sintió que el cansancio la invadía.





LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 7

 


Paula le tendió el sobre y él lo apretó contra la palma de la mano. Una mano que ella adivinaba callosa por el trabajo manual. Luego, de repente, se imaginó esa mano acariciando el cuerpo de una mujer y se estremeció.


Retuvo el aliento. ¿Cómo podía pensar tales cosas de un completo desconocido? Quizá estuviera perdiendo la razón. Eso o llevaba demasiado tiempo sin un hombre.


—¿De dónde ha sacado esto?


La joven se enderezó.


—Lo encontré en el libro que devolvió usted.


—Comprendo.


Paula se chupó los labios.


—Hay una carta dentro.


En cuanto lo hubo dicho, se arrepintió de ello. El contenido del sobre no era asunto suyo, pero no pudo evitarlo. Sentía curiosidad. La mujer que había escrito la nota había significado al parecer algo para él. Prácticamente le suplicaba que le diera otra oportunidad.


Pedro abrió el sobre y, al ver la hoja rosa, sus facciones volvieron a endurecerse.


—Gracias —dijo con brusquedad.


Se metió el sobre en el bolsillo y cogió el hacha, dando a entender con el gesto que consideraba terminada la conversación.


Paula se estremeció y entonces oyó un grito.


—¡Mamá!


La joven se volvió en redondo al mismo tiempo que Pedro. Pero ninguno de los dos tuvo tiempo de evitar que el perro embistiera contra la niña.


—¡Oh, Dios mío! —gritó Paula, mirando horrorizada cómo el perro golpeaba con sus patas el pecho de Olivia.


Lo hizo con tanta fuerza que la niña cayó hacia atrás, golpeándose la cabeza con un trozo de madera.




LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 6

 


El instinto advirtió a Paula de que a aquel hombre no le gustaba su presencia. Había cometido un error al ir allí; una vez más, su impulsividad le había jugado una mala pasada. Sin embargo, se aferró a la mano de Olivia y se acercó a él.


—Mamá, me haces daño —gimió la niña, intentando soltarse.


Paula aflojó su presión, pero no la soltó. Había visto el enorme perro al lado de su dueño, en posición de ataque.


—Mira qué perro tan grande, mamá.


—Ya lo veo —repuso la mujer, ausente, concentrándose en Pedro Alfonso.


Al acercarse, vio que la expresión del hombre se endurecía, pero aquello no le impidió estudiarlo.


Era muy atractivo. Tenía unos pómulos prominentes, una boca de labios finos y apretados y una mandíbula muy firme. No había duda de que se trataba de un hombre muy duro.


Aunque debía medir alrededor de un metro ochenta, sus musculosos hombros le hacían parecer más alto. El sudor que cubría el pelo de su pecho le recordó a la joven las gotas del rocío de la mañana.


Tragó saliva y volvió a mirarlo a la cara. Y de repente cambió de idea. Decidió que no era atractivo. Sus facciones eran demasiado duras y rígidas. Ni siquiera el extraño color azul grisáceo de sus ojos conseguía templar el vacío y el dolor que se leían allí y que él no se molestaba en ocultar.


Buscó algo que decir para terminar con aquel silencio embarazoso, pero no se le ocurrió nada.


Su hija, sin embargo, no tenía tales prejuicios.


—Mi madre se llama Paula y yo soy Olivia. ¿Cómo te llamas tú?


Pedro miró a la niña, pero no sonrió. Sus labios siguieron igual de duros. Su voz, sin embargo, contenía una extraña ternura.


—Pedro Alfonso.


Olivia miró a su madre y luego de nuevo al hombre.


—Es un nombre muy gracioso.


—¡Olivia!


Paula se ruborizó; abrió la boca para reñir a la niña, pero vaciló.


El hombre sonrió ligeramente.


—¿Te parece un nombre gracioso?


—Sí.


—Sí, señor —dijo Paula, al instante.


—Sí, señor —repitió Olivia con una sonrisa.


—A mí también me lo parece —replicó el hombre.


Olivia se echó a reír.


—¿De verdad?


Pedro es un nombre de familia; al menos eso fue lo que me dijeron.


Sus palabras contenían tanto desdén que Paula estuvo a punto de retroceder. Pero Olivia no se turbó. Señaló al perro y preguntó:

—¿Cómo se llama el perro?


—Moro.


El animal, al oír su nombre, movió la cola y abrió la boca.


Olivia se echó a reír de nuevo.


—¿Puedo acariciarlo?


—No, cariño —intervino su madre, cogiéndole el brazo.


La niña volvió su atención a Pedro.


—¿Tienes tú una niña?


—Olivia, eso no es asunto…


Pedro la interrumpió.


—No, no la tengo.


—Bueno, ¿tienes un niño?


—No, tampoco.


La pequeña se quedó un momento en silencio.


—Yo tampoco tengo un padre.


Sobrevino un silencio tan denso que ni los ruidos de la naturaleza podían penetrarlo.


Paula no sabía qué deseaba más, si estrechar a la niña contra su pecho o ponerle una mordaza en la boca. No hizo ninguna de las dos cosas. Se quedó inmóvil, intensamente ruborizada.


Pero Pedro no la miraba a ella. Sus ojos no se apartaban de la niña.


—Eso es una lástima. Las niñas pequeñas necesitan un papá.


—Yo antes tenía uno.


Paula respiró hondo.


—¿De verdad? —preguntó el hombre.


—Pero mi madre y mi padre se divorciaron. ¿Sabes lo que es eso?


—Cállate, Olivia —murmuró su madre—. Ya es suficiente.


Pedro carraspeó y se enderezó, con la vista fija en Paula. La miró con ojos fríos y expresión de dureza y la joven estuvo a punto de retroceder.


—Supongo que se preguntará qué hacemos aquí —dijo, haciendo un esfuerzo por reprimir un escalofrío.


—Sí que lo he pensado, sí —repuso él.


Paula ignoró su sarcasmo y dijo:

—A propósito, soy Paula Chaves, la dueña de la librería «Libros y cosas» de la ciudad.


El hombre hizo un movimiento impaciente con la mano.


—He venido a devolverle esto.


Metió la mano en el bolsillo y sacó el sobre.


—¿Qué es eso? —preguntó él.


—Un extracto de gastos de American Express.


Pedro pareció sorprendido.


—Es suya —aclaró ella.


—¿Mía?




LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 5

 


Moro miró a su dueño y movió la cola.


—Lo sé, muchacho —dijo Pedro Alfonso—. Tienes hambre. Pero tendrás que tener un poco más de paciencia. Estoy a punto de terminar.


Moro gimió y se alejó un poco del hombre.


Pedro ignoró al perro labrador negro y siguió golpeando el tronco con el hacha. A pesar del frío de la mañana, iba desnudo hasta la cintura y estaba sudado y sucio. Y solo. Pero no le importaba. Lo prefería así.


Hizo una pausa, se apoyó contra el hacha y miró a su alrededor. Le gustaba estar al aire libre. La vida de la ciudad no era para él, y no porque hubiera elegido retirarse del mundo. Simplemente, odiaba los ruidos de las grandes ciudades. Prefería estar en aquella cabaña aislada; aquél era su paraíso particular.


Sabía que la gente de la ciudad lo tenía por raro, pero no le importaba. Sólo quería que lo dejaran en paz para alimentar su desesperación y la rabia que sentía contra sí mismo.


Sólo había pasado un año desde aquel incendio que mató a su amigo y lo dejó a él herido con una cojera permanente y cicatrices en el alma de las que no podía curarse. Sabía que había envejecido y odiaba mirarse al espejo por las mañanas. Aunque sólo tenía treinta y cinco años, parecía y se sentía como si tuviera diez años más.


Pero, a decir verdad, nunca había sido joven y despreocupado. Criado en una casa rodeado de violencia, se había distanciado pronto de los demás. Había sido el único modo de poder sobrevivir. No sabía dónde estaba su madre y no le importaba. Peor aún, ni siquiera sabía quién era su padre.


Pedro creyó que al empezar a trabajar como guardabosques había encontrado su lugar en la vida. Entonces ocurrió la tragedia; un árbol se prendió fuego y lo demás sucedió muy deprisa. Aunque corrió hacia su amigo y compañero para intentar salvarlo, no fue lo bastante rápido. El árbol cayó sobre los dos. Pedro había salido de aquello con sólo una pierna destrozada. Su amigo murió.


Después de pasar varios meses en el hospital, la mujer con la que había planeado casarse decidió que no quería vivir con un lisiado que quizá no se recuperara nunca y no pudiera darle todo lo que esperaba. Rabioso y desilusionado, Pedro hizo las maletas y se dirigió a la cabaña que tenía en las Ozark.


Moro movió la cola. El hombre, sonriente, apartó sus pensamientos del doloroso pasado y dejó caer el hacha sobre el tronco.


—Una vez más y te daré de comer.


El sudor le caía por la frente al inclinarse para coger otro trozo de madera. No se había enderezado aún cuando oyó el ruido de una puerta de coche al cerrarse.


Se enderezó, lanzó una maldición y miró a su alrededor. No deseaba compañía, a pesar del hecho de que el intruso era una adorable niña de pelo castaño que sujetaba la mano de una mujer pelirroja de piel cremosa y enormes ojos azules.


Se inclinó sobre su hacha y esperó.



LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 4

 


Treinta minutos más tarde, Paula se sentaba al volante de su Honda.


—Mierda —murmuró al darse cuenta de que todavía llevaba en el bolsillo el sobre del banco.


Paula contuvo el aliento y se tapó la boca.


—Oh, has dicho una palabrota, mamá.


—Tienes razón. Lo siento mucho.


—Vámonos a ver a Papá Noel.


Paula puso el motor en marcha y empezó a pensar. Puesto que no había echado el sobre al correo, ¿qué pasaría si se lo devolvía personalmente? Probablemente, nada. Además, hacía una mañana estupenda para conducir. Salió del aparcamiento y apretó los dientes. Después de todo, la curiosidad mató al gato.