El instinto advirtió a Paula de que a aquel hombre no le gustaba su presencia. Había cometido un error al ir allí; una vez más, su impulsividad le había jugado una mala pasada. Sin embargo, se aferró a la mano de Olivia y se acercó a él.
—Mamá, me haces daño —gimió la niña, intentando soltarse.
Paula aflojó su presión, pero no la soltó. Había visto el enorme perro al lado de su dueño, en posición de ataque.
—Mira qué perro tan grande, mamá.
—Ya lo veo —repuso la mujer, ausente, concentrándose en Pedro Alfonso.
Al acercarse, vio que la expresión del hombre se endurecía, pero aquello no le impidió estudiarlo.
Era muy atractivo. Tenía unos pómulos prominentes, una boca de labios finos y apretados y una mandíbula muy firme. No había duda de que se trataba de un hombre muy duro.
Aunque debía medir alrededor de un metro ochenta, sus musculosos hombros le hacían parecer más alto. El sudor que cubría el pelo de su pecho le recordó a la joven las gotas del rocío de la mañana.
Tragó saliva y volvió a mirarlo a la cara. Y de repente cambió de idea. Decidió que no era atractivo. Sus facciones eran demasiado duras y rígidas. Ni siquiera el extraño color azul grisáceo de sus ojos conseguía templar el vacío y el dolor que se leían allí y que él no se molestaba en ocultar.
Buscó algo que decir para terminar con aquel silencio embarazoso, pero no se le ocurrió nada.
Su hija, sin embargo, no tenía tales prejuicios.
—Mi madre se llama Paula y yo soy Olivia. ¿Cómo te llamas tú?
Pedro miró a la niña, pero no sonrió. Sus labios siguieron igual de duros. Su voz, sin embargo, contenía una extraña ternura.
—Pedro Alfonso.
Olivia miró a su madre y luego de nuevo al hombre.
—Es un nombre muy gracioso.
—¡Olivia!
Paula se ruborizó; abrió la boca para reñir a la niña, pero vaciló.
El hombre sonrió ligeramente.
—¿Te parece un nombre gracioso?
—Sí.
—Sí, señor —dijo Paula, al instante.
—Sí, señor —repitió Olivia con una sonrisa.
—A mí también me lo parece —replicó el hombre.
Olivia se echó a reír.
—¿De verdad?
—Pedro es un nombre de familia; al menos eso fue lo que me dijeron.
Sus palabras contenían tanto desdén que Paula estuvo a punto de retroceder. Pero Olivia no se turbó. Señaló al perro y preguntó:
—¿Cómo se llama el perro?
—Moro.
El animal, al oír su nombre, movió la cola y abrió la boca.
Olivia se echó a reír de nuevo.
—¿Puedo acariciarlo?
—No, cariño —intervino su madre, cogiéndole el brazo.
La niña volvió su atención a Pedro.
—¿Tienes tú una niña?
—Olivia, eso no es asunto…
Pedro la interrumpió.
—No, no la tengo.
—Bueno, ¿tienes un niño?
—No, tampoco.
La pequeña se quedó un momento en silencio.
—Yo tampoco tengo un padre.
Sobrevino un silencio tan denso que ni los ruidos de la naturaleza podían penetrarlo.
Paula no sabía qué deseaba más, si estrechar a la niña contra su pecho o ponerle una mordaza en la boca. No hizo ninguna de las dos cosas. Se quedó inmóvil, intensamente ruborizada.
Pero Pedro no la miraba a ella. Sus ojos no se apartaban de la niña.
—Eso es una lástima. Las niñas pequeñas necesitan un papá.
—Yo antes tenía uno.
Paula respiró hondo.
—¿De verdad? —preguntó el hombre.
—Pero mi madre y mi padre se divorciaron. ¿Sabes lo que es eso?
—Cállate, Olivia —murmuró su madre—. Ya es suficiente.
Pedro carraspeó y se enderezó, con la vista fija en Paula. La miró con ojos fríos y expresión de dureza y la joven estuvo a punto de retroceder.
—Supongo que se preguntará qué hacemos aquí —dijo, haciendo un esfuerzo por reprimir un escalofrío.
—Sí que lo he pensado, sí —repuso él.
Paula ignoró su sarcasmo y dijo:
—A propósito, soy Paula Chaves, la dueña de la librería «Libros y cosas» de la ciudad.
El hombre hizo un movimiento impaciente con la mano.
—He venido a devolverle esto.
Metió la mano en el bolsillo y sacó el sobre.
—¿Qué es eso? —preguntó él.
—Un extracto de gastos de American Express.
Pedro pareció sorprendido.
—Es suya —aclaró ella.
—¿Mía?