sábado, 4 de diciembre de 2021

LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 7

 


Paula le tendió el sobre y él lo apretó contra la palma de la mano. Una mano que ella adivinaba callosa por el trabajo manual. Luego, de repente, se imaginó esa mano acariciando el cuerpo de una mujer y se estremeció.


Retuvo el aliento. ¿Cómo podía pensar tales cosas de un completo desconocido? Quizá estuviera perdiendo la razón. Eso o llevaba demasiado tiempo sin un hombre.


—¿De dónde ha sacado esto?


La joven se enderezó.


—Lo encontré en el libro que devolvió usted.


—Comprendo.


Paula se chupó los labios.


—Hay una carta dentro.


En cuanto lo hubo dicho, se arrepintió de ello. El contenido del sobre no era asunto suyo, pero no pudo evitarlo. Sentía curiosidad. La mujer que había escrito la nota había significado al parecer algo para él. Prácticamente le suplicaba que le diera otra oportunidad.


Pedro abrió el sobre y, al ver la hoja rosa, sus facciones volvieron a endurecerse.


—Gracias —dijo con brusquedad.


Se metió el sobre en el bolsillo y cogió el hacha, dando a entender con el gesto que consideraba terminada la conversación.


Paula se estremeció y entonces oyó un grito.


—¡Mamá!


La joven se volvió en redondo al mismo tiempo que Pedro. Pero ninguno de los dos tuvo tiempo de evitar que el perro embistiera contra la niña.


—¡Oh, Dios mío! —gritó Paula, mirando horrorizada cómo el perro golpeaba con sus patas el pecho de Olivia.


Lo hizo con tanta fuerza que la niña cayó hacia atrás, golpeándose la cabeza con un trozo de madera.




LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 6

 


El instinto advirtió a Paula de que a aquel hombre no le gustaba su presencia. Había cometido un error al ir allí; una vez más, su impulsividad le había jugado una mala pasada. Sin embargo, se aferró a la mano de Olivia y se acercó a él.


—Mamá, me haces daño —gimió la niña, intentando soltarse.


Paula aflojó su presión, pero no la soltó. Había visto el enorme perro al lado de su dueño, en posición de ataque.


—Mira qué perro tan grande, mamá.


—Ya lo veo —repuso la mujer, ausente, concentrándose en Pedro Alfonso.


Al acercarse, vio que la expresión del hombre se endurecía, pero aquello no le impidió estudiarlo.


Era muy atractivo. Tenía unos pómulos prominentes, una boca de labios finos y apretados y una mandíbula muy firme. No había duda de que se trataba de un hombre muy duro.


Aunque debía medir alrededor de un metro ochenta, sus musculosos hombros le hacían parecer más alto. El sudor que cubría el pelo de su pecho le recordó a la joven las gotas del rocío de la mañana.


Tragó saliva y volvió a mirarlo a la cara. Y de repente cambió de idea. Decidió que no era atractivo. Sus facciones eran demasiado duras y rígidas. Ni siquiera el extraño color azul grisáceo de sus ojos conseguía templar el vacío y el dolor que se leían allí y que él no se molestaba en ocultar.


Buscó algo que decir para terminar con aquel silencio embarazoso, pero no se le ocurrió nada.


Su hija, sin embargo, no tenía tales prejuicios.


—Mi madre se llama Paula y yo soy Olivia. ¿Cómo te llamas tú?


Pedro miró a la niña, pero no sonrió. Sus labios siguieron igual de duros. Su voz, sin embargo, contenía una extraña ternura.


—Pedro Alfonso.


Olivia miró a su madre y luego de nuevo al hombre.


—Es un nombre muy gracioso.


—¡Olivia!


Paula se ruborizó; abrió la boca para reñir a la niña, pero vaciló.


El hombre sonrió ligeramente.


—¿Te parece un nombre gracioso?


—Sí.


—Sí, señor —dijo Paula, al instante.


—Sí, señor —repitió Olivia con una sonrisa.


—A mí también me lo parece —replicó el hombre.


Olivia se echó a reír.


—¿De verdad?


Pedro es un nombre de familia; al menos eso fue lo que me dijeron.


Sus palabras contenían tanto desdén que Paula estuvo a punto de retroceder. Pero Olivia no se turbó. Señaló al perro y preguntó:

—¿Cómo se llama el perro?


—Moro.


El animal, al oír su nombre, movió la cola y abrió la boca.


Olivia se echó a reír de nuevo.


—¿Puedo acariciarlo?


—No, cariño —intervino su madre, cogiéndole el brazo.


La niña volvió su atención a Pedro.


—¿Tienes tú una niña?


—Olivia, eso no es asunto…


Pedro la interrumpió.


—No, no la tengo.


—Bueno, ¿tienes un niño?


—No, tampoco.


La pequeña se quedó un momento en silencio.


—Yo tampoco tengo un padre.


Sobrevino un silencio tan denso que ni los ruidos de la naturaleza podían penetrarlo.


Paula no sabía qué deseaba más, si estrechar a la niña contra su pecho o ponerle una mordaza en la boca. No hizo ninguna de las dos cosas. Se quedó inmóvil, intensamente ruborizada.


Pero Pedro no la miraba a ella. Sus ojos no se apartaban de la niña.


—Eso es una lástima. Las niñas pequeñas necesitan un papá.


—Yo antes tenía uno.


Paula respiró hondo.


—¿De verdad? —preguntó el hombre.


—Pero mi madre y mi padre se divorciaron. ¿Sabes lo que es eso?


—Cállate, Olivia —murmuró su madre—. Ya es suficiente.


Pedro carraspeó y se enderezó, con la vista fija en Paula. La miró con ojos fríos y expresión de dureza y la joven estuvo a punto de retroceder.


—Supongo que se preguntará qué hacemos aquí —dijo, haciendo un esfuerzo por reprimir un escalofrío.


—Sí que lo he pensado, sí —repuso él.


Paula ignoró su sarcasmo y dijo:

—A propósito, soy Paula Chaves, la dueña de la librería «Libros y cosas» de la ciudad.


El hombre hizo un movimiento impaciente con la mano.


—He venido a devolverle esto.


Metió la mano en el bolsillo y sacó el sobre.


—¿Qué es eso? —preguntó él.


—Un extracto de gastos de American Express.


Pedro pareció sorprendido.


—Es suya —aclaró ella.


—¿Mía?




LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 5

 


Moro miró a su dueño y movió la cola.


—Lo sé, muchacho —dijo Pedro Alfonso—. Tienes hambre. Pero tendrás que tener un poco más de paciencia. Estoy a punto de terminar.


Moro gimió y se alejó un poco del hombre.


Pedro ignoró al perro labrador negro y siguió golpeando el tronco con el hacha. A pesar del frío de la mañana, iba desnudo hasta la cintura y estaba sudado y sucio. Y solo. Pero no le importaba. Lo prefería así.


Hizo una pausa, se apoyó contra el hacha y miró a su alrededor. Le gustaba estar al aire libre. La vida de la ciudad no era para él, y no porque hubiera elegido retirarse del mundo. Simplemente, odiaba los ruidos de las grandes ciudades. Prefería estar en aquella cabaña aislada; aquél era su paraíso particular.


Sabía que la gente de la ciudad lo tenía por raro, pero no le importaba. Sólo quería que lo dejaran en paz para alimentar su desesperación y la rabia que sentía contra sí mismo.


Sólo había pasado un año desde aquel incendio que mató a su amigo y lo dejó a él herido con una cojera permanente y cicatrices en el alma de las que no podía curarse. Sabía que había envejecido y odiaba mirarse al espejo por las mañanas. Aunque sólo tenía treinta y cinco años, parecía y se sentía como si tuviera diez años más.


Pero, a decir verdad, nunca había sido joven y despreocupado. Criado en una casa rodeado de violencia, se había distanciado pronto de los demás. Había sido el único modo de poder sobrevivir. No sabía dónde estaba su madre y no le importaba. Peor aún, ni siquiera sabía quién era su padre.


Pedro creyó que al empezar a trabajar como guardabosques había encontrado su lugar en la vida. Entonces ocurrió la tragedia; un árbol se prendió fuego y lo demás sucedió muy deprisa. Aunque corrió hacia su amigo y compañero para intentar salvarlo, no fue lo bastante rápido. El árbol cayó sobre los dos. Pedro había salido de aquello con sólo una pierna destrozada. Su amigo murió.


Después de pasar varios meses en el hospital, la mujer con la que había planeado casarse decidió que no quería vivir con un lisiado que quizá no se recuperara nunca y no pudiera darle todo lo que esperaba. Rabioso y desilusionado, Pedro hizo las maletas y se dirigió a la cabaña que tenía en las Ozark.


Moro movió la cola. El hombre, sonriente, apartó sus pensamientos del doloroso pasado y dejó caer el hacha sobre el tronco.


—Una vez más y te daré de comer.


El sudor le caía por la frente al inclinarse para coger otro trozo de madera. No se había enderezado aún cuando oyó el ruido de una puerta de coche al cerrarse.


Se enderezó, lanzó una maldición y miró a su alrededor. No deseaba compañía, a pesar del hecho de que el intruso era una adorable niña de pelo castaño que sujetaba la mano de una mujer pelirroja de piel cremosa y enormes ojos azules.


Se inclinó sobre su hacha y esperó.



LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 4

 


Treinta minutos más tarde, Paula se sentaba al volante de su Honda.


—Mierda —murmuró al darse cuenta de que todavía llevaba en el bolsillo el sobre del banco.


Paula contuvo el aliento y se tapó la boca.


—Oh, has dicho una palabrota, mamá.


—Tienes razón. Lo siento mucho.


—Vámonos a ver a Papá Noel.


Paula puso el motor en marcha y empezó a pensar. Puesto que no había echado el sobre al correo, ¿qué pasaría si se lo devolvía personalmente? Probablemente, nada. Además, hacía una mañana estupenda para conducir. Salió del aparcamiento y apretó los dientes. Después de todo, la curiosidad mató al gato.



LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 3

 


Paula agradecía todos los días a su buena estrella el haber podido encontrar a Solange. Aquella mujer regordeta y morena no sólo era una vendedora nata, sino también una amiga. La conoció el mismo día en que abrió la tienda y la otra entró a preguntarle si necesitaba ayuda. La contrató al segundo. Lo que contribuía todavía más a mejorar su relación era el hecho de que Solange tenía un hijo un año mayor que Olivia.


Cuando Paula necesitaba salir, ella podía hacerse cargo de la pequeña.


—¿Quieres una taza de café? —le preguntó.


—No. Creo que voy a abrir la tienda.


—Ah, siéntate. Todavía es temprano.


Solange sonrió y se sentó a la mesa.


—¿Podrás arreglártelas sola un rato esta mañana? —preguntó Paula.


—Por supuesto.


—Tengo que ir a Harrison a comprarle unos zapatos a Olivia.


La niña aplaudió.


—Estupendo. A lo mejor vemos a Papá Noel.


—A lo mejor —dijo su madre, retirándole el plato vacío de cereales—. Ve a buscar el cepillo para peinarte.


La niña se acercó a la puerta y luego se volvió hacia ella con la cara muy seria.


—Mamá, papá no vendrá para Navidad, ¿verdad?


Paula sintió un nudo en la garganta.


—No, cariño, no vendrá. Ya lo sabes —repuso con cierta dureza.


Paula dejó caer la cabeza, pero un segundo después miró sonriente a Solange.


—¿Podrá venir Melina a mi casa a recoger su regalo?


—Por supuesto —asintió la mujer, sonriente—. Y luego puedes venir tú a la nuestra a recoger el tuyo.


Paula tragó el nudo que tenía en la garganta.


—Eso suena muy divertido. Pero vete ya a buscar el cepillo.


—Está algo confusa —dijo Solange, cuando la pequeña salió de la estancia.


—Más de lo que tú te crees.


—Echa de menos a su padre.


—Sí, así es.


—¿Hay alguna posibilidad de que volváis a juntaros?


Paula la miró con ojos llorosos.


—No.


Se hizo un silencio. Solange carraspeó un poco y dijo:

—Nunca me has dicho nada y no te lo he preguntado, pero como amiga que os quiere a las dos, me gustaría saber qué te pasó con tu ex.


Paula se apoyó contra la mesa y suprimió un escalofrío.


—Escucha… olvida que te lo he preguntado.


—No, no importa. Quiero que lo sepas. Después de un divorcio largo y difícil, empezaba a recuperarme cuando mi ex secuestró a Paula y la sacó del estado. Ella tenía dos años.


—¡Oh, Dios! ¡Qué horror!


—Utilicé mis ahorros para contratar a un detective privado que terminó por encontrarlos. El padre de Paula fue detenido en el acto y condenado a una pena de cárcel —continuo Paula, con voz casi inaudible—. En cuanto pude, hice las maletas y me vine aquí. Ya conoces el resto.


Solange pareció que iba a decir algo, pero no lo hizo. Terminó su café y luego la miró.


—No todos los hombres son como tu ex marido, ¿sabes?


Su amiga respiró hondo y se esforzó por sonreír.


—Probablemente no, pero soy demasiado cobarde para comprobarlo.


Solange sonrió.


—No se puede trabajar siempre; hay que divertirse alguna vez. Tú tienes mucho que ofrecerle a un hombre. Guillermo quiere que salgas con un amigo de su trabajo.


—Dale las gracias a tu marido, pero no me interesa.


—Bueno, no es Pedro Alfonso, desde luego —prosiguió Solange, ignorando su comentario—, pero no está mal.


Paula metió la mano en el bolsillo y tocó el sobre con la mano. Tenía que acordarse de enviárselo por correo.


—Hablando de ese cliente, ¿cuántas veces ha estado en la tienda?


—Sólo un par de ellas.


—No puedo imaginar por qué viene aquí.


Su amiga frunció los labios.


—Creo que está solo. En la ciudad se dice que solía ser un guardabosques que combatía fuegos y ahora, nadie sabe por qué, pero vive como un recluso porque odia a la gente —hizo una mueca—. De lo último soy testigo. Cuando le presté el libro, me miró con una mueca en la cara que me recordó a un oso viejo que tuviera una pata herida.


Paula se echó a reír.


—Me gustaría haberlo visto.


—No, no lo creo.


—Mamá, ¿qué es lo que te hace tanta gracia? —preguntó Olivia desde el umbral.


—Nada, cariño. Son cosas de adultos.




LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 2

 


Aunque hacía horas que se había levantado, había dejado a su hija dormida en el apartamento de arriba. Miró su reloj y vio que eran las nueve en punto. Apenas le quedaba tiempo de poner en su sitio los libros devueltos el día anterior antes de abrir la tienda a las diez.


Olivia se acercó a ella. Llevaba puesto el chándal rojo que Paula le había dejado extendido a los pies de la cama. La parte superior tenía una imagen de Papá Noel pintada en el frente.


La joven sonrió y tendió los brazos.


—Hola, preciosa —dijo, abrazándola—. ¿Has dormido bien?


—Muy bien —repuso la niña, sonriente.


—¿Quieres cereales? —dijo, alisándole el pelo—. ¿Te has lavado los dientes?


—Sí.


—Estupendo.


Su hija de cuatro años era inteligente, precoz y un reto constante para Paula. Pero ella adoraba aquel reto y estaba decidida a hacer de ella una persona responsable y productiva.


Sin embargo, la tarea no era fácil. A veces yacía despierta toda la noche y sentía que sus responsabilidades le pesaban como una losa. Entonces deseaba poder tener a alguien que compartiera sus cargas, un hombre al que amar. Pero no era así y no había nada que hacer.


Olivia la cogió de la mano.


—¿Cuánto tiempo falta para que venga Papá Noel?


—Tres semanas, querida —respondió ella, automáticamente.


Su hija le había hecho aquella misma pregunta unas mil veces desde que terminara el día de Acción de Gracias y las tiendas empezaran a llenarse de decoraciones navideñas.


—He soñado con él, mamá.


—Dime lo que has soñado —repuso Paula, llevándola hasta la parte trasera de la tienda desde donde salía una escalera que conducía a la vivienda.


Para Paula, la casa había resultado ser una bendición. Decoró aquel espacio pequeño con una variedad de muebles, algunos de mimbre y otros antiguos, y consiguió un efecto muy agradable, con gran variedad de plantas vivas y unos cojines floreados sobre los sillones.


—Vamos, cuéntame tu sueño —musitó cuando tuvo a Olivia sentada a la mesa de la cocina delante de un plato de cereales.


La niña dejó la cuchara y murmuró excitada:

—He soñado que Papá Noel bajaba por la chimenea.


—Eso está muy bien —repuso su madre, muy seria—. ¿Y eso es todo?


La niña se echó a reír.


—No. Se quemaba el culo, mamá.


—¡Olivia! ¿Dónde aprendes a hablar así?


La aludida se encogió de hombros y entonces oyeron pasos en la escalera.


—¿Solange? —preguntó Paula.


—La misma —repuso Solange Petty, entrando en la estancia.


—Hola, Solange —dijo la niña—. ¿Sabes una cosa? He soñado que Papá Noel bajaba por la chimenea y se quemaba el culo.


La aludida la miró un momento sorprendida y después se echó a reír.


Paula extendió las manos con aire impotente.


—¿Qué quieres que diga? —preguntó.


—Nada —repuso su amiga—. Yo tengo una en casa que es igual de descarada.




LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 1

 


Paula Chaves miró la pila de libros colocada sobre el mostrador y sonrió. Su idea de montar una sección de préstamo de libros había resultado un completo triunfo. El negocio de la tienda aumentaba día a día. Estaba contenta y era un buen momento para ello, ya que se acercaba la Navidad.


Cogió el libro situado encima de todos y empezó a hojearlo. Había llegado casi al final cuando se encontró con un sobre. Frunció el ceño y lo examinó. Era un sobre bancario, pero no veía el nombre del dueño. Extrajo el contenido y una hoja de papel cayó al suelo.


Se inclinó, la recogió y, al examinarla, se ruborizó. Se trataba de una carta personal, dirigida a un cliente nuevo de su tienda. Paula no conocía todavía al misterioso Pedro Alfonso, pero Solange, su ayudante, lo había definido como un hombre guapo, pero bastante introvertido.


Paula comprendía esa actitud. Después de dos años, seguía todavía intentando olvidar su doloroso pasado. Años atrás, se creyó la más afortunada de las mujeres al casarse con un ejecutivo joven y brillante, al que no hacía mucho que conocía.


Tal vez hubiera estado buscando algo nuevo en su vida. Después de cuatro años en la universidad, no sabía todavía a qué quería dedicarse. Trabajó como secretaria en una compañía de abogados, pero no le gustó. Artística por naturaleza, le gustaba trabajar con las manos, pero sus padres, antes de morir en un accidente de coche, creían que eso era una tontería e intentaron convencerla de que el único modo de sobrevivir en este mundo era tener un trabajo fijo bien pagado.


Paula contempló su matrimonio como algo nuevo y excitante. Y los primeros años fue feliz. Pero luego, su esposo no consiguió un ascenso que esperaba y empezó a beber. Se volvió cada vez más difícil y la vida de Paula y de su hija llegó a hacerse insoportable.


Desesperada por abandonar la ciudad y empezar una nueva vida, aceptó una oferta de una amiga de su madre. La mujer quería alguien que se hiciera cargo de su librería con opción a compra y Paula no lo dudó ni un segundo.


Y no se arrepentía de ello. Camden, Arkansas, había resultado ser un paraíso en la tierra, la ciudad era el centro de una zona turística rural situada en las hermosas montañas de Ozark. Toda la región era un sueño para un artista. Magníficos pinos y otros árboles de hoja perenne daban sombra a amplios arroyos que albergaban multitud de percas y truchas. Y los pescadores que acudían gastaban dinero en la ciudad.


En cuanto estuvo instalada, decidió utilizar su talento artístico y aprendió a trabajar con cristal. No tardó en especializarse en la elaboración de pequeñas lámparas de formas extrañas que cortaba y moldeaba con amor.


En aquel momento estaba ya decidida a vender las lámparas a las tiendas para poder sacar dinero suficiente para comprar la librería. Miró a su alrededor con orgullo. La librería, resultaba original y adorable. Los libros estaban colocados en estanterías antiguas y, entre ellos, se veían las lámparas con las que esperaba reunir dinero suficiente para alcanzar su objetivo.


—Mamá.


La voz de su hija la sacó de su ensueño. Sacudió la cabeza y, al darse cuenta de que todavía tenía el sobre en la mano, se lo metió en el bolsillo.


—Estoy aquí, querida.