martes, 6 de agosto de 2019

ENAMORADA DE MI ENEMIGO: CAPITULO 8




Paula tenía el corazón acelerado y le ardía el estómago. Odiaba aquello. Odiaba lo que una simple caricia le había hecho sentir. Era como si hubiesen sacado a la luz todas sus inseguridades, todas sus limitaciones.


Odiaba que las cicatrices todavía la hiciesen sentirse así. Por mucho que fingiese haberse acostumbrado, todavía odiaba vérselas en el espejo. Odiaba notarlas con las puntas de sus dedos cuando se duchaba.


Nadie… nadie se las había tocado así, como Pedro pasaba el dedo pulgar por su mano, como le había acariciado el cuello.


Solo un hombre antes le había tocado las cicatrices, y había sido para humillarla.


Sus padres habían dejado de tocarla después del incendio. Habían dejado de darle abrazos y habían guardado las distancias, se habían sumido en su culpabilidad.


La caricia de Pedro le había afectado como una descarga eléctrica. Entonces lo había mirado, había visto la perfección de su piel y se había acordado de por qué no podía permitir que la tocase.


Se había sentido avergonzada y no había querido que él se diese cuenta. Ni siquiera quería reconocerlo. Solo quería salir corriendo de allí, pero se sentía paralizada, atrapada. 


Todos los invitados de la fiesta estaban pendientes de ellos y también había periodistas. 


Y Paula no quería que dijesen de ella que se había marchado de la fiesta como Cenicienta del baile.


Era fuerte. No iba a huir.


–Supongo que como tienes la costumbre de tomar cosas que no te pertenecen, no se te ha pasado por la cabeza que tal vez yo no esté de acuerdo –le dijo–. Negocios. Mujeres.


La mirada de Pedro se volvió fría.


–Solo tomo lo que no está bien protegido. Como tu negocio, por ejemplo. Si no estuvieses tan endeudada, no tendría tanto poder sobre ti.


–Ya. Así que la culpa de esto la tengo yo. ¿Significa eso que tu hermano tuvo la culpa de que tú le robases la novia? Fue justo antes de la boda, ¿no? Te acostaste con ella y luego lo hiciste público.


Pedro la fulminó con la mirada.


–Me dijiste que todo lo que había dicho de ti la prensa era verdad, ¿no? 


Él no se inmutó.


–Veo que te has informado –le dijo–, pero no me estás contando nada que no sepa.


Era cierto. Paula había buscado información acerca de él en Internet. Y se había sentido indignada al enterarse de que había traicionado a su propio hermano. Porque sentirse indignada era mucho más seguro que tener cualquier otro sentimiento hacia él.


–Sé muy bien lo que hice –añadió–. Al fin y al cabo, era uno de los protagonistas.


–Un pirata en toda regla, diría yo.


–Nunca lo había visto así, pero es una buena manera de idealizarme –le susurró él, acercándose más.


–No te estoy idealizando. Un hombre sin honor no me atrae lo más mínimo.


Pedro la soltó y cerró la mano en un puño, pero su gesto siguió siendo indescifrable.


–Honor. Un concepto interesante del que todavía nunca he sido testigo.


«Bienvenido al club», pensó Paula, que tampoco había visto mucho honor a lo largo de su vida. 


De adolescente, postrada en una cama de hospital, había soñado con su príncipe azul, pero había dejado de tener esperanzas al final del instituto.


Miró a Pedro a los ojos y volvió a sentirlo. Notó cómo le ardía la sangre en las venas y desaparecía su ira.


¿Cómo lo hacía? ¿Cómo conseguía que se derritiese por dentro con solo mirarla? Notó que tenía los labios secos y se los humedeció con la lengua. Vio cómo sus ojos seguían el movimiento y sintió anhelo. Sabía lo que era. 


Estaba excitada. Pero nunca había estado excitada entre los brazos de un hombre. Y nunca había tenido tan cerca al objeto de su deseo.


No obstante, aquello no era una fantasía de la que estuviese disfrutando en la intimidad de su dormitorio.


No era un sueño. Era real, un hombre de verdad. Un hombre que estaba mirando sus labios con interés.


No era de extrañar que la prometida de su hermano no se le hubiese podido resistir. Era la tentación personificada.


Pero ella no podía ser la fantasía de ningún hombre.


Con sus cicatrices, solo podía ser una pesadilla.


¿Por qué estaba pensando en todo aquello? Era como si tuviese una guerra dentro. Del sentido común contra los instintos más básicos. Menos mal que llevaba mucho tiempo creyendo poder controlarlos.


De repente, sintió mucho calor a pesar de que la temperatura no podía haber subido. O tal vez sí. 


Tal vez hubiese más gente en la fiesta. Porque no podía ser él, no podía ser que su mirada le hiciese sentir tanto calor.


Pedro se inclinó hacia delante y ella se quedó donde estaba, sin apartar la vista de la de él. 


Sus ojos intentaron cerrarse, pero no lo permitió.


Y siguió sin apartarse.


Entonces, Pedro se detuvo. Tenía los labios tan cerca de los de ella que podía sentir su calor.


–No te preocupes. No necesito honor para convertirte en una mujer muy rica. De hecho, es mejor que no lo tenga.


La tensión sexual que había reinado en el ambiente se rompió de repente, dando paso a una ráfaga de aire helado.


–Me marcho –anunció Paula, apartándose por fin de él.


–Yo me quedo –dijo Pedro, buscando algo con la mirada.


Probablemente, se quedaría y encontraría a alguna chica delgada y sexy con la que acostarse esa noche.


Paula sintió náuseas sin saber por qué.


–De acuerdo. Genial. Que te diviertas.


Se dio la media vuelta y salió del club, agradeciendo que el frío de la noche le diese en la cara. Lo necesitaba, necesitaba una buena dosis de realidad. Lo que había ocurrido en la fiesta no era real. No era posible para una mujer como ella y, aunque lo fuese, no se le ocurría un hombre al que desease menos.


Aun así, su corazón seguía acelerado y su cuerpo estaba como vacío, insatisfecho, y cuando cerraba los ojos seguía viendo el rostro de Pedro.




ENAMORADA DE MI ENEMIGO: CAPITULO 7




ERA una profesional de aquella clase de eventos, de eso no cabía duda. Se llevó la copa a los labios, pero no bebió. A Pedro tampoco le gustaba el alcohol ni el aturdimiento que provocaba. Su idea de divertirse no incluía perder el control.


Vio cómo Paula se acercaba a un pequeño grupo de mujeres. La vio reír y levantar ligeramente un pie para que pudiesen apreciar mejor los zapatos rosas que llevaba puestos.


El vestido era sin mangas y dejaba al descubierto las marcas de su piel. Eso no parecía preocuparla.


Nadie parecía mirarla con desprecio, pero mantenían las distancias. Pedro se preguntó si sería debido a las cicatrices. A Paula no parecía importarle.


Era efervescente, segura de sí misma. Sonreía, cosa que no había hecho con él. Él no le caía demasiado bien, cosa a la que ya tenía que estar acostumbrado.


Pedro dejó la copa en la barra y avanzó entre la multitud. Paula levantó la vista y abrió mucho los ojos, forzó la sonrisa al verlo.


–Señor Alfonso, no esperaba encontrármelo aquí – lo saludó con amabilidad, aunque era evidente que estaba intentando guardar la compostura.


–No estaba seguro de poder asistir.


No solía ir a fiestas, pero solía hacerlo cuando quería encontrar rápidamente compañía femenina.


Aunque hacía tiempo que no sentía la necesidad.


Estaba cansado de juegos. El sexo había sido una catarsis desde que Maria lo había dejado, una manera de intentar borrar los recuerdos, pero había terminado aburriéndole. De hecho, incluso le hacía sentirse mal.


Una de las mujeres que estaba con Paula lo miró de tal manera que Pedro supo que solo tenía que mover ficha para tenerla en su cama esa noche. Un par de meses antes no habría dudado en hacerlo, pero en aquel momento se sintió incómodo.


Eso lo sorprendió. No recordaba la última vez que le había importado hacer algo inmoral. 


Hacía mucho tiempo que le habían arrebatado su última pizca de honor y él había accedido a ser el hombre que el mundo esperaba que fuese. Porque era más fácil ser ese hombre, era más fácil seguir el camino que él mismo se había trazado a dar marcha atrás hasta el lugar en el que se había equivocado.


–Pero lo ha hecho –comentó ella sin entusiasmo.


–Sabía que te alegrarías de verme.


Paula sonrió de manera casi desdeñosa y se cruzó de brazos, haciendo que se le marcasen los pechos en el vestido. Pedro sintió deseo. Un deseo inesperadamente fuerte, en especial, después de que la invitación de la otra mujer solo le hubiese causado malestar.


–Pensé que estaba por encima de este tipo de actos.


–De eso nada –respondió él.


Las demás mujeres los observaban en silencio, con ávida curiosidad.


–Ven conmigo –añadió.


–Estoy bien aquí, gracias –respondió Paula.


–Tenemos que hablar.


Las mujeres lo miraron a él y luego a ella. Una incluso sacó el teléfono móvil y envió un mensaje con toda rapidez, para difundir la información o para llamar a alguien.


–Pues hable.


–En privado.


Pedro se inclinó y la agarró de la mano. Varias personas más los miraron.


La última vez que le había tocado la mano se había dado cuenta de lo sorprendentemente suave que era, y la cicatriz, todavía más.


La vio separar los labios gruesos y rosados y abrir los ojos, como si no hubiese esperado el contacto.


¿Acaso no la acariciaban sus amantes? ¿O evitaban las partes de su cuerpo que no eran perfectas? Él siempre había estado con mujeres muy bellas, así que le era imposible saber cómo reaccionaría ante el cuerpo desnudo de Paula. 


Sus aventuras nunca le daban tanto que pensar. 


Esa era otra ventaja de las conquistas de una sola noche.


Pero dejó de pensar con lógica al imaginarse el cuerpo de Paula. Solo podía sentir un deseo fuerte, elemental, que recorría el suyo con la fuerza de un ciclón.


Le agarró la mano con más fuerza y la sacó del grupo. Paula lo siguió a regañadientes, tensa.


La llevó hasta una alcoba alejada de la pista de baile y apoyó el brazo en la pared, Paula retrocedió, dio con la pared y abrió mucho los ojos.


Verla acorralada, asustada, le hizo sentirse fatal, pero entonces la vio cambiar de gesto y su actitud se volvió desafiante.


–¿Qué era lo que querías? 


–Hablar contigo. Y como estábamos llamando la atención, he decidido sacarle partido.


–Pues habla.


–Tengo que admitir que la primera vez que te vi no te di el crédito que te mereces.


Ella lo miró sorprendida.


–¿Qué? 


–Que no me di cuenta del dinero que podía ganarse con la moda si las cosas se hacían bien.


–No eres un gran conocedor del sector, ¿eh? 


–Solo si cuenta salir con modelos.


Ella contuvo una carcajada.


–Salvo que hablases con ellas en la cama del precio de la lana hilada a mano, no, no cuenta.


–Entonces, tengo que admitir que no conozco el sector.


Paula apretó los hombros contra la pared, como si quisiese fundirse con ella y clavó la vista en algo por encima de su hombro. Inclinó ligeramente la cabeza y Pedro vio que la cicatriz rosada se extendía por la curva de su cuello. 


Parecía dolorosa. Sin cicatrizar, pero tenía que estarlo.


No era bonita y apartaba la atención de la cremosa belleza de la piel que la rodeaba. Lo atraía con su irregularidad. Todo en ella lo hacía. 


Levantó la mano y pasó el dedo índice por la piel dañada.


Sorprendentemente suave. Como toda ella.


Paula se apartó. De repente, ya no parecía tan segura de sí misma.


–No –le dijo, alejándose.


–¿No? 


Él la agarró de la mano y la hizo volver. Ella obedeció, seguramente solo porque todo el mundo estaba pendiente de ellos. La vida sexual de Pedro fascinaba al público y se daba por hecho que cualquier mujer que lo acompañase era su amante. Siempre había sido así.


Se puso tenso al pensar en pasar la noche con Paula y se le aceleró el pulso. Su cuerpo respondía a ella de manera elemental, sin preocuparse por las cicatrices que estropeaban su piel perfecta.


Paula se inclinó para hablarle y que la oyese a pesar de la música.


–No me toques como si tuvieses derecho a hacerlo. Has adquirido mi negocio, no a mí –le advirtió en voz baja, temblorosa.


–Lo sé.


–Entonces, ¿lo haces por morbo? Es una cicatriz, mi casa se incendió. Pensé que lo sabías. Por si te interesa el tema, el artículo del Courier no estuvo mal.




lunes, 5 de agosto de 2019

ENAMORADA DE MI ENEMIGO: CAPITULO 6




No obstante, sintió más curiosidad por él y hasta lástima por el niño que había sido.


Luego se dijo que lo mejor sería centrarse en los negocios y no en el exótico acento de Pedro. En el hombre y no en el niño.


–Entonces, teniendo en cuenta que es el cerebro –le dijo, rompiendo el incómodo silencio–, ¿cuáles son sus planes? 


–Había pensado en una valla publicitaria en Times Square y en una portada en la revista Look.


Paula tosió.


–¿Qué? –Conozco a la directora de la revista. Me ha pedido que consiga una imagen de alguna creación tuya que pueda ir bien con la edición de primavera, y que la utilizará para la editorial y para la portada.


–Pero eso es… mucha publicidad.


–Oui. Te dije que era bueno.


–Muy bueno –admitió Paula aturdida–. No puedo creerlo. ¿Y va a hacerlo solo porque lo conoce? 


–Le he enseñado tu trabajo por Internet y se ha quedado impresionada. Así que no va a hacer una obra de caridad.


–Pero es… 


–Te dije que podría convertir tu plan a cinco años en un plan a seis meses –le dijo Pedro en tono arrogante–. Tal vez quiera entrevistarte también.


Aquel era el tipo de publicidad con el que Paula había soñado y que temía al mismo tiempo, que podría darle el éxito que se merecía, pero que también sacaría a la luz su vida privada.


Ya se había visto en esa situación a menor escala.


Era fácil ponerse un muro delante, sonreír y reír, colocarse de tal manera que saliese la cicatriz del cuello en la fotografía. Darle a la gente lo que quería. No se molestaba en ocultar su pasado ni las marcas que este había dejado en su piel, pero no quería que saliese lo peor de él. 


Aunque pensase que ya no quedaba nada por decir que pudiese hacerle daño. Ya lo había oído todo, incluso de boca de su propia madre. Y había sobrevivido. No se había derrumbado entonces y no lo haría en esos momentos.


Iba a aprovechar la oportunidad al máximo. Si aquel hombre podía conseguirle una valla publicitaria, una portada y una entrevista, sentiría menos resentimiento por él.


–Eso sería estupendo, más que estupendo, increíble.


–Sé que te encanta la publicidad –comentó Pedro, sonriendo de medio lado.


–Me gustan las ventas que provoca la publicidad – dijo ella.


–¿Qué escogerías para la fotografía? 


Paula atravesó la habitación, agradeciendo que hubiese más distancia entre ambos. No sabía por qué, pero aquel hombre la ponía tensa.


Su aspecto, su fama, todo combinado era una mezcla muy potente. Una mezcla que le daba miedo no saber manejar. Siempre había trabajado con modelos masculinos, muchachos jóvenes, y alguna vez se había sentido atraída por alguno, pero lo había considerado normal. Al fin y al cabo, era una mujer y ellos, hombres.


Pero la sensación que le causaba Pedro solo con mirarlo era diferente. Era atracción mezclada con muchos nervios e ira.


Y él no era un muchacho que trabajase de modelo, era un hombre que, según la prensa, sabía muy bien cómo tratar a una mujer en la cama.


Paula notó que le ardían las mejillas y apartó el rostro mientras fingía estudiar algunas prendas que había colgadas en un perchero. Tenía que centrarse y dejar de fijarse en lo bien que le sentaba el traje a Pedro.


No era su tipo, su traje, sí. Y eso era todo.


No tenía tiempo ni ganas de explorar una extraña atracción por un hombre que le había hecho una OPA hostil a su vida. No tenía tiempo ni ganas de sentirse atraída por nadie, pero mucho menos por él.


Se imaginó la expresión de horror en su rostro si se le insinuase. Si viese las marcas que había en su cuerpo.


Un hombre que salía cada semana con una mujer más bella no querría saber nada de un producto defectuoso.


Y ella lo era.


–El azul, creo –dijo–. Este.


Sacó un vestido corto, de color azul, con las mangas largas, fruncidas.


–Con las botas adecuadas quedará estupendo.


Miró a Pedro y esperó ver… algo en sus ojos, pero su expresión siguió siendo neutral.


–Si piensas que funcionará.


–¿No quiere opinar? –le preguntó, sorprendida y aliviada al mismo tiempo.


–¿Por qué? 


–Porque… ¿acaso no es por eso por lo que está aquí? 


Pedro se acercó a ella con la vista clavada en el vestido. Levantó la mano, tocó la fina tela, y Paula se sintió como si estuviese tocándola a ella de nuevo.


Como si volviese a tocarle la cicatriz. Nadie lo hacía. Ese era otro motivo por el que dejaba algunas de sus cicatrices a la vista, porque hacían que la gente mantuviese las distancias.


Al parecer, Pedro, no.


Paula se tocó el dorso de la mano, se lo frotó para dejar de sentir aquel cosquilleo.


–No me preocupa demasiado la moda. Así que te dejo a ti este tipo de decisiones.


–Entonces, ¿tengo poder de decisión? 


Él la miró con intensidad.


–Yo no sería capaz de hacer nada con esas máquinas de coser, así que te dejo decidir a ti, que eres la experta. Cuando el experto sea yo, decidiré yo.


Paula no había esperado tanto de él, pero, aun así, no se sintió bien. Había subestimado su propio poder en la situación. Y tenía que sacar el máximo partido de él.


–Entonces, ¿no pretende vestir a mis modelos? –le preguntó en tono frío.


–Jamás he hablado de eso.


–Pero de todos es conocida su reputación –comentó Paula–. Pensé que estaba tratando con un pirata. Con una persona que se gana la vida lucrándose a costa de los demás.


Él rio. Fue un sonido casi oxidado, como si no estuviese acostumbrado a hacerlo.


–Veo que has leído muchas historias acerca de mí.


–¿No son ciertas? –preguntó ella, con la esperanza de que fuesen mentira.


–Sí –respondió él, mirándola a los ojos–. Todas son verdad. Las decisiones que tomo, las tomo para sacar algún beneficio. No hago obras de caridad. Si te ayudo, es para conseguir lo mejor para la empresa y lo mejor para mi cartera. Eso es todo.


No lo dijo en tono amenazador, sino con más suavidad que nunca. Solo le estaba informando acerca de cómo eran las cosas.


La esperanza de Paula se transformó en un enorme peso en el estómago.


–Bueno, supongo que tendré que sacar el máximo partido posible –comentó, nerviosa.


Era una sensación que no le gustaba. Estaba acostumbrada a tener siempre el control de la situación.


Pero en presencia de aquel hombre no parecía tenerlo. Ni siquiera estaba segura de poder controlar su cuerpo. La asustaba y eso la enfadaba. Era atractivo y cuando la miraba fijamente hacía que se le encogiese el estómago. Y eso la confundía.


Respiró hondo para intentar tranquilizarse. 


Siempre la había ayudado en momentos difíciles, cuando alguien había intentado herirla.


No estaba consiguiendo protegerse de él, de las cosas que le hacía sentir. La miraba como si pudiese ver en su interior y la hacía sentirse desnuda.


–¿Tienes alguna fotografía de ese vestido? –le preguntó Pedro, sacándola de sus pensamientos.


–Hago fotografías de todos.


–Excelente. Envíamelas por correo electrónico y yo se las mandaré a Karen, de Look.


–Por supuesto.


Pedro se giró para marcharse. Sin tan siquiera despedirse, como si su salida fuese suficiente. 


Paula estaba en su propio estudio, pero se sentía como si aquel hombre acabase de decirle que podía retirarse.


Apretó los dientes para contener la ira, la ira y algo más, que le hacía sentir calor.


Volvió a abrir el ordenador y se dispuso a enviarle el correo a Pedro utilizando la dirección que aparecía en los documentos que este le había entregado. En los documentos que tanto poder le daban.


Poder sobre ella. Paula odiaba aquella situación. 


Y también lo odiaba a él un poco. Se suponía que aquello tenía que ser mérito suyo, no de Pedro.


Adjuntó la fotografía y dejó el cuerpo del mensaje en blanco. No tenía nada que decirle. 


Trabajaría con él, haría lo que fuese necesario para mantener su negocio.


Y, en cuanto pudiese, le devolvería el dinero que le debía y volvería a tomar las riendas. A su manera.


Miró el reloj del ordenador y juró entre dientes.


Estaba invitada a un cumpleaños de alguien de la alta sociedad parisina y tenía que ir. Tal vez Pedro no lo considerase una forma de marketing eficaz, pero ella no estaba de acuerdo.


Quizás fuese el dueño de su negocio, pero no era el dueño de su vida.


E iba a ir a la fiesta.



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