viernes, 11 de enero de 2019

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 26




Paula se metió en el coche de Pedro con la convicción de que lo que le había ocurrido a Tamara no había sido un accidente. El asesino se había enterado de que había hablado con ella y había entrado en acción. Pero era imposible que estuviera en el restaurante. En ese caso, Tamara lo habría sabido y no le habría dicho a Paula una sola palabra.


Pero podía tener espías. Paula pensó en la gente que había en el Catfish Shack. Nadie parecía sospechoso. Pero de alguna manera, el asesino se había enterado de que Tamara había hablado, de que había descrito al posible asesino.


Paula decidió comentárselo a Pedro en cuanto tuviera oportunidad.


En aquel momento, Pedro estaba al teléfono dando órdenes, haciendo preguntas y al parecer, hablando con el policía que estaba en el lugar en el que se había producido el accidente. 


Paula medio escuchaba, pero tenía la mente entumecida, y por motivos que no acertaba a entender, volvía continuamente a aquel lugar frío y húmedo que la perseguía en sus pesadillas. La iglesia. Las escaleras. Y la sensación de estar siendo tragada por una criatura oscura y hambrienta.


—¿Estás bien?


La voz de Pedro y la mano que posó sobre su brazo devolvieron a Paula al presente. Se tensó y volvió el rostro hacia él.


—Probablemente todo lo bien que voy a poder estar durante una buena temporada.


—Las noticias no son del todo malas. Tamara está herida y ha perdido una gran cantidad de sangre, pero está consciente.


—¿Qué ha causado el accidente?


—Al parecer, los exámenes preliminares indican que ha perdido el control del coche y se ha salido de la carretera.


—Pues los exámenes se equivocan, Pedro. Ha vuelto a ser él. Sabe que Tamara ha hablado conmigo y ha intentado matarla. El hombre que describió Tamara tiene que ser el asesino.


—Estás llegando a conclusiones precipitadas.


—Estoy diciendo lo que es obvio. Piensa en ello, Pedro. Tamara habla conmigo y menos de una hora después alguien intenta matarla. O por lo menos intenta asustarla para que guarde silencio.


—No sabemos por qué se ha salido de la carretera. Esa carretera está llena de curvas, basta tomar una a más velocidad de lo debido para terminar cayendo montaña abajo.


—Tamara hace ese recorrido todos los días. ¿Pero qué te ha dicho el policía que está con ella? Supongo que le habrá preguntado a Tamara por lo que ha pasado.


—Ha dicho que Tamara sólo quiere hablar contigo.


Había dos coches de policía en el lugar del accidente cuando llegaron. Al fondo de la montaña, se veía un coche gris con las cuatro ruedas hacia arriba. Tamara estaba tumbada en la hierba, a pocos metros de distancia.


En el instante en el que Pedro paró el coche, Paula salió y corrió hacia abajo, sin saber qué podía hacer para ayudar, pero desesperada por decirle a Tamara que no la había traicionado. 


Cuando llegó a su lado, Tamara estaba mortalmente quieta, con el pelo empapado en sangre y los ojos cerrados. El policía que estaba agachado a su lado se levantó y se separó ligeramente de ella.


—La ambulancia ya está en camino.


Paula se arrodilló al lado de Tamara y le tomó la mano. La tenía más fría incluso que en el restaurante, a pesar de que el policía había arropado a la joven con su propia cazadora. 


Tenía un corte profundo desde la parte de atrás de la oreja derecha hasta la frente. Aquella parecía ser la peor de las heridas, o al menos la más sangrienta, pero tenía muchos más cortes y arañazos en el rostro y los brazos y la pierna derecha la tenía retorcida de forma grotesca.


—Tamara —le dijo Paula suavemente—, soy Paula Chaves, la periodista.


Tamara abrió los ojos y volvió a cerrarlos otra vez.


—Yo no tengo la culpa de esto. Tienes que confiar en mí.


Tamara no dio ninguna muestra de haberla oído, pero Paula estaba prácticamente segura de que sabía lo que le había dicho.


—Intenta asentir si no eres capaz de hablar, 
Tamara, pero necesito saber la verdad. ¿Alguien te obligó a salirte de la carretera?


—Por favor…


La voz de Tamara era tan débil que Paula tuvo que acercar la oreja a su boca.


—¿Qué ocurre, Tamara?


—Por favor, no le digas a nadie… Que te he hablado de ese hombre.


—No te preocupes, Tamara. Estás a salvo. La policía se asegurará de que no te ocurra nada. Esa bestia no volverá a hacerte daño.


Tamara gimió y levantó el brazo unos centímetros antes de dejarlo caer de nuevo al suelo.


—Avisa… A mi madre.


—Lo haré, Tamara, te lo prometo. Iré ahora mismo a verla. Pero dime una cosa más. ¿Ha sido el mismo hombre del que me has hablado el que te ha sacado de la carretera?


—Yo… No sé nada.


En aquel momento llegó la ambulancia y los enfermeros corrieron hacia ellos. Pedro se acercó a Paula y la hizo levantarse.


—Lo has intentado. Ya no puedes hacer nada más.


—Yo soy la culpable de esto, Pedro.


Pedro le pasó el brazo por los hombros.


—Sácate eso de la cabeza inmediatamente. Como empieces a pensar así, no durarás ni un año como periodista. Tú no has hecho nada malo.


Que se lo dijeran a Tamara. Paula comenzó a caminar hacia el coche, pero entonces se dio cuenta de que el suyo continuaba en el campo de tiro. Su espíritu de periodista volvió a ponerse en funcionamiento y garabateó algunas notas mientras metían a Tamara en la ambulancia.


El asesino no quería que Tamara hablara, ¿pero por qué le había hecho salirse de la carretera en vez de degollarla, como había hecho con Sally y con Ruby? De esa forma se habría asegurado de que no hablara. ¿O lo habría hecho solamente para asustarla?


¿Y dónde estaría en aquel momento el asesino? ¿Cerca de allí? ¿Observando a Tamara mientras se la llevaban en la ambulancia? ¿Vigilando todos los movimientos de la policía? Un escalofrío la hizo estremecerse. Estuviera o no cerca el asesino, estaba convencida de que todavía no había acabado ni con Tamara ni con ella.


Pedro se inclinó contra el respaldo, cansado y con un dolor palpitante en la sien. Aquel caso le estaba robando el sueño y la salud.


Para sorpresa de nadie, las sospechas de Paula estaban fundadas. Aquel no había sido un accidente por simple distracción del conductor. 


Las marcas en las ruedas y en la pintura del coche indicaban que la joven había sido sacada deliberadamente de la carretera. Y unos minutos después de haberle ofrecido a Paula una descripción del posible asesino.


Y después de aquello, Paula estaba convencida de que todo había sido culpa suya. Tendría que intentar hacerla entrar en razón antes de que aquel maniaco consiguiera hacerla participar de su lógica mortal. Paula era suficientemente vulnerable e inocente como para pensar que podría manejarlo.


Y las certezas de ese tipo podrían llevarla a la muerte.


Pedro recorrió la zona con la mirada y vio a Paula recostada contra el coche, tomando notas. 


Tenía manchas de sangre en el jersey, y también alguna en la cara. Pero no parecía haberse dado cuenta. Podía no parecer suficientemente dura como para ser periodista, pero era valiente, de eso estaba seguro. Y además…


No, ya no estaba seguro de nada más. Sólo sabía que aquella mujer había conseguido metérsele bajo la piel. Incluso en aquel momento, cuando estaba a metros de distancia y sin prestarle la menor atención.


—¿Algo más? —preguntó Mateo en cuanto estuvo al lado de Pedro.


—¿Has avisado a la policía local y a la del estado para que intenten localizar un coche negro con restos de pintura gris?


—Sí, y también a todos los talleres de la zona. En cuanto localicen a algún sospechoso me avisarán.


—¿Y qué se sabe de la familia de la herida?
—Hemos localizado a la madre de Tamara Mitchell, pero ya se había enterado de la noticia por la prensa. Ahora está en el hospital.


—Estupendo. Quiero que haya un policía de guardia en la puerta de la habitación de Tamara. Si ese tipo pretendía asesinarla, no quiero que pueda rematar la faena en el hospital.


—En cuanto le hayan estabilizado las constantes vitales, la llevarán al hospital de Atlanta.


—Entonces tendremos que hablar con el departamento de policía de Atlanta.


—¿Y piensas comentarles que crees que esto puede tener relación con los dos asesinatos?


—Me gustaría mantenerlo en secreto, pero a la larga se sabrá.


—¿Y qué me dices de la periodista del Times? —preguntó Mateo, señalando a Paula con la cabeza.


—¿Qué pasa con ella?


—¿Quieres que me la lleve en el coche?


—No, de eso ya me ocuparé yo.


—No te estarás enamorando de esa periodista, ¿verdad?


—¿Bromeas? —contestó Pedro, evitando mentir directamente—. Pero esa periodista tiene un nombre. Se llama Paula Chaves.


—Vaya, así que te gusta… Pero no es tu tipo, Pedro. Será mejor que dejes a esas chicas jóvenes y ardientes para tipos experimentados como yo.


—Otra chica ardiente más y morirás antes de los cuarenta.


—Sí, pero qué manera de morir.


Paula alzó la mirada al ver que Pedro se acercaba.


—Salgamos de aquí —le dijo a Paula.


—Sí, mejor. Tengo que recuperar mi coche.


—He pensado que podríamos pasar antes por mi casa, tomar un café y hablar.


—¿Por tu casa? Debo de haber oído mal. ¿El detective Pedro Alfonso acaba de invitar a una periodista a su casa?


—Sí, pero no se lo cuentes a nadie. Arruinaría mi reputación.


—Será noticia de portada.


—Entonces será mejor que te ofrezca algún escándalo sobre el que escribir.



AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 25




Tony Sistrunk permanecía sentado en su despacho, en la oficina de San Antonio, Texas, reflexionando sobre las últimas noticias que acababan de llegar a su mesa y preguntándose si debería intentar ponerse en contacto con Pedro Alfonso. Estaba seguro de que Pedro no quería que lo hiciera.


Pedro había vuelto a Georgia para escapar de la vida que llevaba en San Antonio. Y aquella noticia iba a darle el disgusto de su vida. Pedro había arriesgado la vida para sacar a RJ. Blocker de las calles. Y RJ. acababa de salir de nuevo por culpa de un juez que lo había puesto en libertad.


RJ. no volvería a una ciudad en la que había matado a un policía. Ni siquiera él estaba tan loco. Pero podía estar suficientemente loco como para ir a buscar a Pedro.


De modo, que por mucho que odiara darle a Pedro esa noticia cuando estaba intentando localizar a un asesino en serie, Tony tenía que advertirlo de que podía encontrarse con nuevos problemas



AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 24




Pedro sacó la tarjeta para comprobar su puntería. La mayoría de los disparos habían dado en el centro de la cabeza.


En realidad no había ido a entrenar. 


Sencillamente, aquel ejercicio de cargar y disparar tenía un efecto sedante sobre él, lo ayudaba a pensar con claridad. Sobretodo cuando estaba tan cansado como aquel día.


No había dormido más de un par de horas cada noche desde el segundo asesinato. Cada vez que se metía en la cama, su mente reproducía los pocos datos que tenía sobre aquellas muertes. Unos periodistas de la televisión de Atlanta habían bautizado al asesino como el «asesino de los parques de Prentice», y el nombre parecía haber pegado fuerte.


Las víctimas no parecían tener nada en común, excepto su condición de jóvenes, y el hecho de haber sido asesinadas en un parque. A ambas las habían degollado, y en los dos casos habían marcado sus cuerpos desnudos con una equis de sangre en el pecho. No había ningún móvil aparente. Ni pistas. Ni testigos. Y por más interrogatorios que hiciera o más vueltas intentara dar a todos aquellos datos, Pedro no tenía la menor idea de quién podía ser el asesino.


Pero tenía que haber algo que estuviera pasando por alto, algún vínculo que relacionara las dos muertes. Los dos crímenes parecían haber sido cometidos por la misma persona, pero no podía estar seguro. Como el primer asesinato había sido descrito con todo lujo de detalles tanto en la televisión como en los periódicos, el segundo podía ser una copia del primero.


—Hola, Pedro. Ha venido una mujer a verte. Bastante guapa.


—Consíguele un par de protectores para los oídos y dile que pase.


—De acuerdo, pero no le dispares. Es demasiado guapa para perderla. ¿Por qué no te la traigo yo y me la presentas?


—¿Me estás pidiendo que te ayude a tirarte a una chica que viene preguntando por mí?


El policía asintió y Pedro le respondió con una enorme sonrisa.


—Pues hoy no es tu día de suerte.


Retiró la tarjeta vieja, metió una nueva y regresó a la marca desde la que quería tirar.


Cuando se volvió otra vez, Paula estaba a menos de un metro de él.


Y no le extrañó que hubiera llamado la atención del joven policía. Llevaba un jersey amarillo que marcaba sus senos, sin ceñirse demasiado, pero de una forma increíblemente seductora al mismo tiempo. Una falda negra que le llegaba por encima de las rodillas y un par de botas negras completaban su atuendo.


—Estás muy guapa —le dijo, al darse cuenta de que se había quedado mirándola fijamente.


—Gracias.


—Pero supongo que no has venido hasta aquí para dejarme boquiabierto.


—La verdad es que no —miró a su alrededor y al ver disparar a un policía que estaba a su lado hizo una mueca—. ¿Podemos ir a algún lugar más silencioso?


—Espera un momento.


Le indicó que se acercara.


Estaba deseando saber lo que Paula tenía que decirle, pero también necesitaba saber si era capaz de sostener un arma y no había un momento mejor que aquel para averiguarlo.


—¿Alguna vez has disparado un arma?


—No.


—Prueba con ésta.


Paula negó con la cabeza.


—No me gustan las pistolas.


—No tienen por qué gustarte, pero en estas circunstancias, sería una buena idea que aprendieras a utilizarlas.


—No creo que sea capaz de disparar a nadie.


—Eso es lo que cree la mayor parte de la gente. Y no descubren que las cosas no son como piensan hasta el segundo en el que tienen que elegir entre disparar o que les disparen a ellos —le dio la mano y tiró hacia él—. Lo primero que tienes que hacer es sostener la pistola en la mano durante algunos minutos. Acostúmbrate a sentirla. Y recuerda siempre que no tienes que apuntar jamás con un arma a nadie a quien no pretendas disparar.


Le puso la pistola en la mano y le colocó los dedos en la posición indicada.


—Puedes ayudarte a mantener el pulso con la mano libre.


Se colocó tras ella, y cuando se inclinó para ayudarla a sostener el arma, rozó con la barbilla su pelo y sintió al instante la esencia de su perfume. Un perfume ligero, de flores. Y absolutamente embriagador.


Su cuerpo reaccionó tan rápida como traicioneramente. No dejó de sostener la mano de Paula, pero retrocedió intentando luchar contra un deseo que no cedía. Fuera lo que fuera lo que encendía su libido, Paula lo tenía a toneladas.


—¿Aprieto el gatillo? —preguntó Paula.


Le temblaba ligeramente la voz. Y Pedro no sabía si el temblor se debía a la pistola o a que era consciente del efecto que estaba teniendo sobre él. Pero no iba a preguntárselo.


—Utiliza la propia pistola para ayudarte a apuntar a tu objetivo. Y apunta a la cabeza.


Paula siguió sus instrucciones y miró hacia el objetivo con los ojos entrecerrados.


—¿Ya?


—En cuanto estés lista.


Paula cerró los ojos, hizo una mueca y apretó el gatillo. Tanto la bala como el objetivo desaparecieron de su vista.


Abrió los ojos y dio media vuelta, apuntando directamente a Pedro. Éste le agarró la pistola y la apartó.


—No es a mí a quien tienes que apuntar, a menos que pretendas dispararme.


—Sabía que no se me daría bien.


—Lleva su tiempo.


—Ni siquiera le he dado.


—Es difícil apuntar con los ojos cerrados.


—De acuerdo, déjame intentarlo otra vez. Esta vez no cerraré los ojos.


—Tómate tu tiempo.


—¿Acaso crees que un asesino peligroso se va a quedar quieto durante más de cinco minutos esperando a que apunte?


—No estoy considerando siquiera la posibilidad de que tengas que encontrártelo.


Paula lo miró.


—No se te da bien mentir, Pedro.


—Es mi único defecto.


Paula apuntó con la pistola y apretó el gatillo, en aquella ocasión manteniendo los ojos abiertos y las manos razonablemente firmes. La bala dio en el antebrazo de la silueta de papel.


—Te estás acercando.


Paula disparó dos veces más, acercándose cada vez más al objetivo. Estaba mejorando, pero necesitaba mucho más que un día de práctica para que Pedro le entregara una pistola.


—Por hoy vamos a dejarlo —le dijo—. Y vamos a tener esa conversación que te ha traído hasta aquí.


—Estupendo —Paula miró a su alrededor—. ¿Tenemos que ir muy lejos?


—Vamos fuera.


Pedro enfundó la pistola, sacó el objetivo y lo tiró a la papelera. Una vez fuera, se alejó con Paula del edificio hasta llegar al río, donde algunos policías estaban pescando, disfrutando de su día libre.


—En cuanto te alejas del campo de tiro, es un lugar muy agradable.


—El campo de tiro fue construido en unos terrenos que donó la familia McClellan. Todo el departamento se ocupa de mantener este lugar. Podemos sentarnos —señaló una mesa de picnic situada bajo un grupo de pinos—, o podemos pasear si lo prefieres.


—Preferiría pasear.


—Entonces andaremos —esperó a que Paula comenzara a hablar. Como no lo hacía, la animó a hacerlo—. ¿De qué querías que habláramos?


—Creo que tengo una descripción del asesino. O por lo menos la de un posible sospechoso.


Paula le habló de lo que Tamara le había contado. Pedro estaba impresionado. No lo admitió, claro, pero Paula lo sabía de todas maneras.


—Esa chica estaba asustada, Pedro. Tenía miedo de que ese hombre, el asesino, fuera a buscarla si se enteraba de que lo había acusado. Y creo que podría tener razón para estar asustada. No me gustaría ponerla en peligro.


—En ese caso no puedes publicar esa información.


—No pensaba hacerlo. Pero tú tampoco puedes ir al restaurante a interrogarla. Y tampoco puedes filtrar esta información para dejar que la publique otro periodista.


—No pretenderás decirme cómo tengo que llevar esta investigación, ¿verdad, señorita periodista?


Su tono había vuelto a ser duro.


Paula dejó de caminar y puso los brazos en jarras.


—¿Así es como tienen que ser las cosas entre nosotros, Pedro? Yo soy Paula si te sigo el juego, pero me convierto en la señorita periodista en cuanto tengo mi propia opinión sobre algo. Cuando me mostré asustada e indefensa me besaste. Y en cuanto muestro algo de valor, me das un toquecito para asegurarte de que vuelva a mi lugar.


Pedro le sostuvo la mirada. Sus ojos eran fríos y duros como el granito, pero había en ellos algo más, una cualidad extraña que Paula no acertaba a adivinar.


—No te besé por que estuvieras indefensa. Te besé porque… Porque —se volvió y comenzó a caminar otra vez—. Volvamos a Tamara.


—Muy bien.


Pero no se encontraba bien en absoluto. Estaba temblando. Y cansada de no hablar de otra cosa que de miedo y asesinatos. Pero jamás permitiría que Pedro la viera vencida.


—¿Qué pasa con Tamara? —preguntó, manteniendo la voz firme.


—Me gustaría poder hacer un retrato robot del sospechoso a partir de la descripción de Tamara. ¿Crees que podría colaborar en algo así?


—Creo que sí, si no dejamos que nadie sepa que ha sido ella la que ha hecho esa descripción.


—Necesitamos actuar rápido —contestó Pedro repentinamente tenso—. Cuanto más esperemos, más probable es que vuelva a matar.


—¿Eso significa que crees que ese hombre podría ser el asesino?


—Es una pista, y eso ya es algo más de lo que teníamos hasta ahora.


—¿Ésa es la manera de dar las gracias de Pedro Alfonso?


—Sí, supongo que sí —se detuvo y se apoyó contra un árbol. Tomó la mano de Paula y tiró suavemente de ella para que se acercara—. Has hecho un buen trabajo, señorita periodista.


Su voz había cambiado. Había perdido el filo para convertirse en una voz casi seductora. De las muchas facetas de Pedro Alfonso, aquella era la única que conseguía desarmar a Paula. Ése era el Pedro que la había besado la otra noche, el mismo que la hacía sentirse protegida.


O quizá fuera ella la que estuviera reconociendo en Pedro las cualidades que necesitaba encontrar en un momento en el que temía estar cayendo atrapada en la repugnante telaraña de un asesino.


—Hay algo más, Pedro. He vuelto a tener noticias suyas.


Pedro cambió inmediatamente de humor, como si la furia que permanecía aletargada en su interior hubiera vuelto de pronto a la vida.


—¿Cuándo?


—Justo antes de hablar por teléfono contigo. Esta vez me ha llamado al móvil.


Pedro soltó una sarta de juramentos.


—Un día después de haber cometido un asesinato y ya está otra vez. Ese tipo no renuncia.


—No, parece que lo de renunciar no entra en sus planes.


—¿Tienes su número de teléfono?


—El identificador de llamadas dice que es un teléfono desconocido.


—Dime entonces lo que te ha dicho. Palabra por palabra. No te dejes nada.


Paula repitió la conversación. Las palabras de aquel hombre parecían haberse grabado con fuego en su cerebro.


—Volverá a llamar, Pedro.


—La próxima vez estaremos preparados.


—¿Cómo?


—Por una parte, podemos instalar un micrófono en tu móvil y en los teléfonos del periódico y de tu casa. Y también un detector de llamadas. Y tendrás que acordarte de activarlos en cuanto te llame ese tipo.


—No sé si servirá de algo. Seguramente se limitará a hablar durante unos segundos y a colgar el teléfono. Lo mejor sería que me encontrara personalmente con él.


—No empieces a decir las mismas tonterías que la otra noche, Paula. No vamos a colocarte delante de ese tipo como cebo.


—Ya me he convertido en un cebo. Lo sabe todo sobre mí. Puede aparecer en mi vida cuando le apetezca.


—Está obsesionado contigo.


—¿Entonces por qué no utilizamos su obsesión para atraparlo?


—La respuesta es no. Tú no eres policía, no estás preparada para este tipo de trabajos. Y fin de la discusión.


—Pero…


—No hay peros, Paula. Y como se te ocurra hacer cualquier cosa que pueda ponerte en peligro, te meteré entre rejas.


—No puedes sin una orden del juez.


—Compruébalo por ti misma.


—¿Así que os vais a dedicar a esperar sin hacer nada? Aunque la propia Tamara pueda proporcionar alguna pista que pueda terminar en un posible arresto, eso llevará su tiempo. Y el tiempo puede significar otra vida perdida.


—No nos estamos dedicando a esperar.


—No, te estás dedicando a disparar a siluetas de papel. ¿Cómo lo llamarías tú a eso?


—Intentar desahogarme para no terminar disparando a periodistas.


Paula estaba ardiendo de rabia. ¿Cómo podía haberse sentido mínimamente atraída por aquel hombre? Dio media vuelta y se alejó a grandes zancadas, esperando no perderse en el camino hasta el coche. Lo último que necesitaba era tener que llamar a Pedro pidiendo ayuda.


No tuvo que pedir ayuda, pero obviamente, no eligió el camino más corto. Para cuando llegó al aparcamiento, Pedro estaba sentado tras el volante de su propio coche, esperándola con la puerta de pasajeros abierta.


—Entra —le ordenó.


—No tienes derecho a decirme lo que tengo que hacer, Pedro Alfonso.


—Entra, por favor. Y deprisa.


—¿Por qué voy a tener que entrar?


—Acabo de recibir una llamada. Ha habido una emergencia en la carretera de Finnegan.


El miedo volvió a sofocarla hasta tal punto que le dolía al respirar.


—No, Tamara no. Por favor, dime que no le ha pasado nada a Tamara.


—Ha tenido un accidente de coche.


—No está…


«Muerta». Tenía la palabra en la punta de la lengua, pero no era capaz de pronunciarla.


—No, no está muerta. Pero su coche ha caído rodando. Ahora mismo hay un policía con ella. No está muy seguro de la gravedad de sus heridas.


—Gracias por esperarme.


—Tenía que esperarte. Tamara ha preguntado por ti.