sábado, 22 de diciembre de 2018
EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 9
Antes de que su madre pudiera decir algo más, Gaston llevó a Paula a su lujoso sedán. Mientras recorrían la escasa distancia por la carretera principal, Paula pensó en la posibilidad de que Pedro le hubiera inyectado a Agnes la medicación equivocada. La idea le revolvía el estómago, y aquella reacción la angustió aún más. ¿Por qué debería importarle que Pedro se hubiera vuelto tan descuidado? No era de su incumbencia.
Gaston metió el coche entre dos palmeras, en el camino de entrada del acogedor hotel con vistas a la bahía.
Paula vio con el rabillo del ojo un atisbo de pelo dorado. Una figura de anchos hombros estaba de pie en el camino, vestida con pantalones oscuros y camisa marrón. Su sonrisa destellaba junto a la cicatriz en el rostro bronceado mientras observaba a los niños saltar sobre los aspersores del césped.
Pedro Alfonso. Y estaba apoyado en una grúa.
-¿Qué demonios está haciendo él aquí? -espetó Gaston.
Paula también se preguntaba lo mismo... y cómo había aparecido la grúa en el hotel. En el taller le habían dicho que alguien la había alquilado.
¿Sería Pedro Alfonso?
Antes de que pudiera desabrocharse el cinturón de seguridad, Gaston había salido del coche y avanzaba hacia Pedro; sus pisadas crujían en el suelo de veneras. Con sus poderosos antebrazos cruzados al pecho, Pedro apartó la mirada de los niños y se giró hacia su enemigo.
Sin prestarle la menor atención, miró a Paula y le sonrió.
-Buenos días, señorita Chaves.
Sus miradas se encontraron y Paula sintió cómo una descarga eléctrica le calentaba la piel.
-¿Qué haces aquí, Alfonso? -le preguntó Gaston antes de que Paula pudiera articular palabra. Se había detenido a distancia prudente de Pedro, pero lo miraba amenazadoramente.
-No creo que sea asunto tuyo, Tierney -repuso él, imperturbable.
-Lo es si has venido a acosar a Paula Chaves.
-Crecí acosando a Paula Chaves. Y eso es algo que no va a cambiar tan pronto.
Gaston tensó la mandíbula y apretó los puños a los costados. Con su polo azul marino, sus pantalones marrones, sus zapatos italianos y su caro reloj de oro, era la personificación de la elegancia adinerada. Físicamente era casi tan grande como Pedro, pero no tan musculoso.
-Tu acoso no interferirá en la investigación de Paula -dijo Gaston-. Supongo que sabrás que ella y Malena se están ocupando de mi caso.
-No sabía que tuvieras un caso entre manos.
-Lo sabrás.
Paula se interpuso entre los dos hombres y miró furiosa a Pedro.
-¿Qué haces aquí, doctor Alfonso?
-Pensé que te haría falta una grúa.
-Sabes muy bien que sí. ¿La has tomado del taller de Bobby Ray?
-Así es. No quería que nadie más se la llevara antes que tú. ¿Estás lista para ir a sacar tu coche del barro?
-No necesita tu ayuda para hacerlo -espetó Gaston.
-¿Vas a hacerlo tú por ella? -preguntó Pedro con un brillo de regocijo en sus ojos-. ¿Sabes cómo se hace?
El rostro aristocrático de Gaston se cubrió de rubor.
-Bobby Ray Tucker tiene experiencia de sobra para sacar un coche del barro. No tengo más que llamarlo.
-Sí, pero Bobby Ray no tiene la grúa en estos momentos. Durante el resto del día... es mía.
-Encontraré otra -declaró Gaston-, aunque tenga que ir al pueblo a buscarla.
-Será mejor que te des prisa -le aconsejó Pedro mirando al cielo, que empezaba a nublarse-. Se acerca una tormenta. Cuando la carretera de Gulf Beach se inunda, no hay modo de saber cuánto tiempo pasará antes de que los vehículos puedan volver a transitarla.
Paula oyó cómo a Gaston le rechinaban los dientes... ¿o serían los suyos propios?
-¿Te estás ofreciendo a sacar mi coche del barro, doctor Alfonso?
-Será un placer, señorita. Lo único que pido es que vengas conmigo. Así podrás indicarme dónde está tu coche. No me gustaría perder mi valioso tiempo buscándolo.
-Como si fuera tan difícil encontrarlo... -gruñó Gaston-. No te preocupes, Paula. Os seguiré de cerca.
-Buena suerte -dijo Pedro-. Si tu coche de niño rico se queda atascado en el barro, quizá tengas que esperar un buen rato para poder salir. Personalmente, yo no lo dejaría mucho tiempo en esos bosques. Ya sabes cómo son los chicos del pueblo.
Paula se estremeció al pensar en el Mercedes de su hermana. Un coche tan caro sería una tentación para los jóvenes aburridos y pendencieros del pueblo.
-Será mejor no arriesgarse, Gaston.
-Le pediré prestado un todoterreno a alguien.
-Adelante -lo apremió Pedro. Ven conmigo, Paula.
Ella miró preocupada el cielo. La humedad del aire y el olor de la lluvia inminente le advertían que le quedaba poco tiempo.
-Necesito mi coche, Gaston.
-También necesitarás las otras cosas que tengo para ti, señorita Chaves -dijo Pedro.
-¿Qué otras cosas? -preguntó ella, poniéndose rígida.
Gaston entornó la mirada.
Pedro levantó una ceja, miró a Paula y permaneció en silencio. Ella supo a qué cosas se refería. Se había dejado los zapatos, la blusa y el sujetador en el cobertizo.
-Gaston... -le susurró, llevándoselo aparte-. Está intentando provocarte. No le sigas el juego. Sea lo que sea lo que esté tramando, podré ocuparme yo sola. ¿Por qué no te vas a casa y...?
-No te fíes de él, Paula. Es un sinvergüenza. Sobre todo con las mujeres. Te hará creer que es un santo y que yo soy el demonio si le das la oportunidad.
-Discúlpame, señorita Investigadora -intervino Pedro-, pero será mejor que nos demos prisa antes de que empiece a llover.
Paula miró ansiosa a Pedro por encima del hombro y apremió a Gaston.
-Puedes irte. Necesito mi coche para acabar la investigación, y dependo de él para conseguirlo.
-No hagas caso de nada de lo que te diga -murmuró él-. Y llámame si hay algún problema.
Se apartó de ellos y se dirigió muy rígido hacia su coche. Paula esperó a que se alejara antes de volverse hacia Pedro. Los dos se miraron el uno al otro en silencio, intentando adivinar sus respectivos pensamientos. Volvían a estar a solas.
Aunque los dos hijos de la dueña del hotel seguían gritando de alborozo mientras jugaban, y las gaviotas chillaban sobre sus cabezas, el silencio entre ellos era tenso e íntimo.
Paula agarró la correa del bolso con demasiada fuerza.
-¿Por qué haces esto?
-Quería disculparme por lo de anoche... Y te quería tener otra vez para mí solo.
Un intenso calor volvió a invadir a Paula. ¿Cómo podía afectarla tanto con sólo unas palabras?
Aquel hombre era un peligro. Un verdadero peligro.
-¿Por qué dices eso? -lo reprendió-. Sabes que no puedo ir contigo si dices esas cosas.
-Querías sinceridad.
-No -negó ella, sacudiendo la cabeza. La aterrorizaba tanta sinceridad, pero al mismo tiempo deseaba ir con él-. Lo único que quiero es mi coche.
-Y a eso vamos.
Paula retorció nerviosamente la correa del bolso.
Sería muy sencillo sentarse junto a él en la grúa y racionalizarlo todo. Necesitaba su coche y las cosas que había dejado en el cobertizo. Y podía confiar en sí misma para manejar cualquier situación que se le presentara. E incluso podría averiguar más de Pedro de lo que él quería que ella supiera.
«¡Aléjate de él, Paula!», la acució una voz interior. «¡Corre!»
-Tal vez debería esperar a que me ayudara otra persona.
-Tal vez -dijo él con una media sonrisa-. Pero no vas a hacerlo.
El desafío estaba claro. La estaba retando a ir con él y fingir que no significaba nada para ella.
Pero Pedro no sabía nada del calor que le provocaba cada vez que la miraba de aquella manera tan intensa y posesiva... como la estaba mirando en aquel momento. Tampoco sabía que ella había deseado que la besara cuando sólo eran amigos. Ni que había soñado con él la noche anterior y que se había despertado con su nombre en los labios.
No sabía nada de eso. Pero ella sí.
No era prudente ir con él. Pero necesitaba su coche y quería recuperar su ropa. Y deseaba conseguir las respuestas a sus preguntas.
Además... nunca había renunciado a un desafío de Pedro Alfonso.
EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 8
Aquel hombre era un peligro.
Tras una larga noche despotricando contra él en la suite del Bayside Bed-and-Breakfast Inn, Paula había caído rendida en un sueño ardientemente sensual en el que Pedro Alfonso le hacía el amor contra la pared del embarcadero.
Se despertó empapada en sudor. No había duda; Pedro era un peligro. Se había burlado de ella, había amenazado su credibilidad como investigadora y, lo peor de todo, le provocaba un inquietante deseo físico. Y ella no podía permitirse nada de eso. No podía confiar en Pedro Alfonso.
Nunca olvidaría la primera vez que aprendió aquella lección. Acababa de cumplir diecisiete años. Malena, dos años mayor que ella, había salido por la noche con Pedro, un chico rebelde de diecinueve años al que le gustaban los coches rápidos, las motocicletas y las mujeres.
Malena le ocultó la relación a su padre. El coronel nunca había aprobado las compañías de su hija, y mucho menos que saliera con el salvaje Pedro Alfonso. Su temperamento, siempre irascible, había empeorado aún más tras la muerte de su mujer, sin cuya influencia apaciguadora había tratado a sus hijas como si fueran soldados, exigiendo un control absoluto sobre sus vidas: nada de chicos, coches y fiestas. Prohibido llevar amigos a casa y tener mascotas. Obligación de sacar sobresalientes en la escuela. Toque de queda a las diez en punto. Interminables tareas domésticas. Inspecciones agotadoras. Normas imposibles de acatar.
No pudieron evitar llevar una vida secreta.
Cuando el coronel se enteró por un amigo que Malena estaba viendo en secreto a Pedro, tuvo una explosión de ira. Pero, por primera vez en su vida, Malena se negó a claudicar, tan desesperada estaba por conseguir su libertad.
Paula la apoyó sin reservas. El coronel vio la unión de las hermanas como una insurrección y les dio un ultimátum: u obedecían o se marchaban de casa para no volver jamás. Paula no podía creerse que lo dijera en serio. Le parecía una horrible traición. Tenía que ponerlo a prueba y averiguar si su padre la quería o si realmente la quería fuera de su vida. Por tanto, ella y Malena eligieron marcharse. Hicieron el equipaje, salieron de casa en mitad de la noche y fueron a buscar a Pedro. Las dos sabían que podían contar con él. Había sido el mejor amigo de Paula y había salido con Malena durante el verano. Lo encontraron en una fiesta en la playa, abrazado a otra chica. Paula seguía poniendo una mueca de dolor cada vez que recordaba la escena tan humillante que había provocado Malena. Pedro se había ido de la fiesta con ella, pero sólo para acabar con su relación.
-No estoy listo para tener algo serio con nadie, Malena. Si tú lo estás, búscate a otro.
El dolor y la furia habían impedido a Malena informarlo sobre sus planes, pero Paula le había contado el ultimátum del coronel.
-Sólo eres una niña, Pau. No puedes salir adelante por ti misma. Vete a casa. Las dos.
Paula lo había mandado al infierno, y también Malena. Las dos hicieron auto-stop hasta Tallahassee, empeñaron las joyas que les había dejado su madre y se pusieron a trabajar como camareras. La vida fue dura... increíblemente dura, pero consiguieron salir adelante. Por sus amigos se enteraron de que el coronel pasaba muy poco tiempo en Mocassin Point. Parecía que se había involucrado más activamente en las misiones en el extranjero. Y Pedro se había marchado a la universidad. Malena acabó casándose con un buen tipo, y gracias a él pudo matricularse en la carrera de Derecho. Con la ayuda de su hermana, Paula montó su negocio y consiguió tener éxito como investigadora.
Pero los recuerdos del conflicto familiar, del ultimátum del coronel y de la traición de Pedro seguían clavados en su corazón. Los dos hombres a los que más había querido en el mundo le habían dado la espalda cuando más los necesitaba. Se había pasado los doce años siguientes concentrada en su carrera profesional, asegurándose de que nunca más volvería a necesitar a nadie.
Se preguntó, no por vez primera, si Malena había aceptado aquel caso para vengarse de Pedro. Ella, naturalmente, lo había negado, alegando que era una mujer felizmente casada y madre de dos niños.
Vestida con un impecable traje de lino beige, una blusa de seda color crema y zapatos de piel, Paula subió los escalones del impresionante chalet de Gaston y Agnes Tierney, construido en piedra sobre sólidos pilares.
-Paula Chaves. Hola.
Paula reconoció al hombre alto y moreno con espesas cejas, ojos azules y sonrisa encantadora. Era un poco mayor que Malena, y no se había juntado mucho con ellas cuando eran niños, ya que había pasado casi toda la infancia en internados de lujo y sólo estaba en Point durante las vacaciones veraniegas. Pedro, en cambio, que vivía junto a los Tierney, había sido muy buen amigo de Gaston. ¿Su amistad se había roto antes de la supuesta negligencia o por culpa de la misma?
Paula le estrechó la mano y se disculpó por no haber asistido a la reunión del día anterior.
-No te preocupes -dijo Gaston-. Tendría que haberte avisado para que no vinieras por la carretera de Gulf Beach. Lleva muchos años cerrada. El letrero debe de haberse caído. Gracias a Dios que te encontró el sheriff Gallagher.
Paula asintió y cambió de tema para admirar la suntuosa decoración de la casa: cuadros, esculturas y enormes maceteros. No tenía el menor deseo de recordar sus desventuras del día anterior. Y ojalá no fuera necesario dar explicaciones.
-Te acuerdas de mi madre, ¿verdad? -dijo Gaston.
Paula se volvió hacia Agnes Tierney con una sonrisa de afecto. Recordaba cómo de niña espiaba a través de la verja para ver trabajar a la escultora viuda de mirada soñadora. Su pelo seguía tan rojo como siempre, y sus ojos de un azul radiante. Vestida con una túnica vaporosa de color púrpura, parecía una especie de ave exótica.
-¿No es absolutamente perfecta? -exclamó, juntando sus elegantes manos.
Paula dudó, sin saber cómo responder a aquel recibimiento.
Agnes acercó su rostro al suyo.
-Oh, Gaston. Es perfecta. Esta nariz... Es fabulosa. ¡Tengo que plasmarla!
-Eh, madre... -murmuró Gaston, dedicándole una sonrisa de disculpa a Paula, que resistió el impulso de cubrirse la nariz con las manos-. Creo que estás asustando a nuestra invitada.
Agnes se retiró a regañadientes.
-¿La he asustado? Lo siento. Pero su nariz sería perfecta para mi Venus.
-¿No te olvidas de algo, madre?
Agnes alzó una de sus cejas exquisitamente depiladas, y Gaston le dio una palmadita en la mano derecha. Ella bajó la mirada y su entusiasmo se apagó como una vela.
-Oh, es verdad. No puedo acabar mi Venus, ¿verdad?
-Me temo que no -respondió su hijo, y se volvió hacia Paula-. Ha perdido movilidad en su mano. La expresión de dolor y resignación en el rostro de Agnes conmovió a Paula.
-Me gustaría hacerle unas preguntas sobre su lesión, señora Tierney.
-Vamos, pongámonos cómodos y empecemos a trabajar -las apremió Gaston, y las acomodó en unos sillones con forma de manos junto a una mesita de madera-. A mi madre le está costando mucho tiempo adaptarse. Ha sido un golpe muy duro, tanto emocional como económico. Tiene que esculpir bustos a una docena de famosos, pero ahora no podrá acabarlos.
Paula sacó una grabadora del bolso.
-Señora Tierney, me gustaría que me contara lo que sucedió. ¿Le importa si grabo la conversación?
Agnes accedió a su petición y comenzó.
-Estábamos en el picnic del Cuatro de julio, y yo estaba charlando con el señor Sullivan, un caballero muy atractivo. Libra, como yo. Tiene la casa más bonita de Point. Bueno... estábamos comiendo la deliciosa sopa de pollo de Sally Babcock. La hace con quimbombo y pimienta, ¿sabe? Pero este año... le añadió gambas -confesó, inclinándose hacia delante. Parecía expectante por la reacción de Paula.
-¿Gambas?
-Sí, gambas. Soy alérgica a las gambas. De modo que allí estaba, tomando mi sopa cuando se me empezaron a hinchar la lengua y la garganta. Di un respingo y me puse a gritar: «¡Gambas, gambas!», pero nadie movió un dedo para ayudarme. El señor Sullivan dijo que me estaba poniendo morada. Qué irónico que el morado sea mi color favorito. Bueno, el caso es que Pedro Alfonso surgió de repente con su botiquín. Él sabe que soy alérgica. Esto ya había ocurrido antes en casa de su madre, buena amiga mía. Éramos vecinas, hasta que Pedro le compró la casa y ella se mudó al otro lado de la bahía. Bueno, yo grité «¡gambas!», y Pedro me puso una inyección.
-¿Un antihistamínico?
Agnes asintió, pero Gaston sacudió la cabeza.
-Tengo mis dudas -murmuró.
Aunque Paula ya sabía que la inyección de Pedro Alfonso le había provocado serios daños a Agnes, la posibilidad de que le hubiera suministrado la medicación errónea le resultaba espeluznante. ¿Realmente había cometido un error semejante?
-¿Qué hizo entonces? -preguntó-. ¿La tuvo en observación?
-Oh, sí. Me estuvo vigilando durante un buen rato. La hinchazón de la garganta y la nariz desaparecieron y pude volver a respirar. Me sentía muy bien. Todo a mi alrededor relucía de color, y cada sonido parecía música celestial. Era precioso. El señor Sullivan me llevó a dar un paseo por la playa. ¡Qué hermosos estaban el cielo y el agua!
-No te desvíes del tema, madre -la interrumpió Gaston.
-Oh... sí. Bueno, esta parte es difícil de explicar. Empecé a ver cosas. Hadas, dragones y girasoles con caras sonrientes. Entonces mis brazos se transformaron en alas de mariposa. ¡Sí, alas de mariposa! Me imagino su sorpresa. Naturalmente quise probarlas, así subí a una duna de arena. Creía que era una inmensa mariposa saliendo del capullo. Y eché a volar.
-¿Echó a volar?
-Sí, pero no llegué muy lejos -hizo una pausa y se miró la mano-. Lo siguiente que recuerdo es que desperté en un hospital con un esguince en el tobillo, una conmoción y una... una... -los ojos se le llenaron de lágrimas- una muñeca destrozada.
Paula le puso una mano sobre las suyas.
-Tuvo que ser horrible. Parece que la inyección del doctor Alfonso tuvo algo que ver con esas alucinaciones.
-Claro que sí -intervino Gaston-. Fuera lo que fuera, no era lo que mi madre necesitaba.
-Y sin embargo, la reacción alérgica desapareció -murmuró Paula.
-Eso no quiere decir nada. Casi todas las «reacciones alérgicas» de mi madre sólo están en su cabeza. Son psicosomáticas. Alfonso podría haberle aliviado los síntomas con una píldora de azúcar.
Agnes se volvió hacia él como si quisiera discutir, pero no dijo nada.
-Para dejar las cosas claras, señorita Chaves -dijo Gaston-, no había gambas en la sopa de Sally Babcock.
Su madre soltó un bufido y levantó ligeramente el rostro, mostrando su desacuerdo.
-Le preguntaré a Sally por la sopa -dijo Paula-. ¿El doctor Alfonso fue con usted al hospital?
-No, estaba pescando, creo -respondió Gaston-. Había salido en barca poco antes de que mi madre se cayera de la duna. Le presta más atención a sus aficiones que a la medicación que les inyecta a las personas.
Paula se mordió el labio. Podía imaginarse a Pedro marchándose a pescar.
-¿El hospital dio alguna explicación de las alucinaciones?
-Ninguna. Realizaron muchas pruebas, pero no sacaron ninguna conclusión. También albergo mis dudas sobre esas pruebas. Pedro Alfonso trabaja en ese hospital, y es lógico que sus colegas no quisieran hacer nada que pudiera incriminarlo.
-¿Crees que el hospital está ocultando información?
-Estoy seguro.
Paula alzó una ceja y tomó unas cuantas notas. Tendría que comprobar los resultados de aquellas pruebas.
-Discúlpeme, señora Tierney, pero... ¿tomó usted alguna otra medicación aquel día, o comió algo extraño, o... o fumó algo?
-Claro que no. No fumo ni tomo drogas. Y llevo una dieta muy estricta. Ni siquiera tomo carne roja.
-¿De verdad crees que mi madre abusaría de cualquier sustancia? -le preguntó Gaston con el ceño fruncido.
-No, por supuesto que no. Pero tenemos que valorar cualquier posibilidad. Haré que un médico examine su historial médico, señora Tierney... con su permiso, naturalmente.
-Cualquier persona sensata puede ver que fue la inyección de Pedro Alfonso la que provocó las alucinaciones -mantuvo Gaston-. La lesión de mi madre le impide ganarse la vida, y le ha arrebatado su gran pasión... el arte. Es justo que Pedro Alfonso pague por ello.
-¿Tiene seguro médico? -preguntó Agnes, presionándose una mano contra el busto-. Espero que sí. No me gustaría causarle muchos problemas. Siempre fue un buen chico.
A Paula la sorprendió la preocupación de Agnes Tierney por Pedro, pero Gaston frunció el ceño.
-Pues claro que tiene seguro, madre. Pero ésa no es la cuestión. El es la causa de tus problemas físicos, emocionales y económicos, y me alegraré si tiene que rascarse los bolsillos.
Agnes hizo un mohín con los labios, pero no dijo nada más. Paula decidió hablar con la mujer a solas tan pronto como fuera posible, sin la presencia acaparadora de su hijo. Era obvio que la mujer tenía sus dudas sobre aquella demanda. Y, técnicamente hablando, la demandante era ella, no Gaston. Sería ella la que tendría que testificar en el juicio contra Pedro.
-¿Le apetece una taza de té, señorita Chaves? -le ofreció Agnes-. Tengo té verde, naranja, chino e inglés. Y otras hierbas de mi propio huerto.
-No, gracias, señora Tierney. Tengo que irme, pero me gustaría verla en otra ocasión, antes de marcharme.
-Vendrá al picnic de mañana, ¿verdad?
-¿Al picnic?
-El picnic del Día del Trabajo. Todo el mundo estará aquí. Puedo presentarle al señor Sullivan. Bob Sullivan. Estamos muy unidos, ¿sabe?
-Madre, estoy seguro de que la señorita Chaves tiene cosas más importantes que hacer que asistir a un picnic con los paletos del pueblo.
-En realidad, el picnic sería una gran oportunidad para hablar con la gente -reflexionó Paula, ofendida por el calificativo de Gaston. Ella también había crecido en Point, después de todo-. Estarán los mismos que estuvieron en el picnic de julio, ¿no?
-Efectivamente -corroboró Agnes-. Estarán los mismos.
-Puede que no estén exactamente los mismos -replicó Gaston-. Y no será fácil hablar allí, con tanto ruido. Es una pérdida de tiempo.
-Será divertido -insistió Agnes-. Y Gaston necesita una pareja. Sería perfecta para él.
-¡Madre!
-Es soltero, ¿sabe? -le confesó a Paula-. Divorciado. Apenas tuve ocasión de conocer a su ex esposa. La tercera... A las otras dos las conocí bastante bien. La primera había sido...
-Ya basta, madre -la interrumpió Gaston con el rostro colorado-. La señorita Chaves está demasiado ocupada para charlar -se volvió hacia Paula con una sonrisa forzada-. ¿Necesitas que te lleve a algún sitio? Me he fijado en que te ha traído Dee, la dueña del hotel.
-Mi coche sigue atrapado en el barro en la carretera de Gulf Beach. La única grúa de Point no está disponible esta mañana, así que Dee se ofreció para traerme. Pero no tienes que llevarme a ningún sitio. Dee me dijo que la llamara y que pasaría a buscarme.
-Tonterías. Estaré encantado de llevarte. ¿Adónde vas?
-Al hotel, supongo.
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