miércoles, 11 de julio de 2018

BESOS DE AMOR: CAPITULO 12




—¡Parece que hoy te encuentras mejor vaquero! —exclamó Luisa tres días más tarde, cuando el niño bajó a desayunar.


—Sí —contestó Santi—. ¿Hay tortitas de caramelo, como ayer?


Había recuperado el apetito el día anterior, pero aquella mañana parecía haber recuperado también la energía.


—Lo siento, hoy no —contestó Luisa—. Pero hay huevos y copos de maíz.


Todos los demás ya habían desayunado y la madre de Pedro estaba haciendo bocadillos.


—¿Es que nos vamos de merienda? —preguntó Santi.


—Algo parecido. Tenemos que arreglar una cerca y no queremos volver a casa para comer, así que me llevo la comida hecha.


—¿Y yo también puedo ir?


La carita del niño, totalmente cubierta de granitos que empezaban a secarse, se había iluminado. Paula lo había bañado con harina de avena varias veces y como Luisa le prometió Santi no se había rascado ni una sola vez.


Durante la convalecencia, ella había hecho todo lo posible por ser útil. Lavó platos, tendió ropa, pasó la aspiradora... Pero no se engañaba a sí misma. Hacer las tareas domesticas no era suficiente para pagar su estancia en aquella casa.


Por las noches, Pedro le leía cuentos al niño. 


Como la primera vez, su voz era suave, melodiosamente ronca, y Santi estaba pendiente de cada una de sus palabras.


Estaba claro que le caía bien, pero Paula no sabía si el sentimiento era mutuo.


—¿Quieres venir con nosotros? —le preguntó Luisa.


—No queremos molestar —intervino Paula.


Luisa se puso las manos en las caderas y la miró con el ceño arrugado.


—¿Molestar? Este rancho es muy grande, no una oficina. Y la doctora Blakenship dice que tenéis que quedaros aquí al menos una semana más. ¿Qué vais a hacer, estar todo el día en casa? Claro que podéis venir, cuando queráis. Además, he hecho un montón de bocadillos.


Era una oferta sincera y estaba segura de que a Luisa no la molestaba su presencia. Pero ¿lo molestaría a Pedro?


Cada noche, después de leerle un cuento a Santi, la había invitado a ver una película en la tele. Además, le llevaba una bandeja con café y galletas, como si para él no hubiera mejor forma de pasar la noche.


Pero Paula sabía que lo hacía por ella. En realidad, seguramente estaba deseando ponerse delante del ordenador para examinar informes sobre piensos para el ganado o algo así.


Pero era demasiado tarde para decir nada. 


Demasiado tarde como para admitir cuánto había disfrutado en esas tranquilas sesiones de cine, de la risa de Pedro, de sus atenciones, de la sensación de tenerlo al lado en el sofá mientras Luisa bordaba una colcha sentada en el sillón, mirando la tele de vez en cuando.


Pedro, medio dormido, apoyaba la cabeza sobre su hombro. Y Paula no se apartaba.


Todo lo contrario.


¿Si se arriesgaba a aceptar la oferta de Luisa de acompañarlos estaría arriesgándose a algo más?, se preguntó.


Pasaba demasiado tiempo con Pedro. Al ser los más jóvenes, se levantaban los primeros y eran los últimos en acostarse. Tenían tiempo para charlar, para reírse y...para caer uno en brazos del otro y besarse como locos si hubieran querido.


Habían estado a punto de hacerlo muchas veces. Durante el primer desayuno, antes de saber que Santiago tenía varicela, cuando los dos recordaban lo que pasó en Las Vegas. 


Antes de la cena esa misma noche, cuando se chocó con él en el pasillo...


Sería más fácil y más seguro no ir con ellos. 


Pero los ojitos de su hijo brillaban de alegría y Paula tomó una decisión.


—Muy bien. Iremos, pero sólo si dejas que os ayude con las cercas.


—¿Tienes algún pantalón viejo para Santi? —le preguntó Luisa—. En el campo se va a poner perdido.


Paula subió corriendo a la habitación y cuando volvió a bajar, Luisa estaba al volante de la vieja camioneta, y Pedro esperando con la puerta abierta.


Al ver el material para reparar cercas que había en la parte trasera, Paula supo que ella no les serviría de ayuda alguna. Había alambre de espino, una caja de herramientas, traviesas de madera, una sierra y otras cosas que no había visto nunca.


Santi iba sentado al lado de Luisa, de modo que ella iba a sentarse en la parte trasera con Pablo.


—Tú vas adelante —le dijo Pedro.


—Pero...


—Es mejor que vayas delante. El viaje es duro y yo estoy más acostumbrado a los baches.


Paula no discutió.


—De acuerdo.


—No se puede abrir la puerta desde dentro, así que tendrás que bajar la ventanilla para salir. O esperar que te abra yo.


Poco después, empezaban el viaje. Duró unos quince minutos por una especie de camino de cabras y después por un prado. Santi gritaba con cada bote, encantado de la vida, mientras Luisa miraba hacia delante, absolutamente concentrada para evitar agujeros y troncos de árboles.


—¿Todo bien por ahí? —le gritó Pedro.


—¡Sí! —gritó Paula.


Acababan de pasar por encima de un enorme bache, un cráter prácticamente, pero le dio igual. Le encantaba aquel viaje. Y le encantaba ver las hojas húmedas de rocío. Nunca había visto un lugar tan bonito, tan salvaje, tan emocionante.


Cinco minutos después, Luisa detuvo la camioneta.


—Ahora llega la parte más dura —anunció.


Paula contuvo una carcajada.


—¿La parte más dura?


—Sí, ahora viene lo más difícil —contestó la mujer—. Tendrá que conducir Pedro.


—¿Me voy atrás?


—Si tienes un poco de sentido común, harás lo que yo voy a hacer: ir andando —sonrió Luisa, saltando de la camioneta—. Toda tuya, Pedro.


—Nos bajamos aquí, Santi —dijo Paula.


Pedro apareció entonces para abrir la puerta.


—Perdona los tacos.


—No te he oído decir tacos.


Él la ayudó a bajar y, durante un segundo, Paula se quedó pegada a aquel ancho torso masculino. Pedro se quedó sin respiración y ella tuvo que apartar la mirada.


De nuevo. ¿Por qué les pasaba eso si ninguno de los dos quería que ocurriera?


—Era una advertencia, no una disculpa —consiguió decir Pedro, mirando el capó de la camioneta como si fuera un objeto fascinante—. Voy a soltar un montón de tacos dentro de nada.


Poco después, subía a la camioneta y empezaba a maniobrar para sacarla de aquel sitio imposible. Paula podía oír exclamaciones desde el interior del vehículo y aunque no tenía claro qué decía, suponía cuál era el contenido. Al menos seis veces estuvo segura de que iba a volcar, pero no volcó. Pedro tuvo que dar marcha atrás para no aplastar el tronco de un árbol caído con las ruedas y, por fin, consiguió detenerla bajo un árbol.


—Es una sección grande —murmuró el abuelo de Pedro, estudiando la cerca rota.


—Atraviesa el riachuelo —asintió él—. Y hay que comprobar en ambas direcciones.


La cerca estaba caída sobre el lecho casi seco del río.


—Hay tres vacas en Thurrell Creek —dijo Luisa entonces, poniéndose la mano sobre los ojos para que no la cegara el sol—. No, cinco. ¿Quieres ayudarme a traerlas, Santi?


—¡Sí! exclamó el niño, entusiasmado.


—Vamos, vaquero.


Luisa le puso un viejo sombrero tejano que prácticamente le tapaba la cara y los dos cruzaron el riachuelo para buscar las vacas. 


Santi iba caminando de una forma rara, como un vaquero, y Paula sonrió, pero en esa sonrisa había una tristeza que no habría podido explicar.


Santi tenía cuatro años y era pequeño para su edad. El pobre tenía que ir casi corriendo detrás de Luisa, con el sombrero echado hacia atrás para poder ver el camino. Pero estaba más entusiasmado de lo que Paula lo había visto nunca.


Eso la hizo preguntarse si su hijo era feliz.


Nunca se lo había preguntado. ¿Cómo se le pregunta algo así a un niño? ¿Qué tenía aquel sitio, aquella gente? ¿Por qué parecía tan feliz, a pesar de la varicela? ¿Eran los espacios abiertos, el clima? El tiempo había cambiado y tenían lo que en Montana llaman un «verano indio», con cielos azules y nubes blancas como el algodón.


O quizá era la posibilidad de ver caballos y vacas de cerca. Pedro lo había llevado a los establos y Santi aprendió más sobre vacas y terneros de lo que ella podía recordar.


—¿Qué puedo hacer?


—Servirme un café mientras yo le echo un vistazo a la cerca —sonrió Pedro


Paula lo observó mientras cruzaba el riachuelo a grandes zancadas para comprobar el estado de la cerca. Con aquella espalda tan ancha, la camisa remangada, el paso firme...


El paso de Santi. Aquel era el paso que su hijo imitaba.


Paula había encontrado la respuesta. Esa era la diferencia. Eso era lo que tenía Montana, lo que tenía aquel rancho... todo lo que le faltaba a su casa en Pensilvania: un hombre. Un hombre alto, fuerte, capaz, honrado. Una figura masculina que Santi quisiera copiar.


Santiago no conoció a su padre. Augusto Harrington III había salido de su vida con una
prisa indecente cuando supo que estaba embarazada. Paula no sabía nada de él y no quería saberlo. Lo único que quería era un buen padre para Santi y por eso iba a casarse
con Alan.


En cuanto se divorciase de Pedro Alfonso.


Para que hubiera un hombre en la vida de Santi al que el niño pudiera respetar. Un hombre con responsabilidades, que se tomara las cosas en serio. No un hombre que usara la palabra «amor«. No un hombre que acelerase su corazón, ni que la marease con su presencia.


No, gracias. Eso lo había tenido con Augusto durante unos meses. Pero no duró más que eso porque lo del amor no dura, sólo ciega momentáneamente.


Le gustaba Alan Jennings porque él no la hacía sentir así. No aceleraba su corazón, no la hacía partirse de risa, no hacía que se pusiera colorada, no hacía que sus ojos brillasen...


Pero le gustaba. Le gustaba que tuviera las cosas tan claras en la vida porque había olvidado sus tontos sueños de cría. Le gustaba que estuviera pendiente de sus hijas y de tener una seguridad económica. Eso es mejor base para un matrimonio que la química entre dos personas.


¿No se podía tener ambas cosas? Sus hermanas le habían hecho esa pregunta
varias veces.


Paula creía que no y pensaba arriesgar su futuro en esa decisión. Su futuro y el de Santi. Alan quería a su hijo, se preocupaba mucho por él: «¿No debería haber aprendido a atarse los zapatos?» «¿No era demasiado pequeño para su edad?» «¿La herida del dedo no podría infectarse?»


Prestaba atención a los detalles y así era como llevaba su negocio.


A Santi también le gustaba Alan, pero a Paula se le ocurrió pensar que el niño nunca lo había tratado como a un ejemplo, ni como a un amigo.


Y, de repente, eso le parecía un problema.


—Ah, café. Gracias.


Los ojos negros de Pedro se clavaron en los de ella un momento y Paula sintió una punzada de deseo que la asustó. ¿No acababa de recordarse a sí misma que eso no era lo que estaba buscando? ¿No llevaba días intentando luchar contra sus sentimientos?


—De nada —murmuró apartándose.


Él se tomó el café ardiendo y después estuvo tres horas enseñándole cómo levantar una cerca.


«Trabajo duro» no describía lo que era eso. Paula se cortó en el brazo con un alambre de espino, le salieron ampollas por sujetar las tenazas y, al final, le dolían todos los músculos de sujetar las traviesas.


Estaba deshecha.


—Puedes parar un rato —le había dicho Pedro varias veces. Pero ella se negaba—. No te rindes, ¿eh?


—Lo estoy pasando bien.


—¿Ah, sí?


Paula apenas tuvo tiempo de pensar en Luisa y Santi, que habían llevado las vacas de vuelta y se fueron de nuevo porque había dos más. Su hijo lo estaba pasando en grande. De vez en cuando lo oía gritar cosas que no entendía, como si fuera un nativo:
—¡Vamos, vaca! —gritaba el niño—. ¡Hoy, hoy, muévete!


—Lo está pasando de miedo —sonrió Pedro.


Su actitud hacia Santi parecía un poco menos distante aquel día. Y eso, tontamente, la alegró.


—Pero la pobre Luisa está haciendo todo el trabajo.


—Bueno, al menos grita cuando mi madre le dice que lo haga. No es fácil mover las vacas, especialmente si no vas a caballo.


—Ya imagino.


—Esta parte de la cerca está en el suelo desde que compramos Thurrell Creek. Así que las vacas están acostumbradas a cruzar el riachuelo tranquilamente.


—¿Y qué más da? La tierra es vuestra.


—Sí, pero podrían cortarse con el alambre de espino y ... ¿ves esto? —le preguntó Pedro, mostrándole un largo hilo de nylon.


—¿Qué es?


—El nylon con el que atan las balas de paja. El viento lo trae hasta aquí y puede hacerle mucho daño a un animal. Si se les engancha en una pata es como si fuera de hierro.


Paula sintió un escalofrío.


—Qué horror.


—Hay mucho de esto por aquí y no quiero que mi ganado ande suelto hasta que no esté limpio del todo. Ese era el plan de mi padre, supongo —dijo Pedro, golpeando el poste con un martillo pilón.


Paula, mientras tanto, estaba afilando las hojas de la sierra mecánica con una lima.


Por lo visto, usaban la sierra para cortar la maleza que crecía alrededor de la cerca rota.


Pedro seguía machacando un poste detrás de otro, sin dejar de hablar, como si no fuera ningún esfuerzo.


—Cada vez que pienso en el rancho...—estaba diciendo, como si quisiera desahogarse—. Antes era de los Thurrell. ¿Te acuerdas de Raul?


—Sí, el de la gasolinera.


—Ese mismo. Su padre perdió el rancho por una apuesta con Wylie Stannard, pero Raul no puede olvidar que este sitio era suyo. Quería comprarlo otra vez, pero mi padre ofreció más dinero.


—¿Y tú no quieres venderlo?


—Me han hecho un par de ofertas, pero no me interesa.


—¿Por qué?


—Mi padre quería este sitio y creo que hizo bien comprándolo. Yo haré que esto funcione... de alguna forma. Cuando todo esté arreglado, tendremos uno de los mejores ranchos del condado.


Pedro miró entonces sus tierras, apoyado en el poste que acababa de colocar.


Parecía el protagonista de una película del oeste y Paula se quedó sin aliento.


Cómo quería aquel rancho. Lo quería porque trabajaba en él todos los días y porque había sido de su padre.


—El problema con los Thurrell es que su padre no sabía mucho de ranchos y, a juzgar por su forma de llevar la gasolinera y el motel, no creo que ellos lo hicieran mejor.


—A mí no me gustó nada el garaje de Raul, desde luego.


—En un rancho no se puede engañar como en una gasolinera o en un motel. Y si pusieran sus manos en estas tierras... sería una pena. Quizá por eso las compró mi padre.


Paula asintió. Hubiera querido decir que lo entendía, pero no sabía como hacerlo.


—Yo creo que esto ya está.


—¿Todas las hojas están afiladas?


—Me parece que sí.


—¿Quieres aprender a usar la sierra?


«No, gracias. Sólo voy a estar aquí una semana más y no creo que vaya a usar una sierra mecánica en toda mi vida».


Debería haber dicho eso.


—¿Por qué no? —murmuró, sin embargo.


Loca. Impulsiva. Como siempre.


Entonces recordó lo que solía decir su padrastro: «Si alguien te ofrece la oportunidad de aprender algo, aprovéchala. Nunca se sabe cuándo puede hacerte falta».


¿Habría pensado su padrastro en sierras mecánicas? Paula lo dudaba.


Pedro arrancó la sierra y le enseñó a sujetarla con las dos manos. No era una herramienta que a ella le gustase demasiado, pero los resultados fueron bastante satisfactorios.


En quince minutos había cortado maleza como para llenar la camioneta. Una vez, aquella cosa amenazó con saltar de sus manos y tuvo que apagarla a toda prisa. Pero en general lo había hecho bien. La recompensa llegó poco después, cuando Luisa volvió con Santi anunciando que era hora de comer algo.


—A las vacas le doy miedo, mamá —dijo Santi, orgulloso.


—Será por los granos —sonrió ella.


—Lo ha hecho muy bien —dijo Luisa—. Y tú también, Paula.


—Gracias.


De nuevo, no sabía que decir. No quería que se le notara cuánto le había gustado el cumplido. ¿Por qué le gustaba tanto que alguien le hiciera un cumplido sobre algo que cualquier chica de ciudad como ella no querría volver a hacer en la vida?


Le daba miedo la respuesta a esa pregunta.


Mientras ella colocaba el mantel en el suelo, Luisa tocó el claxon de la camioneta y Pablo apareció entre los árboles.


Había estado patrullando por el otro lado para ver si la cerca también necesitaba algún tipo de reparación. Sam terminó de comer el primero y le preguntó si podía jugar en el agua.


—En el agua, no. En la orilla. No quiero que te mojes, ¿de acuerdo?


—Vaya, hombre... —murmuró entonces Pedro—. Acabo de ver más vacas en Thurrell Creek. ¿Quieres ver si eres tan buena como tu hijo llamando al ganado, Paula?


—Ve, mamá. Es divertido.


—Vale.


Mientras caminaba al lado de Pedro, Paula no podía evitar fijarse en sus largas zancadas, en cómo mantenía el tronco recto a pesar de su altura. Y tenía que hacer un esfuerzo para seguirlo.


Pero no quería pensar demasiado en cómo la afectaba. Además, quizá no era él sino Montana, el paisaje, la situación. Se sentía llena de vida en aquel sitio cubierto de hierba, con el sol sobre su cabeza, el canto de los pájaros, el ruido del agua...


No era sólo Pedro. Aunque él era parte de aquel paisaje, como los árboles, los animales.


—¿Por qué dejó Wylie que su rancho se hundiera? —le preguntó. Necesitaba distraer sus pensamientos de alguna forma.


—Durante los últimos años no podía trabajar. Estaba mayor y sus hijos no estaban interesados en el rancho. Ojala se lo hubiera vendido a mi padre unos años antes, cuando aún no habíamos renovado la casa. Entonces habríamos tenido el capital necesario —contestó Pedro.


—¿No vendiste ganado hace unos días?


—Sí, pero ese dinero era para el préstamo y para los gastos diarios.


—Ah, ya.


—Si la temporada que viene tenemos muchos terneros, nos irá un poco mejor. Podremos comprar más sementales, vacas de cría, maquinaria... Pero nos costará trabajo. No tenemos hombres y hay que vigilar constantemente. En invierno siempre se pierden animales.


—¿Por qué?


—Tormentas, enfermedades...


—¿Cuándo despediste a los peones?


—Al último, el día que recibí tu carta —contestó él, sin mirarla—. Dacey Lenart llevaba quince años en este rancho.


—Lo siento. Estoy haciendo que hables de algo que te duele...


—Así es la vida. Gracias por interesarte.


Paula no dijo nada. Le daba pena que estuviera pasando por aquella situación. Más que eso, entendía el sufrimiento de aquel hombre como si fuera suyo.


Durante los últimos días había intentado no pensar que Pedro y ella eran marido y mujer. Pero la idea de dejarlo solo allí, trabajando tanto, arriesgándose a perderlo todo... le partía el corazón.


—Ahí están las vacas.


Tuvieron que correr tras ellas durante largo rato, pero las cabezotas seguían yendo en dirección contraria. Para entonces Paula estaba sudando, agotada. Tenía la cara magullada por las agujas de los pinos y había pensado más tacos que en toda su vida. Sin decirlos, claro.


Pedro tampoco decía tacos. Exclamaba cosas ininteligibles, seguramente para no asustarla. 


Era un caballero y ella se lo agradecía.


—Esas gua... vacas no van a parar hasta que lleguen a ese grupo de árboles —predijo Pedro.


Y tenía razón.


Por eso Paula se dejó caer sobre la hierba, exhausta.


Pedro, no me gusta decir esto, pero a tu madre y a mi hijo esto se les da mucho mejor.


—¿Tú crees?


—Acabamos de comprobarlo.


—Yo prefiero pensar que la diferencia está en las vacas —rió él.


Después, se dejó caer a su lado. Durante un rato estuvieron tumbados, mirando el cielo por entre las hojas de los árboles. La manga de su camisa rozaba el brazo de Paula.


—No sabía que las vacas corrían tanto.


—Estas son vacas jóvenes, terneras.


—¿Terneras? Pues en la sartén están buenísimas, pero en el campo...


Pedro soltó una carcajada.


—Venga, arriba.


—No puedo moverme, de verdad.


—Tienes que hacerlo —dijo él, levantándose de un salto. Después, tiró de su mano y Paula se encontró apretada contra el torso del hombre.


Debería haberse apartado, pero no lo hizo. 


Sentía la mano áspera de Pedro apretando la suya, el roce con la tela de su camisa...


Cuando levantó los ojos supo que iba a besarla. 


Loa dos se miraron sorprendidos, como si fuera algo que no pudieran evitar, como si los sorprendiera lo que sentían.


Llevaba días resistiéndose, pero bajo aquel cielo tan azul, en un campo de horizonte infinito... era imposible.


Cuando él se inclinó, Paula sintió un escalofrío. 


La besó con la boca cerrada, como probando sus labios, se apartó unos milímetros, volvió a rozarla y... entonces la besó con la boca abierta, ansioso, enloquecido.


—Hueles tan bien.


Desesperadamente, ella intentó buscar una salida humorística a la situación.


—Sí, como el anuncio de un desodorante —musitó, sonriendo.


—No, hueles a pino...


—Tú también, Pedro Alfonso.


Pedro la aplastó entonces contra su torso y Paula se rindió.




BESOS DE AMOR: CAPITULO 11




Cuando llegaron a Blue Rock, Pedro entró en la clínica con Santiago en brazos y los dejó en la sala de espera para hacer unos recados.


La doctora Blankenship era una mujer muy seria con un vestido de color rosa fuerte. Pero resultó ser muy simpática.


—Desde luego, es varicela. Y seria. Debe haber estado muy expuesto al virus.


—Había media docena de niños con varicela en su clase hace dos semanas, pero no sabía que el período de incubación era tan largo. La verdad es que no volví a acordarme hasta que vi los granitos.


—¿Ha hecho algún esfuerzo últimamente? ¿Algún disgusto?


—Ha tenido un verano difícil —explicó Paula—. Hubo un pequeño incendio en casa cuando yo estaba en Nueva York asistiendo a un funeral y creo que eso lo dejó muy disgustado. Además, llevamos un par de días de viaje y...


—Ah, claro. Ya veo.


—No somos de aquí, llegamos ayer de Pensilvania después de tres días de viaje.


—Seguramente, eso no ha ayudado nada —sonrió la doctora Blankenship—. ¿Cuándo tiene que volver?


Paula hizo una mueca.


—Cuando usted me diga.


—Debería quedarse aquí diez días por lo menos.


—Diez días...


—Dos o tres días hasta que se le quiten los granos y una semana para que sistema inmunológico vuelva a la normalidad. A veces, la varicela puede ponerse muy fea. Y me gustaría volver a verlo antes de que se vayan, para asegurarme que todo está bien.


—De acuerdo. Si tiene que ser así...


—¿Es un problema tener que quedarse aquí diez días? ¿Está en la casa de algún
familiar?


—En casa de los Alfonso. Viven en...


—¿En casa de Luisa? Son pacientes míos hace años. Son la mejor gente del mundo —sonrió la mujer—. Quédese tres semanas.


Paula sonrió. Pero no podía decirle que no era tan fácil.


Cuando Pedro volvió a buscarlos y le dijo que tendrían que estar en su casa diez días, la expresión del hombre no dejaba lugar a dudas. 


No le hacía ninguna gracia.


Paula pasó el resto del día con Santiago en la habitación. Había empezado a llover y el viento golpeaba las ramas de los árboles con fuerza, de modo que no sintió ninguna tentación de seguirlos fuera de la casa después de comer. 


Aparentemente, tenían que mover varias cabezas de ganado de un pasto a otro. A caballo. Algo en lo que ella no podía ayudar en absoluto.


En lugar de hacerlo, volvió a meter a Santiago en la bañera y limpió un poco la casa mientras el niño estaba durmiendo. El pobre tenía la carita tan llena de granos que le resultaba difícil encontrar un sitio para besarlo.


Por la tarde Santiago parecía algo más animado y le pidió que le leyera un cuento. Eso era algo que había heredado de ella. A Paula le encantaba leer cuentos y, sobre todo, tener el cuerpecito del niño apretado contra su corazón. 


Le encantaba el olor de su hijo y su vocecita cuando le hacía una pregunta sobre la historia.


A las siete, los Alfonso volvieron a la casa.


—¡Está lloviendo a cantaros! —oyó murmurar a Pedro mientras entraba en el baño.


Diez minutos después, Luisa la llamó desde abajo:
—¡La cena está lista!


Mientras iba al cuarto de baño, Paula iba pensando que el pobre Santiago no tenía apetito, pero debía hacerle comer algo...


El pensamiento se cortó en seco cuando chocó con un torso masculino. Un torso desnudo.


Pedro la sostuvo, tan sorprendido como ella. Paula se había puesto una mano en el pecho para recuperar el aliento y, sin querer, él deslizó la mirada hacia las curvas que se marcaban bajo el jersey.


—Perdona, no te había visto.


—No pasa nada —murmuró Pedro, preguntándose si se había subido la cremallera
de los vaqueros.


Tener a Paula en sus brazos estando medio desnudo no era algo que lo hiciera sentir cómodo.


De hecho, se sentía tan incómodo que su cuerpo reaccionó de una forma muy poco oportuna. En particular, una parte de su cuerpo.


En lugar de apartarse, Pedro dio un paso adelante... e inmediatamente volvió atrás. Se le estaban cayendo los vaqueros y Paula podría presenciar algo... que no debía presenciar.


—Tu madre ha dicho que la cena está lista —dijo ella por fin, cuando Pedro la soltó para subirse los pantalones.


Justo a tiempo.


Pero tuvo que hacer un esfuerzo para abrocharlos, con manos temblorosas. Unas manos que habrían preferido desabrochar antes que abrochar botones.


Los de ella.


Los botones de la rebeca color malva bajo la cual se marcaban la curva de unos pechos turgentes...


—Sí, lo sé —consiguió decir Pedro, antes de meterse en su habitación.


Diez días, pensó, mientras se ponía la camisa. 


Seguían temblándole las manos. Paula
estaría allí durante diez días.


Diez días chocándose con ella o rozándose de alguna forma, como suele ocurrir cuando dos comparten un espacio pequeño. Diez días oyéndola ducharse y sabiendo que estaba desnuda a unos metros de él.


Diez días viéndola besar a su hijo y disfrutando de su risa.


Diez días sabiendo que su cama estaba a sólo unos metros de distancia y que su ropa interior se mezclaría con la suya en la lavadora, sabiendo que la vería antes de irse a dormir y nada más levantarse.


—Esto sería mucho más fácil si no estuviéramos casados —murmuró para sí mismo.


Después, sacudió la cabeza. Si no estuvieran casados, Paula no estaría allí.


Pero era cierto. Saber que estaba casado con ella hacía que todo fuera más difícil.


Había algo especial en la idea de estar casado. 


Pedro no podía dejar de pensar en lo que eso significaba. Significaba compartir el espacio, compartir sus historias.


Habían empezado a hacerlo la noche que se conocieron. Empezaron a compartir sus vidas en aquel restaurante...


Pero el matrimonio significaba compartir algo más. La cama.


Ahí estaba el problema. Su cerebro podía decir: «aún no. Llegará el momento en el que puedas buscar a una mujer con la que compartir tu vida. Una mujer que no tenga un hijo porque ya has tenido dos relaciones así que salieron mal, por no hablar de la mala relación entre papá y Manuel».


Pero su cuerpo decía: «Hay una mujer aquí al lado. ¿Qué importa Santiago? Tú deseas a Paula y estás casado con ella. Los casados pueden hacer lo que quieran... ¿ por qué no lo intentas?».


Pedro dejó escapar un suspiro.


Diez días más...


—Léeme otro cuento, mamá —dijo Santi, después de la cena.


—¿Aún no tienes sueño?


—Llevo todo el día durmiendo.


No era cierto del todo, pero casi. Paula sospechaba que no serviría de nada meterlo en la cama... y, además, tenia una buena razón para querer que permaneciera despierto. Luisa y Pablo habían ido a visitar a un amigo enfermo, dejándola sola con Pedro en la casa.


Un niño pequeño de carabina era mejor que no tener carabina en absoluto.


—De acuerdo, te leeré otro cuento. Pero tendrá que ser alguno de los que ya te he leído porque no tenemos más.


—En casa hay libros de cuentos... por alguna parte —dijo entonces Pedro—. Recuerdo que los guardé cuando nos mudamos. Son libros de cuando yo era pequeño.


—¿Libros nuevos? —se animó Santiago—. ¿Tú haces voces?


—¿Voces?


—Mi mamá pone voces cuando me lee un cuento. ¿Tú sabes?


—Cariño, Pedro no ha querido decir que va a leerte los cuentos —intervino Paula.


—¿No? Pues entonces tú, mamá.


—Voy a buscar la caja —dijo Pedro entonces, saliendo de la cocina.


Se sentía incómodo con Santi; Paula lo había notado. Se portaba de forma distante, rara. 


Preguntaba si se encontraba bien, si había comido, pero eso era todo. No se relacionaba con el niño como lo hacía Luisa.


Paula se dijo a sí misma que no había razón para sentirse desilusionada. Era parte de la «realidad» de la que Alan hablaba. La realidad de aquel hombre fuera de Las Vegas. Él no ponía a los niños por encima de todo, como hacía su prometido.


Debería llamarlo para contarle lo que había pasado, pensó entonces.


Pedro, ¿puedo llamar por teléfono?


—Sí —contestó él, desde el pasillo—. Hay un teléfono en mi despacho.


Como el resto de las habitaciones, el despacho estaba lleno de cajas de cartón.


Paula apenas las miró, concentrada en la llamada.


—De todas formas, no habría podido ir a Chicago —le dijo Alan—. No puedo dejar el trabajo.


Su prometido quería saber cómo iba lo del divorcio. ¿Alfonso le había puesto algún problema? ¿Le había hecho alguna oferta económica?


—¿Le has pedido dinero para llegar a un acuerdo?


—No le he pedido dinero —contestó Paula, incómoda con la conversación.


Entonces oyó ruido detrás de ella y cuando se volvió, vio a Pedro en la puerta. La había oído. 


Su expresión lo dejaba claro.


No dijo nada. No tenía hacerlo. Y ella tampoco. 


Después de todo, ¿qué más daba si la creía una mercenaria?


—Pero lo harás, ¿no? —oyó la voz de Alan al otro lado del hilo.


—No lo sé —contestó Paula.


No quería ponerse a discutir en ese momento.


—La caja de los libros está aquí —dijo Pedro—. Acabo de recordar que la vi el otro día.


Sin decir nada más, tomó la caja y salió del despacho. Paula terminó su conversación con Alan diez minutos más tarde y volvió al cuarto de estar, un poco nerviosa.


Pedro estaba leyendo un cuento en voz baja, despacio, pensándose cada frase.


—Te regalaré un broche y muchos juguetes. Te regalaré una canción cada mañana y una estrella por la noche, decía el pájaro...


El único problema era que Santi estaba dormido, pero él no se había dado cuenta todavía.


El niño estaba apoyado sobre su pecho con los ojitos cerrados y Paula no quiso interrumpir.


—Te regalaré un palacio de oro, te regalaré un océano azul y un bosque entero lleno de álamos —seguía leyendo Pedro.


Entonces levantó la mirada y, al verla, sonrió un poco avergonzado.


—Está dormido —murmuró Paula.


—Ah, no me había dado cuenta. Parece que lo he aburrido.


—Todo lo contrario. Tu voz lo ha acunado —sonrió ella—. Ha debido gustarle mucho el cuento porque si no, habría protestado.


—Me gustaban mucho estos libros cuando era pequeño. Imaginaba que yo era el protagonista de todas las historias... Hasta que cumplí los once años y decidí que me apetecía más ser un héroe de rodeo.


—¿Te dedicaste al rodeo?


—Durante un par de años, hasta que me harté de viajar. Pero estuve lo suficiente para caerme varias veces.


—Yo sé bastante de caídas... por el patinaje. Si crees que la arena es dura, deberías probar el hielo. Sobre todo, cuando estás haciendo una pirueta y tienes que levantarte con una sonrisa en los labios.


—Sí, supongo que es algo similar.


Ninguno de los dos parecía querer hablar del asunto. Como si no quisieran explorar sus parecidos.


—Gracias por leerle el cuento.


—De nada —murmuró Pedro—. Tú ...tenías que hablar por teléfono.


—No voy a pedirte dinero —dijo entonces Paula—. No te preocupes por eso.


—Aunque me lo pidieras, no podría dártelo. Supongo que ya lo sabes.


De todas formas, ella no pensaba pedírselo. 


Pero no quería seguir hablando del asunto.


—Debería subir a Santi a la habitación.


—Sí, claro. Pero no puedo ponerme de pie sin despertarlo.


—De todas formas, se despertará. Está acostumbrado a que yo lo meta en la cama.


Paula se inclinó para tomar al niño en brazos y, al hacerlo, rozó la entrepierna de Pedro. Cuando levantaba a Santi, tocó algo duro con la mano... debía ser la hebilla del cinturón.


—¿Quieres que suba contigo? —preguntó él, sin mirarla.


—No, gracias. No hace falta.


—Si quieres, podemos ver una película —dijo Pedro entonces con voz ronca.


—De acuerdo —murmuró ella, colorada como un tomate.


Aunque no sabía por qué.


—¿Sigue dormido?


—Eso parece.


—¿Pesa mucho?


—No, estoy acostumbrada.


—Vale.


—Vuelvo enseguida —dijo Paula, antes de escapar hacia la escalera.