domingo, 3 de junio de 2018

HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 24




Encontró a Paula sentada en la cama, tomando la pastilla que, Giorgio había dejado para ella.


—¿No te lo había dicho? Es un simple resfriado.


Pedro no dijo nada. En lugar de eso se acercó al armario para sacar la maleta de Paula.


‐¿Qué haces?


—¿Tú qué crees que estoy haciendo? Y no se te ocurra levantarte. Giorgio ha dicho que debes permanecer en cama.


‐¡No puedes hacer mi maleta!


—Claro que puedo —Pedro se acercó a la cómoda y empezó a sacar camisetas y ropa interior—. Escúchame, Paula: le he dado una oportunidad a este acuerdo, pero no funciona.


‐¡No es culpa mía que tenga un resfriado!


O la pastilla que le había dado Giorgio funcionaba a velocidad supersónica o la descarga de adrenalina era tan fuerte que la hacía olvidar las molestias.


Pero Pedro no hizo caso.


—Lo primero, te guste o no, necesitas que alguien cuide de ti. Antes apenas podías abrir la puerta...


‐Pero la he abierto, ¿no?


—¿Y si te hubieras desmayado? Piensa en las consecuencias.


—Yo nunca haría nada... —Paula no terminó la frase.


Pedro no tenía llave del apartamento. Ella se había negado a dársela porque quería mantener su independencia. ¿Pero y si le hubiera pasado algo serio?


¿Tan decidida estaba a llevarle la contraria que iba a arriesgar la vida de su hijo? ¿De verdad estaba protegiéndose a sí misma o estaba intentando alejarlo porque no la quería?


—No puedo creerte —Pedro cerró la maleta después de haber guardado sus cosas y se volvió para mirarla—. En lugar de ponerte en contacto conmigo en cuanto te encontraste mal decidiste actuar como si no pasara nada. Si me hubieras llamado... bueno, es verdad que no podía cruzar el Atlántico a toda velocidad, pero podría haber llamado a Giorgio. Creo que estoy siendo razonable, ¿no te parece?


‐No, yo no quiero... déjame en paz —los ojos de Paula se llenaron de lágrimas. El hombre cálido y dulce que había conseguido meterse en su corazón había desaparecido y en su lugar estaba el extraño de ojos fríos que había aparecido en casa de sus padres dispuesto a llamarla de todo.


—No es eso lo que me dices cuando estamos en la cama.


—¿El sexo es lo único que te importa?


—Al menos eso deja claro que no me odias en absoluto —Pedro se encogió de hombros mientras sacaba el móvil del bolsillo para llamar a su chófer.


Paula lo oyó pedirle que fuese a buscarlo. 


Evidentemente, a partir de aquel momento se alojaría en su apartamento. Se decía a sí misma que sólo sería durante unos meses, pero ni siquiera eso evitaba que se sintiese atrapada.


—Mi chófer llegará en una hora. ¿Quieres darte un baño? Yo creo que te sentirías mejor.


—No quiero darme un baño.


—Deja de hacer pucheros, no vas a conseguir nada —Pedro se dirigió al cuarto de baño y Paula apretó los dientes al oír que abría el grifo de la bañera.


Tardó unos minutos en volver y luego, sin ninguna ceremonia, la tomó en brazos a pesar de sus protestas.


A ella le gustaban los cuartos de baño grandes, le había contado una vez.


Seguramente porque de pequeña había tenido que compartir baño con sus hermanas y, por supuesto, siempre estaba ocupado cuando lo necesitaba. Por eso había alquilado un apartamento con un baño enorme, tan grande como para contener un sillón en el que la sentó con mucho cuidado.


—Creo que la fiebre ha bajado y estás recuperando el color de cara. Pero no quiero que te metas sola en la bañera.


—No digas bobadas —protestó Paula, enfadada por esa decisión de llevarla a su apartamento.


Pero le daba vueltas la cabeza y tuvo que cerrar los ojos un momento mientras él desabrochaba los botones de su voluminoso camisón, uno de los dos que aún le quedaban bien. Podía oler el aroma a lavanda de las sales, pero no estaba dispuesta a admitir que en realidad si le apetecía darse un baño caliente.


Era absurdo sentirse tímida por estar desnuda cuando se acostaban juntos casi todas las noches y, sin embargo, se sentía así mientras la ayudaba a meterse en la bañera, con una ternura incongruente en un hombre tan grande y poderoso.


—Ya estoy bien —le dijo.


—Me alegro, pero no pienso arriesgarme.


De hecho, Pedro se alegraba de que no hubiera discutido. 


Sabía que la había acorralado y no se sentía culpable en absoluto porque, en su opinión, estaba haciendo lo que debía.


Su protuberante estómago sobresalía del agua, mojado, brillante e increíblemente sexy, como sus pezones, aunque estaba seguro de que ella no se daba cuenta porque tenía los ojos obstinadamente cerrados.


Podía emitir todos los signos de enfado que quisiera, pero él sabía que sólo era una fachada. 


Apostaría su fortuna a que si se inclinaba para rozar sus pezones con los labios Paula se derretiría más rápido que un copo de nieve frente a una chimenea.


—¿Qué tal te encuentras? —le preguntó, intentando controlar tales pensamientos. 


Después de todo, Paula tenía un resfriado y no iban a poder hacer nada.


—No voy a quedarme en tu apartamento cuando se me pase el resfriado —dijo ella. Y cuando abrió los ojos para mirarlo Pedro se encogió de hombros.


—Deja que te enjabone. Mi chófer llegará en unos minutos.


—No, prefiero que no lo hagas.


—¿Por qué? ¿Porque no te gusta que te digan lo que debes hacer aunque sea por tu propio bien? Venga, no discutas.


Paula lo fulminó con la mirada, pero Pedro se limitó a levantar una burlona ceja.


—Disfruta de la experiencia porque la próxima vez que te enjabone será un preludio para otra cosa.


¿Tenía tiempo para darse una ducha fría?, se preguntó después. Seguramente no, pero tendría que darse una en cuanto llegaran a su casa.



sábado, 2 de junio de 2018

HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 23




Pedro volvió a llamar al timbre, esta vez de manera más insistente, y como seguía sin abrir la llamó al móvil.


Pero tampoco obtuvo respuesta. Preocupado, se pasó una mano por el pelo. Su instinto le decía que pegase una patada a la puerta, pero no serviría de nada porque era una puerta blindada de roble macizo. Él mismo había hecho que la cambiaran cuando se mudó al apartamento porque la original le parecía demasiado frágil.


Estaba a punto de llamar a un cerrajero cuando oyó pasos en el interior.


‐Paula, ¿dónde estás?


—¡Estoy aquí! —contestó ella, con una voz que le pareció extraña. Se había quedado dormida y el sonido del timbre no la había despertado, pero sí el del móvil. Aunque había tardado unos minutos en poder levantarse de la cama.


—¿Por qué no has abierto la puerta? ¿Y qué te pasa en la voz?


Paula abrió la puerta y al verla, pálida y con ojeras, Pedro experimentó una emoción que le resultaba extraña, pero que lo golpeó como un tren de carga en el centro del pecho.


—No me encuentro bien.


Pedro se colocó al hombro la bolsa de viaje y la tomó del brazo para llevarla al dormitorio. Tenía el corazón acelerado, pero intentaba calmarse.


—Métete en la cama, voy a llamar al médico.


‐Creo que sólo necesito dormir un poco. Últimamente estoy muy cansada.


—Tienes fiebre —dijo él, poniendo una mano en su frente—. ¿Por qué no me has llamado? —de inmediato sacó el móvil del bolsillo y habló con alguien en italiano antes de volver a guardarlo—. Estabas bien cuando hablamos anoche.


—No necesito un médico, Pedro.


—¿Cómo que no? Estás ardiendo


‐Es sólo un resfriado, nada importante —suspiró Paula, cerrando los ojos—. Sólo necesito descansar. Ayer estaba bien, pero esta mañana me he despertado con dolor de cabeza.


—Hemos hablado esta mañana y no me has dicho nada.


—Porque estabas en Nueva York. ¿Qué podrías haber hecho tú? Puede que te creas capaz de todo, pero no eres Supermán. No podías ponerte una capa roja y cruzar el Atlántico.


—Ése no es el asunto. Deberías contarme lo que te pasa, es mi obligación velar por tu salud —Pedro dejó escapar un suspiro. Pensar en ella sola en aquel apartamento, demasiado enferma como para levantarse de la cama, le provocó una extraña angustia.


—No me pasa nada, no exageres.


—Estás embarazada —le recordó él, paseando por la habitación y maldiciendo al médico que no llegaba. ¿No le había dicho que fuera inmediatamente?


La alegría que había sentido Paula al verlo preocupado se esfumó de inmediato. Por supuesto que estaba preocupado, pero no por ella sino por el niño. Las últimas semanas le habían dado una falsa sensación de seguridad, la habían hecho pensar que tanta solicitud era por ella. Pero esas palabras le recordaban la realidad: Pedro siempre tenía un plan y su plan era convencerla para que hiciera lo que a él le parecía conveniente.


Era un hombre muy ocupado y, sin embargo, había ido de compras con ella.


Por supuesto, le hacía regalos y estaba siempre que lo necesitaba. Pero Paula sabía que estaba totalmente dedicado a su trabajo, que eso era lo único que le importaba.


Qué tonta había sido. Saber que todo lo que Pedro había hecho o dicho no era por ella sino por la situación era la prueba de que no había nada razonable en su amor.


Pero cuando lo miraba se quedaba sin aliento. 


Aunque le daba vergüenza admitirlo, era cierto.


—Creo que tendré que dejar de viajar hasta que tengas el niño.


Pedro jamás había pensado que algún día su vida profesional tendría que dar un paso atrás por culpa de una mujer pero, aparentemente, ese día había llegado. 


Necesitaba saber que Paula estaba bien y si se iba del país no podría dejar de pensar en ella, de preocuparse porque ocurriera una catástrofe y Paula no se lo contara para no ser una molestia.


Era tan obstinada, tan independiente. A él nunca le habían gustado las mujeres que no tenían iniciativa alguna, pero nada le gustaría más en aquel momento que ver a Paula buscando su apoyo.


—No digas tonterías.


Pedro se acercó a la cama. No quería estresarla, pero le parecía fundamental hacerla partícipe de sus preocupaciones. Unas preocupaciones muy sensatas, en su opinión.


—No estoy diciendo tonterías. Estoy siendo sensato, uno de los dos tiene que serlo.


Paula dejó escapar un largo suspiro, seguido de un bostezo.


—Y, naturalmente, ése es tu papel.


—Pues sí, ése es mi papel. Dos minutos fuera del país y mira lo que pasa — Pedro sonrió mientras acariciaba su pelo.


Paula se recordó a sí misma que sólo estaba preocupado por el niño, pero no tenía energías para discutir.


‐Ya te he dicho que no eres Supermán. Habría tenido un resfriado estuvieras tú aquí o no. Además, creo que lo pillé el otro día en el supermercado. Me paré para charlar un momento con una chica que estaba resfriada... imagino que me lo contagió.


—Deberías alejarte de cualquiera que tenga algo contagioso.


—¿Y qué sugieres que haga? Tal vez podrías tenerme encerrada durante un par de meses.


Pedro iba a decir que no era una idea tan poco razonable cuando sonó el timbre. Era el doctor Giorgio Tommasso, un amigo suyo de la infancia, y Paula puso los ojos en blanco cuando lo interrogó por su tardanza.


‐No le haga caso —le dijo cuando el médico se sentó en la cama.


—Ah, por fin una mujer que es capaz de hacerle frente a este bruto. Bueno, vamos a ver cómo está el niño...


Como un centinela, Pedro se quedó al pie de la cama mientras el médico la examinaba y le hacía preguntas en voz baja. Pero debía haber dicho algo divertido porque Paula soltó una risita. Y Pedro estuvo a punto de recordarle al buen doctor que estaba allí para examinar a una mujer embarazada, no para hacerse el gracioso.


‐¿Y bien? ¿Cuál es el diagnóstico?


‐El niño está bien —Tommasso sonrió, dándole una palmadita en el brazo—. No hace falta que te pongas tan nervioso.


—Creo que confundes la preocupación con el nerviosismo —se defendió él, preguntándose qué le habría dicho para que Paula siguiera sonriendo.


—Ah, perdona —Giorgio hacía un esfuerzo para no reír mientras se dirigía a la puerta—. Paula tiene un simple resfriado, no es nada. Lo mejor es que se quede en cama durante un par de días tomando muchos líquidos y enseguida se pondrá bien. Tiene bien la tensión y los latidos del niño son perfectos, así que no hay nada de qué preocuparse. ¿Qué tal se te da hacer sopa?


—Soy perfectamente capaz de hacer un plato de sopa —replicó Pedroofendido.


‐¿En serio? Pues a lo mejor se lo cuento a tu madre. Se va a llevar un alegrón al saber que su hijo por fin se ha convertido en amo de casa.


Era una broma, pero también una llamada de atención para Pedro. Sí, tal vez había llegado el momento de dar el último paso adelante.




HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 22





Pedro nunca había tenido que involucrarse en la tediosa tarea de comprar regalos para las mujeres. Primero, porque no tenía tiempo para ir de tiendas, mirar joyas y pedir ayuda a los dependientes.


Segundo, no se le ocurría nada más aburrido que estrujarse el cerebro para imaginar qué le gustaría a una mujer. No, ése había sido el cometido de su ayudante. Una mujer comprando para otra mujer, era lo más lógico.


Durante las últimas seis semanas, sin embargo, se había olvidado de su ayudante para ir de compras él mismo y le había parecido menos aburrido de lo que pensaba. De hecho, había descubierto que era divertido buscar cosas que la hicieran sonreír.


Paula tenía unos gustos un poco raros. Después de cometer el error de comprarle una pulsera de diamantes que ella le agradeció amablemente y, también amablemente, le devolvió un minuto después, había tenido que revisar sus ideas. No le interesaban las joyas, especialmente las joyas caras.


—Seguro que es el tipo de regalo que estás acostumbrado a comprarle a tus novias —le había dicho. Y luego dejó escapar un suspiro cuando él contestó que nunca le habían devuelto ninguna.


—¿Por qué los hombres ricos nunca se sienten en la obligación de ser imaginativos?


Pedro, a quien nada gustaba más que un reto, se había vuelto imaginativo.


La había llevado a ver obras rarísimas en teatros con diez butacas, le había comprado la primera edición de una novela italiana de más de quinientas páginas. A ella le había encantado, por supuesto, y a Pedro le emocionaba ver su expresión de alegría.


Incluso se había dejado llevar por esa ridícula alegría al ver un gigantesco perro de peluche en Harrods y no se había ofendido cuando ella se rió de su escepticismo, diciendo que era un «anciano gruñón».


Aparentemente, había pocas cosas que pudieran ofenderlo cuando se trataba de ella... salvo una. Un pequeño grano en el satisfactorio progreso de su relación: que Paula se negara a casarse con él. También se había negado a vivir con él, aunque Pedro le había dado miles de razones por las que sería lo más lógico, sobre todo cuando se acostaban juntos. 


Pero al menos había dejado de insistir en eso de ser «amigos».


No podía entenderlo. Si él estaba dispuesto a hacer ese sacrificio, ¿por qué no podía hacerlo ella?


Cuanto más discutían sobre el asunto, más obstinada se mostraba Paula y Pedro decidió conseguir lo que quería dando algunas vueltas.


Pero como nunca había tenido que cortejar a ninguna mujer, sus intentos no habían tenido gran éxito. Una larga lista de invitaciones a cenar no lo había llevado a ningún sitio, de modo que optó por cenar en casa. Y la cocina, le había dejado claro Paula, era territorio de los dos. Incluso le había comprado un libro de recetas y Pedro se había encontrado cocinando torpemente mientras se preguntaba qué pensaría su madre del asunto.


Pero no le había contado esos detalles a su familia. No había mencionado que Paula se negaba a casarse, dándoles a entender que lo harían más adelante.


Incluso podría haber dicho que Paula quería casarse después de dar a luz, cuando hubiese recuperado la figura. 


Su madre se lo había creído, pero no quería ni pensar lo que Paula diría al respecto de esa invención. Daba igual que la importancia de sus mentiras hiciera que la suya fuera insignificante.


Pedro se decía a sí mismo que estaba tan preocupado por ella porque estaba esperando un hijo suyo. En circunstancias normales las cosas habrían sido completamente diferentes. Sin el niño, seguramente Paula le habría pedido perdón y él se habría olvidado de ella en unos meses para volver a su vida normal.


Y, sin embargo, ahora los recuerdos de esa vida normal le parecían algo distante, extraño.


Estaba fascinado por los cambios en su cuerpo y los partidos de fútbol que parecían tener lugar dentro de ella. Había leído de principio a fin un conocido libro sobre el embarazo y pensaba en Paula cuando no estaban juntos. Le parecía algo poco natural, pero se había acostumbrado.


A pesar del tremendo cambio de vida, Pedro estaba orgulloso de cómo llevaba la situación, pensó mientras llamaba al timbre de su apartamento. Pero cada día le parecía más absurdo aquel acuerdo de vivir separados. 


Aunque la había instalado en el apartamento más cercano al suyo que pudo encontrar, el hecho de que no sólo se negara a casarse con él, por razones que desafiaban a la lógica, sino que insistiera en vivir en apartamentos diferentes era una constante fuente de insatisfacción.


Paula no podía decir que no disfrutase acostándose con él, en posiciones que eran francamente ingeniosas dado su avanzado embarazo. Además, él conocía a las mujeres y sabía que no estaba fingiendo.


Había dejado de insistir sobre el asunto, pero no dejaba de pensar en ello. ¿Era una manera de no sentirse atada? ¿De verdad creía que no había una relación entre ellos? ¿Pensaba que podría tener a su hijo y luego seguir adelante, buscando al hombre de sus sueños?


Estaba tan ocupado dándole vueltas a todo eso que tardó unos segundos en darse cuenta de que Paula no había abierto la puerta. Pero eran las siete, de modo que debía estar en casa.


El había estado en Nueva York durante los dos últimos días, pero habían hablado por teléfono varias veces y Paula debería estar esperándolo. 


¿Dónde demonios se había metido?