Su sonrisa produjo un extraño efecto en Paula que, de repente, tenía serias dificultades para respirar. Y eso no era algo que le ocurriese a menudo. De hecho, siempre se había sentido cómoda con el sexo opuesto. Entre su intelectual hermana mayor y una hermana pequeña tan guapa que había tenido chicos esperándola en la puerta desde los once años, Paula siempre había ocupado el lugar del medio, contenta con ser razonablemente inteligente y tener un aspecto físico más o menos atractivo.
Desde esa posición tan cómoda había podido observar a Sofia en su mundo de libros y novios intelectuales y a Marina cambiando de novio con la misma frecuencia que otras mujeres cambiaban de vestido. Había aprendido a hablar con los chicos de tú a tú, fuesen eruditos como los novios de Sofia o guapísimos como los novios de Marina. Y por eso le extrañaba que aquel hombre alto, moreno y apuesto la dejase sin palabras.
—Bueno, supongo que puedes pasar un momento a tornar un vaso de agua — dijo por fin—. Sé que hace mucho calor en la calle.
—Bonito apartamento —comentó Pedro, mirando alrededor. Él había crecido en un palacio y la riqueza de otras personas no lo había impresionado nunca, pero aquel sitio tenía un toque muy chic—. ¿Desde cuándo vives aquí?
Se había dado la vuelta para mirarla y el impacto que sufrió fue tal que durante un segundo se quedó sin habla. Sus ojos eran del verde más claro que había visto nunca y la melena roja era un tremendo contraste con su piel de porcelana.
Las pecas en la nariz, paradójicamente, le daban simpatía a su belleza, evitando que fuera sólo una cara bonita.
No sabía por qué se había escondido al abrir la puerta, ya que tenía un cuerpazo: esbelto, pero de amplio busto y curvas marcadas. Y, a juzgar por el vestido que llevaba, aquella chica tenía muy buen gusto.
—¿Desde cuándo vivo aquí? —repitió Paula—. Pues... no hace mucho tiempo. Bueno, voy a buscar un vaso de agua. Si no te importa quedarte aquí... no tardaré mucho.
—Parece que vas vestida para salir. ¿Te he pillado en mal momento?
No le ocurría a menudo que tuviera que esforzarse para conquistar a una mujer y mucho menos que su respuesta ante una fuese tan inmediata. Pero estaba disfrutando de ambas cosas.
—¿Para salir? —repitió ella, mientras se dirigía a la cocina, sus tacones prestados repiqueteando sobre el suelo de madera.
‐¿Siempre estás tan nerviosa?
Paula, que estaba sacando una botella de agua mineral de la nevera, dio un salto porque no sabía que la hubiera seguido hasta allí.
—Qué susto me has dado. Toma, el agua —le dijo, sacando un vaso del armario y poniéndolo en su mano.
—¿Tienes un nombre de pila, signora Doni? —preguntó él. Sacarle algo a aquella mujer era como ir al dentista.
‐¿Por qué quieres saber mi nombre?
En la mente de Paula apareció una serie de horribles consecuencias. Aquel trabajo había sido en principio para una pariente de la propietaria, que era amiga de Ana. Paula no sabía bien por qué esa responsabilidad había recaído después sobre su amiga, que a su vez se la había pasado a ella porque había conocido a un chico y no le apetecía pasar las vacaciones en Roma. Y ella estaba encantada porque así podía practicar el italiano en la ciudad más maravillosa del mundo y, además, viviendo gratis en un sitio que no podría permitirse nunca. ¡Y además le pagaban por hacerlo!
Revelar su identidad podría ser el primer paso para meterse en un aprieto y también a Ana y a su amiga, de modo que no podía decírselo.
—¿Te encuentras bien?
—Sí, sí...
‐Te has puesto colorada. Tal vez sea el calor.
‐Sí, es por el calor.
—Tú no eres italiana, así que imagino que no estarás acostumbrada. ¿Usas este apartamento para venir a Roma de vacaciones?
¿La gente tenía casas de vacaciones tan lujosas? ¿Con mármol por todas partes y cuadros que debían valer una millonada? ¡Y un vestidor lleno de ropa de diseño!
‐Yo tengo varias —dijo él entonces.
—¿Ah, sí?
-En París, Nueva York y Barbados. Por supuesto, uso los apartamentos de París y Nueva York cuando voy a trabajar allí. Me gusta más que alojarme en un hotel —Pedro tomó un trago de agua y dejó el vaso sobre la encimera—. Y tu nombre es...
—Amelia —contestó Paula, cruzando los dedos a la espalda.
—¿Y dónde vives el resto del año, Amelia Doni?
‐En Londres.
—No eres muy habladora, ¿verdad? —Pedro no podía dejar de sonreír—. Imagino que eres soltera porque no veo una alianza en tu dedo.
Paula tragó saliva.
‐Si has terminado con el agua...
En lugar de sentirse halagada, parecía molestarle su presencia y eso enfadó a Pedro.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —le preguntó, tal vez porque, perversamente, cuanto más quería ella echarlo, más decidido estaba él a conocerla mejor.
La joven se encogió de hombros, murmurando algo así como: «poco tiempo».
—Pero has estado aquí el tiempo suficiente como para ayudar en la cena benéfica.
—¿Qué cena benéfica?
—La orquídea que hemos dejado en la mesa del pasillo es un regalo de mi madre por ayudarla en la cena benéfica. La habría traído ella misma, pero se marcha al campo esta tarde y no volverá en unas semanas.
‐Ah, ya —murmuró Paula, sabiendo que debía parecer tonta.
—Tenemos una casa en el campo —siguió él, divertido por su total falta de interés—. La temperatura es más agradable en las colinas que en la ciudad.
—Sí, sí, claro, ya me imagino. Por favor, dale las gracias de mi parte.
—¿Qué hiciste en la cena benéfica?
—¿Eh? Ah, pues... mira, es que yo prefiero no hablar de cosas del pasado. Soy de las que viven el día a día.
—Ah, la clase de persona que más me gusta —dijo Pedro—. Mira, no tengo que volver a Londres hasta mañana. ¿Por qué no cenamos juntos esta noche?
—¿Qué? No, no, no —Paula estaba perpleja porque, por un lado, le daba pánico que averiguase quién era y, por otro, estaba deseando aceptar la invitación. No sabía si porque estaba en Italia, lejos de su casa, pero nada de lo que hacía en Roma tenía que ver con su verdadera personalidad—. Yo creo que lo mejor es que te vayas.
‐¿Por qué? ¿Esperas a alguien? ¿Un hombre?
—No, no espero a nadie —Paula salió de la cocina y se dirigió al pasillo. No le gustaba mentir y sabía que era sólo cuestión de tiempo que metiese la pata.
—Bueno, a ver si lo entiendo: no estás saliendo con nadie y no estás esperando a nadie. Entonces, ¿por qué no quieres cenar conmigo?
‐Oye, me parece un poco grosero que me invites a cenar sin conocerme.
—¿Quieres decir que no te sientes halagada?
—Lo que quiero decir es que no te conozco.
‐Pues cenar juntos sería una buena manera de conocernos, ¿no te parece?
Pedro observó, atónito, que la joven ponía la mano en el picaporte. ¡Le estaba enseñando la puerta, literalmente!
—No, mejor no. Pero gracias por la invitación. Y por la orquídea, claro. Cuidaré de ella, aunque nunca se me han dado bien las plantas.
‐Qué curioso, a mí tampoco —Pedro se apoyó indolentemente en la puerta para que no pudiese abrirla—. Ya tenemos algo en común.
‐¿Haces esto a menudo? —le preguntó Paula, con el corazón acelerado.
—¿A qué te refieres?
‐A ir a casa de alguien e invitarlo a cenar. No es que sea una grosería, pero debes admitir que es un poquito raro, ¿no? No me conoces de nada y... en fin, podría ser cualquiera.
—Sí, es verdad —admitió Pedro, pensativo— podrías ser cualquiera. Una psicópata, una asesina o algo peor, una buscavidas. Pero conoces a mi madre y eres la dueña de este apartamento. Los asesinos, los psicópatas y las buscavidas probablemente no se dedican a las cenas benéficas ni tienen casas en la mejor calle de Roma, así que no creo que deba tener ningún miedo.
Paula estaba empezando a marearse. ¿Conocer a su madre? ¿La dueña del apartamento?
—Y admítelo, tarde o temprano tendrás que cenar.
—La verdad es que no me gusta comer fuera, prefiero cocinar yo. En Italia hay tantos ingredientes maravillosos que resulta divertido experimentar.
—Muy bien, entonces vendré a cenar aquí.
—¿Qué? —Paula miró el atractivo rostro masculino y tuvo la sensación de estar caminando al borde de un precipicio. El paisaje era maravilloso, pero la caída podría matarla—. No puedes venir aquí.
‐Pues claro que puedo —Pedro se encogió de hombros. Bendecido con una mezcla letal de atractivo físico, cerebro y dinero, aún no había conocido a una sola mujer que se le resistiera y se negaba a aceptar que la que tenía delante fuese una excepción—. Puedo venir a cenar aquí o recogerte a las ocho para cenar fuera.
—¿Por qué quieres cenar conmigo? ¿Tu madre te ha pedido que lo hicieras?
—¿Mi madre? —repitió él, frunciendo el ceño—. Mi madre no tiene nada que ver con mi vida personal y, además, estará en el campo dentro de unas horas — Pedro se apartó de la puerta sin dejar de mirarla a los ojos.
Tenía una piel preciosa, casi transparente, incluso sin maquillaje. Su madre apenas le había contado nada sobre Amelia Doni, ¿pero por qué iba a hacerlo?
Aparentemente, sólo era la amiga de una conocida que había sido prácticamente secuestrada para ayudar en la cena benéfica. De ahí la orquídea; una manera cara pero nada personal de demostrar agradecimiento. Además, afortunadamente no había intentado convencerlo para que la invitase a cenar por‐que de haberlo hecho con toda seguridad habría salido corriendo.
‐Todas las madres están interesadas en las vidas de sus hijos —Paula estaba tan azorada que eso fue lo que le salió de repente, pensando que su madre seguía mandándole paquetes de comida desde Irlanda porque temía que muriese de hambre en la universidad.
‐En lo que se refiere a las mujeres, prefiero mantener mi intimidad —Pedro abrió la puerta para no darle oportunidad de discutir. Le gustaba aquella chica y, lo más importante, su antena estaba captando vibraciones muy interesantes.
No entendía por qué rechazaba una invitación tan inocente pero, fuera por la razón que fuera, se sentía intrigado. Claro que podría estar haciéndose la dura, aunque lo dudaba. Tenía un rostro muy expresivo. De hecho, no había visto uno tan expresivo desde... francamente, no se acordaba.
—Debería advertirte que suelo salirme con la mía —dijo luego.
—Y quieres cenar conmigo.
—Eso es —Pedro le regaló una de esas sonrisas que acelerarían el corazón de cualquier chica. Y luego tomó su mano y la rozó con los labios, en un gesto puramente italiano que la dejó emocionada.
—Sí, bueno, pero tendría que ser temprano...
—¿Tienes que volver a casa antes de las doce para no convertirte en calabaza?
Paula notó que le ardían las mejillas. No sabía por qué había aceptado la invitación, tal vez porque cuando aquel hombre sonreía sentía un traidor cosquilleo que empezaba en la nuca y terminaba en los dedos de los pies. Y seguía sintiendo ese cosquilleo cuando desapareció.
Pero cuando se miró en el espejo del vestidor la realidad la asaltó con implacable claridad y decidió llamar a Ana al móvil.
Tuvo que contener un suspiro de impaciencia cuando su amiga empezó a darle un discurso sobre su novio y sobre lo fabulosa que era Florencia, que aún no habían visto porque no salían de la cama.
—Ana, tengo un pequeño problema...
—¡No, por favor! ¡Dime que el apartamento no se ha incendiado!
—No, no es eso. Pero ha venido alguien y... —el tentador vestido parecía mirarla tristemente desde el espejo mientras le contaba a su amiga lo que había pasado.
—Bueno, no pasa nada, ¿no?
—¿Cómo que no?
—Pues verás...
Media hora después, Paula se quitaba el vestido y lo dejaba sobre la cama, pensando en lo que le había contado su amiga.
Catrina, la ahijada de Amelia Doni, estaba en Londres, en una clínica de rehabilitación. Su madrina, que estaba haciendo un crucero, no sabía nada y no debía saberlo nunca. Por eso Ana iba a quedarse en el apartamento. Pero su amiga, que era una cabeza loca, se olvidó del asunto en cuanto el amor asomó a su puerta.
Afortunadamente, ella estaba en Roma en ese momento. Paula, la siempre seria y responsable Paula. La clase de chica que disfrutaba leyendo y para quien tomar tres copas de vino equivalía a una borrachera.
Ahora, mientras miraba el vestido que había dejado sobre la cama, se preguntó qué había sido de esa chica.
Lo más atrevido que Paula había hecho nunca era probarse un vestido que no era suyo, pero una hora antes había aceptado una invitación a cenar con un guapísimo, rico y sofisticado italiano. Tendría que hacerse pasar por una mujer rica con un lujoso apartamento en Roma; una mujer que usaba vestidos que costaban un dineral...
¿Por qué no?, se preguntó. De ese modo estaría ayudando a Ana y a Catrina.
Nadie debía saber que Catrina estaba en una clínica de rehabilitación en el Reino Unido y lo último que necesitaban era que un italiano que tenía relación con Amelia Doni empezase a hacer preguntas.
Paula sintió una oleada de inesperada emoción.
Sólo iba a pasarlo bien durante un par de horas, no iba a hacerle daño a nadie.