lunes, 19 de marzo de 2018

CAMBIOS DE HABITOS: CAPITULO 9




Pedro la llevó a la Taberna de Martin. Allí estaban comiendo casi todos los empleados de las oficinas de Georgetown, así que el local estaba lleno. Pero la comida era muy buena y en diez minutos la gente iría menguando.


Cuando la camarera les ofreció un sitio, Pedro le pidió una mesa donde pudieran tener un poco de intimidad. Siguieron a la mujer hasta un reservado. Una lámpara de color verde claro colgaba del techo e iluminaba la mesa de madera oscura. La luz del día que entraba por las ventanas no iluminaba la parte trasera de la taberna.


A los pocos minutos, un camarero muy joven fue a tomarles nota de las bebidas. Luego los dejó solos para que mirasen la carta.


Pedro miró a la mujer que tenía frente a él, inmersa en la lectura del menú. No podía creer que fuese Paula. Que la hubiera encontrado por sí mismo, así de repente, cuando hacía doce horas que había contratado a un detective para buscarla, le parecía increíble.


Tenía un aspecto diferente al de aquella noche en su apartamento, pero el cambio era positivo. Tenía el cabello con un peinado más natural, sin laca. Su ropa parecía más cómoda también; más acorde con su personalidad, al menos con la personalidad que le parecía atisbar. Aunque debía admitir que él tenía cierta debilidad por aquel diminuto vestido negro que había llevado el día de su cumpleaños.


Afortunadamente, sus ojos no habían cambiado. Eran del mismo color chocolate con leche que recordaba. Y su sonrisa seguía siendo la de una niña, aunque apenas la había visto sonreír desde que la había sorprendido al aparecer en la puerta de su apartamento hacía veinte minutos.


No sabía muy bien si tenía motivos lógicos para hacerlo, pero desde que la había vuelto a ver se sentía de buen humor y contento.


¿Qué diablos le pasaba? ¿Qué tenía de especial aquella mujer que parecía ocupar cada célula de su cerebro?


No era el tipo de mujer que solía gustarle. Sin embargo, su cara se le aparecía en la memoria desde que se levantaba hasta que se iba a dormir. Se pasaba el día pensando dónde estaría, quién era, qué estaría haciendo, y si la volvería a ver.


Ahora la tenía al otro lado de la mesa. Y no se le ocurría nada que decirle. Ni una sola de las preguntas que habían rondado su mente y sus entrañas desde hacía días. Se encontraba simplemente agradecido de haberla encontrado, y de que hubiera aceptado ir a comer con él.


Apareció el camarero y pidieron sándwiches variados. 


Cuando se fue el camarero bebieron té helado y charlaron sobre cosas intrascendentes hasta que llegó la comida.


—Tienes razón. La comida es deliciosa —dijo Paula probando el sándwich de pavo trinchado con pan integral. 


Una gota de mostaza le ensució la comisura de los labios y se la limpió con la servilleta.


Pedro miró su sándwich y las patatas fritas que lo acompañaban.


—Me alegro de que te guste.


Comieron en silencio hasta que Pedro no pudo resistirlo más. Jamás había sido tímido, y no comprendía por qué iba a empezar a serlo.


—Oye, Paula —dijo finalmente—. Hay algo que me he estado preguntando, así que voy a preguntártelo.


La vio ponerse pálida, mientras tragaba una patata que estaba masticando.


—La noche que estuvimos juntos, ¿por qué te fuiste por la mañana sin decirme nada? Quiero decir, vi tu nota, pero no hacía falta que huyeras de ese modo.


¿Y por qué diablos, por primera vez en su vida, le molestaba aquello?, se preguntó Pedro.


Paula abrió la boca para hablar, pero al parecer una patata se metió por el lugar equivocado, y tosió. Bebió un sorbo de té helado, respiró profundamente y lo miró.


Él había pensado que ella desviaría la vista. Pero lo sorprendió sosteniéndole la mirada.


—Supongo que me sentí incómoda, y pensé que sería más fácil para ambos si me iba antes de que te despertases. Es posible que no creas lo que voy a decirte, pero no tengo por costumbre irme a la cama con el primer hombre que se me cruza en el camino.


En aquel momento sí desvió la mirada. 


Pedro la vio hacer ochos con la uña pintada de color melocotón sobre el mantel.


—Te creo. De hecho, eso es algo que también me he estado preguntando, por qué te fuiste a mi casa conmigo, un desconocido, y me pediste que te hiciera el amor —Pedro hizo una pausa para beber un poco de té, antes de agregar algo que él sabía que era verdad pero que no sabía si ella quería que supiera—. Eso no es algo muy normal en alguien que no ha estado nunca con un hombre.


Si antes parecía incómoda, al oír aquello, no supo dónde meterse. El dedo que jugaba con el mantel dejó de moverse. 


Y ella cruzó las manos fuertemente encima de su regazo.


—¿Cómo te diste cuenta? —preguntó en una especie de susurro tenso.


—Hubo algunas pistas. Parecías un poco nerviosa al principio, y te llevó un rato animarte. Además tus músculos estaban más apretados de lo normal, y sentí cierta resistencia cuando entré dentro de ti completamente.


Paula se puso roja. Él se arrepintió de haberla puesto en una situación incómoda, y le palmeó el brazo.


—Lo siento. No he querido ponerte en una situación incómoda. Y no deberías sentirte así. El ser virgen no es una situación de la que debas avergonzarte.


—No me siento avergonzada —respondió ella.


Pero bajó la mirada y él intuyó que no decía la verdad.


—Bien. De hecho, es algo así como refrescante. Como dueño de un club estoy en contacto con muchas mujeres todos los días. E incluso me he acostado con algunas de ellas. Pero ya no me acuerdo cuándo fue la última vez que fui el primer amante de alguna… Si es que lo fui alguna vez.


Paula alzó la vista. Y Pedro vio sus ojos de Bambi llenos de angustia. Entonces le sonrió para hacerla sentir mejor.


—¿Puedes decirme, por lo menos, por qué?


—¿Por qué? —repitió ella.


—Por qué me elegiste, entre todos los hombres de Georgetown, y todos los lugares.


—¿Me creerías si te digo que fuiste un regalo de cumpleaños que me hice? —preguntó ella suavemente.


Pedro se quedó mirándola un momento, tratando de asimilar lo que ella acababa de decirle. Él sabía que ese día había sido su cumpleaños. Pero no se había dado cuenta de que él había sido su mayor regalo.


¿Se debería sentir utilizado o halagado? No lo sabía. Pero suponía que no podía estar muy enfadado, teniendo en cuenta el regalo que ella le había hecho aquella noche.



—¿Estás enfadado conmigo?


Pedro agitó la cabeza automáticamente. Sentía muchas cosas. Pero no estaba enfadado.


—No, no estoy enfadado.


Tenía una corriente de emociones mezcladas en su interior, y recordaba muchos proverbios que podrían haber descrito su situación, pero no estaba enfadado.


Sí, él había vivido mucho tiempo frívolamente, libremente. Y ahora aquella mujer aparecía para revolverle todo y hacerle dudar de toda su existencia.


Pero en lugar de hacerlo sentir mejor, la admisión de Paula sólo dio lugar a más preguntas.


—¿Te molesta si te pregunto cuántos años cumpliste?


No parecía tener más de veinticinco años, pero él no era muy bueno calculando la edad de la gente.


—O tal vez debiera preguntarte cómo es que una joven hermosa y cautivadora como tú ha podido evitar irse a la cama con un hombre durante tanto tiempo, al margen de la edad que tengas. Yo pensaría que perdiste la virginidad en la adolescencia, quizás en el asiento de atrás de un viejo coche, con el capitán de un equipo de fútbol. O en un baile del instituto con algún chico con el que salieras, a pesar de ser muy joven.


Paula casi se atraganta al oír las suposiciones tan equivocadas de Pedro.


Le resultaba difícil estar allí hablando con Pedro sobre lo que habían hecho aquella noche, y más aún hablar sobre el tema de su virginidad como quien habla del tiempo. U oírlo hablar de su éxito en la época del instituto como para haber tenido un novio… Y que con éste además hubiera hecho…


La verdad era que el capitán del equipo de fútbol no había sabido ni siquiera que ella existía, como para haber estado interesado en llevarla al asiento de atrás de un viejo coche. 


Y no había habido bailes de instituto para ella. Sólo noches en su casa, leyendo, estudiando, como de costumbre.


La mayoría de su promoción ni siquiera recordaría su nombre. Como mucho, algunos recordarían a una chica delgada y desgarbada de pelo castaño y grandes gafas. 


Pero de todas formas, todos habían estado demasiado ocupados con su vida social como para acordarse de ella.


No se parecía en nada a la persona que evidentemente él creía que era. Y ni la ropa nueva ni el peinado iba a poder cambiarla.


La cuestión era cómo iba a poder decirle que se había acostado con un absoluto fraude, sin estropear el excitante recuerdo de una noche de diversión.


—He crecido en un ambiente muy protector —dijo ella—. Y después de eso, supongo que he sido un poco… melindrosa.


—Melindrosa —repitió él, como si tratase de discernir el verdadero significado de aquella palabra—. Y no obstante fuiste a mi club un viernes por la noche y decidiste irte con el primer hombre que encontrases.


Ella tragó saliva.


—Técnicamente, tú fuiste el segundo hombre que encontré.


Pedro alzó una ceja, y a ella le pareció ver un brillo oscuro de humor en sus ojos.


—Supongo que tienes razón. Y deberías estar contenta de no haberte ido con ese primer hombre. Va al Hot Spot todas las noches, a ligar con mujeres a las que sorprende desprevenidas, al parecer.


—¿Y tú no?


Pedro sonrió.


—Yo soy el dueño del bar. Tengo que estar allí. Además, las mujeres ligan más conmigo de lo que ligo yo con ellas.


Ella no lo dudaba. Pedro era el hombre más atractivo que había conocido.


El más atractivo que había habido en el bar aquella noche. Incluso en aquel momento, ella no creía que hubiera otro hombre tan apuesto como él en todo el restaurante. Tenía un aura de seguridad, una forma de conducirse que seguramente atraería a las mujeres como moscas.


—Pero eso no responde a mi pregunta, ¿no? —dijo él—. ¿Por qué yo? ¿Por qué después de veintitantos años, te despiertas un día y decides irte a la cama con un extraño?


Paula sintió una punzada de pánico en el estómago. Se acomodó, incómoda, en el asiento. «Veintitantos años», pensó.


—¿Y eso qué importa? —preguntó Paula con un tono levemente irritado—. ¿Les haces tantas preguntas a todas las mujeres con las que te acuestas o yo estoy recibiendo un trato especial?


Pedro la miró un momento. El corazón de Paula estaba acelerado. Lo miró deseando que no se ofendiera y se marchase.


Pedro le gustaba tanto… Pero era un lío volver a verlo. Y todo porque tenía pánico de confesarle que normalmente ella usaba algodón y no lycra, se cepillaba el cabello en lugar de usar laca para que le quedara voluminoso, y no iba a clubes nocturnos.


—Tienes razón —dijo él finalmente—. No es asunto mío con quién te acuestas y por qué… Si es la primera vez o la centésima. Aunque me alegro de no haber sido tu número cuatrocientos —sonrió.


—¿Con cuántas mujeres has estado? —preguntó Paula antes de que pudiera reprimirse—. Lo siento —se disculpó enseguida—. No he debido preguntarte eso…


—¡Eh!, no es una pregunta peor que las que yo te estaba haciendo.


Pedro se quedó callado un momento, removiendo el té distraídamente, derritiendo terrones de azúcar.


—Supongo que lo mejor en este caso es ser sincero y decir que no tengo ni idea. Sé que no suena muy bien, y que no da una buena imagen de mí, pero es la verdad.


—¿Tantas?


Él se encogió de hombros.


—Soy dueño de un club nocturno muy popular donde acuden muchas mujeres hermosas y solteras a pasar un buen rato, y yo nunca me he considerado un monje. Pero lo curioso es… —Pedro hizo una pausa y repiqueteó con los dedos sobre la mesa. Luego la miró con los ojos borrosos y gesto serio y agregó—: Que fui absolutamente fiel a mi esposa. Desde que empezamos a salir, jamás miré a otra mujer.


Paula se quedó con la boca abierta. De todas las cosas que había imaginado de Pedro, la de que había estado casado no se le había ocurrido en absoluto. Se habría sorprendido menos de saber que usaba ropa interior femenina.


—¿Estuviste casado?


—Casi cinco años —asintió él.


—¿Qué sucedió?


—Ella se casó por mi dinero —respondió Pedro con amargura—. O más bien, por el dinero de mi familia. Por supuesto, yo no lo supe hasta que decidí abrirme camino solo poniendo un club nocturno. Cuando la situación económica se hizo más precaria y yo no tuve el dinero de mi familia para que ella mantuviera el estilo de vida al que se había acostumbrado, se divorció de mí y fue en busca de un mejor partido.


Pedro se llevó el té a los labios antes de continuar:
—Ella se lo perdió. El club fue un éxito, y ahora es un negocio muy próspero. Tanto, que estoy buscando otro local.


—Te felicito. Debes estar orgulloso de ti. Hacerlo todo tú solo, aunque tus padres sean ricos…


—Gracias. Lo estoy.


Se notaba que todavía estaba herido por la traición de su exmujer. Paula lo había notado en su voz y en su expresión.


—Probablemente esté un poco fuera de lugar que te lo diga, pero también deberías estar contento de que tu esposa te haya dejado cuando lo hizo. Habría sido terrible estar casado con alguien a quien sólo le interesaba tu dinero, y enterarte cuando fuese demasiado tarde.


Pedro pestañeó y reflexionó sobre sus palabras.


—Nunca lo he pensado de ese modo —murmuró—. Supongo que tienes razón.


Paula bajó la mirada, y jugó con el tenedor revolviendo unas patatas en su plato.


—¿Y qué me dices de ti? —preguntó él—. ¿No te impresiona mi dinero y mi éxito?


—Por supuesto —respondió ella inmediatamente—. Pienso que es maravilloso que hayas tenido un sueño y que hayas intentado hacerlo realidad, aunque haya supuesto dejar la seguridad que te daba tu familia.


Pedro achicó los ojos y dijo:
—Me refiero a mi dinero. ¿No te ha hecho querer coquetear conmigo, ligar conmigo y ver si puedes sacarme algunas joyas, o quizás un coche deportivo, antes de que nos vayamos cada uno por su lado?


Paula apretó los labios, disgustada.


—No sé qué tipo de mujeres estás acostumbrado a tratar en ese club tuyo, pero yo no estoy interesada en tu dinero. Tú has venido a mi apartamento hoy, ¿no lo recuerdas? Si no lo hubieras hecho, probablemente no habríamos vuelto a vernos nunca. Yo tengo un sueldo aceptable, y no necesito que nadie me mantenga. Ciertamente, no necesito a un hombre para que me compre cosas. Si hay algo que quiero, o me lo compro yo misma o me arreglo sin ello.


Después de su ferviente discurso, Pedro se echó hacia atrás y se rio.


Al principio ella creyó que se reía irónicamente. Pero al ver que se seguía riendo, se dio cuenta de que realmente le hacía gracia.


La gente se dio la vuelta a mirarlos para ver qué era lo que le causaba tanta gracia. Pero en lugar de sentirse incómoda por que los mirasen, Paula se alegró de que Pedro se estuviera divirtiendo.


No debía de haber sido fácil aceptar que la mujer con la que se había casado y a la que amaba, la mujer que pensaba que lo amaba también, sólo estaba interesada en el dinero de su familia y todo lo que podía comprarse con él.


—¿Sabes una cosa, Paula? —dijo Pedro cuando dejó de reírse.


—¿Qué?


—Me alegro de que me eligieras como regalo de cumpleaños.


Paula se sintió encantada de oír aquello. Y una oleada de deseo se apoderó de ella, poniéndole la piel de gallina. Y aflojándole las piernas.


Ella también se alegraba, pero no iba a confesarle cuánto.


El camarero volvió a retirar los platos y les ofreció un postre. 


Paula no quiso postre, pero Pedro pidió tarta de limón y una taza de café.


—¿Me harías un favor? —preguntó Pedro mientras esperaba el postre.


Ella lo miró.


—¿Qué clase de favor? —preguntó.


—Voy a dar una pequeña fiesta la semana que viene en el club, y me gustaría que vinieses.


—No creo que sea buena idea —respondió ella, después de pensarlo un momento.


—Por favor… No te sentirás fuera de lugar, te lo prometo. Mi mejor amigo y su esposa van a venir ese día. Necesito que estés conmigo para amortiguar los golpes. Los quiero como si fueran de mi familia, pero desde que se han casado, cada vez que nos vemos, Lucia intenta convencerme de que busque una relación seria. Antes de descorchar el vino incluso, se pone a darme sermones. Y me habla de todas las mujeres solteras que conoce, para ver si pico. Si estoy con una chica, me dejará un poco tranquilo.


—Déjame que lo adivine. Te dejará en paz, pero piensa que tal vez crea que yo puedo ser «la relación seria», y que es posible que se pase la noche haciendo preguntas para ver cuáles han sido mis métodos para lograr que cambies.


Pedro sonrió y empezó a probar el trozo de tarta en cuanto el camarero lo puso en la mesa.


—Tienes razón. Lucia es como un bulldog en esos temas. Pero yo te protegeré y no dejaré que te interrogue demasiado. Si la convenzo de que tú sólo eres la chica de este mes, y Marcos está de mi parte, es posible que impidamos que Lucia se entusiasme demasiado.


—¿Es eso lo que soy, entonces? —preguntó Paula—. ¿La chica de este mes?


Pedro comió el último bocado de tarta y dejó el tenedor sobre la mesa cuidadosamente. Luego la miró.


—No, en realidad, me gustaría pensar que nos estamos haciendo amigos.


Con un suspiro, Paula se echó hacia atrás en la silla y agitó la cabeza.


Hasta aquel día en que Pedro había ido a llamar a su puerta, su relación había sido una aventura de una noche, y ahora él pensaba que estaban entablando una amistad.


—Sé que es posible que me arrepienta de esto, pero… ¿a qué hora vendrás a buscarme?




domingo, 18 de marzo de 2018

CAMBIOS DE HABITOS: CAPITULO 8




Paula se sobresaltó mientras preparaba un sándwich para el almuerzo. Los golpes en la puerta eran muy fuertes. Casi nunca tenía visitas, y no podía imaginar a nadie que conociera golpeando con tanta energía.


El señor González, el dueño de su apartamento, era un hombre grande, pero dudaba que fuese él, puesto que ella no le había avisado de ningún problema de fontanería últimamente. Y la señora Snedden, la vecina del apartamento del final del pasillo, solía llamar muy suavemente cuando iba a su casa, y además, normalmente lo hacía por la noche, cuando había hecho algún guiso o algún bizcocho que quería compartir.


Se limpió una gota de mayonesa del dedo con el trapo de cocina, dejó el sándwich a un lado y fue hacia la puerta para mirar por la mirilla. En cuanto vio quién era, se le paró el corazón.


Oh, Dios, era él.


¿Cómo la había encontrado?


¿Qué quería?


Paula se miró la ropa, y se dio cuenta de lo poco atractiva que estaba. No se parecía en nada a la vampiresa que Pedro había conocido aquella noche.


A pesar de que le había encantado la libertad que le había dado aquel aspecto descarado, enseguida se había dado cuenta de que no podía seguir llevándolo en su vida diaria. Sus compañeros de la biblioteca se caerían de espaldas si veían aquel cambio tan brusco y repentino, así que sólo había hecho sutiles cambios.


Actualmente su guardarropa estaba un poco más actualizado. Le había empezado a gustar la experiencia de ir de compras. Y cada mañana se tomaba la molestia de mezclar y combinar diferentes prendas para ir creando un nuevo atuendo.


Su pelo era otro cambio. Había vuelto a teñírselo de su color, pero un tono más oscuro, y se había hecho un nuevo corte de pelo que le parecía que le quedaba bien, aun sin aquel peinado voluminoso de aquella noche de su cumpleaños.


No obstante, no podía dejar que Pedro la viera así. Pensaría que estaba en casa de la hermana melliza de Paula.


Intentó que no le temblase la voz y preguntó:
—¿Quién es?


Pasó un segundo hasta que se oyó la voz al otro lado de la puerta.


—Busco a Paula… Mmm… Paula Chaves.


Su familiar tono de voz la hizo estremecerse. Aunque por un lado estaba en estado de shock por su inesperada aparición, por otro estaba encantada de que Pedro se hubiera molestado en buscarla. Y de pronto sintió ganas de volver a hablar con él.


—¡Pedro! ¡Qué sorpresa! —respondió ella, corriendo hacia el dormitorio—. Espera un momento, ¿quieres? Enseguida salgo.


Se quitó las sandalias y el vestido rápidamente, y buscó en el armario algo más apropiado para la mujer que él creía que era.


Se tuvo que conformar con un vaquero blanco ajustado y una camiseta escotada de color rosa con una enorme flor adornando uno de sus senos. Aquellas nuevas adquisiciones le demostraban que ciertamente tenía un lado femenino, aunque estuviera un poco escondido.


Para completar el atuendo, se puso unos pendientes de plata y un par de zapatos bajos de color rosa. No era ropa tan descarada como la que Pedro podría esperar, pero era un cambio, comparado con lo que solía usar ella.


Volvió corriendo, se detuvo un momento para serenarse y abrió apenas la puerta.


¡Dios! ¡Estaba más guapo de lo que lo recordaba! Llevaba el pelo un poco despeinado, como si se hubiera pasado los dedos por él unas doce veces mientras esperaba. La miraba achicando sus ojos castaños, como con desconfianza, pero por lo demás, parecía muy relajado. Llevaba unos pantalones verde musgo a juego con la chaqueta, y debajo una camisa marrón.


Estaba para comérselo, como habrían dicho algunas adolescentes que iban a la biblioteca.


—Hola, Pedro —lo saludó casi sin aliento, con cuidado de no abrir demasiado la puerta para que no pudiera ver su apartamento.


Tenía miedo de que si veía su sofá estampado con flores, los gatos de cerámica y la sosa decoración de su piso, se diera cuenta de que no era una vampiresa sino una ñoña, y descubriese que toda su personalidad era una farsa.


—Paula —murmuró él, casi aliviado—. Eras tú. No estaba seguro cuando te vi en la calle, pero esperaba que lo fueras —Pedro sonrió y luego miró hacia el interior de su apartamento—. ¿No vas a invitarme a pasar?


—En realidad… —Paula se dio la vuelta y agarró el bolso que había dejado colgado al lado de la puerta—. Estaba a punto de salir.


—Estupendo. Iré contigo.


Aquello la dejó paralizada. Sintió un nudo en el estómago del pánico. Maldita sea. Le había dicho lo primero que se le había pasado por la cabeza, sin pensar que él querría acompañarla a donde fuera.


—Mmm…


—Venga —le dijo él—. Tengo el coche por aquí…


Pedro era demasiado encantador como para negarse.


Paula suspiró y dijo:
—De acuerdo, pero déjame que haga algo antes.


Antes de que él pudiera detenerla, le cerró la puerta en la cara, luego se colgó el bolso al hombro y fue hasta el teléfono.


Se inventó una historia de una emergencia personal y llamó a la biblioteca. Habló con la supervisora y le pidió la tarde libre, mientras guardaba en el frigorífico la mayonesa, la lechuga y el fiambre que había sacado antes.


Marilyn, gracias a Dios, fue muy comprensiva, pero Paula se preguntó cuántas veces más podría llamar a su trabajo sin que sospechasen o sin que perdiera el empleo.


Después de colgar, abrió nuevamente la puerta y salió al pasillo. Cerró el apartamento.


—Entonces, ¿estás lista? —Pedro se frotó las manos, sonriendo.


Paula asintió y caminó delante de él.


Pedro la alcanzó.


—¿Hay alguna razón por la que no quieres que entre en tu piso? —preguntó él, como sin darle importancia.


Su pregunta la hizo detenerse. Ella había tenido la esperanza de que Pedro no notase todos sus movimientos a hurtadillas, pero él era muy observador, al parecer.


—No, en absoluto —dijo ella, mirándolo por encima del hombro mientras iban hacia la escalera, tratando de adivinar el significado de la expresión de su cara.


Pero lo único que vio fue cierta curiosidad amistosa, y los fuertes rasgos masculinos que le provocaban aquella sensación de mariposas en el estómago.


—Sólo que… Mi casa está bastante desordenada y no he querido que la veas de ese modo.


Sí, aquello sonaba bien, pensó Paula. Una excusa verosímil.


—Quizás puedas venir otro día, cuando tengas tiempo de ordenar.


Con suerte ese día no llegaría, pensó. Porque si él descubría el tipo de mujer que era, dudaba que quisiera estar cerca de ella más tiempo.


—De acuerdo —dijo él.


Bajaron las escaleras y no hablaron casi hasta llegar abajo.


—¿Adónde vas, de todos modos?


Era una buena pregunta. No había pensado en ella cuando le había dicho que iba a salir. Luego su estómago hizo ruido, recordándole que no había comido desde aquella mañana.


—He pensado en ir a comer fuera —contestó.


—Estupendo —Pedro le abrió la puerta de cristal de la entrada del edificio, para que ella pasara primero—. Dime dónde, y vamos. Tengo el coche aparcado cerca de aquí.


Le señaló una hilera de vehículos que se hallaban junto a la acera, y ella lo siguió. Y lo siguió. Y lo siguió.


Unos bloques más allá, Pedro se detuvo frente a un Lexus plateado, y lo abrió con el mando a distancia.


Ella se detuvo antes de entrar en él. Y miró en dirección a su apartamento.


—Lo sé —dijo él, leyéndole el pensamiento, con un poco de incomodidad—. No estaba tan cerca. Pero es una hora muy mala, y tuve suerte de encontrar este sitio.


Paula estaba dentro del coche, abrochándose el cinturón de seguridad cuando se le ocurrió una pregunta.


En cuanto él se sentó a su lado, preguntó:
Pedro, sé que esto puede sonar extraño, pero… ¿cómo me has encontrado? Quiero decir, aquella noche que estuvimos juntos… —su voz se cortó, y entonces carraspeó para aclarársela—. Sé que no te dije dónde vivía.


Pedro se puso levemente rojo.


—Sí, bueno. Pensarás que estoy loco, pero me pareció verte salir de la biblioteca, así que te seguí.


—Me seguiste —repitió ella, pestañeando como una lechuza, sorprendida.


—Te he dicho que pensarías que estoy loco, pero no soy un loco que asalta a las mujeres, te lo juro —sonrió Pedro.


Luego volvió a concentrarse en la carretera.


—La verdad es que al principio no estaba seguro de que fueras tú. Te has cambiado el cabello.


Automáticamente Paula se tocó los rizos que le llegaban a los hombros. ¿Era ése el único cambio que notaba?, se preguntó.


Ahora que sabía que la había visto salir de la biblioteca a la hora del almuerzo, se daba cuenta de que la había visto con el vestido estampado con flores y los zapatos bajos que usaba para ir a trabajar. Sus prisas por cambiarse rápidamente y ponerse algo más atractivo no habrían sido necesarias.


Excepto que no quería que supiera el tipo de persona que era todavía. Sencilla, aburrida, inhibida, todo lo que había intentado ocultar aquella noche que habían pasado juntos.


Su mente intentó pensar en una excusa para justificar el haberse vestido de aquel modo. Pero luego se dio cuenta de que él no le había preguntado nada al respecto.


Se sintió aliviada. Y luego se dijo que si él le preguntaba algo simplemente mentiría. Le diría que había ido a visitar a sus padres a Virginia, y que ellos no aprobaban la ropa atrevida que llevaba normalmente. Y como la biblioteca estaba tan cerca de su casa, era normal que hubiera tenido que devolver o pedir algún libro.


—Me gusta —dijo él, distrayéndola de la historia que se estaba inventando.


—¿Cómo dices?


—Tu pelo. Me gustaba cuando lo tenías más pelirrojo, pero así también está bien. Parece suave al tacto… —él extendió la mano para tocarlo, y agarró un rizo entre el pulgar y el índice.


Paula no estaba segura de lo que estaba sucediendo, porque en realidad él apenas la estaba tocando, pero hubo una especie de descarga eléctrica que la hizo estremecerse desde el cuero cabelludo hasta la planta de los pies. Por no mencionar los lugares más recónditos de su anatomía, lugares que ella no había sabido que existían hasta que había conocido a aquel hombre.


Cuando Pedro dejó el mechón de pelo y puso la mano nuevamente en el volante, ella se sintió inmediatamente desposeída de algo.


—¿Por qué te lo cambiaste? —preguntó Pedro.


—Yo… Quería algo diferente —respondió ella.


Algo que era cierto. Hasta el punto de que lo que quería cambiar era su vida entera, no sólo su cabello.


Lamentablemente, aún no había tenido el valor de presentar su nueva personalidad a los amigos de su trabajo. Lo que confirmaba lo cobarde que era. Eso no lo cambiaba ni el maquillaje, ni la ropa nueva.


—Entonces, ¿dónde vas a almorzar?


Ella no había pensado en ello. Y todos los lugares que se le ocurrían, le parecían demasiado baratos e informales para alguien con el estilo y el gusto de Pedro.


Paula se encogió de hombros y dijo:
—Todavía no lo he decidido.


—En ese caso, te llevaré a uno de mis restaurantes favoritos. Tienen una comida muy buena y una especie de zona más íntima.


Paula tragó saliva y deseó que aquel día empezara de nuevo. Si hubiera sabido en el lío que iba a meterse, no habría hecho nada del mismo modo.


Porque… Por volver a su casa a almorzar en lugar de comer un sándwich en el trabajo… Por haber abierto la puerta a Pedro cuando él había llamado… Por haberse inventado esa estúpida historia de que pensaba ir a comer fuera… 


Ahora tendría que hablar de frivolidades con la única persona que no quería que la conociera mejor.


Casi habría preferido seguir siendo virgen.