viernes, 3 de noviembre de 2017

NO TE ENAMORES: CAPITULO 30





Paula siguió las señales que indicaban el camino al Theodore Roosevelt Memorial. Cuando llegó al aparcamiento, no le sorprendió que estuviera vacío. Sólo eran las nueve de la mañana, y además, hacía un día de perros; la temperatura había bajado mucho y estaba lloviendo desde el alba.


Salió del coche y se cerró el abrigo. Pedro se había marchado cuarenta y cinco minutos antes, con una canoa atada a la baca de su todoterreno. Al parecer, había quedado con varios agentes del FBI a cierta distancia de la isla y pretendían llegar a ella por el río.


Paula supuso que para entonces, ya estarían escondidos en la espesura; preparados para atrapar al hombre que se hacía pasar por Hunter Lyons.


Giró la cabeza hacia los árboles que se alzaban al final del
aparcamiento, y casi pudo sentir la mirada de los agentes. 


La sangre se le heló en las venas, pero se dijo que no había nada que temer; si surgía algún problema, sólo tendría que gritar para que Pedro y sus hombres intervinieran al momento.


Abrió el paraguas y empezó a andar.


En otras circunstancias, el paseo hasta el monumento a Roosevelt le habría parecido muy agradable, pero estaba demasiado asustada para disfrutarlo. Justo entonces, oyó el crujido de una rama y se asustó un poco más.


—No te preocupes —dijo Pedro a través del auricular que Paula llevaba en la oreja—. Ha sido Harry, que ha pisado una rama.


—¿Dónde estáis? —preguntó ella en un susurro.


—A tu derecha —respondió en voz igualmente baja—. Cerca de la cumbre del promontorio.


Paula se sintió tan aliviada que estuvo a punto de sonreír. 


Sin embargo, se contuvo porque no quería levantar sospechas; era consciente de que el comprador podía estar en cualquier parte, vigilando sus movimientos, acechándola…


Siguió adelante protegida de la lluvia y del viento frío por un
paraguas, que en cambio no la podía proteger de un frío diferente: El que sentía en los huesos.


Cuando llegó al punto de encuentro, se detuvo y esperó. No podía hacer otra cosa que esperar.


Los minutos fueron pasando poco a poco. El reloj dio las nueve y media, dio las diez y el comprador no aparecía. 


Además, y para empeorar su situación, el clima había empeorado notablemente; la llovizna de primera hora de la mañana se había convertido en una lluvia torrencial.


—Está diluviando —dijo Pedro—. Márchate.


—¿Estás seguro? Debería esperar un poco más. Con esta lluvia, las carreteras estarán atascadas. Puede que se haya retrasado.


—O que se haya arrepentido y no venga. O que llegara antes que nosotros y nos viera bajando por el río —observó él—. En cualquier caso, no tiene sentido que esperes. No está aquí y no va a venir.


Tras tomar la decisión, Pedro y los agentes salieron de entre los árboles. Paula supo entonces por qué no los había visto: Se habían escondido debajo de la canoa.


—Estáis empapados… —dijo ella—. Y encima, no hemos conseguido nada.


—No te preocupes por eso —declaró Leandro—. Por lo menos, hemos averiguado que el tipo que suplanta a Lyons es un mentiroso, un voluble o desconfiado. Sea como sea, estamos seguros de que cometerá un error; es cuestión de tener paciencia… Además, hacía tiempo que no veía a mi hermano en una misión de verdad.


—¿Qué quieres decir con eso? —protestó Pedro.


—Nada, que tu trabajo es muy fácil —se burló.


—Mi trabajo es tan difícil como el tuyo…


—¡Oh, sí…! Ya he visto cómo sudas en esas ferias de coleccionistas a las que asistes. Menudo esfuerzo, hermanito…


Pedro se rió.


—Lo que pasa es que me tienes envidia.


—¿Envidia? ¿Por qué diablos te iba a tener envidia?


—Porque vosotros sólo arrestáis a cretinos sin importancia; en cambio, yo me enfrento a ladrones inteligentes y con educación. Para hacer mi trabajo, se necesita pensar —afirmó Pedro.


—¿Ah, sí? ¿Y podrías decirme qué ha pasado esta mañana, Einstein? Te recuerdo que tu sospechoso no ha aparecido.


—Bueno, son cosas que pasan. Pero no me negarás que ha sido divertido.


—¡Oh, sí, divertidísimo! Si no me pillo una neumonía, vuelve a pedirme ayuda la próxima vez que quieras atrapar a tu ladrón —lo desafió.


—Muchas gracias.


—De nada.


Leandro sonrió, miró a Paula y dijo:
—Si mi hermano vuelve a pensar otra vez, llámame y estaré
encantado de ayudarte. ¡Ah! Y disculpa al pobre Pedro… Es el hermano mayor, ¿sabes? Mi madre era inexperta cuando lo tuvo y no supo qué hacer con él. Se podría decir que fue el modelo de pruebas. Pero los demás hemos salido mejor.


Paula rió.


—Sospecho que él no estará de acuerdo contigo.


—Por supuesto que no —intervino Pedro—. El primer hijo es el que hereda toda la inteligencia. Tú lo sabes muy bien, Leandro… A fin de cuentas eres el segundo. En todo.


Leandro le hizo un gesto poco agradable con un dedo.


—Bueno, mantente alejado de los problemas, Einstein. Y llámame si me necesitas. Pau… Ha sido un placer.


—Eh, ¿podrías llevarte la canoa? —preguntó Pedro—. Pasaré a recogerla más tarde.


—No es necesario —dijo su hermano mientras se alejaba—. Te la llevaré a casa.


Leandro y sus compañeros del FBI desaparecieron enseguida, dejándolos solos en el monumento.


—Volvemos a estar como al principio —dijo ella, derrotada.


Pedro la atrajo hacia él.


—No te desanimes. Existía la posibilidad de que no apareciera —le recordó—. Pero eso no significa que no lo vayamos a detener.


Paula suspiró.


—Sí, pero ¿qué vamos a hacer? Parece que se nos adelanta todo el tiempo.


—Como ha dicho Leandro, cometerá un error más tarde o más temprano. Sólo tenemos que insistir y esperar un poco.


—No volverá a caer en la trampa del anuncio…


—No, así que tendremos que intentarlo de otra forma. Sin embargo, yo no me preocuparía mucho por eso… Necesita los objetos robados con urgencia, así que no tenemos que salir a buscarlo. Él nos encontrará a nosotros.


—No puedo creer que ese tipo fuera amigo de mi padre —dijo, frustrada—. ¡Incluso cabe la posibilidad de que asistiera a su entierro y me diera el pésame! No entiendo que encontrarlo sea tan difícil.


—Tal vez sea difícil por eso —observó Pedro mientras caminaban hacia el coche—. Sospecha que estamos tras sus pasos y que sabemos que era amigo de tu padre, de modo que actúa con más cautela de lo normal. Pero puede que no sea tan cauteloso con otras personas.


Ella frunció el ceño.


—¿Con otras personas? ¿Cómo quién?


—Tu padre no era su único cliente. Ese hombre no robó un montón de documentos de los archivos para guardarlos después en una caja fuerte; los quería para venderlos y sacar una buena suma, aunque es evidente que recibió mucho menos dinero de lo que valen. Sólo tenemos que encontrar a otras personas con las que hiciera tratos.


—¿Y qué propones? ¿Buscar por todo Internet? ¿Visitar todas las ferias de coleccionistas hasta que tengamos un golpe de suerte? Sé sincero conmigo, Pedro. Existe la posibilidad de que no lo encontremos nunca, ¿verdad?


Pedro dudó antes de responder.


—No me gusta la palabra nunca, pero reconozco que esa posibilidad existe. A veces atrapamos al ladrón, pero no recuperamos el botín. A veces recuperamos el botín, pero no atrapamos al ladrón. Y a veces, topamos con una pared y no conseguimos nada.


Cuando llegaron al utilitario de Paula, él le abrió la portezuela y ella lo miró con intensidad.


—¿Y bien? ¿Por dónde empezamos?


—Por mi despacho —contestó él—. Si no te importa, claro está… Quiero que te sientes conmigo y que repasemos la ficha de tu padre. Sabes mucho más de tu negocio que yo. Puede que descubras algo que yo he pasado por alto.


—No me importa en absoluto. Estaré encantada.


Entraron en el vehículo y se pusieron en marcha.


—De todos modos, no sé si te seré de gran ayuda —continuó Paula—. El canalla que ha hecho esto es amigo de mi padre… ¡Dios mío! Tendría que saber quién es. Tendría que saberlo.


—No te hagas responsable, Pau. He hablado con todas las personas de la lista que me diste y hasta yo juraría que todas ellas son inocentes. O nos enfrentamos a un mentiroso magnífico, o yo me he equivocado en algún punto de la investigación. ¿Sabes si alguno de ellos tenía problemas económicos? —preguntó—. No sé, quizás por un divorcio; o tal vez por una enfermedad que…


Pedro dejó de hablar repentinamente. Paula apartó la vista de la carretera y vio que había girado la cabeza y que observaba algo con sumo interés.


—¿Qué ocurre?


—Esa mujer que acabamos de pasar… La que estaba corriendo — respondió él—. Se parece a una compañera de Archivos Nacionales.


—¿Y qué tiene de extraño? ¿Es que no sabías que sale a hacer ejercicio?


—No, no es eso. Da la vuelta —le ordenó—. Si esa mujer es quien creo que es, vive en Baltimore y tiene que viajar en coche todos los días para ir al trabajo. ¿Por qué vendría a Washington para correr? Sobretodo a estas horas de la mañana y en sábado.


—Es posible que tuviera que venir a la ciudad y que haya
aprovechado para estirar las piernas. Además, ¿qué importancia tiene eso?


—Que sólo estamos a un par de kilómetros del Theodore Roosevelt Memorial. Y que si es quien creo que es, trabaja en el departamento de adquisiciones.


Paula seguía sin entenderlo, así que se lo tuvo que explicar.


—Ninguno de los objetos robados, incluidos los que tú vendiste en Internet, estaban catalogados en el inventario. Por eso se pudieron vender con tanta facilidad… No tenían fichas, ni recibos, ni nada que indicara su pertenencia al Gobierno.


—¿Quieres decir que ella aprovechó su trabajo para robar los documentos antes de que se incluyeran en el registro? Sí, supongo que sería posible, pero ¿eso qué tiene que ver con mi padre? Estoy segura de que no era amiga suya.


—¿Cómo lo sabes?


—Lo sé porque…


Paula se detuvo y frunció el ceño.


—¡Eh, espera un momento…! —continuó—. ¿Estás insinuando que mantuvo una relación romántica con él?


—Alguien tenía una llave de la librería y el código de la alarma —le recordó—. Al igual que tú, pensé que sería un amigo de tu padre, un hombre que gozaba de su confianza y de su aprecio, pero podría haber sido una mujer. Eso lo explicaría todo.


—No puede ser, Pedro. Al entierro de mi padre no asistió más mujer que yo. Y ninguno de los amigos de mi padre la mencionaron cuando tú los interrogaste. Además, sé que si él hubiera estado con alguien, me lo habría contado.


—¿Aunque le sacara muchos años de edad?


Ella entrecerró los ojos.


—¿Cuántos años?


—Veinte.


—¿Veinte? —preguntó, asombrada.


—No sé por qué te extraña tanto esa posibilidad, Paula. Tu padre era un hombre y se sentía solo.


—No, no, te equivocas.


—Todo el mundo hace locuras…


—No.


—Es una mujer joven y bella. Cualquiera se habría sentido halagado.


—Ni en un millón de años —insistió Pau—. Mi padre no habría sido tan tonto.


Pedro pensó que Paula se engañaba a sí misma. Los hijos siempre tenían una opinión distorsionada de sus padres; además, lo había visto muy pocas veces durante los últimos años de su vida. Pero prefirió no presionarla.


—Bueno, digamos que tienes razón y que no tuvieron una aventura amorosa. Digamos que sólo eran amigos… Cuando tu padre se puso enfermo, querría que alguien de confianza tuviera la llave de la librería y el código de seguridad, por si le pasaba algo.


—¿Y ella se aprovechó de su confianza para venderle documentos robados? Vamos, Pedro, ¿qué clase de amiga sería?


—Eso es lo que tenemos que descubrir.


Paula ya había dado la vuelta en la carretera, y tardaron pocos segundos en alcanzar a la mujer.


—Es ella, Luisa Shue. Y se dirige directamente al monumento.


Pau apretó las manos sobre el volante.


—¿Qué hacemos? ¿Quieres que volvamos?


—No, vamos a mi trabajo. Mientras ella nos busca, nosotros la investigaremos y veremos si descubrimos algo interesante.





jueves, 2 de noviembre de 2017

NO TE ENAMORES: CAPITULO 29





—¿Has comido? —preguntó él mientras Paula apagaba el
ordenador—. Si te apetece, podríamos ir al Chester…


El restaurante Chester se encontraba a tres manzanas de la librería y era famoso por sus carnes, pero Paula no tenía hambre.


—Lo siento. No tengo apetito. Con tantas emociones, se me ha quitado.


Él la tomó entre sus brazos.


—Te comprendo muy bien… Parece que los dos hemos tenido un día difícil. Si quieres, yo te hablaré del mío y tú me hablarás del tuyo.


Paula sonrió.


—De acuerdo, pero empiezas tú. No sé si tengo fuerzas para hablar ahora.


—¿Tan malo ha sido?


—No, no ha sido malo, sólo complejo. Me ha pasado una de esas cosas que te cambian la vida —respondió.


—¡Qué curioso! A mí me ha ocurrido lo mismo —dijo Pedro—. He estado con Carla.


Paula dio un paso atrás y lo miró a los ojos con espanto.


—¿Con Carla?


Pedro sonrió.


—No sé qué locura se te ha ocurrido, pero si crees que hay algo entre ella y yo, olvídalo. Sin embargo, hemos hecho las paces. O algo parecido a las paces… Quiere que vuelva a ser el padre de Tomy.


—¿Lo dices en serio?


—Sí. Ha aceptado ponerlo por escrito. Mi abogado ya está redactando el documento.


—¡Oh, Dios mío…! ¡Eso es maravilloso!


Pedro se apartó y se metió las manos en los bolsillos.


—No estoy seguro de que deba confiar en ella, pero está muy cambiada y tengo la impresión de que lo está pasando mal.



—No me extraña, teniendo en cuenta que destruyó su propia familia —observó Paula—. Aunque no fuera feliz con vuestro matrimonio, no tenía derecho a hacer lo que hizo. Seguro que se siente culpable.


—Sí, y eso ya es una sorpresa. Jamás habría imaginado que Carla era capaz de sentirse culpable —declaró.


—¿Cuándo podrás verlo?


—Aún no hemos establecido los detalles. No quería presionarla antes de que firme el acuerdo. Conociéndola, podría cambiar de idea.


—No, si quiere a su hijo, no cambiará de idea.


—Eso espero.


—Felicidades, Pedro. Debes de estar muy contento.


—Lo estoy —dijo con una sonrisa radiante—. De hecho, estoy tan contento que no he podido trabajar en todo el día.


Pedro la llevó al salón. Después, se tumbó con ella en el sofá y la besó.


—Su boca sabe maravillosamente bien, señorita Chaves —bromeó.


—Y la suya, señor Alfonso.


Pedro podría haberla besado durante horas, pero quería saber lo que le había ocurrido. Así que le acarició la nariz y dijo:
—Es tu turno, Pau. ¿Qué te ha pasado?


Paula deseaba decírselo, pero estaba tan alterada que la voz se le quebró y los ojos se le humedecieron.


—Lo siento. Normalmente no soy tan llorona —se disculpó.


Pedro la acarició.


—No seas tonta; llora todo lo que quieras. Si no te apetece hablar de ello, lo dejaremos para otro momento. Y si no me lo quieres contar, lo entenderé.


—No, no… Claro que te lo quiero contar. Es que ahora no me siento con fuerzas.


Pedro le dio un beso en los labios.


—Entonces, olvídalo. Cierra los ojos, relájate y deja que yo me ocupe de todo.


—Pero yo…


Él la volvió a besar. Y esta vez, apasionadamente.


—Eso no es justo —protestó ella—. No juegas limpio.


—Y todavía no has visto nada…


Pedro llevó las manos a su cintura y la cambió rápidamente de posición. Antes de que se diera cuenta, estaba a horcajadas sobre él.


—¡Pedro! —dijo entre risas—. ¿Qué diablos…?



Pedro introdujo las manos en su pelo, le bajó la cabeza y la besó otra vez. A continuación, hizo otro giro brusco y cambió de posición con ella.


—¡Deja de hacer eso! ¡Nos vamos a caer al suelo!


—No, qué va.


Él le agarró las muñecas y le estiró los brazos por encima de la cabeza.


—¿Lo ves? No te vas a caer. Te he atrapado.


—¿Así? ¿Sin esposas?


—Dejaremos las esposas para más tarde.


Pedro le soltó las manos y la empezó a acariciar. En menos de un minuto, Paula estaba tan excitada que se dejó llevar por el deseo y empezó a desnudarlo. Quería tocar su piel, probarla, destrozar lo que quedaba de su control.


Ya se había quedado en calzoncillos cuando llevó las manos al top de Pau, se lo quitó y lo arrojó lejos. Antes de que llegara al suelo, le desabrochó el sostén. Y luego, hizo lo mismo con sus pantalones.


Le acarició los pechos desnudos y las caderas, seduciéndola por completo. Ella gimió, jadeó, y por fin consiguió lo que quería: Sentirlo en su interior.


Se empezaron a mover juntos, al ritmo de su necesidad mutua, borrando cualquier resto de control o inhibiciones. Y cuando alcanzaron el clímax, sus gritos mezclados rompieron el silencio de la noche.


Pedro no quería marcharse de allí.


En algún momento, habían apagado las luces del salón y estaban tumbados en el sofá, bajo una manta. Si hubiera sido posible, se habría quedado con ella durante días, sin apartarse un milímetro de su cuerpo.


No sabía lo que le estaba pasando. Se había prometido que jamás volvería a confiar en una mujer, pero con Paula era diferente.


Sólo podía pensar en besarla, abrazarla, hacerle el amor…


Y no era sólo sexo. Era algo más profundo.


Ya estaba a punto de poner nombre a lo que sentía, cuando se dijo que no era necesario. No necesitaba etiquetar las cosas. Paula y él tenían una relación perfecta. De momento, era más que suficiente.


Unos segundos después, hundió la cabeza en su cabello, aspiró su aroma y supo que se estaba engañando a sí mismo.


No podía dejar de tocarla. No podía vivir sin ella.


—¿Pedro? —pregunto Paula, sacándolo de sus pensamientos.


—¿Sí?


—Esta tarde, cuando te dije que no tenía fuerzas para hablar…


—No te preocupes por eso. Hablaremos cuando tú quieras.


Paula estuvo tentada de dejarlo para otro día; pero de repente, dijo:
—Mi madre falleció en un parto, cuando yo tenía doce años.


Pedro la abrazó con más fuerza.


—Debió de ser espantoso para tu padre y para ti.


—Lo fue. Vivíamos en Richmond, en el campo, y mi padre se había marchado para asistir a una convención. Nadie esperaba que diera a luz tan pronto, ni que aquella noche nevara tanto que las carreteras quedaron cortadas… La nieve impidió que llegara a tiempo.


—¿Y qué hizo tu madre? ¿Condujo al hospital?


—No. Conduje yo.


—¿Tú? Pero si sólo tenías doce años…


Ella sonrió con tristeza.


—Sí, es verdad, pero no tuve más remedio que intentarlo. Arranqué el coche y avancé muy despacio…


—Pero no llegaste.


—No.


—¿Me estás diciendo que estabas en un coche, con tu madre, cuando ella falleció? —preguntó él, horrorizado.


—No, no estaba en el coche. Mi madre comprendió que no
llegaríamos a ninguna parte y quiso que volviéramos a casa.


—¡Oh, Dios mío!


—Intenté ayudarla. Te aseguro que lo intenté. Pero yo era una niña… Y de todas formas, el final habría sido el mismo —afirmó—. Llamé a urgencias y la ambulancia llegó en quince minutos. Sin embargo, ya era demasiado tarde. Mi madre murió por un trombo.


—¿Y el bebé?


—También falleció.


—Lo siento tanto, Paula…


Ella hizo un esfuerzo por contener las lágrimas.


—Fue devastador para mi padre y para mí; una verdadera pesadilla. Papá vendió la casa y nos vinimos a vivir a Washington D.C., pero no lo superó nunca.


—¿Y tú?


—Yo me prometí que jamás tendría hijos. Y pensé que cumpliría la promesa —respondió—. Pero esta mañana he acompañado a Silvina al ginecólogo y…


—¿Silvina está bien?


—Sí, sí, es fuerte como un roble.



—Entonces, ¿cuál es el problema? ¿Por qué estás tan alterada? Si tu amiga se encuentra bien, no hay motivo para la preocupación.


—No se trata de eso —acertó a decir.


Pedro la miró y esperó a que se explicara.


—Silvina es como una hermana para mí; la única familia que tengo — continuó—. Cuando supe que se había quedado embarazada, tuve miedo de que las cosas se complicaran y terminara como mi madre. Esta mañana, al ver al bebé en la pantalla… —Paula derramó unas lágrimas, pero se recuperó enseguida—. No sé, me ha parecido tan real… Sólo es un bebé, un dulce e inocente bebé. Y he pensado que si las cosas fueran distintas…


Ella no pronunció las palabras, pero Pedro lo entendió tan bien como si las hubiera pronunciado. Le estaba diciendo que en otras circunstancias, le habría gustado ser madre.


La abrazó, la besó en la mejilla y le secó las lágrimas.


—No te tortures de ese modo. Sufriste una experiencia espantosa. Es normal que decidieras no tener hijos.


—Echo tanto de menos a mi madre… No me quería arriesgar a tener un hijo y a que pasara por lo mismo que ella. No podía correr ese peligro.


—Llegaste a una conclusión lógica. Pero entonces tenías doce años, y ahora eres una mujer adulta. Sabes perfectamente que los casos como el de tu madre son muy excepcionales. Cosas que pasan.


—Pero puede volver a pasar.


—Sí, por supuesto —dijo él—. Pero piénsalo un momento… ¿Qué posibilidades hay de que una mujer fallezca en el parto y su hija sufra el mismo destino unas décadas después? Muy pocas, por no decir ninguna.


—¿Qué pretendes decir con eso?


—Sólo lo que he dicho. Tienes que tomar una decisión. Tienes que elegir entre ser madre o renunciar a ello por la posibilidad remota de que las cosas se compliquen.


Paula sabía que su problema era tan sencillo como eso, pero no dijo nada.


Pedro supo que guardaba silencio porque no sabía qué hacer.