lunes, 18 de septiembre de 2017

UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 25





—Es el mejor modo de empezar el día que he tenido nunca —Pedro la abrazaba por la cintura, sujetándola contra la puerta de su coche—. ¿Es de mala educación decir eso?


Ella sonrió.


—Me dolería que no lo dijeras.


Pedro sonrió.


—Pues gracias —la besó—. Gracias —otro beso—. Y gracias —le dio una palmadita en el trasero—. Y ahora entra ahí antes de que perdamos todo el día.


Ella sonrió. Volvió a la casa. Antes de entrar lo miró una vez más por encima del hombro y sonrió encantada al ver que la seguía mirando.


Después de entrar y cerrar la puerta, oyó el vehículo de él alejarse por el camino.


Sonriendo todavía, entró en la cocina a dar de comer a los perros. Recogió su disfraz de Pipi, que seguía en el suelo, y entró en el baño a ducharse. Se hizo una coleta en el pelo y se puso ropa limpia.


Cuando estaba a punto de salir por la puerta, se detuvo de pronto. Alzó la mano y el anillo con el diamante le hizo un guiño.


Respiró hondo.


Y deseó que la intención detrás del anillo hubiera sido tan real como el diamante.


El día pasó deprisa para Paula. Había muchos clientes que atender e intentó no comprobar a menudo el móvil para ver si Pedro había llamado, pero no le fue fácil.


En la hora del almuerzo, corrió hasta el restaurante de Jimena tomar un panini. Su hermana estaba demasiado ocupada para hacer otra cosa que alzar la cabeza cuando Paula asomó la suya en la cocina un momento, y quizá fue
mejor así, pues no sabía qué podía haberle contado sobre Pedro. Conociendo a su hermana, seguramente habría adivinado enseguida que había pasado algo importante.


Y Paula no estaba preparada para romper todavía la frágil conexión que tenía con Pedro. Ya habría tiempo de sobra para eso después del juicio.


Se llevó el panini al café y, cuando terminó su turno, el móvil seguía tercamente silencioso. No había llamadas de Pedro.


Fue al hospital a ver a Fiona, pero ésta dormitaba con una revista abierta, así que Paula se sentó en una silla y miró por la ventana, donde observó las nubes moverse despacio por el cielo entre los rayos del sol.


Suspiró.


—Ese suspiro es muy pesado.


La joven miró a Fiona.


—Espero no haberte despertado.


—Lo único que hago es dormir —bostezó y dejó a un lado la revista—. ¿Ese suspiro era por Pedro?


—Fiona…


—Tranquila, querida. No te voy a interrogar sobre vuestro
compromiso —respiró hondo y apoyó la cabeza en la almohada—. Sé que no es real.


Paula parpadeó.


—¿Cómo…? ¿Te lo ha dicho Pedro?


—Cielos, no. Sólo hay que verte la cara cada vez que sale el tema.


Paula se sintió culpable.


—No pretendíamos mentirte a ti.


—Eso también lo supongo. Y sospecho que tampoco pretendías enamorarte de mi nieto.


Paula la miró.


—Yo…


—Ni siquiera puedes negarlo —intervino Fiona con gentileza—. Que sea vieja no significa que haya olvidado lo que es estar enamorada.


—Eso no me servirá de mucho.


—Puede que no o puede que sí. Pedro se sintió responsable por la ruptura de su matrimonio aunque la infiel fuera Stephanie. Me gustaría pensar que superará esa culpabilidad y encontrará el futuro que merece. ¿Supongo que esta farsa vuestra es para ayudarle con la custodia?


—Sí.


—No os voy a juzgar por eso. Yo tampoco quiero que mis bisnietos pasen los próximos años en otro país. Pedro lleva mucho tiempo luchando por eso.


—Sus hijos son lo que más le importa.


—¿Y qué es lo que más te importa a ti, Paula?


La joven abrió los labios, pero le fallaron las palabras.


—No decepcionar a las personas que me rodean.


—¿Y a ti misma? —Fiona se echó hacia delante hasta tomar la mano de Paula en la suya—. Hace más de diez años que te conozco y eres la persona con más entusiasmo y pasión por la vida que he conocido jamás. Eres muy dura contigo misma. ¿Qué más da que hayas tenido distintos trabajos? Te han dado experiencia en muchos campos. ¿Y qué más da que no tengas un doctorado ni una carrera? Con la cantidad de perros que has criado, has ayudado a más gente que la mayoría de las personas. No me gusta ver que te frena el miedo a meter la pata. La vida no son siempre decisiones perfectas en el momento perfecto. También son las meteduras de pata que hacemos por el camino.


Paula se dio cuenta de que tenía las mejillas húmedas. Se las secó con la mano.


—Golden Ability es demasiado importante.


—Es demasiado importante para dejarla en manos de alguien que no la ama como tú —Fiona le apretó la mano—. Yo sé que puedes hacerlo.


Paula respiró hondo. ¿Podía hacerlo? Todos los demás parecían pensar que sí.


Si quería algo más de la vida, ¿no tenía que dar el paso?


—Vale —musitó. Y sintió que la cabeza le daba vueltas por un momento.


—Buena chica.


Paula parpadeó para reprimir otro ataque de llanto.


—Espero que no tengamos que arrepentirnos de esto —murmuró.


—Yo no me arrepentiré —le aseguró Fiona—. Y ahora vete a buscarme una gelatina de lima, ¿quieres? Es lo único apetitoso de aquí, ya que no me dejan comer hamburguesa con patatas fritas.


Paula rió entrecortadamente. Abrazó a su amiga.


—Te quiero.


—Y yo a ti. Y deja de preocuparte tanto. Todo se arreglará. Incluso lo de Pedro.


La joven se enderezó. Deseaba desesperadamente creerla, pero ella no podía hablar en nombre del corazón de su nieto.







UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 24




Paula oyó el timbre de la puerta y se dio la vuelta. Sintió un dolor delicioso y desconocido en los músculos y abrió los ojos para mirar el reloj.


Eran poco más de las siete de la mañana.


Inhaló hondo y pasó la mano despacio por la almohada arrugada al lado de la suya, incapaz de reprimir una sonrisa boba. Pedro se había quedado toda la noche y ella no había tenido que pedírselo.


La realidad era mucho mejor que los sueños.


Suspiró de satisfacción. Oía el agua en el cuarto de baño. 


Pedro se estaba duchando.


El timbre volvió a sonar y ella salió de la cama. El aire de la mañana era frío y se estremeció. Tomó la colcha de ganchillo que estaba en el suelo y se envolvió con ella antes de salir del dormitorio.


Pasó por delante del baño con una sonrisa, abrió la puerta de la casa y se encontró con la exmujer de Pedro.


Stephanie llevaba el pelo recogido fuera de la cara y una gabardina elegante y cara. Miró a Paula de arriba abajo, desde el pelo revuelto hasta los dedos de los pies descalzos que asomaban por debajo de la colcha.


—Supongo que ya sé por qué has tardado tanto en abrir —su voz era tan fría como el aire de la mañana.


Paula se sonrojó como si la hubieran pillado haciendo algo terrible.


Pero Pedro era un hombre libre y ella una mujer libre. Y por lo que sabía Stephanie, estaban prometidos para casarse. 


¿Por qué no iban a pasar la noche juntos?


Enderezó los hombros con un esfuerzo.


—¿Qué puedo hacer por ti? ¿Los niños están bien?


La otra apretó los labios


—Están bien, pero Ivan se dejó un libro en el coche de Pedro el otro día y lo necesita para la clase de lectura de esta mañana —volvió a mirar a Paula con disgusto evidente—. Como no estaba en su apartamento ni en su despacho, he supuesto que lo encontraría aquí.


Paula sabía que, por desagradable que se mostrara Stephanie, lo educado era invitarla a entrar, pero no podía decidirse a hacerlo.


—Voy a por las llaves del coche —dijo.


La ducha seguía sonando cuando volvió al dormitorio, y encontró las llaves de Pedro en el bolsillo de los tejanos, que estaban tirados en el suelo.


Metió los pies descalzos en unas zapatillas peludas y cambió la colcha por una sudadera que le llegaba casi hasta las rodillas.


Cuando volvió a salir, Stephanie esperaba al lado de la camioneta de Pedro, con los brazos cruzados y golpeando el pie con el suelo, como si Paula la hubiera hecho esperar intencionadamente. Ésta no le hizo caso, abrió el vehículo y miró en la parte de atrás, donde encontró un libro de lectura debajo del asiento.


Lo sacó y se lo tendió a Stephanie.


—Siento que no nos diéramos cuenta antes —dijo.


Stephanie tomó el libro sin contestar y se dirigió a su coche, un BMW elegante.


—Dile a Pedro que no olvide la reunión con el orientador de Ivan esta tarde.


—Se lo diré.


Stephanie abrió la puerta del coche y echó el libro dentro. 


Miró de nuevo a Paula.


—A ti también te romperá el corazón, ¿sabes?


Al principio, Paula no estaba segura de haber oído bien. Miró a Stephanie y acabó por darse cuenta de que su postura rígida no se debía sólo a la desaprobación.


Ella también tenía miedo de que le partiera el corazón, pero dio unos pasos hacia la otra mujer.


—Creo que él vale que corra ese riesgo.


—Humm —Stephanie miró el coche de Pedro—. Supongo que eres lo bastante joven para permitirte pensar así —volvió la vista hacia Paula—. Yo ya no. Sólo tengo mi esposo y mis hijos. Ernesto me ha dado todo lo que Pedro no quería darme y me quiere a su lado cuando vaya a Suiza. Y yo quiero estar con él.


Pedro está empeñado en destruir eso. Lo sabes, ¿no?


Paula se acercó un paso más.


Pedro no quiere destruir nada. Sólo quiere retener a sus hijos.


—Quitándomelos a mí.


—Compartiéndolos contigo —Paula alzó las manos—. Stephanie, él sólo quiere ser su padre. ¿Cómo va a hacer eso si están en el otro extremo del mundo?


—¿Cómo voy a ser yo su madre si están en el otro extremo del mundo de mí? —Stephanie alzó la voz—. Él me odia. Los volverá contra mí.


Paula negó con la cabeza. En la voz de Stephanie había un dolor que la hacía parecer mucho más humana que antes.


—Él no haría eso —dijo con suavidad.


—Nos lleva de nuevo a los tribunales —repuso la otra.


—Porque tú no le has dejado otra opción. Eso no significa que quiera volver a tus hijos contra ti.


Stephanie sonrió con una frialdad que estaba también teñida de tristeza.


—Hace más de veinte años que conozco a Pedro. ¿Cuánto hace que lo conoces tú?


Paula no contestó.


Porque la verdad era que sólo hacía unas semanas que lo conocía.


—Yo sólo sé que los dos conseguisteis crear unos niños maravillosos. Quizá lo único que tenéis ya en común es vuestro amor por ellos, pero Ivan y Valentina se merecen conocer todo ese amor. A mí me parece que debería haber un modo de que arreglarais las cosas.


Stephanie negó con la cabeza y volvió a adoptar el tono frío y superior de antes.


—Joven e ingenua. Me pregunto cuánto te protegerá tu conexión con Abel Hunt cuando esas cualidades se acaben —subió al coche y cerró la puerta con fuerza.


Paula suspiró.


Stephanie conocía también su relación con Abel. ¿Por eso había dejado de sacar las uñas? ¿Pensaba que Paula tenía algún peso con Abel y HuntCom?


Volvió a la casa y se llevó consigo el tazón de chucherías que seguía en el escalón. Llamó a los perros y los dejó fuera unos minutos. Cuando volvieron, estaba haciendo café y el agua de la ducha había dejado de sonar.


Llenó una taza grande blanca con café y la llevó a la puerta del baño.


—¿Café?


Pedro apareció en la puerta con una toalla alrededor de las caderas.


—Gracias —sonrió—. Necesitas una alcachofa nueva en la ducha.


Paula apartó de su mente las palabras de Stephanie. Ya tendría tiempo de preocuparse de ella más tarde. De momento apoyó el hombro en la jamba y sonrió.


—¿Conoces a algún manitas que quiera ayudarme?


Él achicó los ojos, tomó un sorbo de café y dejó la taza al lado del lavabo.


—Creo que sí —la atrajo hacia sí—. ¿Te ha despertado la ducha? —le besó la barbilla y luego la nariz.


—No —ella le puso las manos en el pecho—. Hemos tenido
visita —murmuró cuando ya la besaba en los labios.


Él sabía a pasta de dientes mentolada, pero mucho más delicioso.


—¿Sí? —la atrajo más hacia sí y ella sintió una mano de él en el muslo y la otra en la cadera.


Los dedos de él rozaron la parte baja de su espalda y bajaron hacia el trasero.


—Stephanie —musitó ella, antes de que perdiera la capacidad de hablar.


La mano de él se detuvo.


—Ivan se dejó un libro en tu coche el otro día —ella se movió un poco hasta que su trasero volvió a sentir el calor delicioso de la mano de él—. Lo necesitaba hoy.


—¿Ha dicho algo más?


Paula lo besó en el cuello.


—Nada importante.


Él le puso las manos bajo el trasero y la sentó en el borde del lavabo. Se colocó entre sus rodillas.


—No quiero que te moleste.


—No me ha molestado —Paula subió la planta del pie por la pierna de él—. ¿A qué hora tienes que estar en la oficina?


Pedro sonrió. El pelo mojado le caía sobre la frente y sus ojos azules resplandecían. Deslizó las manos bajo la sudadera de ella, por la cintura, a lo largo de las costillas y acabó por curvarlas alrededor de los pechos. Sus pulgares trazaron círculos sobre los pezones hasta que los sintieron duros.


—Soy el jefe, ¿recuerdas?


—Menos mal —dijo ella sin aliento. Tiró de la toalla y se la bajó por las caderas. Se inclinó a mordisquearle la barbilla y los labios. Acarició su pene con las manos—. Te deseo como nunca he deseado a nadie.


El pecho de él se expandió contra ella.


—Mejor. Tendría que matar al otro si no fuera así —le sacó la sudadera por la cabeza, la tiró al suelo y llenó sus manos con los pechos de ella—. Perfectos —murmuró. Y se inclinó a tomar uno entre los labios.


Las sensaciones procedentes del pecho llegaban hasta el mismo núcleo de ella, que echó atrás la cabeza hasta que llegó al espejo que tenía detrás. Pasó las manos por los hombros de él y las bajó por su cuello. Hundió los dedos en su pelo e intentó no gritar cuando los dientes de él rozaron su piel, seguidos por el calor húmedo de su lengua.


—Yo sé de algo más que es perfecto —musitó ella. Lo abrazó con las piernas y pudo sentir el roce de él en su mismo núcleo, exigente y duro. Alzó las caderas—. Tú dentro de mí —terminó.


Pedro la miró por encima del pezón que atormentaba con la lengua.


—No me gustaría decepcionar a una dama —murmuró.


Deslizó las manos bajo el trasero de ella y la alzó encima de él.


Paula soltó un grito cuando él se hundió profundamente en ella, de un modo tan completo que se sintió consumida.
Inhaló con fuerza.


—No hay ninguna decepción —consiguió decir.


Pedro soltó una risita.


—¿Qué voy a hacer contigo, Paula?


«Quiéreme».


—Hazme el amor.


—Eso puedo hacerlo —sonrió él.


Y ella sintió su pene en el centro de su ser y echó la cabeza hacia delante hasta apoyar la frente en la curva del cuello de él.


Podía oír los latidos de su corazón y entrelazó los brazos alrededor de sus hombros, a los que se agarró con fuerza cuando él la alzó unos centímetros y después volvió a bajarla. El nombre de él estaba en su aliento y el cuerpo de él en todas sus células. Y él empezó a moverse y ella se estremeció y se agarró más fuerte mientras él la llevaba al dormitorio.


La dejó en la cama sin salir de ella. Y cuando se colocó encima, ella volvió a gritar.


La boca de él encontró la de ella, enlazó sus dedos con los de ella y la embistió lentamente hasta que ella sintió todas las moléculas de su alma a punto de explotar. Dio un respingo y él se incorporó sobre las manos. El placer era casi más de lo que ella podía soportar.


Y entonces el calor en el interior de ella se hizo más brillante y se sintió al borde de un precipicio exquisito donde colgaba a merced de él, para su placer. Y él susurró su nombre con voz entrecortada y entonces ella cayó por el borde con los ojos cerrados, entregándole todo lo que era.


Y supo que, al menos en ese momento, él se lo daba también todo a su vez.




domingo, 17 de septiembre de 2017

UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 23






Ella soltó el vestido, que pareció caer a cámara lenta al suelo y se quedó de pie ante él vestida sólo con unas braguitas negras minúsculas, un pequeño sujetador negro y las medias rojas y negras que él estaba seguro de que le saldrían canas si no se las quitaba pronto.


—¿Esto es suficiente respuesta para ti?


Pedro no podía hablar, así que asintió con la cabeza y se dio cuenta de que le temblaban las manos, mientras que ella lo tomó de la mano sin vacilar y tiró de él fuera de la cocina y hasta su dormitorio, iluminado sólo por la poca luz de luna que entraba por la ventana enfrente de la cama.


Entonces le soltó la mano y se quitó lentamente el sujetador. 


Se cubrió un momento los pechos con manos vacilantes y después bajó las palmas hasta el borde de las braguitas. Las bajó y llevó las manos a la parte superior de las medias.


Pero Pedro le sujetó las muñecas y negó con la cabeza. Ella entreabrió los labios y dejó las manos a los costados.


Él quería pasar sus manos por cada centímetro de piel sedosa, pero controló el impulso de apresurarse y tomar con rapidez antes de que ella se diera cuenta de lo que hacía, antes de que cambiara de idea y lo echara de allí.


Rozó con los dedos los hombros de ella y miró el modo en que entrecerraba los labios y cómo le latía el pulso en la garganta.


Repasó con los dedos la línea del cuello, los bajó por la curva exterior de los pechos y observó los pezones volverse escarlata y ponerse duros. Sintió la estrechez de la cintura, la oscilación invitadora de las caderas y el punto en la unión de sus muslos que prometía más paraíso del que estaba seguro de poder sobrevivir.


La hizo retroceder un paso y luego otro. Las piernas de ella chocaron con la cama y se sentó despacio. Él le bajó los dedos por las piernas, detrás de las rodillas y la oyó dar un respingo. Encontró el borde elástico de la media y la bajó despacio por la pierna.


Ella respiró con fuerza y se humedeció los labios, dejando en ellos un brillo perturbador.


Él le quitó la media de lana y la dejó en el suelo. Antes de que empezara con la otra, ella se tumbó en silencio en la cama, apoyándose en los codos, levantó la pierna y le puso los dedos en el pecho. Su mirada se encontró con la de él. 


Retadora. Esperando. Invitando.


Él se preguntó entonces quién dirigía aquel baile, y decidió que no importaba. Bajó lentamente la segunda media y la tiró al suelo. Le dobló la rodilla y la besó en los labios.


Sintió el murmullo de su nombre en el beso y las manos de ella tiraron de su camisa y después de su cinturón. Alzó la cabeza el tiempo suficiente para librarse de la enojosa ropa que los separaba y después volvió a besarla y ella lo abrazó, y antes de que pudiera pensar algo coherente, ella lo guió a su interior y la sintió tan apretada, tan húmeda, tan suya que podría haber gritado como un bebé.


Respiró con los dientes apretados, apoyó la frente en la de ella e intentó recordar que era una mujer pequeña y él era un hombre grande. No quería aplastarla. Pero ella lo abrazó con las piernas y sus caderas lo urgían a seguir más y más. Y poco después la boca de ella le quemaba el hombro, el cuello… y sentía pequeñas explosiones en las puntas de los nervios.


—No pares —suplicó ella cuando llegó a su oreja—. Por favor, Pedro. No pares.


Y al instante siguiente gritó y él sintió sus convulsiones y lo único que pudo hacer fue seguirla una vez más.


Al interior del fuego.