sábado, 16 de septiembre de 2017

UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 17





A pesar de las buenas palabras del médico, pasaron horas hasta que llevaron por fin a Fiona a la habitación. Para entonces, los hermanos y cuñadas de Pedro se habían ido, y también su madre. Adrian seguía allí y Pedro también.


Éste había conseguido convencer a Stephanie de que dejara a los niños en el hospital con él y se fuera a la cena con su esposo.


A Paula, que casi esperaba otra dosis de veneno por parte de Stephanie, le había sorprendido que no se produjera. Quizá porque los niños estaban allí escuchando o quizá porque estaban en un hospital. Fuera cual fuera la razón, sintió alivio cuando la exmujer de Pedro capituló y dejó a los niños allí.


Desgraciadamente, eso también implicaba que Valentina Ivan habían pasado horas esperando.


Y aunque deseaban ver a su bisabuela, la larga espera había acabado afectando a su paciencia.


Cuando llevaron a Fiona en una silla de ruedas, sólo la presencia de los niños impidió que Paula se echara a llorar. Nunca había visto a su querida amiga tan mayor. Por primera vez, casi resultaba fácil creer que había cumplido ya los ochenta y cinco.


Cuando la enfermera terminó de colocarle distintos cables y tubos y se marchó, Fiona dejó que Ivan usara los botones para alzar más la cama hasta que estuvo sentada a su gusto.


—¿Podemos volver a hacerlo? —preguntó el niño esperanzado con el mando a distancia en la mano.


—No es un videojuego, tonto —lo riñó Valentina.


—Preferiría estar jugando con videojuegos en este momento —le aseguró Fiona—. Puedes jugar con la maldita cama todo lo que quieras mañana, si vienes a verme —miró a Adrian—. Vete a casa a descansar. Parece que eres tú el que ha tenido un infarto.


—No bromees —le dijo él. Se inclinó a besarla en la mejilla—. Nos has dado un buen susto. Llevo años diciéndote que debes descansar más. Esos perros no necesitan que te mates a trabajar.


—No exageres. Y no lo hago por los perros, como tú bien sabes —le dio una palmadita en la mejilla y miró a Pedro y a Paula—. Bueno, con que ésas tenemos, ¿eh? Ya sospechaba yo que en la casita había algo más que reformas. Y cuando os vi juntos anoche, supe que estaba en lo cierto.


Paula se ruborizó.


—Fiona…


—Hablaremos de eso más tarde —Pedro miró a sus hijos. Fiona alzó los ojos al cielo, pero dejó el tema.


—Las nóminas no se han hecho. Paula, tú tienes llave del despacho. ¿Puedes…?


—Madre… —empezó a decir Adrian, pero ella movió una mano para hacerle callar.


—¿… ir a traerme el libro de cheques? Está en un cajón de mi escritorio, pero tú sabes dónde está la llave. Yo firmaré los cheques. Tú sólo tienes que rellenar las mismas cantidades del mes pasado para todo el mundo y devolverlos al despacho para que Cheryl se los dé a todos mañana.


—Madre —repitió Adrian, esa vez con voz acerada—. Tú no necesitas firmar ahora esos malditos cheques.


Fiona lo miró con frialdad.


—Soy la única que tiene firma en esa cuenta —señaló—. Y cuando quiera tu opinión, te la pediré.


Él suspiró con irritación y se apartó de la cabecera de la cama.


—Habla con tu abuela —le dijo a Pedro, que estaba a los pies—. A ti te escucha.


—Paula puede firmar con tu nombre —dijo Pedro sin vacilar—. Sólo por esta vez. Nadie va a acusar a nadie de estafa. Y mañana pediré cartas de autorización en el banco para que no seas la única que tenga firma en la cuenta.


Fiona se cruzó de brazos.


—Muy bien. ¿Paula?


La joven se encogió de hombros con incomodidad.


—Haré lo que tú quieras que haga, Fiona. Ya lo sabes.


La anciana sonrió con benevolencia.


—Sí, lo sé, querida —miró a Ivan—. Ya puedes pulsar el botón para bajar la cama. Después de todo lo que han hurgado en mí, quiero dormir, si es que no me enredo con la red de cables que tienen por aquí —miró de nuevo a los adultos—. Y ahora largo de aquí. Me han dicho que probablemente no estiraré la pata esta noche, así que podéis volver a verme mañana.


—Madre —Adrian se inclinó y la besó de nuevo en la mejilla. 


Su cariño por su madre era indudable, aunque ella lo exasperaba. Sonrió a Paula y dio una palmada en el hombro de Pedro antes de salir.


—De acuerdo. Vosotros también —Fiona miró a Paula y Pedro—. El último lugar en el que deben estar esos niños es un hospital.


—No te vas a morir, ¿verdad? —Ivan arrugó la nariz con el mando a distancia todavía en la mano.


—¡Cielos no! Hoy no —le aseguró Fiona. Tendió los brazos—. Dale un abrazo a esta vieja. Tú también, Valentina.


Los dos niños la abrazaron con el mismo entusiasmo que ella a ellos.


Paula parpadeó con fuerza y miró el suelo. Un momento después, la mano de Pedro agarraba la suya.


Lo miró sobresaltada, pero él no la miraba a ella. Miraba a sus hijos abrazar a su abuela con expresión emocionada.


Paula supo en ese momento que, independientemente de sus reservas, no podía no ayudarle.


Le apretó la mano y él la miró despacio.


—Todo irá bien —musitó Paula.


Y cuando él levantó sus manos unidas y la besó en los nudillos, ella supo también que, independientemente de lo breve que fuera su futuro juntos, no volvería a ser la misma.


Cuando consiguió apartar la vista de él, vio la mirada de Fiona posada en ellos. Parecía muy satisfecha y Paula se ruborizó.


Los niños se apartaron al fin y Pedro soltó a Paula para abrazar también a su abuela. Luego le tocó el turno a Paula, que besó a Fiona en la mejilla.


—No nos des estos sustos —susurró.


Fiona le dio una palmadita en la mano.


—Tú no pierdas el tiempo preocupándote por mí cuando tienes cosas mucho más interesantes en las que pensar —miró a Pedro y sus hijos—. Como todos ellos.


—Vale. Y tú no te preocupes tampoco por la agencia.


Fiona apoyó la cabeza en la almohada.


—Ya no. Vamos, fuera de aquí —dijo. Pero sonreía todavía cuando cerró los ojos.


—¿Podemos volver a casa de Paula? —sugirió Valentina cuando Pedro les preguntó qué querían cenar.


Ivan, que corría delante de ellos para llamar al ascensor, asintió.


—Podemos pedir pizza y jugar con los perros.


Paula reprimió una sonrisa e intentó fingir que no se sentía conmovida.


—Creo que Zeus y Arquímedes estarán encantados.


Entraron todos en el ascensor.


—Paula puede tener otros planes —comentó Pedro.


Los niños la miraron.


—No —sonrió ella—. No tengo otros planes. Y será un placer que vengáis a mi casa. Pero a lo mejor se nos ocurre algo más nutritivo que una pizza.


Ivan la miró con recelo.


—No me gustan las espinacas —le advirtió—. Ni nada verde.


—Ivan—intervino Pedro—. Comerás lo que te pongan delante. Aunque sea verde.


Paula reprimió una sonrisa al ver la expresión horrorizada del niño.


—¿Y zanahorias? —preguntó ella.


Ivan lo pensó un momento.


—Supongo que están bien.


—En ese caso, creo que se nos ocurrirá algo —no sabía qué, pero podía llamar a Jimena de camino a casa para pedirle consejo y nadie se enteraría—. ¿Y tú, Valentina? ¿Hay algo que no te guste?


El ascensor llegó a la planta baja y salieron todos. Valentina se puso el pelo rubio detrás de la oreja.


—Me da igual lo que comamos mientras nos podamos sentar en el suelo. Mi madre nunca nos deja sentar en el suelo.


—Bueno, si yo tuviera una mesa en la cocina, nos sentaríamos en ella —musitó Paula.


—Entonces me alegro de que no la tengas —repuso Ivan—. Es más divertido.


—Yo he aparcado en la parte norte —dijo Pedro—. Espera aquí a que venga con mi coche y te llevo al tuyo —se alejó sin esperar respuesta.


Paula miró a los niños.


—¿Qué soléis comer en casa de vuestro padre?


—Casi siempre vamos a restaurantes porque él sólo tiene sándwiches de atún o bistecs al grill.


Paula sonrió.


—No quiero asustaros, pero mi repertorio no incluye mucho más.


Ivan la miró.


—¿Sabes hacer macarrones con queso? —preguntó.


—Sí —Jimena le había dado una receta para hacerlos al horno, pero llevaban cuatro quesos y mucho tiempo de preparación.


—Yo quiero los que vienen en un cartón —repuso Valentina—. Los probé una vez que me quedé a dormir en casa de mi amiga Elie —se acercó más a Paula—. Los hicimos nosotras —susurró como si fuera un crimen.


—¿Hace mucho tiempo de eso?


La niña negó con la cabeza.


—Antes de Navidad. Pero luego se enteró su cocinera y se enfadó y le dijo a la madre de Elie que se despediría si no mantenía a esas pesadas fuera de la cocina. «Esas pesadas» son Elie y su hermana —respiró con fuerza—. Nunca había cocinado nada y fue divertido… hasta que nos pillaron. Louisa, nuestra ama de llaves, dice que la cocinera de Elie es… —volvió a susurrar—, una lunática.


Paula tomó a Valentina del brazo. La niña era ya casi tan alta como ella.


—Mi hermana Jimena cocinaba antes de la edad de Ivan. Ahora tiene un restaurante.


Valentina abrió mucho los ojos.


—¡Guay!


—A mí también me lo parece. Podemos ir allí algún día.


—¿Esta noche? —preguntó Ivan, cuando Pedro acercaba ya su vehículo a la acera.


—Esta noche está cerrado.


Los niños subieron en el asiento de atrás del enorme vehículo y ella se colocó delante para indicar a Pedro.


—¿Por qué no lo dejas ahí? —sugirió éste—. Te traeré a buscarlo luego, cuando pasemos por la agencia para hacer los cheques de Fiona. No tiene sentido que conduzcamos los dos cuando de todos modos tendremos que volver hacia aquí.


—Vale, pero tendremos que parar en la tienda a comprar algo de comer.


—Deberías haberlo dicho —repuso Pedro—. Podemos comer fuera.


—¡No, papá! —Valentina metió la cabeza entre los dos asientos—. Paula nos va a hacer macarrones con queso. De los de caja.


Pedro miró el rostro animado de su hija y después a Paula y sintió un calor peligroso en su interior.


—No sabía que unos macarrones con queso baratos tendrían una acogida tan positiva.


—¿Eso significa que no comeremos zanahorias? —preguntó Ivan desde atrás.


—Zanahorias también —repuso Paula—. Y quizá rodajas de naranja. Haremos una comida naranja en honor de Halloween, que es mañana.


Valentina rió y volvió a acomodarse en su asiento. Pedro miró a Paula.


—No tienes por qué hacer todo esto.


Cuanto más tiempo pasaban juntos y más la aceptaran sus hijos como parte de su mundo, más fácil sería hablarles del «compromiso» y quedarían mejor en el tribunal. Eso lo sabía. Pero cada vez le costaba más recordar que ésa era su única motivación.


—Ya sé que no tengo —ella levantó un dedo y él se dio cuenta de que el semáforo había cambiado a verde.




UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 16






Acababa de salir de la autopista cuando sonó el móvil. Pulsó el botón de hablar sin mirar la pantallita y frenó detrás de una fila de coches en un semáforo


—¿Diga?


—Soy Pedro.


—¡Pedro! —ella apretó con fuerza el volante—. Voy camino del hospital. ¿Cómo está? ¿Y cómo estás tú?


—Ella se pondrá bien —dijo él con rapidez—. ¿Cómo te has enterado?


—Me ha llamado su secretaria. ¿Qué ha pasado?


—Ha tenido un infarto no muy malo.


Paula clavó los dientes en la lengua para evitar que castañetearan.


Recordaba todavía el infarto de Abel de unos años atrás. Y su padre había muerto de eso.


Ella había visto a Fiona la noche anterior, bailando alegremente con su vestido amarillo.


—¿Paula? ¿Me has oído?


—Sí —tragó el nudo que tenía en la garganta—. ¿Cómo de malo?


—Si todo va bien, saldrá del hospital para el fin de semana.


—Eso está bien —ella aprovechó un hueco en el tráfico para cambiar de carril—. ¿Están todos ahí?


—Sí. Fiona quiere verte.


Paula tuvo que frenar al pasar por una zona escolar.


—Ya estaría allí si no fuera por este maldito tráfico.


—No pasa nada —le aseguró él—. De todos modos, ahora le están haciendo pruebas.


—¿Seguro que está bien?


—He hablado personalmente con el médico. Todavía la están vigilando, pero recibió atención médica inmediata cuando pasó y el daño al corazón ha sido mínimo. Cree que estamos prometidos de verdad.


Paula miró el teléfono como si ahí pudiera ver la cara de Pedro.


—¿Qué?


—Stephanie se lo dijo a Renée, quien se lo dijo a Amanda, quien se lo dijo a Fiona.


Paula volvió a agarrar el volante con fuerza.


—Eso no le habrá causado…


—No —la interrumpió él—. Eso puedo prometértelo. Me fui de la fiesta poco después que tú, pero es evidente que Fiona lo supo anoche. Hace un rato me ha dicho que no tiene intención de morirse hasta que haya tenido el placer de vernos en el altar.


—Sabía que esto nos estallaría en la cara. ¿No te dije que era una mala idea?


—Que no cunda el pánico. Todo irá bien. Sólo quería contarte esto antes de que la veas.


—Ella sabe mejor que nadie que hace muy poco que nos conocemos.


—Sí, bueno, por lo que me ha dicho a mí, se felicita por habernos juntado. Le diré la verdad cuando sea preciso, pero voy a esperar a que esté más fuerte.


—Por supuesto —Paula vio el edificio del hospital en la distancia—. ¿Les has dicho a tus hijos lo de Fiona?


—Se lo ha dicho Stephanie. Los ha traído al hospital hace media hora.


—¿Ella sigue allí?


—Tiene que irse pronto para prepararse para una cena de negocios que tiene Ernesto. Les ha buscado una canguro, pero los niños no quieren irse.


—¿Y te extraña?


—No. Pero no va a ser fácil que su madre acepte y no quiero que Fiona nos oiga discutir ahora.


—Claro que no. Yo estaré allí en un minuto. ¿Estáis todos en Urgencias?


—Ya la han trasladado a una habitación privada —Pedro le dio el número—. Pero yo te espero abajo, en la puerta principal.


Colgó el teléfono y Paula hizo lo mismo con el suyo y entró en el aparcamiento. Estaba atestado y tuvo que aparcar a cierta distancia de la entrada, por lo que pasaron varios minutos hasta que llegó a la puerta.


Vio a Pedro inmediatamente. Era el hombre alto de vaqueros azules y camisa gris de franela que la abrazó con fiereza a pesar del agua que se pegaba a la gabardina de ella.


A Paula se le subió el corazón a la garganta y lo abrazó a su vez. Se puso de puntillas y le clavó la nariz en el cuello.


—Me has dicho que se pondrá bien —le recordó con voz ronca.


Él asintió y ella lo sintió respirar hondo. Luego se apartó un poco, lo suficiente para besarla en los labios.


—Me alegro de que hayas venido.


Paula se sentía absurdamente alterada por el beso.


—Pues claro que he venido.


—¿Por Fiona?


Ella apretó un momento los labios.


—Sí —contestó.


Decirle que también había ido por él sería admitir lo deprisa que se estaba enamorando de él. Pero no pudo evitar acariciarle los hombros. Aunque decía que su abuela se pondría bien, seguía claramente alterado.


—¿Cuánto tiempo llevas aquí?


—Unas horas. Papá me llamó en cuanto le avisaron y vine rápidamente. Llamé a tu casa, pero no quería dejarte la noticia en el contestador. Te hubiera llamado antes al móvil, pero no he sabido tu número hasta que me lo ha dado Fiona.


Ella hizo una mueca. ¿Qué pareja creíble no iba a tener el móvil de su novia?


—¿Cuántas cosas más de ésas hemos pasado por alto? —preguntó.


—No importa. Ahora lo tengo y tú tienes el mío —él colocó la cabeza de ella bajo su barbilla.


Paula cerró los ojos y respiró su calor y su consuelo.


—¿Cuánto tiempo crees que tardaré en poder verla?


—No creo que mucho —su pecho se expandió bajo la mejilla de ella—. Podemos subir a su habitación si estás lista.


Paula asintió con la cabeza. Pedro le ayudó a quitarse la gabardina, le tomó la mano y caminaron hacia uno de los ascensores. Subieron varios pisos y poco después la llevaba por un pasillo tras otro, hasta que pararon al final de uno.


La joven vio que la habitación estaba atestada con miembros de la familia y se detuvo en seco, pero Pedro tiró de ella por la puerta abierta. Cesaron las conversaciones y todos los presentes se volvieron a mirarlos.


Adrian, el padre de Pedro, fue el primero en reaccionar. Se adelantó y le tomó ambas manos antes de darle un beso en la mejilla.


—Has sido muy amable al venir. Sé que Fiona se alegrará de verte.


—Gracias —la mano de Pedro en la espalda era lo único que le impedía salir corriendo—. Yo también me alegraré de verla.


Adrian se hizo a un lado y miró a su esposa, que estaba sentada a los pies de la cama con una revista abierta en el regazo.


—¿Amanda?


La mujer dejó la revista y miró a Paula.


—Hola, Paula —dijo, aunque sus ojos expresaban de todo menos bienvenida


Paula tuvo que hacer un gran esfuerzo para mantener la sonrisa.


Amanda frunció los labios en un amago de sonrisa y volvió a tomar su revista.


Paula se sintió aliviada de no tener que soportar ya su mirada. Murmuró un saludo a los hermanos de Pedro y sus esposas.


—¿Dónde están Ivan y Valentina? —preguntó.


—Stephanie los ha llevado a la cafetería a tomar algo —respondió Renée. 


La miró—. Volverá.


Aquello era más una amenaza que una advertencia amistosa.


Paula miró a su alrededor. Renée se limaba las uñas y Diana enviaba mensajes en su BlackBerry. Hugo y Alvaro charlaban en voz baja apoyados en la pared. Sólo Adrian parecía sinceramente preocupado por su madre. Se había quitado la chaqueta, aflojado la corbata y llevaba la camisa arremangada.


Paula decidió que era posible que el padre de Pedro le cayera bien después de todo.


Se agarró al brazo de Pedro y lo miró con una sonrisa.


—¿Por qué no vamos a buscarlos?


Él pareció sorprendido, pero asintió. Antes de salir, Paula miró a los otros.


—¿Alguien quiere que traigamos algo?


Adrian negó con la cabeza. Paula pensó que nadie más se iba a dignar contestar y reprimió un suspiro.


—Yo quiero un café —anunció Diana, antes de que salieran por la puerta.


Paula la miró sorprendida. La otra mujer había metido la BlackBerry en el maletín y la miraba confusa, como si no pudiera entender por qué Paula había hecho esa oferta.


—¿Azúcar y leche?


—Sacarina —repuso Diana. Sonrió un poco—. Gracias


—De nada.


Paula y Pedro salieron de la habitación y ella le tomó la mano.


Teniendo en cuenta que aquello no era nada permanente, sabía que era ilógico que notara una cierta sensación de victoria ante alguna muestra de aceptación por parte de la familia de él, por pequeña que fuera.


Completamente ilógico.