sábado, 16 de septiembre de 2017

UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 16






Acababa de salir de la autopista cuando sonó el móvil. Pulsó el botón de hablar sin mirar la pantallita y frenó detrás de una fila de coches en un semáforo


—¿Diga?


—Soy Pedro.


—¡Pedro! —ella apretó con fuerza el volante—. Voy camino del hospital. ¿Cómo está? ¿Y cómo estás tú?


—Ella se pondrá bien —dijo él con rapidez—. ¿Cómo te has enterado?


—Me ha llamado su secretaria. ¿Qué ha pasado?


—Ha tenido un infarto no muy malo.


Paula clavó los dientes en la lengua para evitar que castañetearan.


Recordaba todavía el infarto de Abel de unos años atrás. Y su padre había muerto de eso.


Ella había visto a Fiona la noche anterior, bailando alegremente con su vestido amarillo.


—¿Paula? ¿Me has oído?


—Sí —tragó el nudo que tenía en la garganta—. ¿Cómo de malo?


—Si todo va bien, saldrá del hospital para el fin de semana.


—Eso está bien —ella aprovechó un hueco en el tráfico para cambiar de carril—. ¿Están todos ahí?


—Sí. Fiona quiere verte.


Paula tuvo que frenar al pasar por una zona escolar.


—Ya estaría allí si no fuera por este maldito tráfico.


—No pasa nada —le aseguró él—. De todos modos, ahora le están haciendo pruebas.


—¿Seguro que está bien?


—He hablado personalmente con el médico. Todavía la están vigilando, pero recibió atención médica inmediata cuando pasó y el daño al corazón ha sido mínimo. Cree que estamos prometidos de verdad.


Paula miró el teléfono como si ahí pudiera ver la cara de Pedro.


—¿Qué?


—Stephanie se lo dijo a Renée, quien se lo dijo a Amanda, quien se lo dijo a Fiona.


Paula volvió a agarrar el volante con fuerza.


—Eso no le habrá causado…


—No —la interrumpió él—. Eso puedo prometértelo. Me fui de la fiesta poco después que tú, pero es evidente que Fiona lo supo anoche. Hace un rato me ha dicho que no tiene intención de morirse hasta que haya tenido el placer de vernos en el altar.


—Sabía que esto nos estallaría en la cara. ¿No te dije que era una mala idea?


—Que no cunda el pánico. Todo irá bien. Sólo quería contarte esto antes de que la veas.


—Ella sabe mejor que nadie que hace muy poco que nos conocemos.


—Sí, bueno, por lo que me ha dicho a mí, se felicita por habernos juntado. Le diré la verdad cuando sea preciso, pero voy a esperar a que esté más fuerte.


—Por supuesto —Paula vio el edificio del hospital en la distancia—. ¿Les has dicho a tus hijos lo de Fiona?


—Se lo ha dicho Stephanie. Los ha traído al hospital hace media hora.


—¿Ella sigue allí?


—Tiene que irse pronto para prepararse para una cena de negocios que tiene Ernesto. Les ha buscado una canguro, pero los niños no quieren irse.


—¿Y te extraña?


—No. Pero no va a ser fácil que su madre acepte y no quiero que Fiona nos oiga discutir ahora.


—Claro que no. Yo estaré allí en un minuto. ¿Estáis todos en Urgencias?


—Ya la han trasladado a una habitación privada —Pedro le dio el número—. Pero yo te espero abajo, en la puerta principal.


Colgó el teléfono y Paula hizo lo mismo con el suyo y entró en el aparcamiento. Estaba atestado y tuvo que aparcar a cierta distancia de la entrada, por lo que pasaron varios minutos hasta que llegó a la puerta.


Vio a Pedro inmediatamente. Era el hombre alto de vaqueros azules y camisa gris de franela que la abrazó con fiereza a pesar del agua que se pegaba a la gabardina de ella.


A Paula se le subió el corazón a la garganta y lo abrazó a su vez. Se puso de puntillas y le clavó la nariz en el cuello.


—Me has dicho que se pondrá bien —le recordó con voz ronca.


Él asintió y ella lo sintió respirar hondo. Luego se apartó un poco, lo suficiente para besarla en los labios.


—Me alegro de que hayas venido.


Paula se sentía absurdamente alterada por el beso.


—Pues claro que he venido.


—¿Por Fiona?


Ella apretó un momento los labios.


—Sí —contestó.


Decirle que también había ido por él sería admitir lo deprisa que se estaba enamorando de él. Pero no pudo evitar acariciarle los hombros. Aunque decía que su abuela se pondría bien, seguía claramente alterado.


—¿Cuánto tiempo llevas aquí?


—Unas horas. Papá me llamó en cuanto le avisaron y vine rápidamente. Llamé a tu casa, pero no quería dejarte la noticia en el contestador. Te hubiera llamado antes al móvil, pero no he sabido tu número hasta que me lo ha dado Fiona.


Ella hizo una mueca. ¿Qué pareja creíble no iba a tener el móvil de su novia?


—¿Cuántas cosas más de ésas hemos pasado por alto? —preguntó.


—No importa. Ahora lo tengo y tú tienes el mío —él colocó la cabeza de ella bajo su barbilla.


Paula cerró los ojos y respiró su calor y su consuelo.


—¿Cuánto tiempo crees que tardaré en poder verla?


—No creo que mucho —su pecho se expandió bajo la mejilla de ella—. Podemos subir a su habitación si estás lista.


Paula asintió con la cabeza. Pedro le ayudó a quitarse la gabardina, le tomó la mano y caminaron hacia uno de los ascensores. Subieron varios pisos y poco después la llevaba por un pasillo tras otro, hasta que pararon al final de uno.


La joven vio que la habitación estaba atestada con miembros de la familia y se detuvo en seco, pero Pedro tiró de ella por la puerta abierta. Cesaron las conversaciones y todos los presentes se volvieron a mirarlos.


Adrian, el padre de Pedro, fue el primero en reaccionar. Se adelantó y le tomó ambas manos antes de darle un beso en la mejilla.


—Has sido muy amable al venir. Sé que Fiona se alegrará de verte.


—Gracias —la mano de Pedro en la espalda era lo único que le impedía salir corriendo—. Yo también me alegraré de verla.


Adrian se hizo a un lado y miró a su esposa, que estaba sentada a los pies de la cama con una revista abierta en el regazo.


—¿Amanda?


La mujer dejó la revista y miró a Paula.


—Hola, Paula —dijo, aunque sus ojos expresaban de todo menos bienvenida


Paula tuvo que hacer un gran esfuerzo para mantener la sonrisa.


Amanda frunció los labios en un amago de sonrisa y volvió a tomar su revista.


Paula se sintió aliviada de no tener que soportar ya su mirada. Murmuró un saludo a los hermanos de Pedro y sus esposas.


—¿Dónde están Ivan y Valentina? —preguntó.


—Stephanie los ha llevado a la cafetería a tomar algo —respondió Renée. 


La miró—. Volverá.


Aquello era más una amenaza que una advertencia amistosa.


Paula miró a su alrededor. Renée se limaba las uñas y Diana enviaba mensajes en su BlackBerry. Hugo y Alvaro charlaban en voz baja apoyados en la pared. Sólo Adrian parecía sinceramente preocupado por su madre. Se había quitado la chaqueta, aflojado la corbata y llevaba la camisa arremangada.


Paula decidió que era posible que el padre de Pedro le cayera bien después de todo.


Se agarró al brazo de Pedro y lo miró con una sonrisa.


—¿Por qué no vamos a buscarlos?


Él pareció sorprendido, pero asintió. Antes de salir, Paula miró a los otros.


—¿Alguien quiere que traigamos algo?


Adrian negó con la cabeza. Paula pensó que nadie más se iba a dignar contestar y reprimió un suspiro.


—Yo quiero un café —anunció Diana, antes de que salieran por la puerta.


Paula la miró sorprendida. La otra mujer había metido la BlackBerry en el maletín y la miraba confusa, como si no pudiera entender por qué Paula había hecho esa oferta.


—¿Azúcar y leche?


—Sacarina —repuso Diana. Sonrió un poco—. Gracias


—De nada.


Paula y Pedro salieron de la habitación y ella le tomó la mano.


Teniendo en cuenta que aquello no era nada permanente, sabía que era ilógico que notara una cierta sensación de victoria ante alguna muestra de aceptación por parte de la familia de él, por pequeña que fuera.


Completamente ilógico.






viernes, 15 de septiembre de 2017

UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 15




—¿Qué tal la fiesta de cumpleaños anoche? —preguntó Jimena. Parecía acalorada por la temperatura de la cocina. 


Se abrió los botones superiores de su chaqueta blanca de chef y se sentó en un taburete al lado de Paula, que rellenaba saleros en la barra. Era el único pago que Jimena quería aceptar a cambio del delicioso almuerzo que había ofrecido a su hermana.


El turno de mediodía había terminado y, como era lunes, Jimena no volvería a abrir esa noche.


—No estuvo mal. No me quedé mucho —Paula se concentró en que no se derramara la sal—. No conocía a nadie aparte de Fiona.


—¿Su nieto el manitas no estaba?


—¿Pedro? Sí. Estaba casi toda su familia.


Jimena tamborileó con los dedos en la barra.


—¿Y…?


—Y… nada —Paula sacó la lengua entre los dientes, pasó el salero a la fila de los que ya estaban llenos y empezó a rellenar otro. Miró el rostro cansado de su hermana—. Me gustaría que contrataras otro chef. Este sitio tiene demasiado trabajo para ti sola.


Jimena se encogió de hombros.


—Ya veremos. No es fácil encontrar a la persona indicada. ¿Hay algo entre Pedro y tú?


Paula derramó sal en la barra y volvió a dirigir el chorro a su sitio.


—¿Por qué dices eso?


Jimena recogió la sal de la superficie de granito negra y la echó en la taza de café vacía que tenía Paula al lado.


—Quizá porque no puedes decir su nombre sin sonrojarte.


—¿Qué quieres que diga? No estoy orgullosa del modo en que lo ataqué el día que nos conocimos.


—Está bien. Excepto porque has llenado cuatro saleros con azúcar. Lo cual es bastante raro en ti y me hace pensar que tienes algo en mente.


Paula parpadeó. Miró el recipiente de plástico que había tomado de los estantes de Jimena y lanzó un gemido. La etiqueta decía: Azúcar.


Volvió a echar el contenido de los saleros en el recipiente.


—Vaya ayuda la mía, ¿eh? —se bajó del taburete negro—. Lo arreglaré.


Jimena la agarró por el cuello de su jersey naranja para impedirle huir.


—La sal puede esperar. ¿Qué es lo que pasa? Nunca te he visto tan distraída, ni siquiera cuando andabas loca perdida por el imbécil político Leonardo.


Paula se soltó de ella.


—Es complicado.


—¿Por qué? ¿Porque es demasiado viejo para ti?


—¡No lo es!


Su hermana sonrió con paciencia.


—Sabía que te gustaba —dijo con superioridad de hermana mayor.


Paula suspiró.


—No creo que eso me sirva de mucho —murmuró—. No está interesado en nada a largo plazo —dijo.


—Me tomaré eso como una señal de que te has dado cuenta de que Leonardo no te convenía, teniendo en cuenta que vuelves a usar palabras como «largo plazo».


Paula volvió a subirse al taburete.


—Tal vez. Pero eso no implica que sea menos humillante el modo en que me dejó.


—No tiene clase.


Pedro dijo lo mismo.


A Jimena le brillaron los ojos.


—Cada vez me gusta más.


Paula no pudo reprimir una sonrisa.


—Te gustaría —dijo—. Es un buen hombre, trabaja mucho —miró el recipiente de azúcar, pero en su mente veía sólo el rostro atractivo de él—. Y no hay nada que no esté dispuesto a hacer por sus hijos.


—Tiene dos, ¿verdad? —preguntó Jimena.


—Sí —Paula apoyó los brazos en la barra y la barbilla en las manos—. Valentina e Ivan. Ella tiene doce años y no sé qué le gusta más, si el ballet o la música rap. Que no es precisamente la música que Pedro quiere que escuche,
pero sabe que tiene que dosificar sus batallas con ella. Y Ivan tiene diez años y es mucho más listo de lo que cree. Sinceramente, es un as en ordenadores —sonrió para sí—. Debería estar en el departamento de investigación y desarrollo de HuntCom.


—¿Pedro no los tiene todo el tiempo? —preguntó Jimena.


—No, pero no por falta de ganas. Y la semana pasada los tuvo varios días porque la madre estaba de viaje. Ella también estaba en la fiesta.


—¿En la fiesta de Fiona?


—Sí. Su ex y el marido de ella están pensando irse del país y llevarse a los niños y Pedro quiere que le den la custodia compartida para poder pasar más tiempo con ellos y tenerlos con él parte del año.


—Eso me parece admirable por su parte. Hoy en día hay muchos hombres que estarían encantados de traspasar su responsabilidad a otros. Pero tú crees que Pedro no es hombre de relaciones largas.


Paula se giró en el taburete y miró a su hermana.


—Él dice que no lo es.


Jimena bajó del taburete, se acercó a la ventana y miró la calle empapada por la lluvia.


—Tu Pedro parece un hombre que viene con mucho equipaje.


—¿Y qué quieres decir con eso? —preguntó Paula.


Su hermana la miró por encima del hombro.


—Sólo lo que he dicho. Tú misma has dicho que era complicado. No te pongas a la defensiva.


Paula suspiró y se esforzó por relajar los hombros.


—Las complicaciones no acaban ahí.


Su hermana arrugó el ceño.


—¿Qué más hay?


Paula bajó las manos y sujetó el borde del taburete donde estaba sentada.


—Algunas personas de la fiesta pueden creer que estamos prometidos para casarnos —comentó.


Su hermana levantó las manos en el aire.


—¿Y por qué creen eso?


—Porque yo le dije a su exmujer que lo estábamos.


Ya estaba. Ya lo había dicho. Lo cual no hacía que su comportamiento resultara más real que antes.


Su hermana se llevó una mano a la cabeza, se soltó la coleta y metió los dedos en el pelo como si de pronto le doliera la cabeza. Se sentó en la silla más cercana.


—Y Pedro cree que es posible que se lo cuente a otros.
Paula.


—Ya te he dicho que era complicado.


—¿Por qué no empiezas por el principio y me lo explicas bien?


Paula así lo hizo. Se saltó algunos detalles íntimos… que se derretía por dentro cuando bailaba con Pedro o que sabía que, si él no le hacía caso y la seguía, lo invitaría a entrar para algo más que un café y un beso de buenas noches… pero contó a su hermana todo lo demás.


Y cuando terminó, no sabía si se sentía más agotada o aliviada.


—Le prometí que ninguna de vosotras nos traicionaríais —dijo.


Jimena soltó una risita.


—¿Y a quién podría decírselo yo?


—Ernesto, el marido actual de Stephanie, trabaja para HuntCom —le recordó Paula—. Aunque no creo que al tío Abel le importe nada de todo esto, no quiero correr el riesgo. No es un hombre muy predecible.


—Y podríamos decir que se muestra protector con nosotras.


—Exacto —Paula se bajó del taburete—. Quiero ayudar a Pedro, pero no me gustaría poner en peligro la carrera de nadie, aunque esté casado con la primera hermana de la Bruja Mala.


—No hay ninguna razón para que el tío Abel se entere de esto por mí —repuso Jimena—. Hace semanas que no hablo con él. Yo no se lo diré.


—¿Y si se lo dice mamá?


—No lo hará por la misma razón. ¿Tú tienes claras las razones por las que haces esto?


—Yo sólo quiero ayudar al nieto de Fiona —insistió Paula—. Sé que no va a llevar a nada… permanente —pero no podía evitar desear otra cosa.


—Sé que Fiona significa mucho para ti —su hermana hizo una mueca—. Pero también veo una luz en tus ojos cuando hablas de Pedro que no tiene nada que ver con su abuela. Ten cuidado, ¿vale?


—No me hago ilusiones —le aseguró Paula. Contar con el apoyo de su hermana contribuía mucho a calmarle los nervios—. Y ahora, puesto que no he llenado los saleros, te debo una por la terapia y el almuerzo.


Jimena sonrió.


—¿Y cuándo me has pagado tú algo por almorzar?


Paula se echó a reír. Las dos sabían que Jimena no aceptaría jamás dinero de ella.


—¿Pero hay algo que quieras que haga?


—No. Voy a trabajar un poco en los libros y luego me marcho.


—Bien —tomó su anorak de donde lo había dejado al final de la barra y se lo puso—. Tienes pinta de necesitar un baño largo y una copa de esos vinos italianos que te gustan —se inclinó y abrazó a su hermana, que seguía sentada cerca de la puerta—. Y contrata a otro chef para que no tengas que trabajar tanto.


Jimena le devolvió el abrazo.


—Tú procura enderezar tu vida y deja que yo me ocupe del bistró —le aconsejó—. ¿Qué te vas a poner mañana para Halloween en el café? —los empleados del café siempre se disfrazaban ese día.


Paula se encogió de hombros.


—No lo he pensado mucho.


—¿No trabajas mañana?


—Sí. Tengo el turno de mañana toda la semana. Ya pensaré en algo.


—Ve de novia —sugirió Jimena.


—Muy graciosa —rió Paula. Y salió por la puerta.


Cuando llegó a su casa, dejó salir a los perros. Les gustaba jugar en la lluvia, así que les puso las correas y los dejó fuera mientras revisaba el armario buscando inspiración para un disfraz de Halloween.


Cuando sonó el teléfono un rato después, estuvo a punto de ignorarlo, pues últimamente sólo la llamaba Quentin Rich. Pero siguió sonando, así que acabó por contestar.


—¿Paula? Soy Cheryl. Llevo horas intentando localizarte.


Cheryl era la secretaria de Fiona en la agencia.


—¿Qué ocurre?


—Fiona se ha desmayado en plena reunión hace unas horas.


A Paula se le doblaron las rodillas y se sentó en la cama.


—¿Está bien? ¿Dónde está ahora? ¿Lo sabe su familia?


—He localizado al señor Alfonso en su bufete —Cheryl le dijo el nombre del hospital al que la habían llevado—. Pero no sé qué hacer con la agencia. Todo el mundo me pregunta qué hacemos. Hay una clase de perros que se gradúa este fin de semana y sé que Fiona no ha terminado las nóminas. Nadie sabe qué hacer.


Paula respiró hondo.


—Seguid haciendo lo que hacéis normalmente —dijo—. Aaron, el entrenador jefe, sabe lo que hay que hacer para la graduación. La lista de personas que van a la graduación de los perros está ya preparada. Yo la vi en casa de Fiona —todos estarían presentes en la graduación de los perros, que sería cuando les entregaran los animales.


—¿Llamo a alguien que haga las nóminas o qué? —Cheryl parecía ya menos nerviosa—. No quiero hablar de esto, pero ninguno de nosotros podemos permitirnos perder un sueldo. Y es obvio que no puedo preguntarle al señor Alfonso en este momento.


—Pensaré en algo, Cheryl —dijo Paula, aunque no sabía qué. La oficina cerraría una hora más tarde—. No temas. Diles a todos que sigan con su trabajo y te llamo antes de que te vayas. ¿Vale?


—Vale.


La mujer colgó; parecía algo más tranquila. Paula, por su parte, sentía un nudo en el estómago. Llamó a los perros y les puso agua fresca y comida.


—Esa piel mojada tendrá que esperar —les dijo. Echó toallas secas en el suelo de la jaula para que yacieran encima y, cuando se hubieron acomodado, salió para el hospital.