jueves, 14 de septiembre de 2017

UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 10




—¿Preparada? —preguntó Pedro, pues Paula no hacía ademán de moverse.


Ella echó a andar sin mirarlo.


—Tus hijos parecen bastante comedidos.


—Supongo que es un modo de definirlo.


Ella lo miró entonces y notó la cara sin afeitar y los ojos inyectados en sangre.


—Y tú parece que lleves días sin dormir. ¿Qué ocurre?


—Nada que no pudiera curarse si el día tuviera diez horas más —él la tomó por el codo y echó a andar con ella por el camino irregular que llevaba a la casita—. Uno de mis capataces tuvo un accidente de coche hace unos días y he tenido que sustituirlo —pararon en la puerta y esperó a que ella abriera.


—¿Se pondrá bien?


Pedro la miró con curiosidad.


—Sí. Se rompió algunos huesos, pero probablemente me estará dando la lata para que le deje volver al trabajo antes de que el médico dé el visto bueno —la siguió al interior—. Eres la única que ha preguntado eso.


La casita resultaba siempre hogareña. Ahora, con él en el centro de la sala de estar, entre el sillón de cuero que ella había sacado del sótano de su madre y el sofá de flores que había comprado en una tienda de segunda mano, el espacio parecía más pequeño. Más íntimo.


—¿Perdona? Seguro que sus compañeros de trabajo querían saber…


Él movió una mano en el aire.


—Sí. Claro que sus compañeros han preguntado —se pasó una mano por la cara con gesto de cansancio—. No me hagas caso.


Giró hacia el pasillo que llevaba al baño, pero cambió de idea un momento después y Paula estuvo a punto de chocar contra él. Pedro la tomó por los hombros.


—Perdona —dijo. Pasó delante de ella—. Las herramientas están en mi coche.


Ella se mordió el interior del labio y lo observó salir.


Entró en la cocina con un suspiro para dejar salir a los perros. La luz del contestador automático parpadeaba, así que pulsó el botón antes de abrir la jaula.


—Paula, soy Quentin Rich.


Ella miró el contestador mientras alcanzaba la correa de Arquímedes.


¿Quién?


—Nos conocimos en la fiesta de Hunt de Navidad del año pasado. Me han dicho que estás disponible y he pensado que sería agradable volver a verte. ¿Quieres que cenemos? Llámame —a continuación daba su número.


Paula miró a Arquímedes.


—¿Tú te acuerdas de él?


El perro sacó la lengua y la miró.


—Yo tampoco. Y esa fiesta fue hace diez meses.


Borró el mensaje y llamó a Zeus, que esperaba con paciencia. Cuando les puso las correas, los dos perros salieron disparados por la puerta y tiraron de ella. Al ver a Pedro, pasaron de largo por los arbustos, su objetivo inicial, y se dirigieron hacia él.


Pedro sonrió, dejó la caja de herramientas en el suelo y se acuclilló a saludarlos.


—¿Qué tal, Zeus? —acarició a un animal y después al otro—. ¿Arquímedes? ¿Has dejado de comerte los cojines del sofá de Paula?


—Estoy sorprendida —dijo la joven—. Ni siquiera Fiona puede distinguirlos.


Pedro supuso que era más seguro para él concentrarse en los cachorros que le babeaban encima de las manos que en Paula.


O sería él el que empezaría a babear.


Estaba acostumbrado a estar cerca de mujeres hermosas. Había estado casado con una, aunque ella hubiera resultado estar tallada en hielo. ¿Qué tenía aquella mujer que lo afectaba tanto? Sabía que era demasiado joven para él, pero no podía pensar en su edad cuando la tenía cerca.


Tal vez aquello era la crisis de la edad madura de la que hablaban algunos.


—Tienen sus diferencias —señaló—. Arquímedes levanta las orejas de otro modo y Zeus te mira como si quisiera tumbarse en tus pies y dormir una semana. Que es una idea que yo también tengo últimamente.


Paula rió con suavidad y él no pudo contenerse y la miró.


Llevaba mallas negras que se pegaban a sus piernas. Y aunque llevaba también una camisa blanca amplia como de gasa, no conseguía disimular las curvas exuberantes que mostraba el top sin mangas que llevaba debajo y terminaba muy por encima de la cintura. Lo que sí conseguía hacer la tela blanca era atormentarlo con los centímetros de piel que quedaban a la vista entre el top y los pantalones. Piel desnuda que terminaba en una cintura tan pequeña que hacía que todo lo demás parecía aún más exuberante.


Reprimió un gemido y apartó la vista.


Arquímedes golpeaba el suelo con la cola y lo miraba como si le leyera el pensamiento.


Y quizás los perros se lo leían, pues Zeus volvió con su ama y apoyó su cuerpo en las piernas de Paula con aire protector. Ella le acarició la cabeza y el perro parecía a punto de ronronear.


—Los dos son buenos perros —dijo ella—. Estoy segura de que acabarán siendo unos perros de ayuda excelentes.


—¿Cuántos cachorros has criado? —preguntó Pedro.


—¿Contando a estos dos? Diecisiete.


—Eso son muchos perros. Los tienes casi dos años, ¿verdad?


—Normalmente pasan a entrenamiento alrededor de los dieciocho meses. Yo los suelo tener desde las ocho semanas, pero a veces es más tarde porque me llegan ya de otra persona. Estos dos son de la misma camada, así que los tengo desde el mismo día. Normalmente suelo tener una mezcla de edades. Una vez tuve cuatro a la vez —sonrió—. No hace falta que diga que mi madre y mis hermanas pensaban que había perdido un tornillo. Y fue un poco… locura. Comparado con eso, estos dos son un remanso de paz. Hay álbumes de fotos de todos mis cachorros en el estante del pasillo.


—Pero al final acabas entregándolos a otro.


Ella miró al perro que tenía al lado.


—De eso se trata. Yo soy la que los cría, no soy uno de los entrenadores.


—¿Por qué no?


—Porque esto se me da mejor. Todos los cachorros que he criado yo han acabado viviendo con alguien. Como perros guía para ciegos, algunos con sordos y uno incluso se convirtió en un perro de búsqueda y rescate en Montana —se encogió de hombros—. Es mi contribución para hacerle más fácil la vida a alguien —se sonrojó—. Ya sé que eso suena… como si hablara Fiona.


Pedro movió la cabeza.


—No era eso lo que iba a decir.


—Pero es la verdad.


Los Alfonso habían sido una familia privilegiada durante varias generaciones. Pero en lugar de donar su dinero a causas en las que creía, su abuela había pasado muchos años trabajando en aquélla. Había fundado una agencia que entrenaba y colocaba perros de ayuda por todo el país y, aunque el resto de la familia pensaba que era una excéntrica por trabajar tanto sin necesidad, Pedro la admiraba por ello.


Fiona y él eran los raros de la familia.


—Haces algo bueno —dijo a Paula—. De verdad —se puso en pie—. Y quiero que sepas que yo creo que se te dan bien muchas cosas aparte de criar cachorros. Pero sigo pensando que tiene que ser muy duro entregarlos cuando
llega el momento.


Ella bajó las pestañas.


—Siempre es duro decirles adiós. Pero voy a conocer a la persona a la que los entregan cuando terminan el entrenamiento, y los perros siempre se acuerdan de mí —alzó la vista con una sonrisa—. Y recibo montones de felicitaciones navideñas con fotos de perros.


—Bueno, sigues siendo mejor persona que yo —él tomó la caja de las herramientas—. Yo seguramente no querría entregarlos.


—No tienes por qué acabar el suelo hoy, ¿sabes? Descansa.


Pedro la miró.


—No tardaré mucho en echar la lechada.


—¿Y luego irás a cenar con tus hijos?


—Los llevaré a cenar —aclaró él—. No están muy contentos porque su madre ha decidido acompañar a Ernesto a Washington unos días a unas reuniones. Y una cena cocinada por mí no ayudaría nada a esa situación.


Paula se mordió el labio inferior un momento.


—¿Se quedarán contigo, pues? ¿Cuándo vuelve su madre?


—Mañana. Y es una sorpresa que estuviera dispuesta a dejarlos conmigo —sobre todo porque Stephanie sabía que él trabajaba más horas de las normales—. Pero supongo que pensó que no sería capaz de cuidarlos bien unos cuantos días seguidos y así tendría más munición contra mí en el tribunal.


Paula apretó los labios.


—No me extraña que estés cansado —se acercó a él y tomó la caja de herramientas—. El suelo puede esperar.


Pedro no soltó la caja.


—Dejaré que espere el suelo si te vienes a cenar con nosotros.


—Creo que eso es chantaje.


—¿Y funciona?


—Eres tan malo como tu abuela —gruñó ella. Pero había una sonrisa en sus labios.


—Creo que es una de las cosas más agradables de las que me han acusado jamás —confesó él—. ¿Eso es un sí?


—Sí. A la cena —aclaró ella inmediatamente.


Pero a Pedro no le importó la aclaración.


Quizá, después de pasar tiempo con sus hijos, viera que había otro «sí» que podía hacer la vida de alguien un poco más fácil.


La de él.


Y si lo veía, el truco luego estaría en que salieran todos ilesos cuando su acuerdo ya no fuera necesario.




miércoles, 13 de septiembre de 2017

UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 9





El sábado por la mañana, Paula estaba segura de que Pedro había hecho justo lo que ella esperaba. Había cambiado de idea.


Esa mañana no se había presentado a terminar el trabajo en el suelo del baño ni había llamado para justificar su ausencia. Su silencio no parecía encajar con el hombre al que creía estar conociendo, pero sirvió para recodarle que el hecho de que fuera nieto de Fiona no implicaba que ella lo conociera bien.


Habían compartido unos besos y algunas confidencias. ¿Y qué? Ella había compartido mucho más que eso con su exprometido, pensando que pasarían toda la vida juntos.


Y ahora Leonardo tenía una esposa rubia, esbelta y elegante con un pedigrí excelente. Su esposa estaba a su lado en el podio cuando resultaba elegido, tenía una sonrisa perfecta, saludaba con unas manos perfectas y encantaba a la prensa con sus comentarios perfectos. Y Leonardo la había querido a ella desde el principio, incluso cuando enamoraba a Paula.


—Ah, querida —la voz de Fiona la sacó de sus pensamientos—. La respiración ujjayi se supone que debe ser relajante y vigorizante. Tienes que pensar en el sonido tranquilizador del océano, no en el ruido amenazador de un tren de mercancías a punto de descarrilar.


Paula abrió los ojos y miró la expresión sonriente de Fiona.


Estaban sentadas con las piernas cruzadas en colchonetas de yoga en el suelo de la espaciosa terraza interior de Fiona. La luz del sol iluminaba las plantas que rodeaban la estancia y el agua caía por la pequeña fuente de piedra situada entre ellas. Era un lugar perfecto para practicar yoga y lo habían hecho al menos una vez a la semana durante meses… mucho antes de que Paula se mudara a la casita de atrás.


—Perdón —respiró hondo. Normalmente, cuando practicaba yoga era una de las pocas veces en las que podía olvidarse de sí misma y de los pensamientos que le rondaban por la cabeza de manera insistente.


Fiona desunió sus piernas y se puso en pie.


—Bueno, hay días que son buenos para el yoga y días que son buenos para cócteles —sonrió—. Estoy pensando… en cóctel.


Paula rió y enderezó las piernas.


—Un verdadero adicto al yoga no pensaría en consumir alcohol.


—Por suerte, yo no tengo aspiraciones en ese sentido —le aseguró Fiona—. Ven conmigo.


Paula se levantó y la siguió fuera de la terraza cubierta.


Cuando llegaron al despacho de Fiona, cuya ventana daba al jardín donde estaba el césped que llevaba a la casita de Paula, la anciana señaló los enormes sillones de orejeras colocados en ángulo delante de la chimenea.


—Siéntate —avanzó hacia el armario elaborado situado contra la pared.


Paula se sentó y observó a su amiga abrir el armario bien provisto de bebidas. Fiona le había dicho una vez que no había cambiado nada de aquel despacho después de la muerte de su esposo. Era la única habitación que había dejado intacta en toda la casa porque así tenía la sensación de que él seguía a su lado cuando trabajaba allí.


—Quiero darte las gracias de nuevo por haber ayudado ayer en el despacho. Me costó meses conseguir una cita con la representante para temas comunitarios de Cragmin y no me habría gustado tener que cambiarla.


Paula se encogió de hombros, aunque todavía le sorprendía que Fiona hubiera olvidado aquella cita. La anciana se encontraba en otro sitio cuando llegó la representante de Cragmin y tuvo que llamar apresuradamente a Paula para que ocupara su puesto.


—Siempre estoy dispuesta —repuso—. Ya lo sabes. Aunque no lo hago tan bien como tú.


Fiona sacó la coctelera del armario.


—Lo hiciste muy bien. Anoche me enviaron un correo electrónico para decirme que nos están considerando para una subvención —añadió hielo a la coctelera—. Pero basta de eso. ¿Cómo están tu madre y hermanas?


—Todas bien. Estoy ayudando a Jimena en el bistró esta semana. Una de sus camareras está de vacaciones.


Fiona asintió con la cabeza. Echaba diversas bebidas en la coctelera.


—Me gustaría que mi nuera hubiera encargado a tu hermana el catering de la fiesta de mañana —cerró la coctelera y la sacudió con tanto vigor que Paula se preguntó si se imaginaba retorciéndole el cuello a Amanda Alfonso—.
Así al menos la comida habría sido maravillosa.


—Seguro que la comida será buena —la tranquilizó Paula—. Y creo que Jimena está bastante ocupada en este momento.


Su hermana parecía particularmente estresada esa semana, pero eludía hablar del tema.


—Has dicho otras veces que tu nuera organiza fiestas magníficas.


—Muy propio de ti recordármelo ahora —murmuró Fiona con aire sombrío. Echó el contenido de la coctelera en dos copas de martini y le pasó una—. Salud.


Paula alzó la copa en un saludo y sorbió con cuidado, acostumbrada a la mano poco delicada de Fiona a la hora de mezclar cócteles. Como era de prever, la bebida tenía poco limón y mucho vodka.


—A mí me parece bien que tu familia quiera celebrar tu cumpleaños contigo.


Fiona movió una mano en el aire.


—Estaría bien si fuéramos sólo la familia y algunos amigos —se sentó en el sillón de enfrente—. Pero creo que Amanda ha invitado a medio mundo. Y no me ha preguntado a quién me gustaría invitar. Supongo que tenía miedo de que quisiera invitar a mis empleados y voluntarios.


—Bueno, pasará pronto.


—No estoy segura de apreciar una frase así a mi edad —repuso Fiona con sequedad.


Paula no pudo evitar reír, aunque recordó inmediatamente las palabras de Pedro sobre su abuela.


—Eres una de las personas más jóvenes que conozco —dijo—. Y no tiene nada que ver con el calendario.


Fiona se inclinó hacia delante y dio una palmadita en la rodilla a Paula.


—Eres un encanto. Ahora dime lo que opinas de Pedro.


La joven casi se atragantó con el cóctel. Tragó saliva e intentó no soltar un respingo por lo fuerte del alcohol.


—Es muy… mañoso —se encogió de hombros y confió en que Fiona achacara el color rojo de su cara al alcohol—. Trabaja muy bien.


A Fiona le brillaron los ojos.


—Sí, ¿pero qué opinas de él?


Paula pensó por un momento si Pedro habría contado a su abuela su primer encuentro, pero le pareció improbable.


—Creo que es… —«sexy, atractivo—, simpático —dijo débilmente—. Y quiere mucho a sus hijos.


Fiona asintió.


—Haría cualquier cosa por ellos.


—Humm —Paula tomó otro sorbo, que le quemó la garganta. La cabeza le empezaba a dar vueltas, así que dejó la copa en la mesita al lado del sillón—. Imagino que vendrán todos mañana a la fiesta, ¿no?


—Desde luego, yo preferiría la presencia de Ivan y Valentina a la de su madre, pero Amanda no ha incluido a los niños.


Paula parpadeó.


—¿La exmujer de Pedro sí vendrá?


—Sí. Ya sé que suena raro. Pero Amanda y la madre de Stephanie son muy amigas y, por alguna razón, Amanda sigue pensando que Pedro y Stephanie acabarán reconciliándose. No parece que le importe que Stephanie traicionara a mi nieto del peor modo imaginable ni que haga todo lo posible por apartar a los niños de él. Amanda la eligió para su hijo hace años y no puede aceptar que se equivocara.


Fiona soltó un suspiro exasperado.


—Esa mujer no conoce a su hijo. Y mi hijo es igual que ella. Y aunque hace años que no veo a Stephanie, no tengo esperanzas de que decline la invitación —Fiona terminó su copa y la dejó en la mesita—. Creo que deberías venir tú a la fiesta. No sé cómo no se me ha ocurrido antes.


Paula enderezó la columna.


—¿Qué?


Fiona enarcó las cejas.


—Es mi cumpleaños. Tengo que poder invitar al menos a una persona que quiero que esté presente, ¿no?


—Claro que sí, pero…


—Pues entonces, hecho —Fiona se levantó del sillón—. Por desgracia, es fiesta de gala. Idea de Amanda, claro. ¿Tienes algo apropiado? ¿Algún vestido de la época en que estabas prometida?


—Tengo un par de vestidos —en la parte de atrás del armario, porque no tenía el sentido común de desprenderse de ropa que no se ponía ni pensaba ponerse nunca. Hasta su relación con Leonardo, sólo había tenido que ponerse elegante en la fiesta anual de Navidad que daba su tío Abel—. Pero sinceramente, Fiona, me siento como una intrusa.


Sabía que Amanda había enviado las invitaciones semanas atrás.


—Francamente, soy yo la que se siente como una intrusa —replicó Fiona—. Te aseguro que será una fiesta estirada y aburrida, pero te suplico que vengas unos minutos. Sólo para que haya alguien aparte de Pedro a quien pueda decir con sinceridad que me alegro de ver.


—Uno de estos días tendré que aprender a decirte que no —Paula se levantó a su vez. Sentía la cabeza ligera por el alcohol. Tenía que comer.


Fiona sonrió con aire de victoria y salió con Paula en dirección a la cocina.


—Serás la belleza de la fiesta.


—Ahora sí que sé que el cóctel se te ha subido a la cabeza —repuso Paula—. Si lo que quieres es una belleza, invita a Alma o a Lucia.


Sus dos hermanas podían entrar en cualquier fiesta y conquistar a todos los presentes sin mover un dedo. Era un talento que habían heredado de su madre. Jimena también lo poseía… cuando conseguían sacarla de la cocina, que
era donde siempre acababa aunque no fuera la chef.


—Tienes que confiar más en ti misma —Fiona abrió la puerta de atrás—. Puede que te sorprendas.


—Lo dudo —Paula le dio un abrazo—. Pero allí estaré, por ti.


—¿Dónde estarás?


Paula se enderezó de inmediato y se volvió con tal rapidez que casi cayó al suelo.


Pedro estiró el brazo y la sujetó por el hombro.


—Tranquila.


La joven no sabía qué era peor. Si el mareo del cóctel letal de Fiona, la sensación del contacto de Pedro o el hecho de que probablemente ambas cosas resultaban evidentes para él y para sus hijos, que se hallaban a su lado en el porche.


—En la fiesta de mañana —respondió Fiona—. Paula también vendrá. ¿No es maravilloso?


—Claro —Pedro la miró, pero Paula no consiguió saber lo que pensaba.


—Ah, tengo que irme a casa —dijo. Miró a Fiona—. Hasta mañana —pasó delante de Pedro sin mirarlo y consiguió sonreír a sus hijos mientras bajaba las escaleras del porche.


Te acompaño —dijo la voz profunda de él—. Todavía tengo que terminar ese trabajo.


Ella se volvió, procurando no mirarlo a los ojos.


—De acuerdo.


—Niños, entrad con la abuela y terminad los deberes.


Paula notó entonces que los dos niños portaban abultadas mochilas.


—Iremos a cenar cuando termine en casa de la señorita
Chaves—añadió el hombre.


Los niños asintieron y entraron en la casa con Fiona.