miércoles, 13 de septiembre de 2017

UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 8





—Tú querías un lugar privado para hablar —Paula se quitó el delantal rojo y lo dobló antes de sentarse enfrente de Pedro—. Pues ya lo tienes.


Todas las demás mesas del local estaban vacías. Los demás comensales habían terminado la cena y se habían marchado. Hasta Jimena, que no dejaba de lanzar miradas a Paula y al hombre solo que ocupaba una mesa cerca de la
barra, había terminado sus tareas en la cocina y había subido a su apartamento, dejando a Paula la responsabilidad de cerrar la puerta de atrás cuando se marchara.


—¿Quieres una copa? —él levantó la botella de vino que estaba en el centro de la mesa.


Una cosa era beber uno de los vinos excelentes de su hermana y otra muy distinta beberlo a solas con el hombre en el que no podía dejar de pensar. Negó con la cabeza.


—No, gracias.


Él rellenó su copa.


—Lo único mejor que un buen vino es una cerveza fría. Y tenías razón en la comida. Tu hermana es una chef increíble.


—Le diré que has dicho eso —Paula se sentía muy orgullosa de su hermana en aquel terreno, pero no quería hablar de Jimena en ese momento—. ¿Qué es lo que querías decirme?


Él tomó un sorbo de vino. Había cambiado el pantalón y la camisa negros de esa tarde por vaqueros negros y suéter de punto con las mangas arremangadas hasta los antebrazos. El reloj de muñeca brillaba a la luz suave procedente de la barra. Dejó la copa en la mesa y ella tuvo que tragar saliva un poco. ¡Era tan increíblemente viril!


—El marido de mi exmujer es abogado —dijo—. Le han ofrecido un contrato prestigioso en Europa que se prolongará al menos cinco años.


Paula había pensado mucho desde esa tarde en qué sería de lo que quería hablarle él, pero no se le había ocurrido que el marido de su exmujer fuera uno de los temas.


—Humm… ¿bien por él?


Pedro frunció los labios.


—Sé que para ti no tiene sentido. ¿Qué te ha contado Fiona de mí?


—¿Aparte de que eres un triunfador y un gran partido? —sonrió ella—. Casi siempre hablamos de lo que pasa en Golden Ability. No queda mucho tiempo para hablar de su familia ni de la mía —pensó que aquella mentirijilla era mejor que contarle hasta qué punto lo alababa su abuela.


—Mi esposa y yo nos divorciamos hace casi ocho años —continuó él—. No fue un divorcio amistoso.


—Lo siento.


—Gran parte de la responsabilidad de eso es mía —admitió él—. Pero eso no importa ahora. Lo que importa son mis hijos. A Stephanie le dieron la custodia cuando nos separamos. Antes de que se secara la tinta del certificado de
divorcio, se había convertido en la señora de Ernesto Walker, y menos de un año después de eso estaban en Suiza. Si ya había sido difícil convencerla de que respetara mis derechos de visita antes de que se mudaran, imagínate después —Pedro movió la cabeza—. Pero hace unos años volvieron a Seattle. Supuestamente para quedarse, así que yo decidí mudarme también aquí. Era el único modo que tenía de recordarles a mis hijos que era su padre, no sólo un hombre que iba de visita una vez al año.


El dolor reflejado en su rostro hizo que a Paula se le oprimiera el corazón.


—Mi socio se quedó en Colorado y yo abrí otra sucursal aquí. Estamos consiguiendo sobrevivir cuando muchas otras empresas se han hundido, pero no ha sido fácil.


Paula creyó adivinar lo que buscaba él.


—Abel Hunt es un amigo de la familia, pero yo no tengo ninguna influencia en HuntCom.


Pedro enarcó las cejas.


—¿Por qué dices eso?


Ella se enderezó en la silla.


—No es que no lo comprenda. A pesar de la crisis, HuntCom sigue teniendo proyectos de construcción por todo el mundo.
Cuando no andaban construyendo una fábrica nueva para ellos, construían otra cosa. Lo sabía porque tenía que hacer acto de presencia al menos una vez al año en la reunión del Consejo de Administración y dar su voto a Lorenzo, que dirigía la empresa desde que Abel se había visto obligado a jubilarse.


—Pero lo máximo que puedo hacer es darte un nombre —tendría que llamar a Abel y averiguar quién era el arquitecto jefe en aquel momento. No sabía quién había sustituido a J.T., uno de los hermanos de Lorenzo, desde que dejara vacante el puesto para trabajar en un negocio propio en Portland.


—Yo no busco hacer negocios con HuntCom —repuso Pedro—. ¿Eso es lo que crees?


—Es lo que espera la mayoría de la gente cuando sabe que tengo contactos allí —ella alzó la barbilla—. Tú no eres el primero.


Pedro guardó silencio un momento.


—Pues da la casualidad —dijo al fin—, de que me importa un bledo HuntCom. Lo único que intento es evitar que mi exmujer se vuelva a mudar con mis hijos a otro país.


Paula parpadeó.


Él se puso en pie y paseó por el pasillo estrecho que había entre las mesas vacías.


—Si el juez no aprueba mi petición de custodia compartida, no podré hacer nada por detenerla —hizo una mueca—. Aparte de secuestrarlos.


Paula tomó la copa de vino que había dejado él y dio un trago largo.


—Es broma —la voz de él era sombría—. Lo último que necesito ahora son más problemas con la ley.


«¿Más problemas?».


Paula tomó otro sorbo de vino y dejó con cuidado la copa en la mesa.


—Siento lo de tus hijos, ¿pero qué tiene que ver eso conmigo?


—Necesito una esposa.


A ella le tembló la mano con fuerza y volcó el vaso de vino, que se derramó por el mantel blanco inmaculado. Paula se apresuró a doblar el lateral de la tela para impedir que cayera al suelo.


—¿Cómo dices?


—No una esposa de verdad —él se pasó la mano por el pelo—. Lo último que deseo es volver a casarme. Con una vez fue suficiente —se estremeció visiblemente—. Pero tengo que dar la impresión de que me voy a casar pronto.
Ray, mi abogado, quiere que tenga una de verdad, claro, aunque jura que lo negará si alguna vez se sabe la verdad.


—Yo no sé cuál es la verdad —ella lo miró con cautela—. ¿Quieres que finja que estoy casada contigo?


—Quiero que todo el mundo piense que estamos casados —él sacó una silla de debajo de la mesa y se sentó a horcajadas enfrente de ella—. No será por mucho tiempo. El juicio por la custodia se verá justo después de Acción de Gracias. Si el juez cree que puedo ofrecer a Ivan y Valentina lo mismo que les ofrecen Stephanie y Ernesto, una vida familiar estable, no habrá motivos para que niegue mi petición de custodia.


—¿Y eso impedirá que tu exmujer se vaya otra vez a Europa?


Él hizo una mueca.


—Nada puede impedir que esa mujer haga lo que quiere. Pero no podrá tener a los niños con ella todo el tiempo. En vez de las dieciséis horas a la semana que tengo ahora, siempre que a la señora no le viene mal, tendrá que aceptar otras condiciones. Ray dice que hay posibilidades de que pueda tenerlos el curso escolar completo, que sólo tendrían que ir a Europa en las vacaciones —le tomó las manos—. Lo único bueno que salió de mi matrimonio fueron Valentina  e Ivan. Y durante mucho tiempo, apenas sabían que yo era su padre. No quiero volver a perderlos.


—Pero tendríamos que mentir. Tú no tienes intención de casarte conmigo.


—Estar casados no debería importar. Técnicamente, ni siquiera tendría que hacerlo. Deberían haberme dado la custodia compartida desde el principio.


—¿Y por qué no te la dieron?


—Porque cometí el error de querer a mi esposa —repuso él—. Y cuando la pillé en nuestra cama con Ernesto, perdí los estribos —apretó los puños—. Le di un puñetazo a él y me acusaron de agresión. Luego hice la estupidez de ahogar mis penas en whisky una temporada. La denuncia por agresión acabaron por retirarla, pero el daño ya estaba hecho. Ese bastardo se quedó con mi esposa y mis hijos —Pedro frunció los labios—. Lo que prueba que los abogados de su familia son mejores que los de la mía.


Paula respiró hondo.


—No me extraña que quisieras hablar en privado.


Para ganar tiempo, recogió el mantel y lo llevó a la parte de atrás, donde lo puso a remojo. Volvió al restaurante y encontró a Pedro paseando entre las mesas. Se detuvo al verla.


Ella tuvo que recordarse que la intensidad de la mirada de él tenía todo que ver con sus hijos y nada con ella. Pero aun así hubo de esforzarse para que no le temblaran las rodillas y apoyó la espalda en la barra para ayudarse.


—Comprendo tu posición —musitó—, pero creo que no soy la persona indicada para esa tarea.


—¿Por qué? ¿Tienes algún escándalo secreto en tu pasado que es peor que mi denuncia por agresión?


—No. Ningún escándalo —ella tiró con nerviosismo del pañuelo rojo que recogía su pelo en una coleta—. Es que me caes bien.


—¿Y…?


—Quiero decir… —Paula se sentía tonta—, que me gustas.


—¡Ah! —sonrió él—. ¿Y por qué es eso un problema?


Ella hizo una mueca.


—¿Necesito describirlo?


—Parece que sí.


—Es sólo por mi parte —repuso ella con osadía—. Y de todos modos, nadie se creería que estás prometido conmigo.


Él la miró.


—¿Porque soy lo bastante viejo para ser tu padre?


Paula soltó una risita.


—Tienes cuarenta y un años. No eres lo bastante viejo para ser mi padre —y los sentimientos que suscitaba en ella no tenían nada de filiales.


—¿Cómo sabes cuántos años tengo?


—Por Fiona.


—Pensaba que no hablabais mucho de vuestras familias.


Pedro se ruborizó.


—Vale. Se lo pregunté. ¿Eso es un crimen?


—En absoluto. Y tú tienes veintisiete —sonrió él de nuevo—. Se lo pregunté.


Ella no supo qué contestar a eso, así que, por una vez en su vida, cerró la boca.


Pedro se acercó y no se detuvo hasta que sus dedos de los pies casi tocaban los de ella. Apoyó las manos en la barra a ambos lados de ella.


Paula tragó saliva, más consciente que nunca de que estaban allí solos. Y de lo alto que era él. Y de la amplitud de sus hombros. Y, de lo fabulosamente que olía.


—Que conste… —él bajó la cabeza y su aliento le hizo cosquillas a ella en la oreja—, que tú también me gustas. A lo mejor no te diste cuenta cuando me dijiste que fuera convincente. Es una de las razones por las que creo que un
compromiso repentino entre nosotros sería… convincente —alzó la vista y la miró a los ojos—. Vamos a dejar eso en claro.


La besó en la boca y a Paula se le subió enseguida su sabor a la cabeza.


Le temblaron las piernas, pero en vez de apartarlo, subió las manos lentamente por su pecho hasta sus hombros. En su mente estallaban colores y echó atrás la cabeza. El beso se hizo más profundo.


Y luego él se apartó y ella estaba temblando. Se dio cuenta de que él tenía la mano en su pelo, acariciándole el cuello.


—Piénsalo —la voz de él era baja como una caricia—. Te daré lo que quieras a cambio.


Paula tenía la impresión de que sus huesos se habían vuelto líquidos y los músculos no la sostenían, pero consiguió negar con la cabeza.


—No quiero nada. No es una buena idea. Deberías buscarte a otra.


—No hay nadie más.


—Alguien con quien hayas salido.


—Yo no salgo con nadie —él hizo una mueca—. Ya no. Oye. Piénsalo un par de días. Piensa en Fiona. Aunque tiene un corazón joven, ya no es una mujer joven. ¿Cuántas oportunidades tendrá de disfrutar de sus únicos bisnietos si están fuera del país todo el tiempo que les queda de infancia?


No podía haber pulsado un botón más vulnerable. Paula sentía un gran aprecio por Fiona.


—De acuerdo —asintió de mala gana—. Lo pensaré. Pero tú… —le puso un dedo en el centro del pecho—, harías bien en ir pensando en una mujer más apropiada para ser tu prometida.


—Créeme, Paula. Tú eres muy apropiada.


Ella consiguió sonreír, pero no era una sonrisa alegre.


—Cambiarás de idea —le aseguró.


La gente siempre lo hacía.






UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 7





—Quiero un batido de chocolate con mucha nata y té frío grande.


Paula levantó la cabeza del inventario al reconocer la voz del otro lado del mostrador. Dejó el papel en el pequeño escritorio del minúsculo despacho y se asomó por la puerta.


Sí. Era Pedro, mucho más elegante y no menos atractivo, con camisa negra y pantalones negros. Ella volvió a meterse en el despacho antes de que la viera, como una tortuga nerviosa que se escondiera dentro de su caparazón.


¿Qué hacía él allí?


Se miró en el espejo que Helena, la encargada de Entregranos, había colgado en la pared. Al menos su pelo estaba contenido en una coleta. Más o menos. Y esa mañana se había maquillado antes de salir de casa.


Se riñó a sí misma. Él no había ido allí a verla. Lo único que había hecho era pedir una bebida para su hijo y para él.


Se mordió el interior del labio y adelantó la cabeza unos centímetros hasta que pudo ver de nuevo por la puerta.


—¿Paula?


Se enderezó como una flecha cuando la mirada de él se posó en ella a través de las bandejas de pastas y galletas de chocolate exhibidas encima del mostrador.


Pedro —salió del despacho y se colocó al lado de Doreen, que preparaba el pedido de él—. ¡Qué sorpresa! —sonrió al chico que estaba a su lado y miraba con avidez una enorme galleta de chocolate—. Hola, Ivan —el niño llevaba pantalones marrones y camisa de polo azul, claramente un uniforme escolar.


Ivan gruñó un saludo.


—¿Me pides una galleta de chocolate? —preguntó a su padre.


—A tu madre le dará un ataque cuando sepa que has tomado chocolate con nata —Pedro le dio al niño el cambio que acababa de entregarle Doreen y señaló las sillas que rodeaban un videojuego antiguo en un rincón del pequeño café—. Pero puedes jugar a eso.


Al parecer, el cambio resultaba satisfactorio, pues Ivan tomó las monedas y se acercó al rincón vacío. Unos segundos después, los pitidos electrónicos del juego hacían compañía a la música funky que sonaba ya en el local. Paula observó a Doreen poner una capa generosa de nata batida encima
del batido de chocolate.


—¿Para el chico? —preguntó Doreen.


Pedro asintió y la mujer le pasó el vaso de té con hielo y llevó el batido a Ivan.


Paula no podía reprimir más tiempo la curiosidad.


—¿Qué te trae por aquí? —preguntó.


Él echó azúcar en el té y la miró a través de sus espesas pestañas.


—¿Tomar un té?


—Obviamente —ella jugó con la cinta estrecha de su delantal marrón oscuro. No había vuelto a verlo desde el día en que le arreglara la puerta, aunque la noche anterior, al volver a casa desde el bistró, se había encontrado con que el linóleo estropeado de su minúsculo cuarto de baño había sido reemplazado por baldosas relucientes y él le había dejado una nota en el espejo donde decía que volvería pronto a terminarlo—. Nunca te había visto por aquí.


—He venido a buscar a Ivan a la escuela. Va a la Academia 
Brandlebury.


Era una escuela privada muy prestigiosa. Ella pasaba todos los días por delante de sus paredes cubiertas de hiedra de camino al café. Y desde luego, estaba en la zona.


Lo que implicaba que Pedro no había ido allí en su busca.


Como no quería reconocer la decepción que la embargaba, sonrió más ampliamente que nunca.


—Algunos nietos del tío Abel también van a Brandlebury —dijo—. Creo que es una escuela excelente.


Pedro enarcó las cejas.


—Con lo que cuesta, ya puede serlo. ¿Esos nietos no son primos tuyos?


—Abel no es mi tío de verdad, es un amigo de la familia.


Doreen hizo una mueca al regresar al mostrador. Tomó el trapo que había usado para limpiar el mostrador de cristal.


—Ya nos gustaría a todos tener a Abel Hunt como amigo de la familia.


Pedro miró a Paula con curiosidad.


—¿Tu tío Abel es Abel Hunt?

Paula lanzó a Doreen una mirada de irritación; su compañera de trabajo no se inmutó, pero, afortunadamente, salió de detrás del mostrador, se acercó al escaparate que daba a la acera y empezó a limpiar los cristales. Doreen sólo conocía a Abel por el café que Paula le llevaba varias veces a la semana.


También sabía que Paula no deseaba anunciar esa relación a los cuatro vientos.


Cuando la gente se enteraba de que era prácticamente familia de uno de los hombres más ricos del país, tendía a esperar cosas de ella, cosas que no podía ofrecer.


Apartó aquello de su mente y se concentró en Pedro, que la miraba todavía sorprendido.


—Sí —admitió—. Abel Hunt es mi tío Abel.


—Fiona no me ha dicho nada de eso —murmuró Pedro.


—¿Y por qué iba a hacerlo? Ni el tío Abel ni HuntCom tienen nada que ver con su agencia.


Pedro parecía divertido.


—Teniendo en cuenta lo mucho que habla de ti, me sorprende que no haya salido en la conversación.


Ahora le tocaba a ella sorprenderse.


—¿Fiona te habla de mí?


—Eres una de sus personas favoritas. Sí, habla bastante de ti —no usó una pajita para tomar el té, sino que alzó la tapa y bebió del vaso—. Está bueno.


Vendían muchos litros de aquel té todos los días, así que Paula asumía que debía de ser pasable.


—Fiona también es una de mis personas favoritas —dijo con sinceridad.


Pedro la miró por encima del vaso.


—Entonces tenemos algo en común.


Paula empezó a organizar la colección de tapas de vasos de café y palitos para remover el azúcar que había en el mostrador.


—¿Siempre recoges a tu hijo de la escuela?


Él se puso serio.


—No.


Paula se humedeció los labios y sacó más tapas de debajo del mostrador.


—Gracias por el trabajo que hiciste en el baño. Las baldosas han quedado muy bien.


—Aún tengo que echarle la lechada. Iré el sábado por la mañana, si te parece bien.


—Sí.


—Papá —Ivan había dejado el videojuego y estaba al lado de su padre—. ¿Puedo tomar más nata batida? —levantó su vaso.


—Te han puesto suficiente.


El chico juntó las cejas y Paula se dio cuenta de que tenía algo más de su padre que sólo el color de sus ojos. Tenía las mismas expresiones.


—No importa —dijo con suavidad. Sacó el recipiente de nata del frigorífico y lo levantó en alto.


La mirada de Pedro pasó de Paula a su hijo y de nuevo a ella.


—De acuerdo —tomó el vaso de Ivan y se lo tendió—. Pero sólo esta vez


La expresión de sorpresa de Ivan dio a entender a Paula que Pedro no solía cambiar de idea a menudo una vez que había tomado una decisión. Añadió más nata y pasó el vaso a Pedro, deseando que su interés por él no aumentara con
cada encuentro que tenían. No quería cambiar nada en su situación amorosa, pues sentía todavía las heridas del rechazo de Leonardo.


—¿Qué se dice? —preguntó Pedro a su hijo.


—Gracias —repuso éste antes de volver al videojuego.


Doreen había desaparecido en el almacén de atrás y no había nadie más en el café. Pero eso no era razón suficiente para que Paula se sintiera de pronto como si Pedro y ella fueran las dos últimas personas sobre la Tierra. 


Solos… Juntos.


No pudo evitar que aquella idea tonta le hiciera sonreír.


—¿Qué?


Ella negó con la cabeza.


—Nada —volvió a dejar las tapas debajo del mostrador, pues todos los vasos estaban ya cubiertos. Metió las manos en los bolsillos del delantal para no juguetear nerviosamente con ellas. Él tenía su té frío y su hijo el batido de chocolate con nata. ¿Por qué no se iban?


—¿Hay algo más que pueda hacer por ti? —preguntó.


Pedro no le sucedía a menudo que se quedara sin palabras.


Desgraciadamente, aquel día le había pasado dos veces. La primera había sido cuando había oído el consejo de su abogado de que se buscara pronto una esposa. Y la segunda vez en aquel momento, cuando se dio cuenta de que Paula podía ayudarle a esquivar al abogado.


Miró por encima del hombro. Ivan estaba inmerso en el juego. Miró de nuevo a Paula, que lo observaba con aquellos ojos grises suyos tan cambiantes.


—¿Quieres cenar conmigo esta noche?


Ella entreabrió los labios.


—No puedo. Lo siento —bajó un momento las pestañas sedosas—. Esta semana sustituyo a alguien en el bistró de mi hermana —lo miró y se ruborizó—. ¿Quizá otro día?


Él no podía permitirse esperar una semana.


—¿A qué hora terminas en el bistró?


—Normalmente, entre las diez y las once.


—¿Y dónde está? Puedo llevarte a casa.


Ella achicó los ojos un poco. Su voz se enfrió, entrando en el mismo territorio donde estaba cuando lidiaba con su pretendiente Omar.


—Tengo coche.


—Creo que no me explico bien —suspiró Pedro—. No pretendo parecer un acosador.


Ella colocó las manos en el mostrador brillante. Sus dedos eran largos y finos, con las uñas cortas y sin pintar. La única joya que llevaba era un reloj estrecho de pulsera con una correa de cuero también estrecha.


—¿Y por qué no me dices lo que es esto?


—Hay algo de lo que me gustaría hablarte. En un lugar algo más privado.


—¿Fiona está bien?


—Sí. Tan bien como siempre. Esto no tiene que ver con ella —Pedro bajó la voz—. En realidad, se trata de mis hijos.


Ella miró a Ivan.


—¿Qué pasa con ellos? Supongo que Fiona te ha dicho que trabajé de niñera hace unos años, pero…


—No, no me lo ha dicho. Pero no es una niñera lo que busco.


—Entonces, ¿qué?


—Te lo diré todo, pero no aquí. Ahora no.


Ella bajó la vista al mostrador, a la mano de él que acababa de cubrir con las suyas. Volvió a alzar los ojos y se encogió levemente de hombros.


—De acuerdo —sacó las manos de debajo de la de él y las metió de nuevo en los bolsillos del delantal—. Si no puede esperar hasta que vengas a trabajar en el suelo el sábado, ven esta noche al Corner Bistró —le dio la dirección—. Si
quieres la mejor comida que has probado nunca, ven pronto, antes de que cierre la cocina.


A él no le preocupaba conseguir una buena cena. Le preocupaba perder a sus hijos definitivamente.


—Gracias. Nos vemos esta noche.


Apartó a Ivan del juego y salió del café.