lunes, 11 de septiembre de 2017

UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 2




—Bésame.


Pedro Alfonso miró a la chica bajita de pelo moreno rizado que estaba en pie en la puerta de la casa de su abuela.


—¿Cómo…?


No pudo terminar la frase, pues la chica, después de echar un vistazo apresurado a su alrededor, lo agarró por los hombros y lo abrazó con una urgencia que le sorprendió tanto que no pudo evitar seguirle la corriente.


—Bésame —murmuró ella con la boca apretada contra la suya y los brazos alrededor de su cuello—. Y por lo que más quieras, intenta parecer convincente.


¿Parecer convincente? El cerebro de Pedro era consciente de que aquello encerraba un insulto, pero no podía pensar bien. Tenía las manos ocupadas abrazando el cuerpo que se apretaba contra él. Recordó vagamente la última vez que había besado a una mujer. Una rubia de piernas largas a la que había conocido en Colorado. Quizá hasta se había acostado con ella.


¡Demonios! ¿Quién iba a recordar un detalle así cuando el sabor de aquella morena bajita en la boca le hacía sentir que le iba a explotar la cabeza?


Flexionó los dedos en la cintura de ella y sintió su cuerpo a través de la fina camisa de color rojo cereza.


La había visto antes, claro. Era la nueva inquilina de su abuela y vivía con ella en la vieja casita del jardín situada detrás de la mansión de Fiona Alfonso en Seattle.


Pero no había anticipado aquello.


Volvió a flexionar los dedos, y tuvo que recurrir a todo su autocontrol para no bajarlos por las caderas y el trasero y apretarla más contra él. Para no apretar su espalda contra la puerta abierta, que él recordaba vagamente haber ido allí a arreglar, y resultar convincente de verdad.


Ella soltó un sonido suave, con la boca abierta, los dedos en el pelo de él y la lengua bailando contra la suya. A través de las camisas, podía sentir la presión suave de sus pechos, y también los latidos de su corazón.


O quizá era el corazón de él. Sólo era capaz de pensar dónde demonios estaba la cama más próxima. O el sofá. O el suelo. Dio un paso y después otro.


Cruzó el umbral de la puerta.


—¿Paula? —la voz profunda detrás de ellos provocó un juramento en los pensamientos de Pedro, juramento que no llegó a sus labios, que seguían pegados a los de la chica—. ¿Qué pasa aquí?


Pedro apartó la boca y lanzó un respingo. Sus manos soltaron lentamente a la chica. Captó un momento sus ojos grises antes de que ella bajara las espesas pestañas y mirara al hombre que los había interrumpido.


—Omar —lo saludó; y parecía faltarle el aliento tanto como a Pedro—. ¿Qué haces tú aquí?


Pedro no podía apartarse. En primer lugar, porque ella lo rodeaba con sus brazos de un modo que lo mantenía atrapado contra sus curvas exuberantes. Y en segundo lugar, porque no tenía ningún deseo de mirar a un desconocido cuando se sentía estrangulado por unos vaqueros que se habían vuelto muy ceñidos de pronto.


La capacidad de control que tenía en ese momento se parecía más a la de un chico de diecisiete años que a la del hombre de cuarenta y uno que era.


—Te he traído esto —dijo el tal Omar. Pasó un ramo de rosas entre el hombro de Pedro y la puerta.


—¡Oh! —Paula soltó al fin a Pedro para tomar las flores y él aprovechó el momento para apartarse. Pero la mano libre de ella agarró la suya y lo mantuvo cerca con una fuerza sorprendente—. Es muy amable de tu parte.


Las uñas que se clavaban en la palma de Pedro no tenían nada de amables.


Él le miró la parte superior de la cabeza. Apenas si le llegaba al hombro. Y tras el velo de las flores que olfateaba, le lanzó una mirada de pánico. Los nervios de Pedro se tensaron y esa vez no tenía nada que ver con desear a una mujer por primera vez en mucho tiempo.


Se volvió a mirar al intruso al tiempo que pasaba un brazo por los hombros de Paula y la estrechaba contra sí.


Omar, que obviamente era la razón por la que Pedro tenía que mostrarse convincente aquella mañana de octubre, no parecía nada amenazador. Pelo castaño, ojos marrones, pantalones caqui y un suéter azul marino de cuello alto.


En todo caso, parecía sacado de uno de los catálogos de tiendas de yuppies por los que empezaba a interesarse Valentina, la hija de Pedro.


Pero la ansiedad de Paula era inconfundible, así que Pedro le puso la mano en el hombro con un aire de posesión que el otro tuvo que notar por fuerza.


—¿Quién es éste, cariño? —preguntó.


—Omar —se presentó el otro, antes de que Paula pudiera hablar—. Omar Boering —le tendió la mano—. ¿Y tú?


—Éste es… Pedro Alfonso —dijo Paula. Seguramente quería sonar animosa, pero su voz musical resultaba simplemente aguda y medio estrangulada—. Pedro, Omar es, ah, un amigo del tío Abel.


Pedro asintió, como si tuviera alguna idea de quién era el susodicho tío.


—Espero no ser sólo amigo del señor Hunt —Omar sonrió a Paula—. Tú y yo pasamos un día memorable juntos el fin de semana pasado.


—Viendo la ciudad —aclaró Paula de inmediato—. El tío Abel me pidió que le enseñara a Omar esto. Acaba de mudarse aquí desde… —se interrumpió y miró a Omar con aire interrogante.


—Minneapolis —repuso el otro tras una leve vacilación. 


Sonrió y Pedro supuso que, si a una mujer le gustaba aquel aspecto de niño bonito, probablemente le gustaría aquella sonrisa. Pero Paula no parecía mostrar ningún interés. Y la mirada que Omar dirigió a Pedro era puramente competitiva.


—¿Eres un viejo amigo de Paula? —preguntó.


Pedro sonrió débilmente, divertido por el intento del otro en señalar que era más viejo que él. Y que Paula. La miró. Ella lo miraba de nuevo con aire de súplica.


—Algo así —murmuró con voz baja e íntima.


Ella abrió un poco más los ojos y su mirada asustada gris se volvió suave y cálida. Parpadeó y apartó la vista. Se humedeció los labios y se sonrojó.


—Entiendo —repuso Omar. Se tiró de la oreja—. Paula, ¿puedo llamarte más tarde?


Claramente, la falta de persistencia no era uno de sus defectos.


Paula abría y cerraba la boca como si no supiera qué decir.


—Bueno, yo…


La mirada de Omar pasó de ella a Pedro y de nuevo a ella.


—No pretendía entrometerme. Simplemente, el señor Hunt me dio la impresión de que no estabas con nadie —volvió a sonreír—. Y el fin de semana pasado tuve la misma impresión.


Pedro habría jurado que Paula deseaba que se la tragara la tierra mientras buscaba algo que decir.


Pensó en la puerta que todavía tenía que arreglar por encargo de su abuela antes de poder salir de allí e ir a buscar a sus hijos. A ese paso, Paula no se iba a librar de aquel hombre a tiempo.


—Eso es culpa mía —dijo con una sonrisa. Puso un dedo debajo de la barbilla de Paula y tiró de ella hacia arriba—. Un malentendido, me temo.


Bajó la cabeza y le dio un beso en los labios.


Cuando volvió a alzarla, los ojos de ella tenían un brillo plateado. Nunca había visto unos ojos tan expresivos y cambiantes. Resultaba fascinante… para un hombre que tuviera tiempo de explorarlos.


Lo cual no era su caso.


Pasó el pulgar por los labios que acababa de besar.


—Pero eso ya lo hemos aclarado, ¿verdad, cariño?


Ella asintió con la cabeza.


—Humm. En lo bueno y en lo malo —sonrió de nuevo a Omar, más ruborizada que nunca.


—Entiendo —la expresión de Omar se oscureció un tanto—. Pues enhorabuena.


Hizo una inclinación de cabeza, se volvió y bajó los tres escalones del porche hasta el camino de piedra que llevaba hasta la calzada.


Pedro se inclinó hacia los rizos morenos que cubrían la cabeza de ella.


—No quieres correr detrás de él, ¿verdad?


Ella respiró con fuerza y ladeó la cabeza para mirarlo.


—No —apretó los labios rosados que él había comprobado que sabían más dulces que una fresa de verano.


Le costó esfuerzo no volver a besarlos. Apoyó la mano en la jamba de la puerta encima de la cabeza de ella y se dio cuenta de que todavía sostenía el martillo.


No sabía si reírse de sí mismo o maldecir, así que no hizo ninguna de las dos cosas. Se apartó de ella y señaló con la cabeza el ramo de flores que sostenía ella.


—Recuérdame que nunca te regale rosas. Sabe Dios a qué 
otra persona inocente podrías atacar.


Ella se ruborizó y miró el ramo como si se hubiera olvidado de él.


—No son las rosas —le aseguró—. Me encantan todas las flores. Y siento mucho lo que ha pasado.


Pedro no podía decir lo mismo.


—Que me bese una chica guapa no es lo peor que me ha pasado en la vida.


Ella alzó las pestañas y él no pudo evitar pensar una vez más que tenía unos ojos muy especiales. Y en aquel momento eran tan grises como los de una paloma blanca.


—Gracias —a ella le salió un hoyuelo en la mejilla suave—. Creo.


—Pero, para futuras referencias, si no han sido las rosas, ¿qué es lo que no te gusta de él?


—Es demasiado insistente —repuso ella—. Y te aseguro que yo no lo he alentado. Pasamos unas horas visitando Pike Place y el Space Needle y no ha dejado de llamarme desde entonces.


—¿Y no se te ha ocurrido decirle simplemente que no te interesaba?


Ella arrugó la frente.


—Lo intenté. De verdad que sí. No es tan fácil como te crees. Y además no quería ofenderlo. Es amigo del tío…


—Abel —terminó Pedro por ella.


—Exacto.


—Pues espero que tu tío Abel no tenga muchos amigos así con los que intente emparejarte o te…


—No, no, no —ella negó con la cabeza y los rizos bailaron a su alrededor—. El tío Abel no quería emparejarnos. Simplemente nos presentó cuando le llevé café al despacho. Se supone que no debe tomarlo, ¿vale?, pero cuando me llamó… —se encogió de hombros.


—Tampoco pudiste decirle que no a él —sonrió Pedro.


Ella curvó los labios, y el hoyuelo apareció una vez más en su mejilla.


—Sólo quería hacerle un favor. De verdad.


—Bien —él apoyó el martillo en la jamba de la puerta—. Pues dale las gracias de mi parte a tu tío Abel. Quienquiera que sea.


Esa vez ella se sonrojó intensamente. Le brillaron los ojos.


—Eres muy amable, teniendo en cuenta la situación.


—Mi abuela no esperaría menos de mí —le aseguró él.


—Cierto. Y aunque Fiona me ha hablado de ti, no nos hemos presentado como es debido —ella se colocó las rosas bajo el brazo y extendió la mano—. Soy Paula Chaves.


Él le estrechó la mano.


Pedro Alfonso. Es un placer besarte, Paula.



Ella se echó a reír.


—Supongo que me merezco la broma.






UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 1




—Cony, te prometo que no volveré a entrometerme en los asuntos de los chicos —Abel Hunt hablaba por teléfono sentado ante su escritorio en una oficina de un piso alto de la urbanización HuntCom en Seattle. Ya no dirigía la empresa informática que había creado con su mejor amigo, Ismael Chaves, mucho tiempo atrás. Lorenzo, el hijo mayor de Abel, dirigía ahora esa empresa.


Pero Abel mantenía todavía un despacho en las oficinas centrales.


Estaba aún pendiente de muchos temas… principalmente porque le gustaba mortificar a Lorenzo. Básicamente para impedirle que se pareciera demasiado a su viejo.


No quería que sus hijos cometieran los mismos errores que él. Y aunque no había sido muy popular con ellos unos años atrás, cuando les había forzado la mano para que se casaran, todo había salido muy bien. Hasta sus hijos lo admitían así.


Ahora.


—No me mientas, Abel —decía Constanza Chaves. Era la viuda de Ismael y, lo más importante para Abel, su amiga más antigua—. He comido con Amelia esta tarde.


Amelia. La esposa de Lorenzo y, a decir verdad, bastante más independiente de lo que sugerían su nombre y su comportamiento dulce. Abel tomó una de las fotografías enmarcadas que había en la mesa en la que aparecían Lorenzo,


Amelia y su familia, más amplia de lo que Abel habría podido esperar, pues su hijo y su nuera criaban también a los sobrinos de Amelia.


—Yo sólo sugerí que Lorenzo ya no era joven. Si querían tener otro hijo, debían empezar ya. Eso es verdad, ¿no? —dejó la fotografía con las demás de su colección.


Una colección en la que, durante gran parte de su vida, no había habido ninguna.


—Viniendo de otra persona que no fueras tú, sería así —repuso Constanza—. Deja en paz a tus hijos, Abel. Han elegido bien a sus esposas y son felices.


—Sí, es cierto —así lo demostraban sus familias. Abel quería nietos y los tenía.


Por fin era feliz. ¿No?


Decidió cambiar de tema, pues no quería que la conversación acabara allí cuando era la primera vez en una semana que oía la voz de Constanza.


—¿Cómo están las chicas?


—Muy bien. Lucia disfruta trabajando con Alex y todos los viajes que eso conlleva. Alma está más ocupada que nunca en la universidad. Jimena trabaja sin parar en su bistró.


—¿Y Paula? Ya no llora por aquel idiota que rompió con ella, ¿verdad? —Abel tomó la taza que había en su mesa. 


En aquel momento estaba vacía, pero pronto estaría llena de café. Paula era la hija pequeña de Constanza e Ismael. Y sabía que él probablemente la veía más que Constanza, pues Paula le llevaba personalmente el café dos veces por semana.


—Gracias a Dios. Está ocupada criando esos perros que no puede permitirse alimentar.


—Di una palabra y ninguna de tus hijas tendrá que volver a trabajar en su vida —era una discusión antigua, discusión que Abel había renunciado ya a ganar.


Cuando murió Ismael y salió a la luz el desastre de sus finanzas, Constanza insistió en arreglar aquel lío sola. 


Rehusó terminantemente la ayuda de Abel en todos los sentidos. Y desde luego, había conseguido defenderse bien con sus hijas a pesar de las circunstancias. Abel estaba tan orgulloso de ellas como de sus propios hijos. Pero lo máximo que había podido hacer por las hijas de Ismael había sido darles un regalo de vez en cuando. Aunque se las había
arreglado para burlar un poco la vigilancia de Cony y había dado a cada una de las chicas un regalo económico sustancioso cuando se graduaban en el instituto y asientos honorarios en el Consejo de Administración de HuntCom. 


Asientos que habrían sido suyos antes o después si su padre no se hubiera jugado casi todo lo que poseía.


Todas las chicas se habían mostrado encantadas.


Constanza no tanto.


No le había dirigido la palabra en un mes.


—No se te ocurra sacarme el tema del dinero —le dijo ahora ella—. Y todas las chicas están bien. Solas, claro, pero supongo que no debo quejarme si básicamente es por propia elección.


—Siguen el ejemplo de su madre —señaló Abel, no por primera vez.


Constanza no se había vuelto a casar después de Ismael. Tampoco había vuelto a tener una relación seria. Como si, después de un matrimonio que había resultado ser menos feliz de lo que parecía en la superficie, quisiera demostrar que sólo necesitaba a sus hijas para ser feliz.


Y Abel había tardado casi dos décadas en darse cuenta de eso. Después de todo, él era el que podía hacer maravillas con los ordenadores; el que tenía el don de lidiar con la gente en general y con Constanza en particular, era Ismael.


—Quiero que mis hijas tengan una vida plena elegida por ellas —repuso ahora la mujer.


El método de Abel con sus hijos adultos había sido mucho más expeditivo, pues había amenazado con quitarles todo lo que les importaba si no se casaban y montaban familias en los doce meses que les había concedido. Pero en su momento había tenido buenos motivos y ahora no podía arrepentirse de lo que había hecho.


—¿Me quieres decir que no te gustaría tener a tus nietos en brazos antes de morir?


Constanza soltó una risita apagada.


—Muy típico de ti recordarme lo vieja que soy.


Él sonrió. Miró la fotografía de la boda de Lorenzo y Amelia, que estaba en el centro de todas. Pero en la foto no estaban los novios, sino Constanza. Vestida con un tono dorado suave, esbelta, rubia y tan adorable como cuando Ismael y
Abel eran muchachos que perseguían chicas juntos.


—¿Para qué están los amigos?


Ella volvió a reír y la sonrisa de él se hizo más amplia y siguió acompañándolo después de colgar. Unos minutos después, una chica morena asomó la cabeza por la puerta del despacho. Llevaba una taza de café en la mano.


¿Cuántas veces había querido Abel hacer que se cumplieran todos los sueños de Constanza?


Demasiadas para contarlas.


Saludó a su hija pequeña con un gesto de la mano y empezó a pensar.


Había conseguido que se casaran sus hijos, ¿no?


¿Por qué no hacer lo mismo con las hijas de su querida Constanza?


Sonrió a Paula, que se acercaba a su mesa.


«Después de todo, ¿para qué están los amigos?».