lunes, 4 de septiembre de 2017
UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 10
Viajaron en silencio. Pedro no solía hablar mucho. Incluso durante su matrimonio había hablado poco. Era ella quien empezaba y mantenía las conversaciones y él el tipo fuerte y silencioso. A Paula le había enamorado precisamente eso, encontrándolo sexy y excitante y preguntándose qué habría tras la fachada, qué ideas fascinantes se esconderían tras aquellos calmados ojos grises.
Pero con el tiempo ya no había sido excitante. Había rogado en silencio porque él hablara, que le dijera las cosas que necesitaba escuchar con desesperación. Pero él había guardado silencio.
Sintió la vieja amargura e intentó olvidarla. Ahora pertenecía al pasado.
Pero Pedro estaba sentado a su lado ahora, en el presente.
Se mordió el labio y se concentró en el paisaje. Habían abandonado la ciudad y ahora atravesaban plantaciones de caucho y pintorescas aldeas malayas. Las casas de madera estaban construidas sobre pilotes y los tejados de paja estaban sombrados por inmensas palmeras de coco. En la distancia, las colinas boscosas y húmedas se recortaban contra un profundo cielo azul.
Pedro estaba preocupado. Ella estudió su cara inescrutable preguntándose en qué estaría pensando. Él no había contado con que ella estuviera con él y se preguntó si se resentiría de su presencia.
—Siento causarte tantos problemas —dijo—. No contabas con tener que traerme contigo.
—No es ningún problema —la miró de soslayo—. A menos que tú lo conviertas en uno.
—¿Qué quieres decir?
—Que no somos precisamente unos desconocidos el uno para el otro y por desgracia, nuestra relación no tuvo en el pasado un final satisfactorio.
—Eso fue hace mucho tiempo —dijo ella con tensión—. Y no tengo intención de causar problemas.
—Bien. Yo tampoco.
Paula recordó cómo había despertado en sus brazos esa misma mañana acurrucada contra él y sintió una oleada de vergüenza. Eso había sido un problema. Y serio.
Pararon a almorzar en un pueblo malayo una hora después y tomaron un delicioso arroz con pescado, huevo y pepino enrollado en hoja de banana. Comieron con los dedos, al estilo malayo, y Paula ya estaba redactando mentalmente la experiencia de estar en un pequeño pueblo pintoresco con niños a su alrededor mirándolos con curiosidad y mujeres ataviadas al estilo musulmán que se dirigían hacia la mezquita a recitar sus plegarias de mediodía. Se concentró en los detalles; los colores, el perro sesteando a la puerta sombreada de una casa, las preciosas barandillas labradas de algunas de las casas…
—Toma —dijo Pedro.
Paula volvió la vista hacia él y vio que deslizaba un pequeño cuaderno de notas y un bolígrafo hacia ella. Lo miró a los ojos y vio la leve sonrisa de sus labios.
—Gracias —le devolvió la sonrisa—. No puedo resistirlo.
—Ya lo sé —dijo con una inesperada calidez en el tono de voz—. Te lo noto en la cara.
Paula empezó a escribir recordando las impresiones para poder trabajar en ellas más adelante con la esperanza de que su bolso y las notas de su cuaderno estuvieran a salvo.
Había planeado pasar las notas al ordenador en el refrigerado y cómodo estudio de su padre ese mismo día. En vez de eso, allí se encontraba con su ex marido en una aldea malaya a horas de la ciudad, comiendo en una hoja de banana y con sólo la ropa que llevaba puesta.
Posó el bolígrafo.
—Ya sé que te molesta que hable de ropa —empezó con cuidado—, pero la verdad es que necesito algo aparte de lo que llevo puesto. ¿No hay…?
—Habrá ropa en la casa que podrás utilizar. Estoy seguro de que a Lisette no le importará.
—Pero a mí sí. Una camiseta o unos vaqueros bien, pero no me gusta ponerme la ropa interior de otra persona.
Él soltó una carcajada.
—De acuerdo, de acuerdo. Supongo que podremos encontrar algún mercado en algún sitio.
La camarera les dijo que sí, que había un mercado ambulante ese mismo día un poco más abajo de la calle.
Pedro pagó el almuerzo y volvieron a la ranchera.
Paula comprendió que tendría que pedirle a Pedro algo de dinero, como si ya no dependiera de él lo suficiente. La ironía de la situación no se le escapaba. Apretó los dientes y miró al frente. Maldición.
—No tengo dinero —suspiró—. ¿Te importaría prestarme algo?
Él la miró enarcando una ceja.
—Da la impresión que te desagradara pedirlo.
—¡No me gusta pedir prestado dinero!
—Sobre todo a tu ex marido.
—Exacto.
—Considerando las circunstancias, yo no le daría tanta importancia —dijo él con calma—. A mí no me importa lo más mínimo prestarte algo de dinero.
—Te lo devolveré.
—Ah, por favor, no te olvides.
—¡No me gusta sentirme tan dependiente, maldita sea! Ya lo sabes —dijo furiosa porque él se estuviera burlando de ella.
—Ya, ya lo sé. Pero estamos hablando sólo de algo de ropa interior y soy yo, tu ex marido. No creo haber sido nunca una amenaza para tu independencia.
No, no lo había sido. Se le podía acusar de lo que fuera, pero de eso no. Pedro la había dejado más libre que un pájaro en el cielo.
Con una mano en el volante, Pedro sacó la cartera del bolsillo y se la tiró al regazo.
—Saca lo que quieras.
Paula miró las tarjetas de crédito, los billetes del país y dólares. Había bastante dinero allí. Sacó algunos billetes y le devolvió el monedero.
Él la miró.
—¿Tienes suficiente?
—He tomado prestados cien ringgit.
Eran unos treinta dólares.
Encontraron el mercado en el que había gran variedad de comidas, carbón, juguetes de plástico, hierbas medicinales y por suerte, un puesto de ropa interior de mujer y niño.
Sujetadores de encaje, bragas de flores de jovencita, camisones bordados y medias de seda muy seductoras, así como otra ropa de algodón más funcional hecha en China.
Paula escogió bragas de algodón blancas y notó que Pedro la estaba mirando con el ceño fruncido. No era lo que ella solía usar y él lo sabía. Lo miró de forma retadora.
—Siempre he tenido la fantasía de ponerme esa ropa interior china, así que, ¿por qué dejar pasar esta oportunidad?
—No quisiera que lo hicieras —dijo él burlón—. Busca un sujetador a juego.
—Me las arreglaré con el que llevo.
Nunca compraría un sujetador sin probárselo antes.
Pagó las bragas y buscó otro puesto con peines y un par de sandalias. Se paró dudosa frente a uno de sharis de brillantes colores, pero Pedro le dijo:
—Hay muchos en la casa.
Paula avanzó hacia la sección de comida. Las mujeres estaban sentadas en alfombras con los productos frente a ellas, coloridas pilas de mangos, tomates maduros, guayabas y todo tipo de frutas exóticas. Paula estaba admirando un racimo de rambutan, una pequeña fruta redonda con pelos fibrosos de color rojo arracimada como las uvas.
—Me encantan estas cosas —le dijo a Pedro—. ¿No parecen venenosas con todo esos pelos rojos?
—Sí, supongo.
Se metió las manos en los bolsillos y se balanceó con el ceño fruncido.
—¿Te gustan a ti?
—Sí —respondió él con impaciencia.
—Vamos a comprar algunas para comerlas en el coche.
—Bien —se dio la vuelta hacia la vendedora.
—¿Berapa ini? —preguntó sacando algunas monedas del bolsillo.
Cuando ella le respondió, él regateó y le pasó algunas monedas. Ella aceptó sin más regateo y Pedro recogió el racimo.
—Vámonos —ordenó.
—¿Por qué? No lo hemos visto todo todavía. ¿Tenemos prisa?
Él lanzó un suspiro de exasperación.
—Tú y tus mercados. Debería haberlo recordado.
Ella dejó de andar y lo miró a los ojos.
—Pues da la casualidad que adoro los mercados, sobre todo las secciones de comida y si no recuerdo mal, a ti también te gustaban.
Habían pasado muchas horas felices paseándose por mercados al aire libre, en su país, en las islas del Caribe y hasta en Venecia, donde habían pasado su luna de miel.
Los ojos de Pedro eran impenetrables.
—Eso era entonces y esto es ahora. No estoy de vacaciones y no tengo tiempo de vagabundear y admirar las raíces de gengibre.
Ella se negó a moverse y le siguió mirando a los ojos.
—¿Tenemos prisa por algo? ¿Qué diferencia hay en diez minutos? A ti te gustaban este tipo de cosas.
—Bueno, pues ya no —contestó con brusquedad antes de darse la vuelta para salir del mercado.
Paula se preguntó qué habría hecho para enfadarle. Nunca había sido un hombre con cambios de humor. Al contrario, era el hombre con el temperamento más equilibrado que ella hubiera conocido. Una vez le había dicho que había pocas cosas en la vida por las que él creyera que merecía la pena disgustarse.
Y ahora estaba disgustado.
Viajaron en silencio y de repente notó que Pedro la estaba mirado con una sonrisa de diversión.
—¿Qué es lo que te resulta tan divertido? —preguntó ella.
—Lo que me gusta de ti es tu entusiasmo. Nunca he conocido a una persona que se pusiera tan poética acerca del olor de las setas
UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 9
Ella estaba íntimamente acurrucada contra su cuerpo desnudo, una intimidad que no dejaba nada oculto. Se apartó de golpe.
—Yo… me has despertado.
—Corazón, me has despertado tú a mí. Es una lástima. Lo estaba disfrutando.
Paula ya se había dado cuenta.
—Debo haber tenido una pesadilla —contestó ella mortificada—. Tú, en mi cama.
Él se rió con suavidad.
—Vaya pesadilla. Me estabas besando y tocando con bastante pasión.
—Estaba soñando con otra persona.
No supo de dónde sacó el valor para inventarse aquello.
—Pensé que dijiste que era una pesadilla. ¿Estás intentando confundirme?
Como si existiera la más mínima oportunidad de que lo lograra: Agarró la sábana y apretó las manos hasta cerrarlas como puños.
—¡No me acuerdo! No sé lo que estaba soñando o haciendo. ¡Estaba dormida! ¡Y tú me despertaste de repente!
Él se incorporó sobre los codos y apoyó la cabeza en una mano. La contempló con una calma enloquecedora.
—Bien. Me disculpo. Debería haberte dejado terminar tu… sueño.
—¿Y por qué no lo hiciste si tanto te gustaba?
Él arqueó los labios.
—Yo soy capaz de controlar mis instintos animales más básicos.
—¡Pues nunca te había pasado antes!
—Nunca lo había conseguido antes… contigo.
—¿Y por qué lo has hecho ahora?
Él se encogió de hombros.
—Esto era diferente.
—¿Cuál era la diferencia? ¿Que fuera sexo libre?
No le gustó la forma en que había sonado: cínica y aguda.
Desde luego, no era ella.
Él enarcó una ceja.
—Era diferente, por una parte porque tú solías estar plenamente consciente, bueno, la mayoría del tiempo. Y cuando no lo estabas podría asegurar que no te
arrepentirías después ya que tú, como mi querida esposa, estabas todo el tiempo deseosa.
Paula no sabía por qué la estaba haciendo sentirse humillada y avergonzada, pero lo estaba consiguiendo.
—¡Haces que parezca que era una ninfómana! ¡Tú desaparecías semanas y meses! ¿No se supone que debía desearte cuando volvías a casa?
Él esbozó una sonrisa de soslayo.
—Hubiera quedado muy decepcionado si no lo hubieras hecho.
Se estaba burlando de ella. Lo odiaba. Y él manteniendo el control como siempre. No podía soportarlo.
Se movió hasta el mismo borde de la cama sintiendo la camiseta enrollada alrededor de su cintura. Tiró de ella para abajo al salir de la cama. Eran las cuatro y cuarto, vio en el reloj digital de la mesilla. Se fue al baño y bebió un vaso de agua deseando poder irse de allí, apartarse de Pedro, alejarse de la pesadilla de estar de nuevo con él. Se miró al espejo y vio los ojos oscuros y enormes contra la cara pálida.
¿Cómo podría haber pasado aquello? ¿Cómo podía sentir aquello por él después de tantos años cuando sabía que era inútil? Que nunca podrá darle lo que ella necesitaba…
Cerró los ojos sintiendo las lágrimas ardientes y vio su cara, el brillo de sus ojos. Quizá fuera mejor que no se hubiera controlado a sí mismo, que hubieran hecho el amor.
Entonces al menos hubiera tenido el consuelo de no haber sido la única en perder el control. ¿En qué estaba pensando?
Gimió para sus adentros.
—¿Paula?
Era la voz de Pedro, suave pero insistente.
—Vete —dijo recordando que no había cerrado la puerta—. Déjame sola.
Pedro abrió la puerta. Se había enrollado alrededor de la cintura una túnica de rayas de colores.
—Vuelve a la cama.
Ella parpadeó para secarse las lágrimas.
—¡No vengas a fastidiarme aquí!
—Sólo intentaba asegurarme de que no ibas a dormir en la bañera. Puedes quedarte en la cama. Yo trabajaré algo. De todas formas suelo madrugar bastante.
Eso ya lo sabía ella. Sabía demasiado para su propia comodidad. Bajó la vista hacia sus manos agarradas contra el borde del lavabo para intentar recuperar la compostura.
Después alzó la cabeza y lo miró.
—De acuerdo. Gracias.
Había hablado como una dama. Se sintió orgullosa de sí misma.
Nadie dijo nada más. Ella volvió a meterse en la cama y él a trabajar en su ordenador portátil. El ritmo de las teclas era extrañamente relajante, al menos no tenía nada que ver con emociones y deseos.
La despertó el brillante sol en la cara y el cuerpo. Se removió algo para evitarlo y enterró la cara en la almohada. Pero ya no pudo volver a dormir al recordar la realidad en la que se encontraba. Permaneció inmóvil y abrió los ojos. Pedro había corrido las cortinas y estaba sirviendo café en el carrito que debían haber llevado mientras ella estaba dormida.
Ya se había afeitado y vestido y no llevaba la colorida túnica alrededor de la cintura.
Pedro se acercó a la cama y ella cerró los ojos. Se sentó a su lado. Paula olió el aroma limpio y débil de su loción de afeitar.
—Paula. Despiértate.
No le quedó otro remedio que abrir los ojos y verlo con la vista clavada en ella y la cara demasiado cerca para su tranquilidad. Pudo ver las motas plateadas en sus ojos grises y las pequeñas arrugas en el rabillo de los ojos.
—Estoy despierta —dijo con voz ronca.
Se sentía desbordada por su presencia; su profunda energía masculina cargaba el aire que la rodeaba. Sintió un cosquilleo en la piel.
—Toma un café.
Paula se incorporó y miró a la taza que la ofrecía. Café con leche fuerte y cremoso, como a ella le gustaba.
—Gracias.
Él había sido siempre el madrugador y ella la perezosa.
Siempre le había llevado el café a la cama después de llevar un tiempo leyendo, trabajando o corriendo.
Sin embargo, ahora no era como había sido siempre. En el pasado sólo la llamaba por su nombre para despertarla. La besaba hasta conseguirlo en los párpados cerrados, en los labios, en la boca. Paula vio un destello de emoción en sus ojos y por un momento se quedó quieta.
Él lo había recordado.
Por supuesto que lo había recordado. Pero, ¿qué importaba ahora? Paula apartó el recuerdo y dio un sorbo al café caliente.
—Está bueno —dijo con frialdad rompiendo el hechizo.
Pedro se levantó del borde de la cama con la expresión de nuevo impenetrable.
—El desayuno está en la mesa.
—Sí. Me levantaré a lavarme.
—No hay prisa. Termínate el café primero si quieres.
Paula lo vio alejarse con movimientos gráciles. Recogió un periódico y se sentó levantando los pies sobre la cama.
Ella tomó su café en silencio escuchando sólo los latidos agitados de su corazón y el crujido del periódico. La cara de Pedro estaba tapada. Por una parte era cómodo y familiar, pero por otra parte era inquietante y extraño.
Terminó el café y salió de la cama. Él alzó la vista y se movió hasta la silla.
—Aquí tienes tu ropa.
—No puedo creer haber seguido dormida con tantas entradas y salidas —frunció el ceño—. No he oído nada.
—Siempre has dormido profundamente —comentó él—. Ni los truenos ni las sirenas de las ambulancias te despertarían.
Ella sonrió.
—Prueba de una conciencia limpia, solías decir.
Él la miró a los ojos.
—Eso todavía lo mantienes, ¿verdad?
Ella ladeó la cabeza.
—¿Qué quieres decir?
—Nada, era sólo un comentario.
—¿Y por qué no iba a tener la conciencia limpia? —Insistió ella un poco enfadada—. ¿Qué insinúas?
Él se encogió ligeramente de hombros.
—Hace mucho tiempo que no te veo. ¿Quién sabe? Podría estar el FBI buscándote por todo el mundo —posó el periódico y se levantó—. ¿Quieres más café?
Su cara era neutral y su voz cortés.
Ella lo miró con enfado sabiendo que no iba a conseguir sacarle una respuesta más concreta.
—No me gustan las insinuaciones —dijo—. Y no, no quiero más café. Me voy a vestir primero.
Paula recogió su ropa y se fue al cuarto de baño. ¿Qué habría querido insinuar? No tenía ni idea.
Tomaron el desayuno en la mesita en medio de un silencio incómodo. Paula sentía los nervios a flor de piel.
—Necesito recuperar el bolso, la documentación y algo de ropa.
—No podemos acercarnos a tu casa. Tendrás que arreglártelas sin ello.
—¡Cómo puedo arreglármelas sin ello! —dijo ella con tensión—. Al menos en estas circunstancias. Creo que lo mejor será que tome un avión y salga para Estados Unidos.
—Nunca conseguirías llegar hasta un aeropuerto. Ahora mismo es demasiado arriesgado.
Paula picó un trozo de papaya.
—¿Y qué se supone que puedo hacer? ¿Esconderme aquí contigo sin ropa ni dinero?
—No —dijo él con frialdad—. Será mejor que salgamos de la ciudad antes de que ellos descubran que yo te he recogido y te encuentren.
—Si estás intentando asustarme lo estás consiguiendo.
—Bien. Entonces deja de preocuparte por la ropa, por Dios bendito y haz lo que te diga.
—¡No puedes ordenarme nada! —dijo furiosa.
—Por supuesto que puedo —esbozó una sonrisa fugaz—. Sé lo duro que te debe resultar todo esto, pero admite que me necesitas. Piensa en tu padre. Lo único que quiere es tener la seguridad de que su única hija está a salvo.
—¿Y estoy a salvo contigo? —preguntó con amargura.
—¿Tienes miedo de mí? —preguntó él arqueando las cejas.
Sí, pensó ella. Tenía miedo de él, del impacto que su presencia tenía sobre ella, de las emociones que estaba despertando en ella. Pero eso no se lo podía decir. Se enderezó.
—Por supuesto que no —dijo con tensión—. No creo que planees encerrarme en una celda oscura hasta que haya pasado el peligro.
—No, tengo una idea mejor.
Pedro dio un bocado a su bollo y Paula esperó apretando los dientes a que terminara de masticar.
—¿Podrías explicarte mejor?
—Me encantaría. Lo que vamos a hacer es lo siguiente: unos amigos míos, John y Lisette O’Connor, tienen una casa en las montañas como a dos horas de la ciudad. En este momento están fuera del país, pero me he puesto en contacto con ellos para quedarme en su casa para escribir mi informe. Está bastante aislada y podremos quedarnos hasta que sea seguro volver a Kuala Lumpur o encontrar la forma de sacarte del país.
—¿Cómo?
—Todavía no lo sé. Quizá podamos cruzar en coche la frontera de Tailandia. O quizá llevarte a un aeropuerto más pequeño para que puedas tomar un avión hasta Borneo y salir para Indonesia desde allí. Tendremos que analizar la posibilidad de… —se detuvo a mitad de la frase y maldijo entre dientes—. Esos vándalos revolvieron toda tu habitación para buscar tu pasaporte.
—¡No estaba en la habitación! —dijo ella con rapidez y alivio—. Está en un cajón del despacho de mi padre. Me puso una mesa y un ordenador para que pudiera trabajar. Lo tengo allí junto con el billete de vuelta y unos cheques de viaje.
Él soltó un largo suspiro de alivio.
—Bien —se pasó una mano por el pelo—. Bueno, entonces será mejor que nos movamos. Voy a empaquetar.
—¿Tienes un coche aquí? —preguntó ella al recordar el taxi de la noche anterior.
Pedro posó la maleta encima de la cama.
—Puedo usar el de los O’Connor. Está aparcado en la casa de unos amigos de ellos aquí en la ciudad. Siempre lo dejan ahí para que no se lo roben cuando viajan fuera.
Abrió los cajones y empezó a sacar la ropa.
Un conductor les llevó el coche al hotel a los quince minutos.
Era una ranchera Toyota muy usada y abollada.
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