sábado, 2 de septiembre de 2017

UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 2




Era una fiesta maravillosa. Paula dio un sorbo a su vino sabiendo que debería disfrutar en vez de dejar que la vieja sensación de premonición le amargara la diversión. 


Contempló la mezcla tan interesante de gente. Mujeres ataviadas con brillantes sarongs y saris de seda así como con elegantes vestidos de diseño. Hombres con trajes muy bien cortados y otros con túnicas. Desde el gran salón con su precioso mobiliario chino, la fiesta se prolongaba al jardín tropical malayo aromatizado con el olor de los jardines.


Era una fiesta maravillosa. Sin embargo, algo iba muy mal.


Paula apretó la copa de cristal y miró a su padre, un hombre alto y distinguido que le sacaba la cabeza a la mayoría de la gente de la fiesta. Parecía preocupado y no le gustó. Había llegado a Kuala Lumpur dos semanas atrás para una visita prolongada y unas vacaciones de trabajo y había sentido al instante que algo le preocupaba a su padre. Sabía que tenía algo que ver con los negocios, algo relacionado con la poca escrupulosa compañía de inversiones de Hong Kong, pero su padre le había dicho que no era serio.


Pero ella no le había creído en absoluto.


Nazirah apareció a su lado entre un crujido de seda esmeralda.


—¿Has visto a ese hombre tan estupendo que ha entrado hace un minuto? —susurró.


Paula se encogió de hombros con indiferencia.


—¿Cuál?


—Ven conmigo. Voy a arreglarme la cara.


En el lujoso cuarto de baño, se pusieron al lado en frente del espejo. Eran de la misma altura, igualmente esbeltas, pero ahí acababa todo parecido. Nazirah era medio americana, medio malaya, con un larguísimo pelo negro y rizado y ojos castaños.


Nazirah sacó una barra de labios de su pequeño bolso.


—¿Estás segura de que no quieres verlo? —preguntó mirando a Paula—. Ese tan alto con las espaldas tan anchas. Pelo oscuro y ojos grises. Un aspecto calmado y compuesto, pero se nota que debajo es todo pasión. Él…


—No —declinó Paula con cortesía mientras buscaba su barra de labios en el bolso.


—De acuerdo, no estás interesada en los hombres.


Nazirah la miró con curiosidad a través del espejo.


«Y desde luego, mucho menos en los altos con ojos grises», pensó Paula. Sintió una punzada de tristeza. Cuatro años después del divorcio y seguía sintiendo aquellos momentos de angustia disparados por un aroma, un recuerdo, una palabra.



—¿A qué hora quieres que empecemos mañana? —preguntó para cambiar de tema.


Nazirah iba a llevarla a explorar el Mercado Central.


Los padres de Nazirah eran amigos del padre de Paula y ella se había ofrecido a hacer de guía y traductora en sus excursiones por Kuala Lumpur. Paula estaba escribiendo un artículo para una revista acerca de la comida callejera.


—Cuanto antes mejor —dijo Nazirah—. Te recogeré a las siete. ¿Sabes? Me encanta tu vestido. Tiene clase pero es sexy. ¿Dónde lo compraste? ¿En Washington?


Paula asintió. A ella también le encantaba aquel vestido.


Hecho de un suave crepé de seda de varios tonos de aguamarina, era largo y, ajustado y la hacía menos baja. Los tacones altos y, por supuesto, los largos pendientes, también ayudaban.


—Vamos a tomar una copa. Estoy sedienta.


El bar estaba instalado en el jardín donde las lámparas escondidas creaban un ambiente romántico.


—¡Ahí está! —susurró Nazirah apretando el brazo a Paula—. ¡Vaya hombre!


Paula alzó la vista y se quedó paralizada. Se quedó sin aliento y el corazón le dejó de latir por un instante.


Alto y delgado con un inmaculado traje tropical, era el perfecto espécimen masculino, atlético, saludable y confiado. 


Los ojos de color gris acero brillaban contra la cara angulosa morena y su fuerte mandíbula indicaba autoridad. Allí estaba un hombre que se sentía cómodo en el mundo, seguro de sí mismo. Un hombre de un magnetismo innegable.


El hombre que en otro tiempo había sido su marido.


—Hola, Paula —dijo la familiar voz.


Era la voz que le producía temblores en las piernas y le hacía derretirse el cuerpo de calor después de todos aquellos años.


—¿Pedro? —susurró Paula.


Parecía que el aire se había acabado. Ella no estaba preparada para aquello. Se sintió mareada del shock o de la falta de oxígeno.


Él asintió con los fríos ojos grises clavados en su cara.


—¿Cómo estás? —preguntó tomándole la mano entre las suyas.


Su voz sonaba perfectamente calmada, como si estuviera saludando a un conocido o a un colega.


Paula tragó saliva ante la sequedad que sintió en la garganta. Su mano era cálida y firme y el contacto le produjo un cosquilleo por todo el cuerpo, despertando cada una de sus células a la vida del amor recordado.


«Esto es una locura», pensó. Una locura total. Allí estaba ella, estrechando la mano con educación al hombre con el que en otro tiempo había compartido la cama, cuyo cuerpo conocía íntimamente. Sofocó una carcajada de histerismo y se obligó a sonreír con cortesía.


—¡Qué sorpresa encontrarte aquí!


Él le soltó la mano, pero sus ojos no abandonaron su cara.


—El mundo es un pañuelo.


Bueno, desde luego que lo era. Las comunidades de extranjeros en otros países eran relativamente pequeñas. 


Asintió sin saber qué decir.


—Me ha alegrado volver a ver a tu padre de nuevo. No le había visto en años. Me ha dicho que dejó el Departamento y trabaja para una empresa privada, una de inversiones, nada menos.


—Sí —dijo ella escuchando más el timbre de su voz que sus palabras.


No podía apartar los ojos de él, como si estuviera hipnotizada o en algún tipo de trance.


Pedro dio un sorbo de su copa.


—Tengo entendido que están inmersos en unos interesantes proyectos de inversión en China.


—Sí. La verdad es que por todo el sur de Asia. La apertura de China es la causa de que estén interesados.


Hablaba de forma automática sin saber siquiera lo que estaba diciendo y sin importarle. Lo único que veía era la cara del hombre al que había amado en otro tiempo.


Pedro estaba igual, sólo un poco más viejo. Y un poco más duro. Tenía algunas mechas grises por las sienes y su mandíbula era más dura. Ahora tenía treinta y siete años, comprendió. Diez más que ella. Pero le pareció más atractivo que nunca.


—¿Estás trabajando en Malasia? —preguntó ella.


La pregunta le había salido de forma automática como si una parte de ella estuviera haciendo el esfuerzo de mantener una conversación educada mientras la otra estaba luchando contra el caos emocional.


Él asintió.


—Estoy trabajando para el Banco Mundial. Frutas tropicales.


—¿Qué haces exactamente?


—Producción, procesamiento y exportación. La forma de desarrollar el negocio en Malasia. He pasado las semanas anteriores viendo granjas y fábricas. Hay una demanda creciente de frutas exóticas en todo el mundo occidental.


Ella asintió.


—La gente ya está cansada de las manzanas y las peras.


—Sabía que lo entenderías —dijo él con sequedad antes de dar otro trago a su copa—. ¿Estás en Malasia para visitar a tu padre?


Su tono era educado, pero había algo diferente en su voz. 


Era más áspera, como la de alguien que hubiera visto mucho en la vida y no esperara nada.


Paula se humedeció los labios.


—Sí. Es un lugar fascinante y pensé que podía quedarme una temporada para escribir algo. Ahora que vive aquí mi padre es una buena oportunidad.


Él la estudió con interés.


—No has cambiado.


—¿Y debería? ¿Esperabas que lo hubiera hecho?


El corazón le latía desbocado.


Él se encogió de hombros.


—No sé, pensé que habrías cambiado.


—¿Por qué?


Algo brilló brevemente en sus ojos.


—Nunca hubiera imaginado que serías la misma persona que conocí en otro tiempo —se encogió de hombros—. Pero tampoco se puede juzgar, ¿verdad? Sólo estoy viendo la fachada —esbozó una sonrisa educada—. Y es tan agradable como ha sido siempre.


Siempre el caballero.


—Gracias —dijo ella deseando tener una bebida—. En cuanto al resto de mí, supongo que soy la misma persona que siempre he sido, excepto un poco más vieja y más sabia.


—Todos maduramos y aprendemos.


Paula se preguntó si habría oído un leve tono de sorna. 


Encontraba aquella mirada fría desconcertante. Pero, ¿qué había esperado? Desde luego nada de calidez o de humor.


—O sea, que sigues siendo consultor, ¿verdad?


Cuando lo conoció, cuatro años, atrás trabajaba con su padre para la Agencia Internacional de Desarrollo, pero enseguida se había convertido en un consultor independiente que trabajaba en al campo de la economía agrícola internacional y a menudo le contrataba el Banco Mundial.


Él asintió.


—Sí, eso es lo que hago. Estuve dos años dando clases en Cornell para cambiar el ritmo de mi vida, pero decidí volver a la consultoría. Me divierte más que la enseñanza. ¿Y cómo va tu carrera?


—Me va bien.


Sus artículos se vendían en revistas y periódicos y estaba escribiendo su segundo libro, un híbrido entre viajes y gastronomía para lectores aventureros aderezado con humor. Le gustaría poder encontrar algo de humor en la situación presente, pero no podía.


Él le miró la mano izquierda.


—¿No te has vuelto a casar?


El corazón se le contrajo de dolor.


—No.


Se cruzó de brazos sabiendo que la postura parecía defensiva, pero no sabía qué hacer con las manos.


Él enarco las cejas ligeramente.


—Pensé que te habrías casado.


—¿Por qué?


—Porque eres del tipo de persona que le pega estar casada, con todos tus talentos domésticos.


Su voz no mostraba nada. En otro tiempo había disfrutado de sus talentos domésticos. De su cocina especialmente.


 Paula apartó los recuerdos.


—¿Y tú? ¿Te has casado de nuevo?


Había conseguido que la voz le saliera natural, pero el terror le embargaba el pecho como si no quisiera oír la respuesta.


No quería saber que había otra mujer en su vida.


Él lanzó una seca carcajada.


—Creo que me ahorraré el esfuerzo.


El terror se desvaneció sustituido por una oleada de rabia inesperada y sorprendente. ¿Esfuerzo? ¿Qué esfuerzo había hecho él en su matrimonio?


—No sabía que haber estado casado conmigo hubiera sido una prueba tan dura —comentó intentando aparentar frialdad y sofisticación.


Pero supo que no lo había conseguido.


Debido a su carrera había habido largas ausencias en su matrimonio, pero cada vez que había estado en casa entre viaje y viaje, la vida no debió parecerle tan dura porque ella le había tratado como a un rey.


Porque lo amaba. Porque había creído que era el hombre más maravilloso y sexy que había conocido nunca. Y porque había sido una idiota romántica.


Él se encogió de hombros con indiferencia.


—Vamos a dejarlo, ¿de acuerdo? Además, ahora ya no importa.


Como si un matrimonio fracasado fuera una trivialidad.


—A ti nunca te importó, ¿verdad? —preguntó ella con amargura mientras el cuerpo se le tensaba de dolor.


Los ojos de él brillaron como el cristal frío.


—Nunca te molestaste en preguntarme. ¿Cómo podrías saber si me importó o no?


—Como esposa tuya, tuve tiempo de notarlo. Me alegro de haber acabado cuando lo hice.


Ahora fue él el que se puso rígido.


—Ni siquiera quisiste tener una discusión cuando acabamos nuestro matrimonio —dijo él con aspereza—. Me importara a mí o no fue irrelevante para ti. ¿Tiene algún sentido mantener esa discusión ahora, cuatro años más tarde?


—No, no lo tiene, tienes razón —dijo ella con frialdad.


Se giró entonces y se alejó sabiendo que no podía soportar seguir a su lado ni un momento más, por terror a la oleada de emociones que la habían asaltado, las que creía enterradas hacía tiempo: rabia, amargura y una profunda angustia.


Sentía un palpitante dolor de cabeza y los ojos le ardían. Ya había tenido suficiente. Lo único que quería era volver a su casa, dormirse y olvidar que había visto a Pedro.




UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 1




A Paula le temblaron las manos cuando descolgó el teléfono del despacho de su padre. Marcó el número y escuchó la llamada en el otro extremo del planeta. Tenía el corazón tan desbocado que le asustó. Miró por la ventana el alto minarete de la mezquita que se recortaba contra el cielo azul cobalto de Marruecos mientras el teléfono seguía sonando.


Por fin el pitido se detuvo y la voz de una mujer respondió en inglés con acento extranjero y alegre. El sonido era muy claro, y la voz llegaba casi como si estuviera en la puerta de al lado en vez de en Filipinas.


Paula cerró los ojos, sintiendo un gran peso en el pecho por la ansiedad.


—Me gustaría hablar con el señor Pedro Alfonso, por favor. No sé su número de habitación.


—Un momento, por favor.


El teléfono sonó de nuevo en la habitación de Pedro. Por fin oyó su voz, cortante incisiva y profunda. La voz que amaba más que ninguna en el mundo. La voz de su marido.


Sin embargo, el corazón no le latía de amor y excitación. 


Estaba tronando de ansiedad.


Pedro, soy Paula.


—¿Paula? —pareció sorprendido—. Me alegro de que me llames. Estaba a punto de llamarte yo. ¿Cómo estás?


—Estoy bien.


«No estoy bien», se corrigió en silencio. «Estoy asustada, Pedro. Estoy muy asustada».


—¿Y tu madre?


—Está bastante mejor.


Paula estaba en Marruecos con sus padres porque su madre había caído enferma y había querido que su hija estuviera con ella. Su padre trabajaba para la Agencia Internacional de Desarrollo Norteamericana y él y su madre llevaban un año viviendo en Marrakech.


Paula intentó relajarse y apretó con fuerza el receptor.


—¿Por qué ibas a llamarme? —preguntó.


«Por favor, dime que me echas de menos. Por favor, dime que me amas y que no puedes esperar para volver a mi lado de nuevo».


—Ha habido problemas con el proyecto y tardará un par de días en solucionarlos. Llegaré dos días más tarde, el sábado en el mismo vuelo.


La decepción le produjo un sabor amargo en la boca. No la estaba diciendo que la necesitaba. Tragó saliva.


—Está bien. Da la casualidad de que yo también he cambiado de planes —intentó sonar natural—. Voy a ver a Sophie en Roma antes de volver a Estados Unidos. Va a tener un bebé y… creo que estaría bien que estuviera allí con ella.


—¿Cuánto tiempo te quedarás?


Su voz fue inexpresiva, como si fuera una pregunta profesional.


Paula tragó saliva.


«Adelante, hazlo», le apremió la voz de la conciencia.


La semana siguiente, Pedro volvería a casa y el plan había sido que ella estuviera de vuelta ya en Washington. Cerró los ojos y se enfrió.


—Tres semanas —dijo sintiendo frío en el corazón.


Hubo una leve pausa.


—Entonces no nos veremos —dijo su marido—. No estarás de vuelta antes de que yo salga para Guatemala.


Las manos le temblaron y apretó más el receptor.


—Exacto —tragó saliva—. ¿Te importa?


No se habían visto el uno al otro en tres semanas y si ella no iba a casa directamente la semana siguiente, no se verían hasta dentro de un mes más. Y ella le estaba preguntando si le importaba.


—Tienes que estar ahí por tus amigos —dijo Pedro sin ninguna inflexión en la voz—. Me las arreglaré.


Paula se sintió sofocar. ¡No le importaba!, pensó con desesperación. Tampoco le había importado la última vez ni le importaba ahora. ¿Qué era lo que había dicho la última vez?


«Si tu madre te necesita, por supuesto que debes ir».


Eso había sido hacía cinco semanas cuando le había llamado para decirle que no volvería todavía a casa porque su madre seguía sin estar muy bien.


Lo que había sido bastante verdad, pero el virus que tenía no era serio, sólo dejaba a su madre cansada y nerviosa.


Paula podría haber vuelto a Washington y pasar un tiempo con su marido mientras se preparaba para el siguiente trabajo en el extranjero. Podría haber estado en casa cocinando para él, durmiendo en sus brazos, haciendo el amor, planeando el futuro.


En vez de eso había decidido quedarse en casa de sus padres en Marruecos y Pedro no había puesto impedimentos. No había dicho que le importaba, que la echaría de menos, que la casa estaba muy solitaria sin ella.


Ahora, después de no haberla visto en tres meses, tampoco dijo ninguna de esas cosas. Le había dicho que se las arreglaría sin ella mientras se quedara en Roma con Sophie.


Por supuesto que se las arreglaría. Se había arreglado sin ella años y años. Él era un profesional independiente con un trabajo que le llevaba por todo el mundo. Eso ya lo había sabido ella cuando se había casado con él dieciocho meses atrás. No le había importado, porque el trabajo de su padre la había hecho a ella vivir en muchos sitios diferentes cuando era pequeña. Comprendía el estilo de vida de su marido y su trabajo.


Se habían casado y habían hecho planes para el futuro. En cuanto ella sacara su título de periodista, pensaba acompañarle en sus viajes, escribir artículos de viajes y comida y quizá un libro. Estarían juntos la mayoría del tiempo. Tantos planes, tantas esperanzas.


Y ahora, con su título en el bolsillo, sus sueños se estaban desmoronando como un pastel. Pedro podía pasarse perfectamente sin ella.


«No me necesita», pensó con lágrimas ardientes en los ojos.


«Le resulto conveniente y cómoda, pero no soy esencial para él».


Lo vio con los ojos de la mente, el hombre alto y confiado con aquellos calmados ojos grises y aquella mandíbula cuadrada. El hombre cuyos fuertes brazos encajaban tan bien alrededor de ella, cuyo cuerpo producía magia en el de ella. Sintió un peso enorme en el pecho e inspiró con dolor. 


Ya no había habido magia desde hacía mucho tiempo.


—¿Cómo es la comida por allí? —preguntó con voz balbuceante.


—Te he conseguido algunas recetas. Las encontrarás interesantes.


A ella le encantaba la cocina de todo tipo, la sencilla y la exótica. Adoraba contemplar todo tipo de frutas, especias, verduras; disfrutaba de los colores y las formas. Cuando viajaba, su marido le traía libros y recetas de todo el mundo para su colección.


—Gracias —dijo de nuevo balbuceante.


—¿Paula? ¿Te encuentras bien?


—Estoy bien. Es que el aire es tan seco aquí que me pica la garganta.


No era una mentira, pero el hecho era irrelevante.


Hablaron un rato más acerca de sus trabajos, acerca del artículo que ella estaba escribiendo sobre la comida marroquí y de la suerte que era que se hubieran librado del mal tiempo que hacía en Washington.


Esa noche, acostada, rogó por poder dormir y no soñar el sueño que se repetía una y otra vez. Un sueño que la hacía llorar al despertar.


Allí estaba ella, en casa de sus padres en uno de los sitios más exóticos de la tierra, un lugar de desiertos, camellos y bereberes; un sitio de mujeres tapadas, antiguas mezquitas y ruidosos zocos, y, sin embargo, donde deseaba estar era en su pequeña casa de Washington. Deseaba estar en su propia cama en los brazos del hombre al que amaba. 


Deseaba decirle que lo amaba, que le había echado de menos una enormidad. Que aquellas largas ausencias eran cada vez más duras de soportar. Que deseaba viajar con él en todos sus viajes. Pero sabía que eso no iba a suceder.


Sabía que le estaba perdiendo.









UN MARIDO INDIFERENTE: SINOPSIS





No era que Paula no hubiera amado a su marido, sino todo lo contrario. Al dejarlo, ella había esperado provocar algún tipo de reacción en él. Pedro Alfonso era un tipo reservado y fuerte. No mostraba ninguna emoción tras aquellos impasibles ojos grises. Por supuesto, el plan de Paula había fracasado. Pedro había firmado en el acto los papeles de divorcio.


Ahora, cuatro años después, Paula fue secuestrada por su ex marido y, esta vez, Pedro estaba muy lejos de guardar silencio acerca de sus sentimientos.

viernes, 1 de septiembre de 2017

NECESITO UN MEDICO: EPILOGO




HABÍA llegado el día de la boda y Paula estaba ya en la iglesia con el estómago en la garganta. Ines, la madrina, se había llevado a los niños para dejarla unos momentos a solas con Graciela, quien vestida de amarillo mecía en los brazos a Ana, ya de siete meses.


—Llegará, no temas —dijo—. Los novios siempre llegan tarde a la iglesia. Jorge hizo lo mismo.


—Lo sé, pero...


Mildred entró en la sacristía con el pequeño velo torcido.


—Ya está aquí, ya está aquí. Pero juro que si ese viejo buitre vuelve a hacerme algo así, no llegará a su setenta y seis cumpleaños.


A continuación fue Ines la que asomó la cabeza.


—Ya que todos los novios están presentes, el reverendo dice que podemos empezar.


Las damas intercambiaron una ronda de besos y salieron a la parte de atrás de la iglesia. Mildred, quien aseguraba que T.J. le había dicho que era hora de que siguiera con su vida, al principio se había negado a una boda doble porque no quería quitar protagonismo a Pedro y Paula. Hasta que la joven le hizo ver que no estaba en contra de un día lleno de felicidad. Bajaron, pues, hacia el altar. Los pequeños delante, aunque Karen paró en cierto momento para subirse el vestido y rascarse la pierna; luego iba Graciela, con Ana en los brazos; a continuación Ines, de azul pálido, con las trenzas alrededor de la cabeza; después Mildred, con un vestido de raso rosa con chaqueta a juego; y finalmente Paula, con el vestido de novia color marfil de Maria Alfonso, las piernas temblorosas pero la sonrisa tan brillante como el sol de mayo que entraba por los ventanales. Ocupó su lugar al lado de Pedro, que le sonrió y le tomó la mano. La joven miró a Nicolas, que se apoyaba en el bastón y le guiñó un ojo. Mildred y él habían decidido quedarse a vivir en la casa de Emerson, donde los niños irían a verlos siempre que quisieran. Miró después a Noah, que sonreía de oreja a oreja, y posó al fin los ojos en Pedro. Y después de que hubieran intercambiado sus votos y el reverendo los declarara maridos y mujeres, miró a Nicolas y a Pedro y movió la cabeza diciendo:
—Y el buen Dios sabe que ya era hora de que los dos demostrarais algo de sentido común.


Y la congregación gritó: «Amén».