martes, 22 de agosto de 2017

LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 24




-DÓNDE está Armando? –preguntó Sol–. ¿Y dónde está el
cachorrito de Nonah? ¿Por qué no puedo jugar con ellos? –quiso saber, mirando a su alrededor en el piso de su abuela, frustrada–. No me gusta esta casa.


Paula suspiró.


Habían dejado Yewarra hacía tres semanas… y había sido para ella el movimiento más doloroso que había hecho jamás.


Todavía podía visualizar a Armando, parado junto a la fuente del delfín, diciéndoles adiós con la mano, con aspecto pálido y confundido.


Y a Pedro, de pie detrás de él, serio, mientras Maria, Sol y ella dejaban la finca.


Del mismo modo, podía recordar cada palabra de su última
conversación con Pedro, en la que él había insistido en pagarle un generoso finiquito.


En concreto, recordaba la urgencia que había sentido de lanzarse a sus brazos y rogarle que la aceptara sin condiciones, a pesar de que no fuera capaz de decirle lo que él necesitaba oír.


Cada vez que pensaba en ello, Paula cerraba los ojos…


No podía sacarse de la cabeza la idea de que Pedro necesitaba que lo ayudaran a estabilizarse, ni las ganas que había tenido de ser ella quien lo hiciera.


Durante esas tres semanas, Paula había perdido peso, había dormido poco y no había dejado de darle vueltas a la cabeza. ¿Se habría alejado de un hombre que la amaba sin ninguna buena razón?


O, sin embargo, ¿habría hecho bien, porque él nunca confiaría en ella?


Su madre le había ofrecido todo su apoyo, intentando hacerle lo más soportable posible el dolor de la separación. Pero Paula sabía que tendría que hacer cambios. No podía seguir viviendo con su madre como hasta entonces. Era obvio que Maria se sentía muy apegada a su novio, Martin. Y estaba metida de lleno en el diseño de ropa.


Sin embargo, Paula había tardado una semana en recomponerse y poder empezar a buscar un trabajo y otra casa.


Se había puesto en contacto con la agencia con la que solía trabajar y, por el momento, no le había salido nada, aunque había retomado su antiguo empleo como recepcionista de restaurante en los fines de semana. Lo siguiente que tenía que hacer era buscar piso.


Poco después de que Sol emitiera su queja, sonó el teléfono.


Era la agencia, con una oferta de trabajo de secretaria durante dos semanas que empezaba al día siguiente.


Ella aceptó después de consultarlo con su madre, a pesar de que no le agradaba la idea de volver al mismo ambiente.


A la mañana siguiente, se presentó en las oficinas de Wakefield, una compañía naviera.


Según le habían dicho, tenía que reemplazar a la secretaria del presidente, que se había caído y se había roto una pierna. Era lo único que sabía.


Como siempre para trabajar, se había vestido con esmero, con un traje de chaqueta con falda y una bonita blusa. Se había recogido el pelo en una coleta y se había puesto las gafas.


Le recibió la recepcionista, que según rezaba en su insignia se llamaba Geraldine, y la llevó de inmediato al despacho del presidente.


–Aquí está –dijo Geraldine de buen humor–. El jefe ha pedido que pases nada más llegar.


Paula respiró hondo y titubeó un momento. El despacho, que se veía desde la puerta, parecía muy distinto del último en el que había trabajado. No había fotos de caballos, ni de barcos y los colores eran diferentes: alfombra y paredes color crema y un juego de sofás de cuero marrón. La mesa estaba fuera de su campo visual. Tras respirar hondo de nuevo, entró y se quedó petrificada por la sorpresa.


Era Pedro Alfonso quien estaba sentado detrás del escritorio del presidente de Wakefield, una compañía de la que Paula no había oído hablar hasta el día anterior.


Ella se quedó de piedra.


Él se levantó y se acercó.


–Paula, entra.


–¿T-tú? –preguntó ella–. No lo entiendo.


Pedro sonrió un momento.


–Es la compañía que compré cuando estabas en Yewarra.
¿Recuerdas?


Con ojos como platos, ella intentó articular palabra, sin conseguirlo. Se quedó mirándolo. Estaba vestido con un traje azul, tan guapo como siempre, aunque también estaba pálido.


–N-no entiendo –balbuceó ella–. Se supone que estoy
sustituyendo a alguien que se ha roto una pierna.


–Yo me lo inventé. Y pedí que vinieras tú en persona.


Ella parpadeó.


–¿Me… has traído aquí a propósito? ¿Por qué?


–Porque no puedo vivir sin ti. Te necesito desesperadamente, Paula –afirmó él y la sujetó del brazo, justo cuando ella parecía tambalearse–. Armando no puede vivir sin vosotras. Ninguno de los dos podemos. Así que apreciaríamos cualquier cosa que quieras darnos, pero tienes que volver.


–¿Cualquier cosa?


Entonces, tal vez por el shock de verlo de forma tan inesperada, Paula se sintió como si una llave invisible le abriera el corazón y todo lo que había ansiado decir, comenzó a salirle solo…


–¿No lo entiendes? Nunca me habría acostado contigo si no te amara. Así es como yo soy. Sé… sé que puede parecer que lo hice por Sol, pero no es así. Fue por ti.


Con la cara empapada en lágrimas, Paula empezó a temblar.


–Paula –dijo él y la abrazó, visiblemente conmovido–. Paula, querida…


–No sé por qué no he podido decirlo antes –continuó ella–. Quería hacerlo, pero…


–Lo entiendo –le interrumpió él–. Siempre lo he entendido –añadió con suavidad–. Es que nunca puedo evitar acelerar las cosas.


–Me sorprende que no me odies –señaló ella.


Pedro apretó los labios.


–Tal vez, esto te lo confirme mejor que cualquier palabra –
murmuró él, le quitó las gafas y la besó en las mejillas, en los ojos y en los labios.


Cuando, al fin, sus bocas se separaron, Paula estaba sin aliento y había dejado de llorar.


–Esto está sucediendo de verdad –musitó ella, mirándolo.


–Sí. Te amo –afirmó él–. Nunca me había sentido así antes, como si por fin hubiera encontrado lo que buscaba, como si el resto del mundo pudiera irse al infierno, siempre que te tenga a ti.


Pedro le recorrió los labios con la punta del dedo.


–Nunca te había dicho esto, ni a ti ni a nadie… pero mis padres estaban hechos el uno para el otro y yo llevo mucho tiempo buscando a mi media naranja. Tanto, que pensé que no iba a encontrarla nunca. Hasta que te conocí a ti.


–No tenía ni idea.


–Si te soy sincero, cuando te vi escalando la pared de mi casa supe que tenías algo especial…


Ella rió.


–No me preguntes por qué. Supongo que así pasan las cosas. Pero, cuando conseguí que aceptaras trabajar en Yewarra, estaba seguro de que sólo tú podías ser mi media naranja. Lo único que necesitaba era que comprendieras… que confiaras en mí.


Paula cerró los ojos y apoyó la cabeza en su hombro.


–Lo siento.


Pedro la besó con suavidad, luego, le tomó la mano y la condujo a los sofás, donde se sentaron abrazados.


–No lo sientas –dijo él–. Lo que tienes que hacer es casarte
conmigo.


–Es lo que más deseo, pero… –comenzó a decir Paula y se
interrumpió, incorporándose con brusquedad. Lo miró a los ojos con preocupación–. Sé que puedo ser una persona difícil…


–Y yo, también –aseguró él–. Lo he comprobado. Por ejemplo, siempre dices lo que piensas. Y eres peleona. Sin embargo, como yo soy un modelo de paciencia, calma y tolerancia, creo que podemos complementarnos bien.


–¿Paciencia? ¿Calma? ¿Tolerancia? –repitió Paula, mirándolo con incredulidad, y empezó a reír–. Por un instante, pensé que lo decías en serio. ¡Oh, Pedro, puedes ser muy impaciente e intolerante, pero también eres mi héroe y te quiero mucho!


Pedro la abrazó como si no quisiera dejarla marchar jamás. 


Y la magia comenzó a surtir efecto en ella… mientras un irresistible campo magnético los envolvía.


Podían haber estado en la luna, pensó Paula, mientras se deleitaban el uno con el otro. Era como si el mundo hubiera dejado de existir y lo único que importara era lo que habían encontrado en su amor.


Al fin, Pedro se apartó un poco.


–Tenemos que irnos.


–Sí –repuso ella y se colocó el pelo. Pedro se lo había soltado y había dejado por ahí tirados los pasadores–. Sí. Pero igual… a la gente le parece raro.


–No creo –negó él, la ayudó a ponerse en pie y le recolocó la
blusa–. Entraste con aspecto de ser la dama de hielo y ahora estás mucho más guapa. No creo que a nadie le importe.


Pedro –musitó ella, sonrojándose.


Él la besó, luego, la tomó de la mano y la llevó hacia la puerta, para demostrarle una vez más lo impredecible que podía ser.


Había varias personas en la zona de recepción, agrupadas
alrededor del mostrador de la entrada. Todos saludaron a Pedro con deferencia. Él les devolvió el saludo y llamó al ascensor.


–Geraldine, te presento a mi futura esposa –señaló él–. Se llama Paula. Ah, por cierto. Puede que no vuelva por aquí hasta dentro de un par de semanas o, tal vez, meses. Si hay algo urgente, llama a Rogelio Woodward. Él lo solucionará.


Hubo un silencio aplastante y a varias personas se les abrió la boca durante unos segundos, hasta que Geraldine se levantó de su puesto y se acercó para estrecharles la mano.


–¡Me alegro mucho por los dos! –exclamó Geraldine–. ¡Os deseo lo mejor!


Los demás empleados imitaron su gesto y, al fin, la pareja se
subió al ascensor.


–Pobre Rogelio –comentó ella, mientras bajaban al aparcamiento.


Pedro la miró sorprendido.


–Es probable que pronto empiece a tirarse de los pelos. Sé cómo se siente –explicó él–. Me disculpo por todos mis pecados anteriores – señaló, tomándola de las manos–. Pero tengo que decirte que hay algo que he estado a punto de hacer delante de todos y no puedo seguir conteniéndome.


Ella lo miró con gesto expectante.


–Esto –repuso él, la rodeó con sus brazos y comenzó a besarla.


Ninguno de los dos se dio cuenta de que el ascensor había
llegado y estaba parado con las puertas abiertas, hasta que alguien carraspeó a su lado.


Cuando separaron sus bocas, se dieron cuenta de que tenían un público de cuatro espectadores, uno de ellos con el dedo en el botón de apertura de las puertas.


–Disculpen, pero es que acabamos de decidir casarnos –explicó él, la tomó de la mano y la guió al aparcamiento.


Entonces, su público espontáneo comenzó a aplaudir.


Paula se sonrojó, pero también se rió, llena de amor, mientras se dirigían al Aston Martin.


A la mañana siguiente, cuando llegaron a Yewarra, todos estaban allí esperándolos: Daisy, la señora Preston, incluso el jardinero. Y, sobre todo, Armando.


El niño abrazó a Sol y a Pedro y, luego, se quedó mirando a Paula.


–No vais a iros más, ¿verdad, Paula? Esto no es lo mismo sin vosotras.


–No, te prometo que no nos iremos más –aseguró ella,
agachándose frente a él.


Satisfecho con su respuesta, Armando se volvió hacia Sol.


–¿Sabes qué? ¡Golly y Ginny han tenido bebés! ¿Quieres verlos? – preguntó el niño y los dos salieron corriendo juntos.







lunes, 21 de agosto de 2017

LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 23






-CÓMO has podido?


Paula y Pedro entraron en el estudio y cerraron la puerta. 


Era una noche ventosa y podía oírse cómo las ramas y las hojas se caían de los árboles afuera. También, se percibía el ruido de algún trueno distante.


Paula estaba perpleja y furiosa, a pesar de que su madre había recibido la noticia con efusivo entusiasmo antes de quedarse en silencio, al ver la expresión de su hija.


–Os dejaré solos –había señalado Maria, entonces, y se había ido al cuarto de los niños.


–Es lo que tú me habías dicho –repuso él, recostándose en la silla delante del escritorio–. Me dijiste que no tuviera en cuenta tus tonterías, pues podías ser muy cabezota a veces. ¿Recuerdas? –añadió, arqueando una ceja con gesto sardónico, y le dio un trago a la copa de coñac que se había servido.


Allí en el estudio de Pedro, sentada al otro lado del escritorio
delante de él, Paula no pudo evitar que habían vuelto a su antigua relación de jefe y empleada. Y ello la hirió profundamente.


–Me acuerdo muy bien –contestó ella con frustración y respiró hondo–. También recuerdo que hace unas pocas horas nada más estábamos haciendo el amor con pasión, aunque después te hayas empezado a comportar como si fueras de hielo. Lo último que esperaba escuchar era que yo lo hubiera planeado todo para casarme contigo.


–Pero así es, ¿no, Paula? Por Sol.


Paula se puso pálida.


–Eso tú ya lo sabías –susurró ella–. Incluso tú mismo afirmaste que necesitabas una madre para Armando y yo necesitaba seguridad para Sol.


Pedro se puso en pie, de pronto, y se acercó a uno de los cuadros que colgaban de la pared. Se quedó mirándolo. 


Era el de un pesquero con el nombre de Miranda.


–No sabía que me iba a sentir así.


Ella se quedó callada mientras Pedro observaba el cuadro con una mano en el bolsillo y el rostro impregnado de tensión.


–¿Cómo?


Él se giró hacia ella.


–Como si me hubiera llevado mi merecido. Después de haber tenido una vida de placer, en lo que se refiere a las mujeres, y de poder disfrutar de ellas sin ningún compromiso, al final, me he enamorado de la que no puedo tener.


–¿N-no me puedes tener? –preguntó ella con los ojos como
platos.


Pedro sonrió un momento, aunque sin alegría.


–Otra vez haces lo mismo, Paula. Estás repitiendo lo que yo he dicho.


–Porque no puedo creerlo. Tú… me tienes… No sé cuánto más quieres de mí –replicó ella con lágrimas de frustración.


Pedro se sentó delante de ella.


–Pensé que bastaría con tenerte bajo mis propias condiciones, Paula. Por eso, te convencí para que aceptaras el trabajo aquí, en Yewarra. Por eso… incidí en que necesitabas ofrecerle a Sol más seguridad. Y lo que he conseguido es que aceptes casarte conmigo sólo por el bien de tu hija, no por mí. No quería eso.


Paula soltó un grito sofocado y no pudo evitar recordar la primera vez que habían hecho el amor… la primera noche que habían pasado en el barco y la pesadilla que había tenido. Recordó la resistencia inicial que él había mostrado y que ella había preferido ignorar.


–Debiste haberme dicho esto entonces.


–Casi lo hice. Te dije que no era de piedra –contestó él con tono seco–. No fui capaz de admitir que me sentía como un tonto, que no sabía lo que me estaba pasando.


–¿Y qué te pasó esta mañana? –quiso saber ella.


–¿Esta mañana? Lo que quería esta mañana era oírte decir que me querías con locura.


Paula soltó un largo suspiro.


–Lo que no entiendo es por qué le has dicho a mi madre que
íbamos a casarnos.


–Me dejé llevar por mi diablo interior. Pero estoy dispuesto a
darte la protección de mi apellido si crees que eso te ayudará a proteger a Sol de su padre. Pero será un matrimonio de conveniencia –afirmó él y se encogió de hombros.


–¿Crees que es eso lo que quiero? –musitó ella, pálida.


–¿Me equivoco? –replicó él, arqueando una ceja.


Con labios temblorosos, Paula se levantó despacio.


Quería negar aquella acusación, decirle que no era eso lo que pretendía. ¿Pero por qué no podía confesarle que se había enamorado de él de pies a cabeza?


Tal vez, porque no tenía pruebas, pensó ella. Se dio cuenta de que, desde fuera, podía parecer que lo había planeado todo para pescarlo, por el bien de Sol.


O, quizá, la razón era que todavía no se sentía preparada para desnudar su alma delante de ningún hombre.


–No, no es lo que quiero –negó ella con voz apenas audible–.Pedro. Lo nuestro se ha terminado. No podría funcionar. Hay demasiados obstáculos –señaló y meneó la cabeza, mientras dos lágrimas le corrían por las mejillas–. En una ocasión, te dije que sería una locura tener algo juntos. Tenía razón. Aunque no te culpo por todo esto… Yo soy la única culpable –añadió y se giró–. Por favor, déjame ir – rogó.


–Paula…


Pero ella salió corriendo del estudio.