viernes, 11 de agosto de 2017

UNA CANCION: CAPITULO 24




Pedro se quedó inmóvil, sin decir nada.


—Me dio la impresión de que no estabas bien cuando hablé contigo por teléfono —dijo ella, como disculpándose—. Parecías otra persona. Me quedé muy preocupada y por eso decidí venir a verte.


Bueno, ya le había dado todas las explicaciones y justificaciones. Ahora todo dependía de él.


—No debías haber venido —repitió él de nuevo, mientras se oía el ruido de la lluvia cayendo sobre el tejado del porche.


—Pero estoy aquí —dijo ella con firmeza, consciente de que, bajo aquella imagen de tipo duro que quería dar, se ocultaba una gran angustia por la situación jurídica en que se hallaba.


Pedro dio un paso atrás y ella interpretó su gesto como una invitación a entrar en la casa.


El cuarto de estar estaba a oscuras, solo llegaba la débil luz de la cocina y de la lámpara que debía haber encendida en el estudio de Pedro. Pero él se dirigió hacia el sofá sin parecer darse cuenta de ello. Ella le siguió y se sentó a su lado.


—¿Estabas arriba, en el estudio?


—Sí, estaba mirando mi guitarra. No sé lo que esperaba de ella. Tal vez, que me hablase. No me atreví a tocarla. La dejé en la mesa aquel día que Joaquin subió a tocarla y allí ha estado desde entonces.


Ella le vio tan triste y melancólico que hubiera querido tener la forma de infundirle ánimos. Tal vez lo mejor sería dejarle hablar.


—¿Dónde está Joaquin? —preguntó él, como si de repente echara de menos a alguien.


—Está con Olga y Msnuel. Va a pasar la noche en su casa. Se lo estará pasando en grande. Sus abuelos le consienten todo. Estará viendo películas y leyendo cuentos hasta muy tarde.


—Eso es lo que suelen hacer todos los abuelos con sus nietos.


—Le quieren mucho, y eso es lo importante. Si Eduardo y yo nos hubiéramos casado…


Se interrumpió, dándose cuenta de que sus comentarios sobre Eduardo, estaban fuera de lugar en ese momento.


—Sigue, continúa —dijo Pedro como si aquello le interesase mucho.


—Si nos hubiéramos casado, habríamos ido con mucha más frecuencia a casa de sus padres.


Pedro bajó la vista y le miró las manos con gesto pensativo
—¿Cuándo te quitaste el anillo?


—Nunca he tenido ningún anillo —respondió ella un tanto avergonzada.


—Pero estuviste prometida, ¿no?


—No fue una declaración muy romántica que digamos. Cuando le dije que estaba embarazada, él dijo que lo mejor era que nos casáramos. Eso fue todo.


Al oír sus propias palabras, ella se dio cuenta de lo terribles que sonaban en la quietud de aquel cuarto. Era como si hubiera dado a entender que Eduardo no había querido casarse con ella.


¿Y no había sido así?


El silencio se adueñó de la estancia como un invasor furtivo.


—Voy a encender la chimenea —dijo él de pronto, levantándose del sofá.


Ella tenía frío y estaba deseando recibir un poco de calor. De la chimenea. o de él. Pedro encendió el fuego, apoyó el brazo en la repisa de la chimenea y se quedó mirando cómo las llamas iban avivándose poco a poco. Paula, al verle tan triste y abatido, no pudo permanecer sentada por más tiempo, se acercó a él y le tocó el brazo suavemente.


—¿Qué piensas hacer ahora?


—¿No has leído toda la historia en la revista? —preguntó él con sarcasmo.


—No. No me fiaba de lo que pudiera decir, por eso preferí que tú me la contaras.


Él se inclinó un poco hacia ella, pero sin llegar a tocarla.


—Tendré que ir a Texas dentro de unas semanas para las alegaciones y para preparar la defensa con mi abogado. Este juicio va a ser un quebradero de cabeza para todos.


Las llamas de la chimenea, con sus juegos de luces y sombras, modulaban los rasgos del rostro de Pedro, confiriéndoles un aire aún más varonil.


—¿Te refieres al acoso de la prensa y de la familia de Ashley?


—Me refiero a todo. A jurar decir toda la verdad, a tener que contar mi versión de los hechos ante un jurado, a eludir la publicidad de los medios. Va a ser un verdadero circo. Y lo más triste de todo es que, al final, nadie le va a devolver a su hija a esa familia.


No era la primera vez que ella se daba cuenta de su sensibilidad y de su alto sentido de la moralidad. La muerte de Ashley había truncado su carrera, pero él consideraba eso algo secundario y anteponía el dolor de la familia por encima de todo.


Paula llegó a la conclusión de que solo podía ayudarle de una manera. Le rodeó con sus brazos y le abrazó con fuerza a la vez que con ternura. Notó sus músculos tensos y rígidos. Por un instante, pensó que podría rechazarla, pero, en vez de eso, Pedro le acarició el pelo.


—Paula, ¿sabes bien lo que estás haciendo?


—Creo que sí —respondió ella mirándole a los ojos.


Él soltó un gemido y la besó en la boca. Había, en aquel beso, no solo pasión, sino también una gran dosis de desesperación y un deseo que ella no sabía si podría satisfacer.


El fuego de la chimenea había conseguido subir la temperatura del cuarto, casi tanto como el beso. Ella sintió que empezaba a sobrarle el suéter. Él intentó quitárselo mientras ella le desabrochaba la camisa.


Pedro le besó las manos y luego terminó de quitarle el suéter y la camiseta que llevaba debajo. Cuando ella consiguió por fin quitarle la camisa, él le abrió el cierre del sostén y le acarició los pechos con las manos. Sonrió complacida al ver sus primeros jadeos. Deseaba complacerle más que ninguna otra cosa en el mundo. Dejó caer el sujetador al suelo. Él la miró fijamente con ojos de deseo y la quitó toda la ropa hasta dejarla completamente desnuda. La luz de las llamas parecía bailar sobre su piel. Era un momento tan íntimo que ella hubiera querido que esa imagen quedara grabada en su mente como una huella indeleble.


—Aún tienes puestos los pantalones vaqueros —susurró ella.


—Si me los quito, no sé si sabría controlarme. Tal vez, acabaría esto demasiado rápido. Y además hay un pequeño problema. Me he dejado los preservativos en el dormitorio.


Pedro le estaba dando la oportunidad de pensárselo mejor, pero ella sabía que ya no había vuelta atrás. Lo amaba y quería demostrárselo aunque aún no pudiera decírselo con palabras.


—Puedo esperarte aquí o puedes llevarme contigo.


Sin dudarlo un momento, él la tomó en sus brazos y la llevó corriendo por el pasillo hacia su dormitorio. Al llegar allí, la dejó al borde de la cama. Luego, se quitó el cinturón con una mano mientras, con la otra, sacaba la caja de preservativos del cajón de la mesita de noche.


—Los compré la semana pasada, en previsión de que pudiera suceder esto — afirmó él.


En realidad, estaba diciendo que él no había ido a Thunder Canyon con la intención de acostarse con ninguna mujer.


Ella apartó la colcha y se metió entre las sábanas mientras él se quitaba las botas, los pantalones y los calzoncillos. 


Luego, él se acercó a la cama y ella le acarició las mejillas.


—Maldita sea, Paula, no sabes cómo te deseo.


—Yo también te deseo, Pedro.


Paula miró su cuerpo desnudo y comprobó que era verdad lo que le decía.


Ella quería satisfacer su deseo. Quería liberarle de la tensión y las preocupaciones que tenía. Quería darle su amor. Le acarició suavemente el miembro con la mano.


—Si sigues haciendo eso, no sé si voy a ser capaz de satisfacerte.


—Hazme el amor, Pedro. Ahora —replicó ella acariciándole con mayor descaro.


Él dejó escapar un gemido que más pareció el aullido de un animal salvaje. La miró fijamente a los ojos durante unos instantes para estar seguro de que ella deseaba hacerlo tanto como él. Sacó un preservativo de la caja y se lo puso. Luego apoyó las manos en sus hombros y se acopló encima de ella. Dentro de ella. Entró al principio suavemente como si temiera hacerle daño. Sabía que llevaba varios años sin estar con ningún hombre.


Pero ella estaba preparada para él. Lo había estado desde que le conoció.


Cuando él cerró los ojos, ella se preguntó si estaría sintiendo placer o estaría pensando en sus problemas. Pero sus dudas se disiparon cuando sintió su empuje apasionado. 


Penetrándola. Entrando y saliendo, cada vez con mayor fuerza y velocidad.


Ella quiso sentirle aún más íntimamente dentro de ella. Le envolvió con las piernas, alrededor de la cintura, como si quisiera enterrarle dentro para que no pudiera nunca salir de ella. Daba la sensación de ser dos cuerpos fundidos en uno solo.


—¡Más adentro! —exclamó ella al borde del clímax, atenazándole con las piernas.


Quería sentirle más hondo. Quería sentirle dentro del alma. 


Sintió unas convulsiones por todo el cuerpo, mientras pronunciaba su nombre entre gemidos y se agarraba a sus hombros con frenesí. Sintió un placer tan sublime que tuvo miedo de ser transportada a un lugar lejano del que tal vez ya no supiera encontrar el camino de regreso.


El orgasmo de Pedro tuvo lugar poco después del suyo. Le sintió estremecerse dentro de ella y deseó que aquel instante durara eternamente. Nunca había sentido antes nada igual.


Pedro permaneció después sin moverse y ella lo agradeció. Se sentía muy a gusto sintiendo el calor de su cuerpo pegado al suyo.


—¿Estás bien? —le susurró él al oído, dejándose caer a un lado después de unos minutos.


—Sí, estoy bien.


—Fue todo demasiado rápido. Tenía tantas ganas de tenerte…


—Yo también te deseaba con toda mi alma. No quiero que te alejes de mí.


Él le pasó la mano por la cara.


—¿De verdad quieres formar parte de todo ese circo de conferencias de prensa, declaraciones y reporteros gráficos poniéndote los micrófonos y las cámaras delante de la cara?


—Quiero ayudarte.


—Esta vida secreta que he llevado en Thunder Canyon puede terminar en cualquier momento. Alguien acabará reconociéndome en alguna parte. No puedo quedarme encerrado en esta casa por más tiempo. ¿Qué pasaría si nos vieran juntos? Creo que no sería muy agradable para ti ni para Joaquin. ¿Has pensado en eso?


—Ya me dijiste que lo pensara la tarde que estuvimos en el cine viendo la película.


—¿Y lo hiciste?


En realidad, no. Pero acababa de hacerlo en ese instante.


—Mi vida era una rutina antes de conocerte. Ahora, gracias a ti, he aprendido a disfrutar de las pequeñas cosas. A ser más feliz estando con Joaquin. A disfrutar del día a día. Tal vez ya no quiero pensar tanto en el mañana. Tal vez solo quiero disfrutar de estar contigo. Tú eres el que me dijiste que podríamos ser felices mientras estuvieras aquí.


Pero, ¿qué insensateces estaba diciendo? Ella no quería estar con él solo unos días o unas noches. Deseaba tenerlo para siempre. Estaba enamorada de Pedro Alfonso.


Seguramente, cientos de mujeres habían estado igualmente enamoradas de él, pero Pedro, sin embargo, no había vuelto a tener ninguna relación estable después de romper con Beatriz.


—No quiero que luego tengas que arrepentirte —dijo él.


—No me digas eso. Parece como si fuéramos a cometer un pecado.


Él la miró con mucha ternura y luego la estrechó en sus brazos.


—Si fuera un pecado, sería un pecado maravilloso.


Ella hubiera querido permanecer así toda la noche, abrazada a él, pero su sentido común le dijo que eso no era posible.


—Tengo que volver a casa. Olga y Manuel no saben dónde estoy. No podrían localizarme en caso de necesidad.


—Les podrías llamar con mi teléfono por satélite, pero se extrañarían de ver un número tan raro y te agobiarían a preguntas —dijo Pedro, y luego añadió poniéndole la mano en el hombro—. ¿Qué te parece si te acompaño a casa? Podríamos probar tu cama.


—¿Lo dices en serio? —dijo ella con una sonrisa.


—Naturalmente. Eso sí, tendría que despertarme pronto para salir temprano. No me gustaría que alguien me viera entrando o saliendo de tu apartamento. En estas ciudades pequeñas los rumores corren como la pólvora.


Ella hubiera querido decirle que no le importaban las habladurías de la gente.


Pero no hubiera sido del todo sincera. Cuando él se fuera, Jonah y ella tendrían que seguir viviendo allí.


Se puso de puntillas y le besó en los labios. Él la estrechó entre sus brazos y le devolvió el beso. Luego se apartó y la miró con cara de resignación.


—Tenemos que vestirnos.


Media hora después, llegaban a la entrada del apartamento de Paula.


Mientras abría la puerta, pensó en lo segura que se había sentido durante el camino sabiendo que llevaba a Pedro detrás de ella. No había sentido ningún miedo a los charcos, ni al barro del sendero ni a la lluvia que había seguido cayendo todo el tiempo. Eduardo nunca la había hecho sentirse así.


Respiró hondo. Sabía lo odiosas que eran las comparaciones. Eduardo había sido la rutina cotidiana, la realidad de la vida. Pedro era una fantasía y eso no debía olvidarlo.


Una fantasía que pareció adueñarse de nuevo de ella en cuanto cerró la puerta y él la tomó entre sus brazos y la besó. Parecía como si estuvieran simplemente reanudando las cosas donde las habían dejado antes. Él se quitó el sombrero y lo dejó en la mesa sonriendo.


—Esta vez procuraré que vaya todo como es debido para que no tengas queja de mí.


—¿Qué te hace pensar que tengo alguna queja de ti?


—Fue todo muy de prisa. A todas las mujeres os gusta que las cosas vayan con más calma.


Paula contuvo la respiración y alzó la barbilla con gesto desafiante.


Pedro, yo no soy como todas las mujeres.


Sus palabras parecieron caerle como un mazazo. Frunció el ceño y la miró detenidamente.


—No, no lo eres. Yo nunca te confundiría con otra mujer —dijo él, besándola en el cuello por detrás, y luego añadió mientras ella se quitaba el suéter—: Tienes la ropa mojada aún por la lluvia.


—En esta casa, no hay chimenea —replicó ella bromeando.


—Yo puedo calentarte mejor —dijo él con un brillo especial en la mirada.


Minutos después, la ropa de él y la de ella estaban desperdigadas por el suelo y los dos estaban besándose y abrazándose en el cuarto de estar.


Él le tocó los pechos y luego le acarició los pezones con los pulgares. Después, recorrió su vientre y su ombligo, primero con los labios y luego con la lengua.


Ella comenzó a sentirse como si estuviera a punto de desintegrarse en mil pedazos. Pensó que no podía esperar más. Sin embargo, aquellas caricias preliminares eran tan deliciosamente embriagadoras que no pudo detenerle. No quiso detenerle. Se estremeció al sentir los dedos de él abriéndose paso entre sus muslos. Luego vio cómo se arrodillaba ante ella, y le acariciaba con la lengua en su punto más íntimo y sensible. Le agarró con las dos manos del pelo para no perder el equilibrio. Sintió que le flaqueaban las piernas y que las paredes comenzaban a dar vueltas. 


Llegó rápidamente al orgasmo. Estaba tan extasiada que casi no se dio cuenta cuando él la levantó en vilo y la puso encima de la mesa. Cerró los ojos y oyó el sonido de un estuche de preservativos al rasgarse. En unos segundos, él entró dentro de ella, llenándola, satisfaciéndola, llevándola a un viaje erótico que había comenzado en la casa de la montaña. Ella enroscó las piernas alrededor de su cintura para sentirle más cerca y tener la sensación de estar fundida con él en un solo cuerpo.


Alcanzaron el orgasmo casi a la vez. A Paula no le habría importado que el mundo se hubiera hundido bajo sus pies en su momento. Ella estaba junto a Pedro y él estaba junto a ella.


Permanecieron así, sobre la mesa, un buen rato, con los cuerpos pegados, tratando de recobrar la respiración… hasta que sonó el teléfono. Los dos se miraron extrañados.


—Tengo que ir a ver quién llama —dijo ella preocupada—. Podría ser Olga.


Sin dejar que se bajara de la mesa, Pedro tomó el teléfono y se lo dio.


—Es Olga. ¿Qué habrá pasado? —exclamó ella al ver el número que aparecía en el display.


—Descuelga y lo sabrás —dijo él, recogiendo su ropa del suelo y dirigiéndose al cuarto de baño.


Paula se bajó de la mesa, tomó el suéter y se lo echó por los hombros. No le parecía bien hablar con Olga, estando completamente desnuda. Aunque fuese por teléfono.


—Hola.


—¿Paula? ¿Dónde te has metido? Llevo más de media hora tratando de localizarte.


—He estado fuera. ¿Por qué no me dejó un mensaje en el contestador?


Hubo un silencio. Paula temió que Olga pudiera preguntarle dónde había estado. Pero no lo hizo.


—Joaquin ha tenido una pesadilla y quería hablar contigo. Estaba muy angustiado.


—Pásemelo.


La voz de Joaquin se oyó en seguida al otro extremo de la línea.


—¿Mamá?


—Hola, cariño. ¿Qué te ocurre?


—Tuve un sueño.


—¿Y qué soñaste? —dijo ella tapándose un poco más con el suéter y agradeciendo que aún no se hubiesen popularizado los videoteléfonos en las casas.


—Iba paseando yo solo por la montaña y me caía —dijo Joaquin en voz baja—. Pero entonces llegaba Pedro, me agarraba muy fuerte y me salvaba.


—Ya veo. ¿Y yo? ¿No estaba contigo?


—No. Solo estaba Pedro.


—Bueno si Pedro te salvaba tampoco ha debido ser un sueño tan malo, ¿no?


—No, pero tuve mucho miedo. No quería estar solo en la montaña.


—Bueno ya pasó todo. ¿Crees que podrás volver a dormirte ahora o quieres que vaya a por ti?


Pedro entró en ese momento en la cocina. Parecía preocupado e incluso algo distante. Llevaba los pantalones vaqueros puestos, pero tenía la camisa desabrochada. Sintió deseos de volver a estar en sus brazos y pasar con él toda la noche. Pero Joaquin era lo primero.


—No, me quedaré aquí con los abuelos —dijo el niño.


—Estoy segura de que a Olga le gustará oír eso.


—¿Puedes cantarme una canción, mamá?


—Claro que sí. ¿Cuál quieres?


—La del niño y el perro —respondió Joaquin.


Paula miró con cierta timidez a Pedro, el hombre que había cantado ante millones de personas, y se puso a cantar a su hijo una de sus canciones favoritas.


Cuando terminó de cantarla, escuchó la voz de su hijo.


—Ya estoy mejor. Buenas noches, mamá.


—Buenas noches, Joaquin. Hasta mañana.


Olga se puso otra vez al teléfono.


—¿Vas a dormir en casa esta noche? Te lo digo por si se despierta otra vez.


—Sí, pasaré a recogerle por la mañana.


Paula colgó tras dar las buenas noches a Olga y miró a Pedro con cara de preocupación.


—Si hubieras tenido un teléfono móvil… —le dijo él.


—Nunca lo he necesitado. Olga siempre ha sabido dónde podría localizarme. Siento que nos hayan interrumpido —dijo ella, mientras él se abrochaba la camisa.


—No tienes por qué. Eres la madre de Joaquin y él tiene que ser lo más importante para ti.


Paula no supo qué decir. Sabía que la magia del momento se había roto definitivamente.


—¿Te apetece una cerveza o un café?


—No. Creo que será mejor que me vaya.


Pedro, podrías venir aquí a mi casa.


—Gracias por esta noche tan maravillosa, Paula —dijo él, acariciándole el pelo—. No sabes lo que esto ha significado para mí.


—Zane,Pedro no puedes seguir viviendo aislado en esa casa. Tienes que compartir tus problemas.


—Tengo que afrontar lo que se me viene encima: el juicio, el acoso de los medios… Y tú no puedes ayudarme en eso.


—Tienes miedo de que puedan empeorar las cosas, ¿verdad?


Ella creía ver ya los titulares de las revistas: «Alfonso comienza una nueva aventura mientras la familia de Ashley sufre».


Él se quedó callado y ella supo que no iba a dormir en sus brazos esa noche.


—¿Volverás a Thunder Canyon después de las primeras alegaciones en Texas?


—No lo sé todavía. No sé cuál va a ser la estrategia de mi abogado ni sé lo que me llevarán los preparativos de mi defensa.


Ella quiso decirle que estaría siempre a su lado, sin importarle los inconvenientes ni lo que pudiera pensar la gente. Pero pensó que era demasiado pronto para decirle una cosa así.


Pedro parecía cambiado desde la llamada telefónica.


Mientras habían estado haciendo el amor, le había notado relajado, pero ahora estaba a la defensiva, como si estuviera deseando marcharse. Pero ella no era de esas mujeres capaces de hacer cualquier cosa por retener a un hombre como Pedro Alfonso. Ella solo quería que estuviera con ella si lo deseaba, si sentía por ella algo tan profundo como lo que ella sentía por él.


Pedro la miró fijamente y le dio un beso corto, pero encendido de pasión. Luego, recogió el sombrero que había dejado en el otro extremo de la mesa donde habían hecho el amor.


—Te llamaré —dijo él, antes de salir por la puerta.


Aún con las piernas flaqueando por las emociones de la noche, Paula recogió del suelo el resto de la ropa y se llevó las manos a la cabeza, sollozando