lunes, 7 de agosto de 2017

UNA CANCION: CAPITULO 13




Después de salir del trabajo, Paula se dirigió en el todoterreno a casa de Olga y Manuel. Al llegar allí, se bajó del vehículo y subió corriendo las escaleras.


Pedro le había ayudado a colocar la sillita de Joaquin en el asiento de atrás. Estaba deseando recoger a su hijo y volver con Pedro. Esperaba que los padres de Eduardo no la entretuvieran mucho. Sin embargo, en cuanto entró en la casa se percató de que eso no iba a ser posible.


—¿Te has comprado un coche nuevo? —le dijo Manuel a modo de saludo.


Paula se imaginaba lo que él debía estar pensando. Manuel sabía muy bien que ella no podía permitirse el lujo de comprar un coche nuevo y menos aún de esa gama.


—No. Se me pinchó una rueda y un amigo me dejó este.


—Debe ser un buen amigo. Parece un gran coche —dijo Olga, mirando con mucha atención al todoterreno que había dejado aparcado justo a la entrada—. Daba unos pitidos cuando estabas aparcando. Debe estar equipado con eso que llaman sensores de proximidad.


—Sí, es muy moderno —replicó Paula.


—¿Me vas a montar en él? —preguntó Joaquin.


—Claro que sí. Ya tienes tu silla acoplada en el asiento de atrás.


—Joaquin nos ha contado que estuvo un hombre en tu apartamento y que estuvo jugando con él, haciendo un puzle —dijo Olga con aire receloso.


—Sí, es el amigo que me ha prestado el vehículo. Pero tengo que ir a devolvérselo esta noche. Me prometió cambiarme la rueda pinchada por la de repuesto, para que pueda volver en mi coche. Tendré que ir mañana a un taller a que me lo arreglen.


—Creo que sería mejor que comprases una rueda nueva —dijo Manuel—. O mejor dos. Es la única forma de conservar la alineación y el equilibrado.


Paula no podía permitirse el lujo de comprar un neumático nuevo y mucho menos dos. Eso se saldría de su presupuesto. A pesar de que había conseguido un nuevo trabajo con Erika Traub, tenía que ahorrar todo lo que pudiese. El empleo solo duraría unas semanas.


Por deferencia a los padres de Eduardo, se vio en la obligación de informarles de ello.


—He encontrado otro trabajo a tiempo parcial, pero solo me va a durar un mes.


—No sé entonces si te va a compensar —afirmó Olga.


—Yo creo que sí. Erika Traub me ha contratado para trabajar con ella en la organización del Frontier Days. Será una buena experiencia para mi currículum.


—¡Erika Traub! —exclamó Olga, intercambiando una mirada con su marido—. Sí, sé quién es. Es la esposa de ese médico cuyo hermano se casó aquí el mes de junio.
Claudio Traub, creo que se llama. Y su otro hermano, Edgardo, abrió aquí una oficina de su empresa, por esas mismas fechas. Algo relacionado con el petróleo, según creo.Debe ser una familia muy adinerada.


A Paula no le interesaban los rumores que corrían por toda la ciudad acerca de los Traub. Ya había tenido que escuchar bastantes. Ese mismo día, había oído en el restaurante que Javier Traub había regresado a Thunder Canyon para trabajar con su hermano Edgardo y que Rosa, su hermana pequeña, también había decidido trasladarse a la ciudad.


—¿Estás listo? —preguntó Paula a su hijo—. Tienes que contarme, por el camino, lo que has hecho hoy en el colegio.


Paula ayudó a Joaquin a ponerse la chaqueta mientras se despedía de su abuelo.


—¿Dónde conociste a ese hombre? —le preguntó Olga a Paula en voz baja.


—Vive alquilado en una de las casas a las que iba a limpiar.


—Así que esto viene ya de largo, ¿eh?


Paula, ofendida, sintió deseos de decirle que no había nada de lo que ella se imaginaba, pero cómo iba a decírselo después de los besos que se habían dado.


—No, nuestra amistad es muy reciente.


—Ten cuidado —le advirtió Olga—. Tienes un hijo en quien pensar.


—Sabe bien que para mí, Joaquin es lo primero —respondió Paula de modo cortante.


Olga se la quedó mirando durante unos segundos y luego asintió con la cabeza.


Después de despedirse y de los abrazos de rigor, Paula salió de la casa con Joaquin.


—Me gusta este coche —dijo Joaquin una vez sentado en su silla en el asiento de atrás.


—A mí también, pero no es nuestro. Ahora vamos a devolvérselo a Pedro y a recoger el nuestro.


—¿Vamos a ir a su casa?


—Sí.


Veinte minutos después, Paula aparcó el vehículo en la entrada de la casa de la montaña y ayudó a Jonah a bajarse. Pedro apareció en seguida con una amplia sonrisa en la cara y un sombrero Stetson para niños en la mano.


Cuando Joaquin lo vio, se fue corriendo hacia él.


Pedro le subió en brazos y le puso el sombrero en la cabeza.


—¿Qué tal, amigo? ¿Te gustaría jugar al rugby?


Joaquin miró a su madre, pidiendo su aprobación.


—¡Mira mamá, tengo un sombrero como el suyo! ¿Puedo jugar con Pedro al rugby?


—Tú también puedes jugar, si quieres —dijo Pedro a Paula.


—Nunca he jugado al rugby.


—Pero es muy buena recibiendo la pelota —dijo el niño.


—Eso habrá que verlo —dijo Pedro, y luego añadió mirándola a ella, mientras daban la vuelta a la casa en dirección al jardín—. Al final, pensé que no valía la pena arreglar el neumático y te compré dos nuevos. Hice también el equilibrado y la puesta a punto.


Pedro, yo no me puedo permitir esos gastos en este momento. Los neumáticos…


—Tranquila. Tú no tienes la culpa del pinchazo. El sendero de acceso está en muy mal estado y lleno de piedras. Tendrían que asfaltarlo urgentemente. Lo de la puesta a punto es cosa mía. No me gustaría que tuvieras un percance con el coche o te dejase tirada por la noche. Le habría cambiado yo mismo el aceite, pero no tenía aquí las herramientas necesarias.


Paula sabía que Pedro era de ese tipo de personas que se echaba a la espalda los problemas de los demás, pero no podía permitir que él se hiciera responsable de los suyos.


—Te pagaré los neumáticos. Tardaré algunos meses, pero te los pagaré.


—Sé que lo harás. Igual que sé que sería inútil tratar de convencerte de lo contrario, ¿verdad?


—Así es.


—Bueno. Vamos a jugar.


Paula no sabía gran cosa del rugby, pero estaba dispuesta a participar para que Joaquin se sintiese feliz. Además, había oído que en ese juego se agarraban unos a otros y le pareció una idea excitante practicarlo con Pedro.


Se lanzaron el balón, corrieron y se agarraron por la cintura, cayendo al suelo en más de una ocasión. Paula no sabía, a veces, si correr o dejar que Pedro la agarrase. Después de todo, esa noche se sentía a salvo, pues Joaquin estaba con ellos.


Una hora más tarde, cuando el sol se ocultó detrás de la montaña, Paula se agachó, puso las manos en las rodillas y respiró hondo para tratar de recobrar el aliento. Se lo habían pasado muy bien jugando al rugby. Especialmente, Joaquin. Pedro le había lanzado la pelota y le había placado varias veces. Los dos habían caído rodando por la hierba del jardín. Ella pensó que ese tipo de deportes era lo que un chico de cuatro años como él necesitaba para quemar las energías. Pedro también la había placado a ella un par de veces. En ambas ocasiones, había sentido la fuerza de sus brazos alrededor de la cintura y había deseado poderse quedar allí tumbada con él en la hierba, haciendo el amor locamente toda la noche.


Pero tenía que recordar que era una madre que estaba con su hijo.


Entraron en casa y ella se fue con Joaquin al cuarto de baño a lavarse las manos.


El niño se había vuelto a poner el sombrero que Pedro le había regalado. Olió un aroma delicioso impregnando toda la casa. Pedro debía estar preparando algo para cenar. Dejó a Joaquin terminando de lavarse las manos y se dirigió a la cocina para ver si podía ayudarle.


Pedro estaba junto a la placa de vitrocerámica, con las mangas de su camisa de franela remangadas.


—Estoy preparando un goulash. ¿Crees que le gustará a Joaquin? Yo lo hago con un salteado de verduras y magro de ternera con mucho tomate y pasta.


—¡Tomate y pasta! Le va a encantar.


Los dos se miraron en silencio durante unos segundos. Luego, él se fue al frigorífico, sacó una cerveza, la abrió y se la dio a ella.


—Siéntate ahí un rato en el sofá y relájate. Debes estar agotada. Has estado de pie toda la tarde en el trabajo y luego has tenido que jugar un partido de rugby de alta competición.


—Me gustaría ayudarte.


—No hace falta. Por cierto, le he comprado a Joaquin un juego de baloncesto para jugar en casa. Puedes ir a ver como lanza la pelota o a jugar con él. Os llamaré cuando la cena esté lista.


Paula se le quedó mirando fijamente.


—¿Sabes que eres un hombre encantador?


—¿Encantador? —exclamó él, frunciendo el ceño—. Espero que no te haya oído nadie. Mi reputación podría verse seriamente dañada. A ningún vaquero que se precie, le gustaría que le llamaran encantador. En fin, trataré de superarlo como pueda.


—Podría utilizar también otros calificativos —dijo ella, echándose a reír.


—¿Cómo por ejemplo?


—Todos esos que te dedican en las revistas: sexy, guapo, cañón.


Ella se sorprendió al verle ponerse colorado.


—Me está bien empleado, por haberte hecho la pregunta.


Ella se acercó a él un poco más, se puso de puntillas y le besó en la mejilla.


—Pero eres también encantador y eso es muy importante para mí.


—Sabes lo que me gustaría hacer ahora, ¿verdad?


—Creo adivinarlo —respondió ella con voz temblorosa—. Pero no olvides que tenemos un pequeño vigilante.


—¡Mamá, mamá! Ven a ver esto —exclamó Joaquin desde el cuarto de estar.


—Me parece que ya encontró el juego de baloncesto —replicó Pedro.


Y en el momento más inoportuno, pensó ella, yendo hacia donde estaba el niño.


Miró a su hijo lanzando entusiasmado la pelota de gomaespuma sobre la canasta de baloncesto. No pudo evitar recordar a Eduardo, sentado en su sillón favorito de cuero junto a la chimenea. A él nunca le habían gustado los niños, pero estaba convencida de que habría sido un buen padre para Joaquin.


La voz de Pedro la devolvió al presente. Ya tenía la cena hecha: el goulash, una ensalada para acompañar y unas rebanadas de pan crujiente.


Joaquin se puso a comer en seguida con mucho apetito.


—¿Quién te trae ahora la comida? —preguntó Paula a Pedro.


—Voy yo mismo al nuevo supermercado que han abierto en el centro comercial al lado de los multicines. Las cajeras tienen tanto trabajo que ni siquiera tienen tiempo de mirar a los clientes. Y, con el sombrero y la barba, paso desapercibido. Es realmente asombroso lo poco que se fija la gente en los demás cuando cree que no está delante de ningún famoso. A veces, la mejor forma de pasar desapercibido no es ocultarse, sino ir como una persona normal.


—Yo sé jugar muy bien al escondite —dijo Joaquin muy orgulloso, demostrando que no se había perdido una sola palabra de la conversación.


—Hay un montón de árboles en el jardín de atrás. Otra vez que vengas, podríamos jugar allí. Yo también sé jugar muy bien al escondite.


—Ya he terminado, mamá —dijo el niño, limpiándose la boca con el dorso de la mano.


—Veo que te gustan las comidas que hace Pedro—replicó ella, viendo el plato vacío de su hijo.


—Si estás cansado de jugar al baloncesto, hay una caja de pinturas debajo de la mesa de la televisión. Y también un cuaderno de dibujos para colorear.


Joaquin se bajó rápidamente de la silla y se fue corriendo al cuarto de estar. Sacó los lápices de colores y el cuaderno, se sentó en el suelo y se puso a pintar.


Paula sabía que Pedro era una gran estrella de la canción y que tendría dinero más que suficiente para comprar la luna si quisiera. Pero no quería sentirse en deuda con él. Ni quería tampoco que pensase que tenía que regalarle cosas a Joaquin para ganarse su afecto.


Tomó el plato, se levantó y lo llevó al fregadero.


Oyó entonces a Pedro acercándose a ella por detrás. Podía sentir el calor de su cuerpo.


Se sintió confusa, sin saber qué hacer. Su relación no tenía ningún futuro. Él era una estrella y ella solo una humilde madre soltera que trataba a duras penas de llegar a fin de mes. Y luego estaba la prensa sensacionalista. Podía imaginarse los titulares:
«¿Es la camarera una cazafortunas? ¿Va tras el dinero de Pedro Alfonso».


—¿En qué estás pensando, Paula? —preguntó él.


Ella dejó el plato en un seno del fregadero y se apartó el pelo de la cara.


—No sé cómo decírtelo sin que suene ofensivo.


—Dímelo como quieras —dijo él, poniéndole las manos en los hombros.


—Te agradezco que me hayas cambiado los neumáticos y que me hayas hecho la puesta a punto. Pero tardaré por lo menos seis meses en pagártelo.


—Ya te he dicho que no tienes por qué pagarme nada.


—Tengo que devolverte el dinero. Tampoco lo hubiera aceptado si fuéramos…


—¿Una pareja? —dijo él.


Ella se había metido sin querer en un embrollo del que no sabía ahora cómo salir.


—Yo no puedo permitirme comprarle a Joaquin esos juguetes y ese sombrero.
¡Ojalá pudiera! Todos los regalos que le has hecho son muy bonitos, pero quiero que comprendas que es mucho más importante el afecto que le demuestras, jugando con él. No necesitas comprarle nada para hacerle feliz y que se sienta a gusto contigo.


—Pensé que sería una buena idea comprarle algo con lo que se entretuviera.
Además, un vaquero no puede ir por ahí sin un buen sombrero —añadió él, con una de esas sonrisas irresistibles que lograba cautivar a los miles de personas que asistían a sus conciertos.


—Te lo agradezco, pero no quiero sentirme…


—¿Cómo? Parece como si te hubiera regalado un anillo de brillantes.


Ella se sintió conmovida por la forma tan generosa y cordial con que él se lo tomaba todo.


—Hay cosas que hacen más feliz a una persona que los regalos materiales. Cuando te pusiste a jugar con Joaquin, le hiciste feliz. Cuando me diste una cerveza y me dijiste que me sentara en el sofá mientras tú hacías la cena, me hiciste feliz. ¿Lo comprendes?


Pedro la miró fijamente con sus profundos ojos verdes. Él comprendía lo que ella le estaba diciendo. Y muchas cosas más.


—Paula… —le susurró al oído, acariciándole el hombro.


Ella supo al instante que iba a besarla. Pero, de repente, ambos se quedaron sorprendidos al escuchar el sonido que venía del estudio de Pedro, en la planta de arriba. Era el rasgueo de las cuerdas de una guitarra. Paula miró a Pedro y vio la impresión que le producía oír aquella notas inconexas. Estaba realmente afectado.


Tal vez, no había vuelto a tocar la guitarra desde que estaba allí. Él le había dicho que se le había ido la inspiración, que ya no tenía música ni poesía en la cabeza. ¿Le habría recordado el sonido de la guitarra los sucesos de aquella noche trágica de su último concierto?


Pedro se sobrepuso en seguida y puso una expresión inescrutable para que ella no pudiera saber lo que estaba sintiendo. Pero subió corriendo la escalera en dirección a su estudio. Paula le siguió, temerosa de lo que pudiera suceder. Sabía de sobra quién había sido «el compositor» de aquellas notas. En cierto modo, había sido culpa de ella. Joaquin siempre andaba buscando novedades. Debía haber estado
más pendiente de él y vigilar que se hubiera quedado pintando en el cuarto de estar.


¿Cómo se sentiría Pedro? ¿Estaría enfadado? Sería una pena que, después de lo bien que lo habían pasado, acabase mal la noche por una chiquillada.


Al llegar al estudio, vio a Joaquin sentado en el suelo aporreando las cuerdas de la guitarra. Miró en seguida a Pedro y vio su gesto de enfado. Su hijo había invadido un territorio sagrado, su sancta sanctorum. El ver a Joaquin con su guitarra debía traerle aquel recuerdo trágico que había truncado su carrera y le había dejado sin inspiración para componer sus canciones.


Paula, asustada, estuvo a punto de interponerse entre Pedro y Joaquin. Pero luego se tranquilizó al ver que parecía más calmado.


Pedro respiró hondo, se acercó al niño, tomó la guitarra y la dejó en la mesa.


Paula se dio cuenta de que ya era hora de marcharse, por muchas razones.


—Joaquin, no debes volver aquí otra vez. Este es un lugar privado de Pedro. Te he dicho mil veces que no debes tocar sin permiso las cosas de los demás.


Joaquin miró a su madre y luego a Pedro.


—Lo siento, Pedro —dijo el niño.


Pedro miró a Joaquin con ternura mientras le colocaba bien el sombrero.


—Baja y recoge las pinturas y el cuaderno —dijo Paula a su hijo—. Tenemos que irnos. Mañana tienes que ir al colegio.


—¿Cómo os vais tan pronto? —exclamó Pedro.


—Es tarde, tenemos que irnos. Vamos.


Joaquin se levantó del suelo, miró a Pedro y a su madre con cara de extrañeza y bajó luego corriendo las escaleras.


Pedro se quedó mirando a Paula como esperando alguna explicación.


—No estuvo bien que entrara en tu estudio y se pusiera a tocar la guitarra.


—Es solo un niño.


—Sí, pero debe conocer cuáles son los límites. Cuando vivíamos en casa de Olga y Manuel, ellos le consintieron demasiado. Por eso, me resulta ahora a mí más difícil educarle.


—A mí me da la impresión de que es muy obediente.


—Mi trabajo me ha costado —dijo ella—. Pero se puede echar a perder si se le compran todos los caprichos que quiere.


—Paula, por favor, solo han sido unas chucherías de nada.


—Para ti puede que no signifiquen nada, pero a mí, esas chucherías, como tú las llamas, pueden costarme varias horas de trabajo. Vivimos en mundos muy diferentes, Pedro.


—¿Y eso te molesta?


—A ti supongo que no, ¿por qué iba a molestarte? Un beso no supone ningún compromiso. Supongo que estarás acostumbrado a llevar una vida libre y sin complicaciones. Mi vida es muy distinta, Pedro. Soy una madre soltera con un hijo y tengo que trabajar duro para poder pagar las facturas a fin de mes. Tal vez, debería haberlo pensado mejor antes de…


—Traerme el café y los bollos —replicó él con ironía.


—Sí —replicó ella, desviando la mirada—. Pero será mejor que bajemos antes de que Joaquin pueda armarnos otra. No olvides que tiene solo cuatro años y medio.
Le gusta experimentarlo todo y se encariña fácilmente con la gente. Y no quiero que sufra más decepciones. Ya sufrió bastante cuando perdió a su padre.


Antes de que Pedro le recordara que Joaquin nunca había llegado a conocer a su padre y de que pudiera convencerla de que se quedase un poco más con él, bajó corriendo las escaleras para reunirse con su hijo. Sabía que salir de esa casa era lo mejor que podía hacer en ese momento.