sábado, 15 de julio de 2017
¿CUAL ES MI HIJA?: CAPITULO 19
Pedro se encontró a sí mismo colocándose al lado de Paula y entrando en la conversación.
—Ella está conmigo —afirmó dando a entender mucho más.
La charla que había mantenido con Paula sobre las citas le había recordado a Pedro lo infeliz que había sido ella en su matrimonio. Ojalá le hubiera contado algo a él. Deseaba que le tuviera confianza, pero lo cierto era que tampoco él se la había demostrado. Le había contado fragmentos sueltos de su pasado pero no la historia completa.
Cuando aquel estirado había hecho su aparición en el pasillo con ojos sólo para Paula, Pedro se había puesto inmediatamente en alerta.
Él llevaba semanas tratando de luchar contra la fascinación que sentía por Paula, y por eso comprendía que aquel tipo hubiera clavado la mirada en ella y no la hubiera apartado.
Tenía la sensación de que aquel hombre no estaba en el pasillo buscando libros para niños, así que decidió no perderlo de vista.
Paula abrió mucho los ojos, pero el hombre siguió en sus trece.
—¿No ha venido usted para la cita de los cinco minutos? —le preguntó a Paula ignorando por completo a Pedro.
Mirándolo de un modo que le dio a entender que no le había
gustado el modo en que había irrumpido, Paula negó con la cabeza y sonrió al desconocido.
—No, he venido solo para... Hemos venido a comprar libros
infantiles.
La mirada del hombre rubio se deslizó hacia la mano de Paula, en la que no había signo visible de anillo.
—¿Está usted comprometida? —le preguntó.
—No, pero no me interesan las citas de cinco minutos —
respondió ella negando con la cabeza.
Al escuchar su respuesta, el pretendiente de Paula se sacó una tarjeta de visita del bolsillo exterior de la chaqueta y se la tendió.
—En caso de que decida que le apetece tener una cita, llámeme — dijo guiñándole un ojo antes de dirigirse hacia la cafetería.
Cuando se hubo marchado, Paula se giró hacia Pedro.
—Sé hablar por mí misma, ¿sabes?
Pedro se sentía disgustado con la situación, y no comprendía aquel ataque de celos que nunca antes había experimentado.
—Pensé que te estaba ayudando —aseguró sin levantar la voz—. A menos que quieras meterte en esa cafetería y ponerte a la cola. Dijiste que no habías tenido ninguna cita desde...
—Eso no significa que no tenga intención de volver a salir nunca con nadie —lo interrumpió Paula con tono desafiante.
—¿Quieres tener una cita con él? —preguntó Pedro señalando la tarjeta que ella tenía en la mano.
—Siempre hay una posibilidad —respondió Paula sonriendo con picardía mientras la guardaba delicadamente en el bolso.
Pedro apretó la mandíbula. La complicidad que habían
compartido durante unos minutos había desaparecido.
¿Acaso le importaría mucho que ella saliera con otro hombre?
A la mañana siguiente, Ralph Marlowe, el hombre que se
encargaba de los caballos y de mantener el jardín impecable, le dijo a Paula en el establo:
—Es muy temprano para salir a montar. El sol todavía no ha
terminado de salir.
—He visto a Pedro salir y pensé que sería una buena idea.
La noche anterior, cuando salieron de la librería, había entre ellos una atmósfera pesada. Hicieron en silencio el trayecto hasta casa y tras acostar a las niñas no mantuvieron ninguna conversación. Ni siquiera se dieron las buenas noches. Por la mañana, cuando vio salir a Pedro en dirección al establo, decidió seguirlo para despejar el ambiente que había entre ellos.
—El señor Pedro cabalga a cualquier hora, de día o de noche, en verano o en invierno, llueva, nieve o haga sol.
Paula soltó una carcajada.
—Él es mucho mejor jinete que yo. ¿El camino que ha tomado es muy complicado?
—No, pero es que tampoco suele seguir el camino. Aunque puedo decirle hacia donde creo yo que se dirige.
—Eso estaría bien.
Abril y Mariana estaban durmiendo. Eleanora andaba por la
cocina preparando galletas. Aquella era una buena oportunidad para dar con Pedro y aclarar las cosas. Aunque no estaba muy segura de qué iba a decirle.
La noche anterior se había enfadado mucho con él por el modo en que se había comportado con el hombre que se había acercado a hablar con ella. Pero luego se dio cuenta de que tal vez Pedro sólo estuviera intentando protegerla. A veces no sabía a qué atenerse con él. Era difícil saber en qué estaba pensando... O qué sentía, menos cuando hablaba de su propio matrimonio. En eso siempre había sido muy claro con ella.
Amaba a Fran, y la admiración que Paula había visto en sus ojos la noche que su esposa dio a luz había sido algo real y verdadero.
Por suerte, Pedro había seguido el camino que ella había
recorrido con Giselle en alguna ocasión. A Paula le gustaría salir a montar más a menudo pero el día no tenía horas suficientes para hacer todo lo que quería hacer. Ni siquiera había tenido tiempo para acercarse a una tienda de informática y preguntar por algún técnico para que le echara un vistazo a su ordenador portátil, que llevaba tiempo sin funcionar.
A medida que Paula cabalgaba se iba envolviendo en la hierba que brotaba verde y fresca, en los cerezos a punto de florecer, en el cielo azul decorado con unas cuantas nubes blancas... Había filas y filas de cepas con uvas que volvían a la vida.
Paula dejó que el viento le revolviera el cabello. Tenía las manos frías por la brisa de la mañana, pero dejó de importarle en cuanto divisó a Pedro un poco más adelante.
Tenía un aspecto confiado, seguro de lo que estaba haciendo. Así era él. Si sabía a dónde quería ir, nada podría detenerlo. Paula lo había visto con las niñas, en la bodega y en el modo en que manejaba su vida.
No parecía necesitar a nadie, y lo entendía. Ella tampoco quería necesitar a nadie, pero a veces le hacía falta el oído de Carla, que tan bien sabía escuchar, sentir el brazo de la señora Carmichael alrededor de su hombro y desde luego los abrazos de Abril. Ahora también los de Mariana.
Cuando Paula llegó a la altura de Pedro, él redujo la velocidad y la miró fijamente.
—Has madrugado mucho —comentó.
—Ayer dijeron en las noticias que iba a hacer un día maravilloso.
—¿Por eso has salido a montar?
—Esa fue una de las razones.
—¿Y la otra?
Paula se revolvió en la silla y apretó las riendas.
—Hay veces en que no sé cómo actuar contigo. Anoche, cuando interviniste de pronto, no entendí la razón.
Por encima de sus cabezas se escuchaba el sonido lejano de un avión. La brisa jugueteaba entre los pinos, los cedros y la hierba. Todo volvía a la vida tras el frío invierno.
Pedro no dijo nada mientras subían la cima que daba a la parte sur de los viñedos. Al llegar, él desmontó, sujetó las riendas del animal y Paula hizo lo mismo.
Lo observó mientras contemplaba el riachuelo y las largas filas de viñedos. Llevaba puestos unos pantalones vaqueros y un jersey negro de cuello caja. Debajo asomaba el cuello de una camiseta. La brisa le apartaba el cabello de la cara, pero Pedro estaba de cara al viento, como si disfrutara de aquella sensación. Paula tenía la sensación de que era un hombre tremendamente sensual aunque ella sólo hubiera experimentado una décima parte de aquella sensualidad.
—Anoche intervine porque no quería que ese tipo de molestara. Fue después cuando me di cuenta de que tal vez estuvieras interesada.
—Para una mujer siempre es halagador saber que un hombre quiere salir con ella.
Pedro se dio la vuelta lentamente y dejó que su mirada resbalara desde su cabello hasta sus vaqueros ajustados, pasando por la chaqueta de franela que llevaba puesta. A pesar de la brisa y del frío de la mañana, Paula se sintió de pronto mucho más caliente.
—¿Vas a llamarlo?
—No —respondió ella acariciando arriba y abajo las riendas que tenía en la mano—. No me gustaba.
Sus miradas se cruzaron y se quedaron clavadas la una en la otra. Entonces Pedro le posó la mano sobre la que ella tenía sujetando las riendas.
—Estás fría.
Las manos de Pedro eran cálidas, llenas de fuerza, y le gustó sentirlas sobre las suyas.
—Sólo tengo frío en las manos.
Él soltó las riendas de su caballo, le tomó ambas manos y se las llevó a la cara. En un principio, Paula sintió que tenía las mejillas frías, pero luego se dio cuenta de que debajo de ellas había un calor innegable.
Tener las manos de Pedro sobre las suyas colocadas en su rostro le parecía un gesto más íntimo que besarse. Cuando él inclinó la cabeza y le besó la palma, Paula supo lo que era el calor de verdad. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo mientras los labios de Pedro se deslizaban por su mano. Se le escapó un gemido de la garganta, y sintió que le temblaban las rodillas mientras la lengua de Pedro hacía maravillas con las líneas de su palma.
Él no apartó los ojos de los suyos y Paula supo que así podía ver las reacciones que provocaba en ella. Sabía que no debería dejarle, pero no podía disimular. Del mismo modo que no podía seguir negando lo que sentía por él. Le atraía tanto...
Como si le hubiera leído el pensamiento, Pedro la atrajo hacia sí y la abrazó con fuerza de modo que la protegía del frío, de sus propios pensamientos y de cualquier cosa que pudiera interponerse entre ellos.
—Te sientes atraída por mí, y yo me siento atraído por ti —
murmuró él mientras sus labios se posaban sobre los suyos.
No había modo de negarlo. Paula no podía ignorar el modo en que se sentía cuando la abrazaba. No podía disimular cómo se sentía cuando Pedro entraba en una habitación. Ni cuando la besaba.
¿CUAL ES MI HIJA?: CAPITULO 18
Cuando Pedro regresó a casa estaba poniéndose ya el sol.
Sabía que tenía que arreglar las cosas con Paula. Ella no le había dirigido la palabra aquella mañana durante el desayuno y no había ido a la bodega en ningún momento a lo largo del día para hacerle ninguna consulta respecto a la boda. Pedro quería pasar algo de tiempo con ella, los dos solos, y se le había ocurrido una manera de conseguirlo.
Cuando entró en la cocina la encontró metiendo una bandeja en el horno.
—¿Dónde están las niñas? —le preguntó Pedro.
—Eleanor alas ha llevado al desván para buscar ropa de fiesta. Dijo que tenía un viejo baúl. Creo que lo que quería era tenerlas entretenidas porque no le gusta que estén cerca del horno cuando cocino.
—¿Qué estás haciendo?
—Pollo al chilindrón. Estará listo dentro de unos quince minutos.
El tono de Paula era amable pero parecía más educado que otra cosa.
—¿Qué te parecería ir esta noche a Lancaster conmigo? Hay una librería que me gusta mucho. A Mariana y a Abril les vendrían bien cuentos nuevos.
—No sé si...
—La tienda tiene una cafetería en la que preparan capuchinos. También tienen muñecas a juego con los libros y una sección de música.
—¿Quieres que vaya para impedir que les compres demasiadas cosas a las niñas? —le preguntó Paula con cierta sorna.
—No quiero excederme. Pensé que tú me ayudarías a evitarlo.
Ella sonrió muy, muy levemente. Y Pedro supo que no debía
presionarla.
—Quiero una tregua —añadió—. Ayer expusimos ambos nuestras posiciones con firmeza y parecieron opuestas, pero no estoy tan seguro de que lo sean.
—¿Quieres que hablemos delante de un capuchino?
—Por ejemplo.
Paula lo observó fijamente durante unos segundos y luego asintió con la cabeza.
—De acuerdo. No he visitado apenas la zona desde que estoy aquí. Debería empezar a conocerla.
Aquella tarde, mientras caminaban por los pasillos de la librería, la tensión que Paula sentía cuando estaba cerca de Pedro se suavizó un tanto.
—Me encanta este sitio.
—Ya te dije que era una buena librería. Esta noche, sin embargo, hay demasiada gente para ser martes.
La mayor parte de la clientela parecía haberse concentrado en la cafetería.
—¿Leías mucho de niño? —le preguntó Paula al acercarse a una de las estanterías de libros infantiles.
—Me gustaban más los libros divulgativos que la ficción, pero encontré muy interesante la trilogía de El señor de los anillos.
—Yo leía mucho. Supongo que cuando mis padres se divorciaron me sentí muy sola y me refugié en los libros.
—¿No volviste a ver a tus padres juntos después?
—Mi padre siempre me daba largas. Quedaba conmigo y luego cancelaba la cita. Después se mudó y no mantuvo el contacto. Me devolvían sin abrir las cartas que le enviaba.
Paula se detuvo bruscamente, temerosa de haberle contado
demasiadas cosas.
Pedro la miró como si esperara que siguiera hablando. Al ver que no era así, dijo:
—La mayoría de los libros divulgativos que leí estaban
relacionados con el proceso de fabricación del vino. Quería ser un experto, igual que mi padre.
—¿Qué ocurrió para que todo eso cambiara?
Pedro no respondió. De pronto ambos se vieron delante de un gran cartel colocado en medio del pasillo de la librería:
Noche del martes: Cita de los cinco minutos. Reúnase con los demás solteros en la cafetería.
—Claro, por eso hay tanta gente aquí —comentó Pedro tras soltar un silbido—. ¿Qué significa eso de la cita de los cinco minutos?
—He visto anuncios como este en Florida —explicó ella tras
echarle otro vistazo al cartel—. Aunque no en una librería.
Normalmente los ponen en los vestíbulos de los hoteles.
—¿Has ido alguna vez a una de esas citas?
—No, pero conozco a gente que sí. Los hombres se ponen en fila y las mujeres pasan cinco minutos con cada uno para ver si quieren salir con alguno.
La expresión de Pedro provocó en Paula una carcajada.
—¿Qué ocurre?
—Es una manera espantosa de conocer a alguien.
—Resulta muy difícil encontrar a la persona adecuada —aseguró ella metiéndose las manos en los bolsillos de la chaqueta—. Esto es un modo de intentarlo.
—¿Has salido con alguien desde que murió tu marido? —
preguntó Pedro tras echar un vistazo a la cafetería.
—No. ¿Y tú?
—No, yo tampoco —respondió él con voz profunda.
Paula tenía la sensación de que las razones de ambos habían sido muy distintas. Ella había querido concentrarse sólo en Abril. Eric le había hecho mucho daño y no sentía ningún deseo de pisar de nuevo aquel terreno, el terreno de las relaciones entre hombres y mujeres. En el caso de Pedro, sin embargo, Paula tenía la sensación de que el
recuerdo de su esposa era tan poderoso que no se le había pasado siquiera por la cabeza la posibilidad de estar con ninguna otra mujer.
—Dicen que salir con alguien puede ser muy divertido —dijo ella con alegría—. Tal vez nos estamos perdiendo algo.
—Las relaciones se acaban siempre complicando —respondió Pedro sacudiendo la cabeza—. Los hombres y las mujeres tienen diferentes expectativas.
—¿Como por ejemplo?
—Las mujeres quieren que sea para siempre, los hombres buscan diversión. Una noche.
—¿Pensabas eso cuando empezaste a salir con tu esposa?
—Nosotros no salimos en el sentido estricto de la expresión. No había la ansiedad ni el nerviosismo que conlleva conocer a alguien nuevo. Trabajábamos juntos, así que todo ocurrió con naturalidad. Empezamos a pasar más tiempo juntos y supimos que estábamos hechos el uno para el otro. ¿Cómo os conocisteis tu marido y tú?
Paula no quería recordar aquella noche. Las esperanzas que
nacieron en ella, los brincos que le daba el corazón por lo suave y encantador que se había mostrado Eric con ella...
—Nos conocimos en una fiesta. Y yo sí sentí mariposas en el estómago y nervios. Cuando empezamos a salir fue como un sueño: Flores, paseos en limusina, los mejores restaurantes...
Los ojos de Pedro reflejaron una emoción que ella no pudo
descifrar. Le había parecido que se trataba de algo parecido a la compasión, pero no podía ser, ya que él no sabía nada de su matrimonio. Y Paula tampoco pensaba contárselo.
Carla le había dicho una y otra vez que debería dejar a Eric.
Que no debería permitir que se aprovechara de ella. Pero a Paula le pareció que lo que hizo estuvo bien: Cuidar de él y procurar que estuviera a gusto sus últimos días. Y no quería que Pedro juzgara aquel Capítulo de su vida.
El ruido de la cafetería subió un par de escalas.
—Creo que a la gente se le ha subido ya el capuchino a la cabeza —dijo señalando la sección infantil con el dedo—. Al menos la parte de los niños está tranquila. Vamos a ver qué encontramos.
La sección de librería infantil no sólo tenía libros sino que además había muñecas que acompañaban a los cuentos, libros musicales y libros que se encendían.
Paula seleccionó un cuento del Doctor Seuss que Abril no tenía en su colección y otro de los osos amorosos que le faltaba a Mariana en la suya.
Pedro miró por encima de su hombro mientras ella pasaba las páginas antes de hacerse con el libro. Su mandíbula le rozaba casi la sien, y el aroma de su colonia se le introducía por la nariz. Aquella noche se había puesto un jersey verde y Paula supo que nada le gustaría más que estar entre sus brazos. Pero aquella era una fantasía que podía llegar a traerle muchos problemas. Era consciente de que cada vez que lo tenía cerca, en su estómago se desataba el vuelo de un sinfín de mariposas. Era consciente de que la atracción que sentía hacia Pedro se hacía más y más fuerte cada día.
Y también sabía que estaba empezando a confiar en él, al menos en lo que a las niñas se refería, de un modo como nunca había confiado en Eric.
—Ya conoces muy bien a Mariana —dijo él con su voz de
barítono, que retumbó dentro del interior de Paula con una intensidad que la asustó.
—Tú también conoces ya a Abril. Ayer estaba encantada cuando la llevaste a dar una vuelta con Prancer. Es una de las cosas que más le gustan. Dentro de poco, Mariana te dejará también que la subas a la silla.
—Gracias a Abril.
Sus miradas se cruzaron, y como si el calor que se generaba entre ellos fuera demasiado explosivo para la librería, Pedro dio un paso atrás y se giró para mirar otra estantería.
Aunque era consciente de que Pedro no estaba muy lejos, Paula se concentró en los libros infantiles como había hecho de niña.
Estaba hojeando un ejemplar ilustrado de Guillermo el travieso cuando alguien a su lado carraspeó.
Paula alzó los ojos.
Delante de ella había un hombre alto y rubio bastante guapo.
Tendría unos treinta y pocos años y resultaba muy atractivo con su hoyuelo en la barbilla y su fuerte mandíbula. Llevaba puesta una chaqueta y pantalones vaqueros y en aquellos momentos le estaba sonriendo a Paula.
—¿Sí? —dijo ella, preguntándose si estaría haciendo algo mal y aquel hombre era uno de los dependientes de la tienda.
—No he podido evitar fijarme en que está usted mirando los libros infantiles. ¿Tiene usted hijos?
Paula no supo qué decir. Estaba todavía en guardia.
—Lo siento —dijo el hombre riéndose con facilidad—. No suelo hacer preguntas así de personales, pero he venido a la cita de los cinco minutos y tengo un hijo de cinco años. ¿Va a venir a la cafetería a reunirse con nosotros? Me encantaría pasar cinco minutos con usted.
Un movimiento a la espalda del hombre captó la atención de
Paula. Pedro estaba allí, y ella habría dado un millón de dólares por saber qué le estaba pasando en aquel momento por la cabeza.
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