viernes, 7 de julio de 2017

PROMETIDA TEMPORAL: CAPITULO 17





—¿Qué? —Paula lo miró sin dar crédito a lo que oía—. ¿Te dejaron en el lago? ¿Solo? ¿Lo dices en serio?


Pedro sonrió, pero la sonrisa no llegó a sus ojos, que seguían oscuros e impenetrables.


—Totalmente en serio.


—No lo entiendo. ¿Qué pasó? —le preguntó con curiosidad—. ¿Qué edad tenías?


Era evidente que no quería hablar de ello y quizá debería haberlo dejado en paz, pero no podía hacerlo. Tenía la sensación de que lo ocurrido en el lago tenía vital importancia en que Pedro se convirtiera en la persona que era en la actualidad.


—Tenía diez años y se habían acabado las vacaciones. Todos estábamos listos para marchar, pero mis primos, mis hermanos y yo estábamos aprovechando los últimos minutos. Corríamos de un lado a otro perseguidos por mi pobre hermana Gia, que tenía solo cinco años. Ramiro se subió a un árbol para hacerla rabiar. Mis padres tardarían un buen rato en bajarlo de allí, así que decidí ir a ver un dique que había construido en el río. Parece ser que mientras yo no estaba, Ramiro se cayó del árbol y se rompió una pierna.


Paula se frotó su propia pierna y cerró los ojos con dolor. Le rompía el corazón pensar en el pobre Pedro, allí solo.


—¿Nadie se preguntó dónde estabas?


—Había muchos niños —hablaba como si fuera un guion que hubiera memorizado—. Todos pensaron que estaba con otra persona. Ramiro estaba bastante mal, por lo que mis padres pasaron la noche en el hospital con él, por eso no se dieron cuenta de que nadie se había hecho cargo de mí.


Comprendía la decisión de sus padres. En su caso, sin embargo, su madre no había estado a su lado. Había sido su abuela la que no se había separado de su lado en ningún momento.


—¿Cuándo se dieron cuenta de que no estabas?


—Al día siguiente a última hora, cuando volvieron a la ciudad.


—Qué horror —Paula se mordisqueó el labio—. Pobre Elisa, debió de pasarlo muy mal.


Pedro le lanzó una mirada de frustración.


—¿Pobre Elisa? ¿Y qué pasa del pobre Pedro?


—Tienes razón —toda la razón—. Pobre Pedro. Lo siento mucho.


Parecía un león herido y Paula no pudo resistirse a la tentación de consolarlo. Se acercó a él con la misma cautela con la que se aproximaría a un animal salvaje. Al
principio pensó que se apartaría, pero no lo hizo. No la animó a ofrecerle consuelo, aunque tampoco lo rechazó.


Deslizó las manos por su pecho, después se puso de puntillas y no titubeó antes de besarlo. Sus bocas se unieron, encajaban con la misma perfección que sus cuerpos. Había sido así desde el principio, lo que hizo que Paula se preguntara si habrían podido tener algo serio si las circunstancias hubieran sido otras.


Era un sueño hermoso, pero nada más que eso y dolía mucho más de lo que habría creído posible. Él comenzó a besarla con más pasión, con el fin de llevarlo más allá. Si el anillo, el champán y el compromiso hubiesen sido de verdad, nada le habría impedido caer en la tentación. Pero nada era real y por eso se obligó a retirarse.


No estaba preparada para hacerlo, al menos hasta que asimilara los cambios que había experimentado su relación. 


Quizá Pedro no se hubiera dado cuenta, pero la decisión de hacer el amor sería solo de ella. Ella sería la que pondría las condiciones.


Pedro resopló con resignación.


—Deja que adivine. ¿Más preguntas?


—Eso me temo.


—Adelante.


—¿Qué hiciste cuando volviste y te diste cuenta de que todo el mundo se había ido? —le preguntó con verdadera curiosidad.


—Me senté y esperé durante unas horas. Después me entró hambre, pero la casa estaba cerrada, así que pensé que quizá me estaban castigando por haberme marchado en lugar de quedarme donde me habían dicho y llegué a la conclusión de que debía encontrar el camino de vuelta.


Paula abrió la boca con asombro y horror.


—Dios mío. ¿No se te ocurriría…?


—¿Hacer autostop? Exacto. En ese momento me pareció lógico y sencillo. Solo tenía que ir del lago a San Francisco. Lo más duro fue ir caminando hasta la autopista. Y encontrar comida.


Paula apenas podía creer lo que oía.


—¿Cómo lo hiciste?


—Me encontré con un camping en el que no había nadie, así que les quité un poco de comida y agua.


—Conseguiste llegar a tu casa, ¿verdad?


—Tardé tres días, pero sí. En un tramo del viaje me colé en un autobús. Lo peor era encontrar excusas para explicar por qué estaba solo.


—Tus padres debían de estar histéricos.


Pedro llenó las copas de nuevo.


—Por decirlo suavemente.


—¿Y desde entonces?


La miró detenidamente por encima del borde de la copa.


—¿Desde entonces… qué?


—Desde entonces eres increíblemente independiente y te niegas a depender de nadie que no seas tú mismo.


—Siempre fui así. Aquello no cambió nada.


—Vamos, Pedro. Seguro que te sentiste aterrado cuando te diste cuenta de que te habían dejado solo. Toda tu familia, en quien confiabas, te había abandonado.


—No tardé en superarlo —dijo con frialdad—. Además, no me abandonaron.


—Pero tú creías que sí —insistió ella—. Y eso explica mucho de ti.


—No me gusta que me psicoanalicen.


—A mí tampoco. Pero al menos ahora entiendo por qué te empeñas en mantener a todo el mundo a distancia y tienes tanto afán en controlarlo todo —debió de ser terrible estar casado con alguien como Laura, una experta en manipular las emociones y siempre empeñada también en controlarlo todo—. ¿Le contaste esa aventura a tu mujer?


—A Laura no le interesaba el pasado; vivía el presente y planeaba el futuro. Aunque se lo hubiese contado, no creo que hubiese cambiado nada.


Eso era cierto.


—Para mí sí cambia las cosas —murmuró Paula.


—¿Por qué?


Porque dejaba clara una cosa. Su relación jamás podría funcionar. Alguien con una naturaleza tan independiente siempre se rebelaría contra cualquier tipo de compromiso a largo plazo. La experiencia del lago le había enseñado a confiar solo en sí mismo. Jamás podría confiar en ella en cuanto supiera quién era y Paula tenía la sensación de que, cuando alguien perdía la confianza de Pedro, no podía recuperarse.


También le llamaba la atención que huyese de lo que ella llevaba deseando toda la vida. Una familia, la sensación de formar parte de algo, de tener un hogar. Su abuela había sido generosa y cariñosa con ella, pero nunca había sido una persona demasiado sociable. Había vivido en una tranquila granja, lejos de cualquier pueblo. Paula se había quedado con ella por cariño, pero con el paso de los años había ido creciendo su deseo de conocer otra cosa. Esa otra cosa era precisamente lo que Pedro había rechazado. 


Durante el último año de vida de su abuela, Paula había ideado un plan: primero encontraría a su padre, luego buscaría trabajo en una organización de ayuda a los animales en la que podría dar rienda a su verdadera pasión… salvar animales como Kiko.


La única duda era… ¿cómo demonios iba a salir de la situación en la que se encontraba? En realidad la respuesta era muy sencilla. Lo único que tenía que hacer era contarle a Pedro que era la hermana de Laura y su compromiso quedaría anulado de inmediato. Después podría acceder o no a hacer lo que le pidiera. Y ése sería el final de la historia.


Por el momento necesitaba saber cuánto tiempo tenía pensado prolongar aquel falso compromiso y qué clase de final tenía planeado. Porque, conociendo a Pedro, sin duda tendría un plan.


—Tengo una última pregunta —anunció.


—Pues yo ya no quiero responder a nada más. En estos momentos solo deseo una cosa —dejó la copa sobre la mesa, se dio media vuelta y le lanzó una mirada ardiente—. A ti.


¿Cómo había podido creer que podría controlar a aquel hombre? Parecía que era tan tonta como Laura.


—No creo que…


—No me importa lo que creas —dijo, acercándose a ella—. Ni siquiera me importa ya si quieres ponerte o no el anillo. Lo único que importa es lo que deseamos los dos desde el momento que nos conocimos.


Sin decir nada más, tomó a Paula en sus brazos y la levantó del suelo.


—¿Vas a hacerme el amor?


—Sí.


—¿Aunque eso signifique romper la promesa que le hiciste a Primo? —siguió preguntándole mientras la llevaba al dormitorio.


—Ya no. Te he puesto un anillo de compromiso, así que ya estamos prometidos oficialmente.


—Pedro…


La dejó sobre la cama y se tumbó junto a ella.


—¿De verdad quieres que pare?


La pregunta quedó flotando en el aire como una tentación. 


Era la hora de la verdad. Paula no quería que parase. Hacía solo unos días no habría podido imaginarse en la cama con el marido de Laura. Sin embargo ahora…


Ahora no encontraba fuerzas para resistirse. Sabía que estaba mal, muy mal. Pero jamás había sentido nada tan maravilloso. Todo su ser vibraba cuando estaban juntos porque entre ellos había una conexión inexplicable que aumentaba a cada segundo.


—No quiero que pares —admitió—. Pero tampoco quiero que te arrepientas después.


—¿Por qué iba a arrepentirme? —dijo con una sonrisa en los labios—. Esto ayudará a disipar la tensión que hay entre nosotros.


—O lo empeorará todo.


Pedro se inclinó sobre ella y comenzó a besarla en ese punto débil que era la unión del cuello y el hombro.


—¿Te parece que esto es empeorar?


De los labios de Paula salió un gemido.


—Eso no es lo que quería decir.


—¿Y esto?


—Me refería a cuando continuemos cada uno por nuestro lado —consiguió decir—. Esto hará que sea más difícil.


—Nos dará algo bueno que recordar cuando nos separemos.


—Pero nos separaremos, ¿lo entiendes, verdad?


Siguió cubriéndole el cuello de besos.


—Eso debería decirlo yo.


—Solo quiero dejarlo claro.


—Muy bien. Ya lo tenemos claro los dos.


—Debería decirte algo antes de que sigamos.


Pedro se sentó en la cama con un suspiro y dejó que el aire llegara hasta Paula. Encendió la lamparita de la mesilla, que llenó todo de luz.


—¿Podrías apagar la luz? —le pidió Paula.


—¿Por qué?


—Me resulta más fácil decir lo que te voy a decir a oscuras.


—Está bien —dijo antes de apagar—. Habla.


—Creo que es justo que te avise de que nunca antes he hecho esto —confesó rápidamente.


Se hizo un intenso silencio.


—¿Quieres decir que nunca has tenido una aventura con alguien a quien conocieras desde hace tan poco tiempo? 


Eso es a lo que te refieres, ¿verdad?


—Sí, eso también.


Lo oyó maldecir entre dientes.


—¿Eres virgen?


—Más o menos.


—Que yo sepa, no se puede ser más o menos virgen. O lo eres o no lo eres.


Paula tomó aire.


—Sí, soy virgen. ¿Tanto importa?


—Me gustaría decir que no, pero estaría mintiendo —se levantó de la cama—. Primo no habría necesitado poner ningún tipo de condiciones, solo tenías que decir esas palabras y no te habría puesto las manos encima.






PROMETIDA TEMPORAL: CAPITULO 16




—No me habías dicho que la semana que viene vamos a ir al lago con tu familia —le dijo Paula.


—Lo siento —se disculpó él abriéndole la puerta de su casa—. ¿Tienes algún inconveniente?


Apenas había pronunciado algunos monosílabos desde que habían salido de casa de Primo y Pedro no sabía si alegrarse de que por fin volviera a hablar. Estaba claro que algo la tenía preocupada. Si se trataba de la excursión al lago, intentaría arreglarlo y consideraría que la velada había ido razonablemente bien. Si no…


—No. Pero me habría gustado que me avisaras.


Seguía sin mirarlo, lo que quería decir que su silencio no se debía al viaje al lago. Debía tratar de averiguar de qué se trataba, pero no yendo directamente al grano, por supuesto.


—No quiero que la noche termine todavía. ¿Por qué no salimos al patio un rato?


Paula titubeó. Otra mala señal.


—De acuerdo —dijo finalmente.


Pedro sacó una botella del refrigerador y dos copas antes de seguirla al patio.


—No sé por qué, pero esto me resulta familiar —comentó ella, dedicándole una sonrisa llena de encanto femenino.


—Pues no es exactamente lo que yo tenía planeado.


Paula miró bien la botella y luego a él, muy seria.


—¿Champán? ¿Estamos celebrando algo?


—Depende de lo que digas ahora —se sacó una cajita de terciopelo del bolsillo y la abrió para que viera el anillo que había dentro—. No podía esperar hasta el lunes —explicó al ver su sorpresa—. Me ha sido difícil incluso esperar hasta ahora.


—Pero, Pedro. ¿Qué has hecho?


La miró detenidamente, frunciendo el ceño.


—Sabías que iba a hacerlo, lo único que he hecho ha sido adelantarme un poco a lo previsto. Después de lo de anoche.


Eso la hizo sonrojar, algo que Pedro encontró fascinante. 


Seguramente no tenía por costumbre pasearse desnuda a la luz de la luna. Una lástima porque era una maravilla.


La vio dar un paso atrás. Mala señal.


—Pero…


—Pero ¿qué?


Resistió la tentación de seguirla y se limitó a dejar el anillo sobre la mesa, junto al champán. Se dio cuenta de pronto de que se había centrado por completo en lo que él necesitaba y no había tenido en cuenta las necesidades de Paula. El anillo y todo lo demás podía esperar. Quería que Paula disfrutara de su primera vez juntos, no que estuviera distraída por las preocupaciones.


—Apenas has hablado en el camino de vuelta, así que deduzco que estás preocupada por algo. ¿Por qué no me dices de qué se trata?


Se acercó a ella y le tomó la mano entre las suyas. Era una maravillosa sensación tenerla así. ¿Por qué su familia se empeñaba en rodear de misticismo y de magia algo tan sencillo como la reacción química de la atracción sexual?


—¿Qué pasa, Paula?


Ella fijó la mirada en la mesa.


—La única razón por la que me has comprado el anillo y el champán es para poder hacer el amor conmigo.


Pedro cerró los ojos. Acababa de desnudar la fría verdad de lo que él había querido ver como un gesto romántico.


—Pensé que…


Ella lo interrumpió sin titubear.


—Pensaste que como me pagas por mis servicios, bastaría con una botella de champán y un anillo. Lo entiendo. Todo esto no es real, ¿por qué fingir que es algo más que sexo, no?


Pedro le soltó las manos.


—Dios.


—Yo también quiero hacer el amor contigo, pero esto —se estremeció—. Un anillo de compromiso es algo real y muy serio, igual que el matrimonio, pero tú te lo tomas como si fuera un juego, o una manera de llevarme a la cama.


Tuvo que hacer un esfuerzo por contener la ira que provocaron aquellas palabras.


—Soy perfectamente consciente de que el matrimonio no es ningún juego. Lo sé por experiencia, por si no lo recuerdas.


Paula se alejó de él, escondiéndose en las sombras, de manera que Pedro no podía ver bien la expresión de su rostro.


—Me contrataste para hacer un trabajo, para que fingiera que estábamos prometidos delante de tu familia y accedí a hacerlo a pesar de que mentir va en contra de mis principios. No me contrataste para que me acostara contigo.


—Jamás haría nada semejante —su ira se había descontrolado—. Por nada del mundo pondría fin a esa parte de nuestra relación. Sería un insulto para ambos.


—Sin embargo me ofreces ese anillo para poder llevarme a la cama. A mí desde luego me parece que eso es ponerle precio.


Entonces sí fue tras ella y la estrechó en sus brazos.


—Sabes perfectamente por qué te he dado el anillo. No voy a romper la promesa que le hice a Primo, pero me muero de ganas de hacer el amor contigo y no puedo hacerlo hasta que estemos prometidos de manera oficial, algo que íbamos a hacer tarde o temprano, así que pensé, ¿por qué no ahora? Esta mañana desperté a Sebastian para que abriera Alfonso Exclusive y elegí un anillo para ti, uno que me recordaba a ti porque parece estar hecho a medida para ti.


Vio en su rostro que había conseguido llegar a ella con sus palabras. Volvió a mirar a la mesa, pero esa vez con curiosidad y con un anhelo que le rompía el alma.


—No voy a dejar que me compres.


—No pretendo hacerlo —la ira desapareció, pero Pedro no comprendía por qué aquella mujer le provocaba unas emociones tan intensas. Nunca le había pasado nada semejante—. Por lo que a mí respecta, lo que ocurra en la cama no tiene nada que ver con el hecho de que estés fingiendo ser mi prometida. Si nos hubiésemos conocido en otras circunstancias, habríamos acabado acostándonos de todos modos. Pero entonces no te habría regalado el anillo.


—Enséñamelo —dijo ella, después de respirar hondo.


No solo se lo enseñó, sino que se lo puso y dejó que las piedras que lo formaban adquirieran vida en su dedo. El diamante central tenía un increíble brillo azul y a cada lado había una línea de otros diamantes colocados en disminución. Los dos últimos eran tan claros y brillantes como los ojos de Paula. Estaban engarzados en un delicado diseño de platino que le habían parecido el perfecto reflejo de su personalidad.


—Es… —Paula tuvo que aclararse la garganta para poder hablar—. Es el anillo más bonito que he visto en mi vida.


—Es de la colección Eternity.


Ella levantó la mirada al oír eso.


—¿La que estabais presentando cuando nos conocimos?


—Esa misma. Son todos diseños únicos y cada uno tiene su propio nombre.


—¿Cómo se llama esto? —Paula titubeó antes de preguntárselo, algo que Pedro no comprendió porque era una pregunta obvia. Pero claro, había muchas cosas que no sabía sobre los sentimientos de las mujeres.


—Se llama Una vez en la vida.


—Es perfecto —tenía los ojos llenos de lágrimas—. Pero supongo que sabes que no puedo aceptarlo.


Estaba claro. No comprendía a las mujeres y nunca lo haría.


—No, no lo sé. ¿No puedes aceptar ningún anillo que yo te regalé, o éste en particular?


De sus ojos cayó una lágrima que a punto estuvo de hacer que Pedro se arrodillara ante ella.


—Éste —tuvo que parar para tratar de controlar sus emociones—. No puedo aceptar éste.


—¿Por qué demonios?


—Por el nombre.


—No hablas en serio —dijo de manera impulsiva, pero enseguida adoptó un tono de voz más conciliador—. Si no te gusta el nombre, podemos cambiárselo. Menudo problema.


Ella meneó la cabeza, derramando un par de lágrimas más que brillaban sobre su rostro casi con la misma intensidad que los diamantes.


—Sería un error, seguro que lo comprendes.


—No, no lo comprendo —por más que lo intentó, no consiguió mantener la calma—. Es parte del trabajo y podrás quedártelo cuando todo esto acabe.


Eso bastó para que se lo quitara del dedo inmediatamente.


—De eso nada. No podría aceptarlo.


—Fue lo que acordamos desde el principio.


Ella lo miró de frente, con dignidad.


—Es excesivo y ensuciaría su significado. Lo siento, Pedro —dijo devolviéndole la sortija—. No puedo aceptarlo.


«¡Maldita sea!».


—Tienes que llevarlo para hacer bien el trabajo. Después podrás quedártelo o no, lo que decidas. Si no lo quieres, te daré el equivalente en efectivo.


Paula se mordió el labio inferior con nerviosismo.


—Creo que ha llegado el momento de modificar el acuerdo inicial. Cuando me dijiste que podría quedarme el anillo de compromiso, no pensé que habláramos de algo de este calibre.


—Si te diera algo de menos valor, mi familia sospecharía de inmediato.


—Por eso accedo a ponérmelo —se apartó de él y se miró la palma de la mano—. Pero sería mejor algo más pequeño, que no tuviera nombre.


—Sebastian ya sabe el anillo que he elegido y le parecería muy raro que lo cambiara —no le dio la oportunidad de buscar más excusas. Agarró el anillo y volvió a ponérselo.


Afortunadamente, esa vez se lo dejó.


Pero la suerte duró poco.


—En cuanto a lo de modificar el compromiso…


—¿Qué es lo que quieres?


Paula lo miró estupefacta, y Pedro no comprendió por qué de pronto se oscureció la expresión de su rostro y desapareció de ella toda emoción.


—No quiero tu dinero, Pedro Alfonso —dijo con una voz igualmente fría y carente de sentimiento—. Puedes quedarte con el anillo y con el efectivo. Solo quiero que me hagas un favor.


—¿Qué favor?


—Te lo diré cuando haya cumplido con mi trabajo y todo haya acabado. Antes no.


—Me gustaría tener una idea de qué se trata —replicó él.


—De algo que podrás hacer por mí o no, lo decidirás en su momento.


Pedro se paró a pensar un segundo.


—¿Tiene algo que ver con la persona que estás buscando?


—Sí.


Aquello no tenía ningún sentido.


—Ya te dije que te ayudaría en todo lo que pudiese y estoy encantado de hacerlo. Pero te contraté para que hicieras un trabajo y es justo que te pague por ello.


Ella volvió a interrumpirlo.


—No se trata solo de que te dé un nombre para que Julio investigue. Hay algo más, algo que tiene mucho más valor para mí que tu anillo o tu dinero.


—Me parece que eso lo decidiré cuando llegue el momento. Si lo que me pides no me parece que sea suficiente retribución para ti, te pagaré. Si no quieres el anillo, muy bien y, si no quieres el dinero, puedes donarlo a una organización benéfica.


Pero Paula no reaccionó.


—¿Aceptas mis condiciones, o no?


Dependía de lo que fuera el favor, pero por el momento le parecía bastante razonable, aunque tenía la sospecha de que tarde o temprano descubriría la trampa. Tenía que haber una trampa. Eso era algo que había aprendido durante su matrimonio, pero también de algunas mujeres que habían precedido a su exmujer, y de otras que había habido después. Cuando uno estaba soltero y pertenecía a una familia como los Alfonso, siempre se trataba de lo que pudiera darle a una mujer. Una vez casados, Laura se había despojado de su disfraz de inocencia y se lo había demostrado claramente. Bueno, cuando descubriera la trampa de Paula se enfrentaría a ella, pero tenía la certeza de que sucedería.


—Claro —asintió con un cinismo que no sabía si ella percibiría—. Si está en mi mano hacer lo que me pidas, lo haré encantado.


—El tiempo lo dirá —murmuró ella—. Tengo otra petición.


—No te pases, Paula —aquella advertencia no tuvo el menor impacto en ella.


—Me estaba preguntando algo y esperaba que pudiéramos hablar de ello.


—No me tengas en vilo.


—¿Qué pasó en el lago cuando Ramiro se rompió la pierna?


—Dios. ¿Eso es lo que te ha tenido preocupada toda la noche?


—¿Qué te hace pensar que estaba preocupada por algo? —preguntó, ofendida.


—No sé, puede que el largo silencio en el viaje de vuelta, o que has estado inquieta desde la conversación con Ramiro.


No debería haber mencionado a su hermano porque solo sirvió para recordarle la pregunta.


—En serio, Pedro. ¿Qué te pasó ese día en el lago?


Al ver que no decía nada, Paula añadió:
—Considéralo una condición para que lleve puesto el anillo.


—Ahora sí te estás pasando.


—Cuéntamelo.


—No hay mucho que contar.


Pedro se acercó a la mesa y comenzó a abrir la botella de champán, pero no porque estuviera de humor para celebraciones; lo que quería era emborracharse y olvidarse de toda su familia, del maldito Infierno e incluso de su nueva prometida. Sirvió el champán y le dio una copa a Paula antes de dar un trago.


—¿Pedro?


—¿Quieres saber lo que pasó? Muy bien. Se olvidaron de mí.


—No entiendo —dijo, frunciendo el ceño—. ¿Qué quieres decir?


Pedro se obligó a sí mismo a confesarlo con voz tranquila. 


Con precisión y sin emoción, tratando de no sentir el dolor que lo invadía con solo pensarlo.


—Lo que quiero decir es que todo el mundo se marchó dejándome allí y no se dieron cuenta hasta el día siguiente.