domingo, 2 de julio de 2017
PROMETIDA TEMPORAL: CAPITULO 1
Esa vez su familia había ido demasiado lejos.
Pedro Alfonso observó la colección de mujeres que los distintos miembros de su familia estaban haciendo desfilar sutilmente, y no con tanta sutileza, ante su vista. Había perdido la cuenta del número de mujeres a las que se había visto obligado a dar la mano. Sabía perfectamente por qué lo hacían; se habían empeñado en buscarle esposa. Cerró los ojos con horror. Nada más y nada menos que una esposa.
Esperaban encontrar a su alma gemela del Infierno, una leyenda de la familia Alfonso que se había descontrolado por completo. Por algún motivo, su familia tenía la firme convicción de que los Alfonso sabían de un modo mágicamente extraño si habían encontrado a su alma gemela solo con tocar a esa persona. Era ridículo, por supuesto. ¿Acaso no se daban cuenta?
Pedro no solo no creía en el Infierno, sino que no tenía el menor interés de volver a pasar por la felicidad conyugal. Su difunta esposa, Laura, le había enseñado la lección en el poco espacio de tiempo que había pasado entre el «Sí, quiero» y el «Mi abogado se pondrá en contacto contigo».
Dieciocho meses antes, su mujer había alquilado un avión privado para volar a México a recuperarse de la tragedia que había sido para ella el matrimonio con Pedro y había encontrado un destino mucho peor al estrellase su avión contra una montaña sin dejar supervivientes.
El hermano menor de Pedro, Ramiro, se acercó a él y cruzó los brazos sobre el pecho. Estuvo un rato en silencio, estudiando el lugar y su brillante contenido, tanto de joyas como de mujeres.
—¿Preparado para rendirte y elegir a una?
—Seamos serios.
—Yo lo soy. Lo digo completamente en serio.
Pedro se volvió a mirarlo y aprovechó para dar rienda suelta a parte de su irritación.
—¿Tienes la menor idea de cómo han sido estos tres últimos meses?
—Sí que la tengo. Por si no te has dado cuenta, he estado observando de lejos porque soy consciente de que, en cuanto tú te rindas al Infierno, el objetivo seré yo. Por mí, aguanta todo lo que puedas.
—Eso intento.
Pedro volvió a fijar la vista en los asistentes al evento y suspiró. La muestra internacional de joyería Alfonsos tenía todo lo que un hombre podía desear: vino, mujeres y joyas… y nada de lo que le interesaba a él en aquellos momentos.
El vino procedía de Sonoma, California, un viñedo situado a pocas horas de las oficinas centrales que la familia tenía en San Francisco. Las botellas que se estaban sirviendo en aquella fiesta eran de tan alto nivel como los invitados. Las mujeres eran hermosas, ricas y brillaban tanto como los diamantes de los anillos de boda que se exponían. En cuanto a las joyas… en realidad eran su responsabilidad, al menos cuando era el servicio de envíos de Alfonsos el que transportaba aquella impresionante selección de piedras preciosas y artículos terminados.
Sin embargo Pedro no podía evitar sentirse profundamente aburrido. ¿A cuántas fiestas parecidas a aquélla había asistido? Siempre observando, siempre vigilante. Siempre era el lobo solitario al que evitaban todos los invitados hasta que alguien de su familia le enviaba una posible novia. Había habido tantas noches como aquélla que había perdido la cuenta.
En esta ocasión se celebraba el lanzamiento de la última colección de Alfonsos, la línea de anillos de boda únicos Eternity. Todas las alianzas eran diseños exclusivos en los que se combinaban los diamantes de fuego por los que se conocía a su familia con el oro Platinum Ice de Billings, la empresa de su cuñada Teresa Alfonso, que se había casado con su hermano mayor, Lucas, hacía tres meses.
A Pedro se le llenaba el corazón de amargura con solo ver aquellos anillos que simbolizaban el amor y el compromiso.
Dos cosas que conocía bien. Aún conservaba las cicatrices que lo demostraban.
Y entonces la vio.
El hada rubia y menuda que servía a los invitados no era en absoluto la mujer más bella de la fiesta, pero por algún motivo, Pedro no podía apartar los ojos de ella.
No habría sabido explicar qué era lo que había atraído su atención, ni la chispa que había encendido dentro de él.
Tenía unas facciones bonitas; delicadas y con un atractivo que las hacía interesantes. Quizá fueran sus ojos y su pelo.
El cabello tenía el color de la arena de una isla del Caribe y sus ojos eran azules turquesa como las aguas del océano que golpeaban aquellas prístinas playas. Y esa chispa que no sabía explicar, algo que lo impulsaba a acercarse a ella en todos los sentidos.
Se movía por la sala del edificio Alfonsos con un movimiento de caderas que hacía parecer que estuviese bailando. De hecho, tenía cuerpo de bailarina; esbelto y elegante, si bien algo menudo pero sencillamente delicioso.
Desapareció entre la multitud con la bandeja de canapés y Pedro la perdió de vista. Por un momento se vio tentado a seguirla, pero enseguida la vio aparecer de nuevo con una bandeja llena de copas de champán que ofreció a los invitados, empezando en dirección opuesta a donde se encontraba él, algo que le molestó. Decidido a hablar con ella, Pedro comenzó a avanzar hacia ella, hasta que se encontró con la mano de Ramiro, que lo detuvo.
—¿Qué? —dijo Pedro bruscamente—. Tengo sed.
Su hermano le lanzó una mirada de sospecha.
—Más bien pareces hambriento. Te recomiendo que esperes a saciar tu apetito en un momento y un lugar más adecuados, cuando no haya tanta gente observándote.
—Maldita sea.
—Relájate. El que quiere, puede —Ramiro señaló uno de los expositores y cambió de tema deliberadamente—. Parece que la nueva colección de anillo de Francesca va a ser un gran éxito. Sebastian debe de estar encantado.
Pedro cedió a lo inevitable y asintió.
—Creo que está más encantado con el nacimiento de su hijo —respondió—. Pero supongo que esto es la guinda del pastel.
Ramiro lo miró de nuevo y sonrió.
—Dime, ¿cuántas bellezas te han presentado nuestros queridos abuelos en lo que va de noche?
Pedro adoptó una expresión sombría.
—Por lo menos una docena. Me han hecho tocarlas a todas y cada una de ellas, como si esperaran que fuera a lanzar chispas o salieran fuegos artificiales.
—La culpa es tuya. Si no le hubieras dicho a Lucas que Laura y tú nunca habíais sentido el Infierno, no se habrían lanzado todos a la caza de la mujer de tu vida.
El hecho de que tantos miembros de su familia hubieran sucumbido a aquella leyenda no hacía sino aumentar la amargura que le provocaba a Pedro haber tenido tan mala suerte con el matrimonio. El tiempo diría si aquellos romances durarían más que el suyo con Laura. Quizá todos ellos afirmaran haber encontrado a sus almas gemelas gracias al Infierno de los Alfonso, pero Pedro, el más lógico y práctico de la familia, tenía un punto de vista mucho más sencillo y pragmático… y sí, quizá también más cínico.
El Infierno no existía.
No era cierto que se estableciera un vínculo eterno cuando un Alfonso tocaba por primera vez a su alma gemela, todos ellos podían decir lo que quisieran, del mismo modo que podían prometer que los anillos de boda Alfonsos Eternity harían que los matrimonios a los que iban destinados durarían eternamente. Algunos tenían suerte, como sus abuelos, Primo y Nonna. Y muchos otros eran un desastre, como su matrimonio con la difunta Laura.
Pedro se quedó mirando a su hermano mayor, Lucas, con gesto pensativo. Teresa y él estaban bailando y mirándose el uno al otro como si no hubiera nadie más en la sala. Sus rostros reflejaban lo que sentían, todo el mundo podía verlo.
Dios, Laura y él jamás se habían mirado de ese modo, ni siquiera en los momentos más apasionados.
Varias mujeres lo habían acusado de dejar que su tendencia al pragmatismo y la lógica, su carácter de lobo solitario, interfiriera demasiado en su vida sentimental. Todas ellas admitían que la pasión que demostraba en el dormitorio y ese impresionante atractivo de los Alfonso compensaban sus defectos, pero no servían de mucho si esa pasión nunca salía del dormitorio. Era distante, inaccesible e intimidante.
Por algún motivo que no alcanzaba a comprender, esa última palabra siempre iba acompañada de un estremecimiento.
Lo que ninguna de ellas comprendía era que él no practicaba el amor. Ese amor brutal en el que se había especializado Laura y que significaba casarse con alguien porque tenía dinero y poder. Tampoco ese amor ocasional en el que ardían las sábanas y había que aprovechar mientras duraba, como hacía la mayoría de las mujeres que querían tener una aventura con él. Y desde luego tampoco practicaba el amor del Infierno, con el que a uno se le derretía el cerebro con solo tocar a alguien y después se era feliz para siempre, como les sucedía a los miembros más sentimentales y apasionados de la familia Alfonso.
Pedro se conocía bien a sí mismo y podía asegurar con absoluta certeza que no solo no estaba hecho para el amor, además sabía que no había sentido el amor del Infierno, ni lo haría nunca.
Y además no le importaba.
—Las primeras veces que me traían a alguien con la esperanza de que se convirtiera en mi esposa me resultó molesto —le dijo a su hermano—. Pero como lo hacían Nonna y Primo no podía decir nada. Pero ahora lo hace todo el mundo. No puedo dar un paso sin que pongan en mi camino alguna mujer bellísima.
—Triste destino —comentó Ramiro con ironía.
—Te lo parecería si te lo hicieran a ti.
—Pero no es así —Ramiro se inclinó y agarró una copa de detrás de Pedro—. ¿Quieres?
—Sí.
—Pues estás de suerte porque tienes la bandeja justo detrás —le dijo con una sonrisa pícara—. Pero luego no digas que nunca te hago ningún favor.
Pedro no comprendió aquel comentario, pero se volvió sin darle más vueltas. Allí estaba la escurridiza hadita con la bandeja de copas de champán en la mano. De cerca era aún más atractiva.
—Gracias —le dijo Pedro, ya con la copa.
En su rostro apareció una sonrisa que le iluminó el rostro, pero también la habitación y un frío y oscuro rincón del corazón de Pedro.
—De nada —también su voz era bonita, susurrante e incluso musical.
Ramiro observaba con gesto divertido.
—Supongo que sabes que hay una manera de conseguir que la familia te deje en paz…
Eso consiguió recuperar la atención de Pedro.
—¿Cómo? —le preguntó.
—Encuentra tú a tu amor del Infierno.
—Hijo de… —Pedro se mordió la lengua antes de terminar de decir el insulto—. Ya te he dicho que no voy a volver a casarme nunca. No después de lo de Laura.
De pronto oyó el tintinear de las copas encima de la bandeja, que de pronto se movía con peligrosa inestabilidad. La atractiva camarera trató de pararlas y a punto estuvo de conseguirlo antes de que la primera cayera al suelo y, tras ella, todas las demás.
De manera instintiva, Pedro la agarró de la cintura y la apartó de los cristales. A través de la tela del uniforme, le llegó a las manos un seductor calor que despertó su imaginación e hizo aparecer en su mente la imagen de unas deliciosas curvas desnudas, bañadas por la luz de la luna.
Unos brazos y unas piernas suaves que lo rodeaban y unos suaves gemidos que inundaban el aire mientras hacían el amor.
Pedro meneó la cabeza para volver a la realidad.
—¿Estás bien? —consiguió preguntar.
La camarera tenía la mirada clavada en el suelo, lleno de cristales rotos, pero asintió.
—Creo que sí.
Levantó la mirada hacia él con unos ojos de un azul increíble, que era el único color que podía adivinarse en una cara que se había quedado blanca como la nieve. No vio en ellos ni rastro del deseo que se había apoderado de él.
Había vergüenza y quizá también cierto pánico, pero ni un ápice de pasión. Una lástima.
—Lo siento mucho —dijo ella—. Me he resbalado al dar un paso atrás para seguir pasando la bandeja por la sala.
—No te habrás cortado, ¿verdad?
—No —dijo y soltó el aire como si hubiera estado conteniendo la respiración—. Le pido disculpas. Ahora mismo me encargo de limpiar todo esto.
Enseguida apareció otro empleado del catering que debía de ser su superior que se hizo cargo de la situación con absoluta discreción. La camarera ayudó a limpiar sin decir ni palabra y, una vez terminado, el encargado la llevó de nuevo junto a Pedro.
—Señor Alfonso, Paula quería decirle algo —le dijo el encargado.
—Le pido disculpas otra vez por las molestias —insistió ella.
Pedro sonrió y luego se dirigió a su superior.
—Son cosas que pasan. Además, ha sido culpa mía, que me he chocado con Paula y he hecho que se le cayera la bandeja.
El encargado parpadeó, sorprendido, y seguramente habría aceptado la excusa si la propia Paula no hubiese protestado inmediatamente.
—No, no, la culpa ha sido solo mía. El señor Alfonso no ha tenido nada que ver.
—Bueno, señor Alfonso, muchas gracias por su amabilidad —dijo el encargado—. Paula, vuelve a la cocina por favor.
—Sí, señor Barney.
Pedro la vio alejarse y pensó que seguía pareciéndole la mujer más elegante de la fiesta.
—Va a despedirla, ¿verdad?
—Me encantaría no tener que hacerlo, pero mi supervisora es implacable con este tipo de cosas cuando se trata de los clientes más importantes.
—Y supongo que Alfonsos es uno de ellos.
Barney se aclaró la garganta antes de responder.
—Creo que es el más importante, señor.
—Comprendo.
—Es una lástima —reconoció—. Porque es la camarera más amable que tenemos. Si de mí dependiera…
Pedro enarcó una ceja.
—¿Y no podríamos olvidarnos que ha pasado?
—Me encantaría, pero hay muchos testigos y no todos nuestros empleados tienen tan buen corazón como Paula; enseguida se correría la voz y acabaríamos los dos despedidos.
—Claro… Supongo que habría sido más fácil si me hubiese dejado que dijera que había sido culpa mía.
—No lo sabe usted bien, pero me temo que Paula no es de ésas —aseguró con expresión sentida.
—Una cualidad muy poco común.
—Sin duda —Barney lo miró con gesto extrañado—. Si usted o alguien de su familia necesitan algo…
—Se lo diré.
Barney se marchó hacia la cocina, seguramente a despedir a Paula. Pedro frunció el ceño. Quizá debería intervenir. O, mejor aún, podría buscarle otro trabajo. Alfonsos era una empresa grande con distintas actividades, no sería difícil encontrar una vacante. Al fin y al cabo, él era el presidente del servicio de mensajería; si no había ningún empleo, podría inventarse uno. La idea de encontrarse con la luminosa sonrisa de Paula al llegar al trabajo todos los días le pareció increíblemente atrayente.
—Dime, ¿has pensado en mi sugerencia? —le dijo Ramiro, que había vuelto a su lado.
Pedro lo miró sin comprender.
—¿Qué sugerencia?
—¿Es que no me estabas escuchando?
—Normalmente es lo mejor porque la mayoría de tus sugerencias solo sirven para una cosa.
—¿Para meterte en algún lío? —adivinó su hermano, riéndose.
—Exacto.
—Ésta no. Lo único que tienes que hacer es buscarte una mujer y así todo el mundo te dejará tranquilo.
—Me parece que tampoco tú estabas escuchando. No pienso volver a casarme después del desastre que supuso mi matrimonio con Laura.
—¿Quién ha dicho nada de casarse?
Pedro lo miró fijamente.
—Explícate.
—Para ser un tipo tan inteligente, hay veces que eres tremendamente obtuso —hizo una pausa antes de hablar despacio y vocalizando mucho—: Encuentra una mujer, grita a los cuatro vientos que es tu amor del Infierno y actúa durante unos meses como si estuvieras locamente enamorado.
—Yo nunca me enamoro locamente.
—Si quieres que te dejen tranquilo, tendrás que hacerlo. Después de un tiempo, haz que ella te abandone y, preferiblemente, que se marche a algún lado, lejos, y se quede allí.
—Mira que se te han ocurrido ideas descabelladas en tu vida, pero ésta debe de ser la más absurda… —Pedro se cayó de pronto y miró hacia la cocina—. Mmm.
Ramiro se echó a reír.
—¿Qué decías?
—Creo que tengo una idea.
—De nada.
Pedro lanzó una mirada de advertencia a su hermano.
—Si le dices una palabra de esto a alguien…
—¿Estás loco? Nonna y Primo me matarían, por no hablar de nuestros padres.
—¿A ti?
Ramiro le dio unos golpecitos en el pecho con el dedo.
—No creo que te crean tan inteligente como para idear un plan tan brillante.
—No sé si «inteligente» es la palabra más adecuada. Maquinador, quizá.
—Diabólicamente brillante.
—Claro. Sigue diciéndotelo a ti mismo y quizá así lo creamos uno de los dos. Entretanto, tengo que conquistar a mi novia del Infierno.
PROMETIDA TEMPORAL: SINOPSIS
¿Sucumbir al Infierno? ¡Nunca!
Pedro Alfonso negaba el Infierno, esa complicidad apasionada que causaba picor en las palmas de las manos de los amantes destinados. Pero su familia hacía desfilar mujeres por delante de él… hasta que se le ocurrió una idea.
Elegiría a su novia, proclamaría que era su alma gemela y, cuando ella se marchara, él se quedaría “desolado” y su familia no se atrevería a interferir de nuevo. Así que Pedro contrató a la dulce y hermosa Paula Chaves para que fuera su prometida temporal. Pero Paula tenía secretos… y entonces Pedro sintió el calor infernal…
sábado, 1 de julio de 2017
EN LA OSCURIDAD: EPILOGO
Tres meses después…
Paula usó su llave para abrir la puerta de la casa que Pedro había comprado hacía poco. Se trataba de la segunda operación en la nueva carrera elegida por él, después de que la primera saliera muy bien y le dejara un sustancial beneficio al revenderla una semana atrás… a la vez que a ella le aportaba una agradable comisión.
Desde el sótano le llegó el sonido rítmico de una clavadora industrial. Sonrió. Sabía exactamente el aspecto que tendría Pedro: lleno de polvo, el pelo revuelto y un aire maravilloso y sexy. El corazón se le aceleró al pensar que en menos de un minuto estaría en sus brazos.
Cuando tres meses atrás decidieron comprobar adónde los conducía la atracción que sentían el uno por el otro, ella había esperado que las cosas salieran bien. Pero no había imaginado que podrían ir tan extraordinariamente bien. La relación había florecido en una unión de respeto y admiración mutuos. La percepción y fuego sexuales que ardían entre ambos seguían tan encendidos como siempre.
Jamás había sabido que podría ser tan feliz. Estar tan satisfecha. O que se enamoraría tan profundamente. Una vez más. Del mismo hombre. Con la salvedad que en ese momento lo amaba aún más que la primera vez.
Abrió la puerta del sótano y bajó las escaleras. El ruido de la clavadora cesó y Pedro debió de oír sus pisadas, porque fue al pie de los escalones. El corazón se inflamó de placer al verlo.
—Hola, preciosa —le sonrió.
Pero ella notó que la sonrisa no le llegó a los ojos.
—Estaba a punto de decirte lo mismo.
Él enarcó las cejas y bajó la vista a la camiseta llena de polvo y a los viejos vaqueros con multitud de manchas.
—Estoy hecho un desastre.
Bajó el último escalón y, sin pensar en su traje negro, le rodeó el cuello con los brazos y se pegó contra él.
—Un desastre magnífico y sexy al que más le vale besarme ahora. Si no, desconozco las consecuencias.
Le dio un beso de esos que nunca fallaba en dejarla sin aliento. Pero había algo… diferente. Como si estuviera distraído. Sus sospechas se confirmaron cuando él se echó para atrás y las miradas se encontraron. Por lo general, cuando ella lo saludaba, Pedro la miraba o bien con cálida diversión o bien con manifiesta pasión. En ese momento, no vio ninguna de esas cosas. De hecho, parecía muy serio.
—¿Estás bien? —le preguntó.
Algo centelleó en sus ojos que Paula no descifró. Tampoco la alivió que él la soltara y retrocediera un paso.
—Tenemos que hablar —dijo él.
Por lo general, esas palabras no la habrían preocupado, pero algo en su actitud le produjo un escalofrío por la espalda.
Apoyó una mano en su brazo.
—¿Qué sucede, Pedro?
Él se mesó el pelo polvoriento.
—He estado pensando… en nosotros. Y la cuestión es, Paula… que ya no soy feliz.
Todo en ella pareció detenerse. Su respiración, su corazón, su sangre. Las rodillas se le aflojaron.
Se preguntó cómo era posible que ya no fuera feliz. ¿Desde cuándo? Deseó hacerle ésas y más preguntas, pero no pudo expresarse. Lo miró fijamente mientras las palabras de él reverberaban en su mente. Cuando al fin consiguió hablar, solo consiguió murmurar:
—¿No eres feliz?
Él movió la cabeza.
—No. Y necesito hacer algo al respecto. Es por lo que te he traído eso —con la cabeza indicó el rincón lejano del sótano a medio acabar.
Paula se volvió y frunció el ceño en expresión desconcertada.
—¿Una maleta? —musitó.
¿Era su modo de decirle que se marchara? ¿O lo había malinterpretado? Quizá la maleta estaba llena de ropa… ¿su forma de decirle que quería establecer una fecha para su viaje a Europa? Se aferró a ello, ya que la alternativa le impedía respirar.
Él fue al rincón, agarró el asa de la maleta y la llevó hasta dejarla frente a ella.
—Ábrela —se puso de cuclillas y con suavidad tiró de su mano.
Paula se agachó junto a él y con manos trémulas tiró de la cremallera de la maleta. Respiró hondo y al final no le quedó más remedio que abrirla.
Y se quedó mirando el interior fijamente.
Una maleta entera llena de…
—¿Bombones? —observó con asombro las delicias envueltas en papel de plata—. Tiene que haber cientos.
—Diez mil —aclaró él.
—¿Diez mil? —lo miró y vio que la observaba con la misma expresión seria—. ¿Me das diez mil bombones?
—Sí —la tomó de las manos y la ayudó a ponerse de pie—. Y a cambio te pido diez mil besos. Si me das uno cada día, tardarás un millón de años en pagarme. En ese punto, supongo que rellenaré la maleta con otros diez mil bombones y podremos volver a empezar.
Muda, lo miró. La garganta se le había cerrado y las lágrimas querían salir, y no estuvo segura de lo que haría primero… si reír o llorar. Antes de poder descubrirlo, él le tomó la cara entre las manos con suma gentileza.
—Te amo, Paula. Y ya no soy feliz siendo solo tu novio. Quiero más. Te quiero a ti. Para el resto de mi vida. ¿Te casarás conmigo?
Lo rodeó con los brazos y le llenó la cara de besos, riendo y llorando al mismo tiempo. Luego se echó para atrás y lo miró con ojos centelleantes.
—Me has dado un susto de muerte.
—¿Yo asustarte a ti? —le pasó los dedos pulgares por las mejillas húmedas—. ¿Tienes idea de lo estresante que llega a ser pedir en matrimonio?
—Ninguna. Así que deja que lo pruebe. ¿Te casarás conmigo?
Él enarcó las cejas.
—Yo te lo pedí primero.
—¿Eso significa que yo no te lo puedo pedir?
—No, significa que se supone que debes contestar antes de pedirlo tú.
—¿Y si te dijera que sí y tú me dijeras que no?
Le rodeó la cintura con los brazos y la pegó a su cuerpo.
—No es posible, cariño.
—Muy bien, entonces, sí. Me casaré contigo.
—Muy bien, entonces, sí. Yo también me casaré contigo —riendo, la alzó del suelo y le hizo dar vueltas hasta que la mareó y la dejó riendo entre dientes—. Parece que nuestra sincronización al fin ha funcionado a la perfección.
—A la perfección.
La dejó otra vez de pie, bajó la cabeza y le dio un beso ardiente que la mareó aún más.
Cuando terminó, dijo:
—Ya sé lo que quiero que me des como regalo de bodas.
—¿Regalo? ¿Qué te hace pensar que vas a recibir un regalo? —suspiró con gesto exagerado—. Santo cielo, llevamos prometidos dos minutos y ya estás pidiendo.
—Quiero un book de fotos de dormitorio de mi hermosa y sexy esposa.
—Ah. ¿Y tú serás el fotógrafo?
—Diablos, sí. Como si fuera a dejar que otro te sacara esas fotos.
—Parece apropiado, y más cuando fue mi entrada en Picture This lo que nos reunió —sonrió y añadió—: ¿Qué te parece si vamos a comprar un helado Rocky Road para celebrar nuestro compromiso?
Él sonrió, volvió a alzarla en vilo y comenzó a subir los escalones.
—Otra vez en la misma onda.
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