sábado, 24 de junio de 2017

EL SECRETO: CAPITULO 22





Pedro seguía profundamente enojado cuando María anunció que la cena estaba lista. Ignoró por completo a Paula en la mesa y, tan pronto como María retiró los platos, se levantó y salió del comedor.


Paula observó cómo se alejaba. Estaba destrozada. No se había explicado bien y no estaba segura de que pudiera hacerlo si contaba con otra oportunidad. Reprimió un suspiro, se levantó y fue al encuentro de Pedro. Estaba en el despacho, al teléfono. No la miró cuando Paula abrió la puerta.


Paula se quedó de pie, a la espera, mientras finalizaba la llamada.


‐¿Qué quieres ahora? ‐preguntó con absoluto desprecio.


‐¿Me ayudarás a encontrarlo, Pedro? ‐aventuró con la imagen de Tomás en mente.


‐¿Y para que? ‐se balanceó en la butaca‐. ¿Vas a enviarle una felicitación navideña?


‐No, pero tengo que saber cómo está. Quiero saber si está con una buena familia...


‐Puedo garantizarte, con bastante seguridad, que ese no es el caso.


‐Entonces ‐se estremeció‐, quizá podamos ayudarlo.


‐¿Pensaste en pedirle más información al señor Huntsman?


‐No he podido localizarlo. El número que me facilitó está fuera de servicio.


‐¿Y has intentado buscarlo por el nombre?


‐Sí. Pasé semanas rastreándolo. Incluso contraté a un detective, pero no saqué nada.


‐¿Fue entonces cuando decidiste alejarte de mí? ‐dijo con la mirada lúgubre.


‐Lo siento ‐se disculpó Paula.


‐Está bien. Ahora tengo trabajo ‐dijo y señaló la puerta con un gesto‐. Hablaremos de todo esto por la mañana.



****


Se quedó mirando la puerta durante varios minutos tras la salida de Paula.


Estaba confuso. Paula estaba visiblemente preocupada por ese crío, pero nunca había aceptado la idea de la adopción durante su matrimonio. ¿Qué buscaba en Tomás? ¿Acaso tenía un plan?


Pedro se pasó la mitad de la noche despierto, frente al ordenador, enviando mensajes a todos los organismos oficiales y las organizaciones humanitarias. En cada mensaje mencionaba a Alonso Huntsman y recalcaba la apariencia física de Tomás.


Se acostó tarde y Paula, medio dormida, se acomodó entre sus brazos. Pedro agachó la cabeza y aspiró el aroma dulce de su pelo. Sentía las curvas de su cuerpo en perfecta armonía con su postura. Era una situación muy dolorosa. Sabía, desde el mismo día en que la vio por primera vez, que estaba hecha para él.


Nunca había deseado a ninguna otra persona con esa pasión animal.


—Bésame —susurró Paula y lo abrazó de modo que sus pechos se aplastaron contra su cuerpo, entre el tormento y el éxtasis.


‐No bastará con un solo beso ‐advirtió.


‐Eso espero ‐replicó ella.


Hicieron el amor con una desesperación primitiva y se durmieron abrazados. Pedro se despertó primero. Todavía no había amanecido. Se separó con cuidado de Paula y volvió al despacho. Se preparó un café y encendió el ordenador. Pero nadie había respondido a sus requerimientos. Así que inició una nueva tanda de mensajes, decidido a obtener alguna pista.


Marcó el número de Dario mientras tomaba el desayuno en el despacho.


‐Buenos días ‐saludó‐. Lamento molestarte en la oficina.


‐¿Hay algún problema con Paula?


‐No exactamente ‐dijo, consciente de que su relación con Dario todavía resultaba algo distante‐. Necesito información sobre el internado de Uruguay donde estuvo Paula. ¿Alguna vez hablaste con el médico que la atendió?


‐No. ¿Por qué?


‐¿Estás totalmente seguro de que sufrió un aborto natural?


‐Hablé con la directora del colegio ‐recordó tras una pausa con tono incrédulo‐. Me llamó desde el hospital para contármelo.


—¿Alguna vez mencionó al bebé?


‐No. ¿De qué se trata?


‐Un hombre llamado Alonso Huntsman contactó con tu hermana hará cosa de un año.


‐Nunca he oído ese nombre ‐dijo.


Pedro ya lo había supuesto. Estaba cada vez más irritado. 


¿Habrían intentado chantajearla? ¿Habrían fingido que Tomás era su hijo? ¿O quizá alguien había creído que realmente era el hijo de Paula?


‐Pero no estás seguro de que sufriera un aborto, ¿verdad? Sería posible que hubiera dado a luz a un niño sano.


‐No es posible. Enviamos a Paula a un internado de señoritas ‐insistió Dario, convencido de su versión‐. Y, finalmente, se graduó.


Pedro se irritó un poco más. Dario estaba comportándose de un modo obtuso. Paula podía haber tenido un niño sano y graduarse. Era una mujer muy inteligente. Y se crecía ante la presión.


—No creerás realmente que tuvo ese niño, ¿verdad? ‐señaló Dario.


‐Estamos interesados en un chico ‐comentó‐. Estoy seguro de que Paula te facilitará más información si podemos encontrarlo.


Pedro se pasó el resto del día en la oficina de la bodega. 


Seguiría indagando hasta que diera con alguna información. Pero, al final de la jornada, sintió una tremenda frustración porque seguía sin una sola pista.


Anochecía cuando llegó a la hacienda. La casa estaba 
tranquila y, entonces, escuchó una carcajada que provenía de la cocina. Entró y encontró a Paula en un taburete con un retoño en su regazo. Estaba jugando con la criatura y sus ojos verdes reflejaban un intenso amor.


‐¡Señor! ‐gritó María‐. ¡Mire quién ha venido! Éste es mi nieto, Jorge. Va a quedarse conmigo este fin de semana. ¿No es adorable?


‐Ya lo creo ‐murmuró Paula y besó el moflete del niño—. Es muy bueno y muy sociable. ¿Quieres sostenerlo, Pedro? No llora nunca.


‐Está encantado contigo ‐respondió y tomó la manita del niño.


Pedro echó un vistazo a la cocina y observó que no había nada en el horno. María aplaudió y tendió las manos hacia su nieto.


‐No se moleste en prepararnos la cena, María. Tu familia ha venido a verte. Vete con ellos y pásatelo bien. Creo que nosotros saldremos a cenar.


Más tarde, en la escalera, cayó en la cuenta de que no se lo había pedido a Paula.


‐Lo siento ‐se disculpó‐. No te he preguntado. ¿Te apetece que salgamos?


Paula no necesitó una respuesta. Pedro advirtió la felicidad en sus ojos. Y si ella estaba contenta, el mundo giraba feliz.


Una hora más tarde estaban instalados en una mesa de un restaurante francés, en el centro de Mendoza. El cocinero era excelente y siempre había cola, pero el encargado encontró una mesa libre para Pedro.


Paula estaba radiante con un sencillo vestido largo de encaje con tirantes. El vestido se ajustaba a su figura y Pedro no le quitaba ojo. Era una preciosidad. Tenía una sonrisa ideal. Y su risa era contagiosa. Estaba resplandeciente a la luz de las velas.


Igual que en el día de su boda.


‐Ha sido toda una aventura haberte conocido ‐dijo Pedro con una sonrisa, agradecido pese a todos los problemas.


—Espero que no haya terminado ‐dijo con un halo de sospecha‐. Dijiste que nos quedaba un último viaje salvaje.


‐No recuerdo que habláramos de nada salvaje. Pensaba que haríamos algo juntos, nada más. Quizá una semana en la playa o en Buenos Aires.


—También podíamos acercarnos al Perito Moreno, en la Patagonia.


—¿Por qué íbamos a volver allí? ‐preguntó mientras recordaba el día de su boda.


‐Para renovar nuestros votos, claro.


‐Ahora sí estoy seguro de que has perdido la cabeza ‐dijo con una carcajada.


Paula advirtió el sarcasmo, pero seguía dichosa. Estaba encantada con la manera que tenía Pedro de mirarla y, sobre todo, con el recuerdo de su boda.


Había sido una experiencia muy excitante. Se habían declarado su amor en medio de un mar de hielo. Había sido como una boda en la catedral de la madre naturaleza. Pensó que los pingüinos, vestidos de frac, eran el coro. Y las focas, las ballenas y los cisnes negros representaban los invitados.


‐Estabas preciosa vestida de novia, Paula ‐dijo Pedro—. Hay cosas de las que me arrepiento, pero mi boda contigo no figura en esa lista.


‐¿Y qué lamentas?


‐Los años que dedicamos a los métodos de fertilidad ‐se tensó‐. Quizá toda esa energía malgastada en la búsqueda de un hijo habría salvado nuestra relación.


‐Es probable ‐asintió.


‐No puedo creerme que estés de acuerdo conmigo ‐apuntó Pedro.


‐Me llevo mucho tiempo aceptarlo, pero ahora lo entiendo. Y estoy preparada para superarlo y seguir con mi vida.


Pero sonó el teléfono móvil de Pedro antes de que contestase.


‐Tengo que atender esta llamada ‐dijo y se levantó al tiempo que traían la comida‐. No me esperes, Paula. Empieza sin mí. Volveré enseguida ‐regresó a los veinte minutos‐. Lamento la ausencia. Pero era importante. ¿Te apetece un café?


—No, estoy satisfecha. Gracias.


‐Vamonos a casa, pues ‐y pidió la cuenta.


Paula pensó que Pedro estaba preocupado. Aparentaba normalidad, pero sabía que esa llamada lo había perturbado...


—¿Por qué era tan importante esa llamada? —preguntó mientras salían del restaurante.


—Quizá tenga que ausentarme un par de días —dijo mientras abría el coche—. Tengo que ocuparme de algunos asuntos.


‐¿Adonde vas?


—Al norte. A Salta —señaló Pedro.


Paula subió al coche y aguardó a que Pedro se sentara frente al volante.


‐¿Puedo acompañarte?


‐No.


‐¿Por qué no?


Pedro no quería discutirlo. Sacudió la cabeza, encendió el motor y arrancó.


Esa noche había recibido una llamada de Alonso Huntsman. 


Se había enterado de que Pedro lo estaba buscando y se había puesto en contacto con él. Había aceptado una cita para verse frente a la catedral de Salta, en tres días. Parecía que Huntsman sabía mucho de él y eso lo intranquilizó.


Paula se cambió en su habitación y se puso el camisón. La cena había resultado prometedora pero, finalmente, había sido un desastre. ¿Qué se interponía entre ellos? ¿Por qué no lograban que todo funcionase?


Se acercó a la ventana y miró las montañas. Estaba tan oscuro que apenas se distinguían del cielo negro.


Escuchó un sonido bajo la ventana y se asomó. Descubrió a Pedro en el porche. Paula se puso una bata y bajó las escaleras para reunirse con él.


Pedro escuchó sus pasos y se volvió hacia ella.


‐¿Por qué nunca consideraste la alternativa de la adopción? ‐preguntó por sorpresa.


‐Estábamos esforzándonos muy duro para tener un hijo propio ‐replicó‐. Pero ya no siento lo mismo. Y si encontráramos a Tomás...


‐¿Y de lo contrario?


‐Supongo que podríamos pensarlo ‐admitió.


‐Siempre que sigamos juntos, desde luego ‐remarcó Pedro.


‐Pero vamos a quedarnos juntos ‐afirmó ella, asustada ante una posible separación.


‐No puedo asegurarlo. No creo que sea cierto.


‐Sólo estás cansado. Esa llamada te ha puesto de mal humor.


‐Sí, estoy cansado. Pero ése no es el problema, Paula. Ojalá hubiera estado a tu lado cuando cumpliste dieciocho años. Ojalá te hubiera rescatado de ese internado y hubiera salvado a nuestro hijo. Pero no estaba allí ‐apagó el cigarrillo con violencia‐. Y perdiste al bebé y esa herida sigue abierta. Francamente, Paula, creo que hemos cometido demasiados errores...


‐Pero, si hay amor, todo puede superarse.


—Ahórrame toda esa milonga sentimental —interrumpió‐. Yo no creo en eso y tú, tampoco.


‐No permitiré que lo hagas —dijo, orgullosa y altiva—. Encontraré la forma de que nuestra relación marche.


‐Eso mismo dije yo hace poco más de un año ‐tiró la colilla en un cenicero de loza‐. Luché con todas mis fuerzas y no te importó. No querías una reconciliación.


—Estaba equivocada.


‐¡Dios, Paula! ‐soltó una carcajada seca, furiosa‐. Eres increíble. Me vuelves loco. Incluso logras que dude de mí mismo.


Paula se acercó y advirtió que Pedro la rehuía. Estaban jugando una interminable partida de ajedrez. Y, en ese juego, la reina tenía todo el poder. Sólo tenía que mantenerse firme, en calma.


‐Quiero que dudes de ti mismo, flaco ‐sus miradas se cruzaron‐. Quiero que te asalten tantas dudas que no puedas marcharte sin otorgarnos una nueva oportunidad.


‐Eso no ocurrirá.


‐¿Cómo puedes estar tan seguro?


‐Te conozco y me conozco ‐dijo con una sonrisa‐. Estás luchando por nosotros. Pero no lo haces por amor, sino por miedo.


Ella no contestó. Pedro advirtió que había herido a Paula con sus palabras y suavizó un poco su expresión, más cálida.


‐Hablas mucho, querida. Pero bajo esa fachada sólo hay una mujer sin experiencia. No temes perderme. Te asusta enfrentarte a la vida por tu cuenta.


Paula estaba aturdida y la cabeza bullía con un zumbido. Se acercó al jardín y se apoyó en la barandilla del porche.


‐Quizá me falte experiencia y quizá haya vivido muy protegida. Me crié en un ambiente muy distinto al tuyo. Tú has hecho lo que has querido, has viajado...


—Yo no diría que recorrer la pampa a caballo sea un viaje, precisamente ‐interrumpió Pedro‐. Y me parece que tú has hecho siempre lo que has querido. Eres la mujer más veleidosa que he conocido. Cambias de idea continuamente. Te atrae la idea de la vida sencilla, pero no podrías vivir sin todo esto. Has nacido para esta clase de vida, negrita. Perteneces a este mundo.


‐¡No sabes nada de mí! ‐replicó Paula, llena de ira.


—Sé demasiado —contestó Pedro.


Paula se quedó quieta, junto a la barandilla. Sentía que estaba al borde del precipicio. Pero estaba atenazada. El silencio se volvió tan espeso entre ellos que Paula notó cómo se acumulaban las lágrimas en su garganta. No le gustaba a Pedro.


Detestaba ese silencio. Odiaba las emociones que atravesaban su mente y su cuerpo. Sentía que todo había sido una farsa basada en la pura atracción física. ¿Todo se había basado en la química del sexo?


Paula miró más allá de Pedro. La mansión de muros altos se elevaba a su espalda y el sonido del agua en las fuentes acariciaba sus oídos. Pero Pedro no tenía razón. Su relación era auténtica y estaba llena de sentimientos. Y eso era el amor.


Cerró los puños con fuerza, decidida a ocultar su miedo.


‐Es muy fácil criticarme. Conoces mi vida y mi pasado. Yo, en cambio, no tengo esa ventaja. No sé nada de tu casa, tu familia y tu mundo. Sólo sé que renunciaste a tu libertad para casarte conmigo. Me hubiera gustado conocer tu pasado.


‐No es vida para una mujer.


‐Quizá no sea india ni pertenezca a las montañas ‐dijo Paula‐. Pero no soy una debilucha. Sé montar a caballo, puedo acampar y cocinar al aire libre...


—Nuestra vida no consiste en ir de acampada.


‐Vas a ponérmelo difícil, ¿verdad?


‐Tú eres la amante de los retos ‐señaló con una carcajada‐. Todo tiene que resultar difícil, intenso, exigente.


‐Siempre has sido un jugador, Pedro. Apuesta por mí ‐dijo, decidida a darlo todo para recuperarlo‐. Llévame contigo cuando vuelvas a tu tierra en dos días. Enséñame dónde naciste y dónde te educaste. Quiero conocerte mejor y me gustaría que me presentaras a tu familia. Significaría mucho para mí. Ya sé que tu padre falleció el año pasado, pero quisiera conocer a tu madre, tu hermano... y tus amigos.


‐Ya no queda casi nadie en el pueblo ‐dijo‐. Es un sitio pobre, pequeño, aburrido.


‐¿Dejarás que lo juzgue por mí misma?


‐El acceso es complicado y estás convaleciente.


‐Ya sabes que estoy mucho mejor. Llama al doctor Domínguez ‐sugirió, consciente de que tenía la batalla perdida‐. No te pido la luna, Pedro. Sólo quiero acompañarte. Además, será divertido. Habrá cosas nuevas.


‐Entonces vete a un crucero. Hay barcos muy bonitos y navegan por puertos muy seguros. No hay peligro y no hay problemas.


‐Eso es muy cruel.


‐Sólo intento ser honesto ‐apuntó Pedro.


Paula no tenía más argumentos. Sólo le quedaba una última baza, desesperada.


‐Si me amas, Pedro. Si alguna vez me has amado... ‐advirtió la amenaza en el gesto adusto de Pedro‐. Si me amaste, me llevarás contigo.


Pedro levantó la vista lentamente. Su mirada era tan intensa que veía su propio reflejo en la negrura de sus pupilas.


‐¿Quieres acompañarme? ‐la voz sonó cáustica—. De acuerdo, irás. Saldremos mañana.