viernes, 23 de junio de 2017
EL SECRETO: CAPITULO 17
Paula se despertó temprano después de una mala noche.
Había tenido sueños eróticos, pero se había levantado agotada y frustrada.
¿Por qué? ¡Su querido gaucho no quería tocarla! De hecho, la noche anterior había huido de su habitación. ¿Qué estaba pasando?
¿Y por qué dormían en habitaciones separadas? Era una situación incómoda. Deseaba a Pedro. Y sabía que era recíproco. Siempre habían tenido una relación sexual muy buena y quería que recuperasen esa complicidad.
Paula se incorporó y fue hasta la ducha. Ya tenía un objetivo para el nuevo día.
Encontró a Pedro en el piso principal, frente al desayuno.
‐Te has levantado pronto ‐saludó y se levantó para ofrecerle una silla.
Se sentó y sonrió a María, que le sirvió una taza de café y un alfajor de chocolate.
‐He decidido que quiero recuperar una rutina ‐se echó una cucharada de azúcar en el café‐. Sobre todo si aspiro a restablecerme físicamente. Quiero asegurarme de que mi recuperación es completa.
Y, con una sonrisa, mordió un pedazo de la galleta. Estaba relleno de dulce de leche, muy dulce, y se le pegó un poco en el labio. Sabía que Pedro estaba observándola. Sacó la lengua y se limpió el labio con mucha delicadeza.
‐No quiero seguir enferma ‐dijo y mordió otro pedazo de alfajor a cámara lenta.
Pedro emitió un extraño sonido gutural y Paula hizo un puchero.
‐Está delicioso ‐dijo y, tomando la taza en una mano, se levantó de la mesa.
Miró a Pedro con una sonrisa fugaz, encantada ante su expresión sombría.
‐Espero que pases un buen día en el despacho, Pedro ‐dijo‐. Espero que nos veamos esta noche.
Y también confiaba en que ardería en deseos de tenerla durante todo el día.
Pedro pasó inquieto todo el día. Y la inquietud creció a medida que aumentaba la temperatura. Se quitó la chaqueta y se desabrochó la camisa, pero eso no ayudó.
Intentó distraerse con algunas llamadas, pero sólo quería escuchar la voz de Paula.
Cerró las persianas, pero incluso en la penumbra sólo pensaba en Paula. Veía en su cabeza la imagen de la noche anterior y rememoraba la escena del desayuno.
¡Dios, estaba loco por ella! Era una tortura acostarse solo cada noche en la misma casa. Se apartó del escritorio con un gesto furioso. ¿Qué estaba naciendo de vuelta en la hacienda? Ella se había desembarazado de él. Su familia lo había echado y, al menor contratiempo, habían buscado su ayuda para que recuperase a Paula.
Pedro se inclinó sobre la mesa, cerró los ojos y buscó una salida a esa situación.
Regresó bastante tarde, pero Paula lo recibió en la entrada con una sonrisa. Vestía pantalones vaqueros, botas y una camiseta blanca ajustada que marcaba las curvas de su prominente busto.
Advirtió que no llevaba sujetador y los pezones oscuros se definían perfectamente contra la prenda.
Estaba decididamente condenado al infierno.
‐¿Te apetece una copa? ‐ofreció con una sonrisa mientras sujetaba su abrigo.
‐No ‐replicó con honestidad.
‐¿Ha sido un día duro? ‐preguntó con falsa inocencia‐. ¿Alguna urgencia?
—No —insistió Pedro.
Ana estaba encantada con ese juego. Se escucharon pasos en el pasillo.
‐La cenará estará lista en una hora ‐anunció María, el ama de llaves.
‐No hay problema ‐contestó Paula y entregó a María el abrigo de Pedro‐. Eso nos dará al señor y a mí tiempo para... relajarnos juntos.
‐No creo que nada de lo que hayas planeado vaya a relajarme ‐dijo Pedro mientras Paula lo conducía al salón que ella misma había amueblado.
Entraron juntos en la amplia estancia decorado con antigüedades, lienzos y tallas primorosamente esculpidas en madera.
‐¿Te asusta quedarte a solas conmigo? ‐preguntó, maliciosa, junto a un diván.
Era un diablillo y una arpía. Resultaba muy duro enfrentarse a ella. Pedro apenas controlaba sus emociones. ¿Cómo ocultaría su amor, su deseo, su dolor?
Ella ignoraba todo lo que habían sufrido en el último año.
‐No, no estoy asustado ‐avanzó tras ella‐. Quizá tema por ti. Eres tan vulnerable...
‐Por favor, señor ‐interrumpió, apoyada en el diván y con expresión malévola‐. No hagas de esto un combate. Conozco un par de llaves que te inmovilizarían al instante.
‐Supongo que eso será una travesura, negrita ‐replicó con cierta indulgencia.
‐¿Me estás desafiando? ‐se acercó con chispas en sus ojos verdes.
Ella quería jugar con fuego y Pedro se quedó paralizado cuando ella se paró frente a él y deslizó su mano a lo largo de su muslo, sobre la cadera. Pedro se quedó sin aire. Su cuerpo se enardeció. No habría podido moverse si lo hubiera intentado.
‐¿Decía algo, señor? ‐preguntó mientras colocaba la mano en su entrepierna.
‐Olvídate ya de esa estupidez de llamarme «señor» ‐dijo mientras tomaba su mano, besaba la palma y reprimía las ganas de besarla en cada centímetro.
Ya no estaba tan controlado como un minuto antes. Estaba muy excitado y temía que pudiera hacer algo que lamentase más tarde.
‐Quizá deberíamos dar un paseo o echar una partida de cartas...
‐Odias los juegos de mesa.
‐Sí, pero recuerdo que a ti te gustaban.
‐Es cierto. Pero sólo si jugamos al strip‐póquer.
‐Paula, se supone que tienes que descansar, relajarte y tomártelo con calma ‐insistió, al borde del precipicio.
‐Vamos, Pedro ‐ella soltó una carcajada repentina y se pegó a él‐. Ríete un poco. Diviértete conmigo. ¿Es que no podemos pasarlo bien un rato? Vamos, Pedro, se trata de mí.
‐Eso es lo que más me asusta ‐dijo.
Sus miradas se encontraron, Paula arqueó las cejas y soltó una nueva carcajada, mucho más grave. Ella sabía exactamente lo que estaba pensando y cómo se sentía porque ella sentía exactamente lo mismo.
Paula rompió esa proximidad y se dirigió al armario lacado en rojo que hacía las funciones de mueble‐bar. Pedro la observó preso de la lujuria. Paula abrió las puertas. Dos años atrás había forrado el interior con espejo y había añadido un halógeno. Vaciló un instante frente al abanico de botellas, decantadores y copas.
‐Acabo de darme cuenta de que no sé lo que bebes ‐dijo Paula.
Pedro no contestó de inmediato, fascinado con la presencia de Paula. Adoraba el modo en que su melena acariciaba su mejilla, la espalda menuda y la curva de la cintura. Las mujeres eran como olas modeladas por el mar y Paula poseía esa dulzura.
‐¿Qué te apetece? ‐preguntó, mirándolo por encima del hombro.
Ella era todo lo que deseaba, pero no dijo nada. Tragó saliva y contuvo esas emociones salvajes. Hacía que se sintiera vivo.
‐Tomaré un vino tinto —dijo.
‐Aquí no guardamos el vino, ¿verdad? ‐apuntó mientras examinaba el mueble.
‐No. Hay una bodega en el sótano ‐dijo, contento del rumbo que había tomado la conversación—. Deduzco que no lo sabías, ¿verdad?
‐No ‐cerró las puertas del armario‐. Es una casa muy grande.
‐Te encargaste personalmente de la decoración.
‐¿De veras? ‐frunció el ceño‐. ¿Y a qué te dedicas? ¿Cómo hemos pagado todo esto?
‐He tenido éxito ‐dijo‐. Tú tienes un negocio de antigüedades.
‐No es fácil de creer ‐dijo mientras asimilaba la información‐. Nada de esto me resulta...familiar.
‐Ya irás recordando, Paula ‐aseguró sin ninguna emoción en su voz.
‐¿Éramos felices, Pedro?
Se quedó completamente parado y Paula se enervó ante su prolongado silencio. Esbozó una tenue sonrisa muy poco a poco mientras sus ojos negros se iluminaban. Ella pensó que parecía un ángel en llamas.
‐¿Tú qué opinas? ‐preguntó.
La intensidad de su mirada descentró a Paula. Estaba segura de que Pedro la deseaba y la amaba. Pero había algo más entre ellos que no resultaba agradable ni cómodo.
‐No tuvimos un buen matrimonio, ¿verdad? ‐señalo con el corazón constreñido.
‐Tampoco nos fue tan mal.
‐¿En qué momento nos fue bien? ‐preguntó, angustiada‐. ¿En qué momento fuimos felices? ¡Pedro!
‐En la cama ‐replicó con la mirada clavada en sus ojos verdes.
EL SECRETO: CAPITULO 16
Pedro cenó sólo en el porche. Comió en la oscuridad, iluminado por unas velas.
El silencio y la oscuridad trajeron a su memoria su antigua vida. Había sido un gaucho libre, sin responsabilidades ni compromisos. Siempre hacía lo que quería.
Entonces apareció Paula y cambió su libertad por una vida junto a ella. Abandonó las cosas con las que había disfrutado por cosas que ella reconocería. Dinero, poder y una buena posición. Había asumido que ella necesitaría esas cosas.
Encendió un puro después de la cena y aspiró el aroma del tabaco. No era un gran fumador pero adoraba el aroma del tabaco seco. Se acordó de sus amigos, su padre y su hermano. Recordó las noches que había dormido bajo las estrellas y las interminables jornadas a caballo a través de la
llanura con el ganado.
Siempre le había gustado la vida en las montañas y la vida en la pampa. Había sido suficiente para él hasta la aparición de Paula.
Pedro apagó el puro y se apartó de la mesa. Entró en la enorme casa de piedra y encontró irónico que poseyera todas esas cosas que nunca había deseado y que no tuviera a Paula, que había sido su único anhelo.
La casa estaba oscura. Había pasado tanto tiempo en el porche que María había apagado todas las luces y se había marchado.
Pedro cerró las puertas y subió la escalera de caracol hasta la segunda planta. Y a cada paso fue más consciente de la presencia de Paula.
Eran dos mitades de un mismo todo. Y sabía que Paula se sentía sola. Asumió que no podía acostarse sin hablar con ella. Su conciencia no se lo permitiría.
Abrió la puerta de su habitación con cuidado. Estaba oscuro y la luna brillaba en la ventana con un haz amarillento que surgía tras una nube. Observó el cuerpo de Paula acurrucado en su mitad de la cama. No se movió, pero tenía los ojos abiertos y estaba mirándolo fijamente.
‐Quería disculparme si te he herido ‐se aclaró la garganta‐. Perdóname, Paula.
‐¿Qué tengo que perdonarte? ‐replicó en tono frívolo, pero eso no engañó a Pedro, consciente de que había estado llorando.
Se acercó a la cama. Ella se tapó la cabeza con las sábanas. Ocultó todo su cuerpo salvo las yemas de los dedos que sujetaban la colcha. Pedro sonrió.
Quería que bajase la sábana. Quería mirarla a su preciosa cara. Se inclinó y besó, uno a uno, todos los dedos. Notó cómo se ponían blancos los nudillos. Era una cabezota.
Pedro acarició un nudillo con la punta de la lengua. Ella jadeó. Pedro sonrió antes de meterse el nudillo en la boca. Succionó despacio y, después, de un modo sistemático.
Observó cómo se retorcía bajo las sábanas.
Actuó de la misma manera con los otros dedos, pero Paula permaneció oculta.
‐Bien, buenas noches ‐dijo y se levantó.
‐No te vayas.
Pedro se volvió. Ahora se había sentado en la cama. Estaba tan oscuro que apenas veía nada, pero reconoció sus grandes ojos abiertos y el perfil del mentón.
‐Estamos realmente casados ‐dijo y Pedro asintió‐, ¿hace cuánto que nos casamos?
‐Más de dos años ‐indicó mientras la habitación se oscurecía por momentos.
‐¿Por qué no me lo dijiste antes? ‐su voz era un susurro.
‐No eras tú misma. Cuando vine, después de la llamada de tu familia, estabas muy débil y muy vulnerable ‐explicó.
‐¿Y esta casa es nuestra? ‐preguntó mientras asimilaba todo con esfuerzo‐. No me parece que sea nuestra casa. No nos imagino aquí.
—Hemos vivido aquí cerca de cuatro años ‐dijo Pedro.
Ella separó los labios, pero no emitió ningún sonido. Estaba desconcertada.
‐He pasado toda la tarde intentando acordarme de algo, pero no lo consigo. Mi cabeza está vacía. No tengo una sola imagen.
—Tengo más fotografías en los álbumes. El día de nuestra boda. Si quieres...
—No, esta noche no. No puedo pensar en nada. Estoy tan... vacía.
Parecía exhausta y se veía muy pequeña en esa cama tan grande que habían compartido en otros tiempos. Pedro quería salvaguardarla de todos los males.
‐Lo lamento, negrita ‐apreció el temblor en su labio‐. Siento haberte herido. Sabes que nunca haría nada que pudiera lastimarte.
‐Entonces, acércate y abrázame ‐susurró.
Pedro contuvo la respiración. Deseaba hacerlo más que nada en el mundo, pero no confiaba en sus instintos. Ella necesitaba ternura y no estaba seguro de que pudiera controlarse si llegaba a tocarla.
Habían pasado un montón de meses desde que habían hecho el amor por última vez.
‐No puedo ‐dijo, consciente de que debía frenarse‐. No sé si podré quitarte las manos de encima si te abrazo.
‐Entonces, no lo hagas ‐contestó Paula.
Esas pocas palabras bastaron para que el deseo incontenible creciera en su fuero interno con una violencia peligrosa. Sabía que tenía que reprimirse. Pero no podía moverse. Sentía que tenía melaza en las venas.
Ese calor en sus venas era producido por Paula. Su excitación se hacía insoportable. Si no tenía cuidado terminaría abalanzándose sobre ella para poseerla.
—Dijiste que estamos casados —recordó Paula.
‐Sí, pero ha pasado mucho tiempo... ‐masculló.
—Bueno, tú has venido a verme a mi habitación ‐apuntó ella.
Su voz flotaba en la oscuridad. Apenas veía nada, pero podía sentirla. Sólo deseaba una caricia, nada más. Pero ya no estaban juntos y ella no recordaba que había solicitado el divorcio.
Hacerle el amor resultaría insoportable, pero abandonarla era del todo imposible.
‐Quédate ‐la voz ronca fue una súplica‐. No te morderé.
‐Ya lo creo que lo harás ‐dijo con una falsa sonrisa.
A menudo lo había mordido y arañado mientras hacían el amor. Unas cicatrices que habían desaparecido con el tiempo. Llevaban demasiado tiempo sin entregarse de un modo salvaje en los brazos del otro.
‐Has sufrido mucho, Paula ‐dijo con la voz teñida de deseo‐. Todavía estás débil.
Notaba la tirantez de los pantalones, de la piel. Sabía que su cuerpo lo traicionaría. Escuchó el sonido del roce entre diferentes tejidos. Ella había salido de la cama y se acercaba. Distinguió un reflejo dorado y, de pronto, se plantó frente a él.
‐Eres muy testarudo ‐dijo Paula con burla‐. Estás decidido a portarte como un buen chico, pero yo estoy cansada. He sido buena toda mi vida y no hay nada más aburrido.
‐Nunca has sido buena ‐replicó Pedro.
‐Gracias a Dios ‐se rió con un irresistible atractivo‐. No quisiera ser aburrida.
Estaba sucumbiendo bajo el peso de un montón de sueños que habían perturbado sus noches solitarias en los últimos meses.
‐Tócame, Pedro —solicitó—. Sólo tú puedes hacer que me sienta real, viva. Y es lo que más deseo en este mundo.
Estaba en el paraíso y la manzana del pecado lo había tentado.
‐No ‐gritó con voz ahogada, desgarrado por dentro‐. No puedo hacerlo, Paula.
Sabía que ella nunca se lo perdonaría si le hacía el amor en esas condiciones. Recordaba el resentimiento y el desdén de la mujer que se había divorciado de él.
También odiaba portarse bien. No era su estilo.
Ella lo rodeó por la cintura. Entrelazó las manos en su espalda y apoyó la cara en su pecho.
La luna apareció tras una nube e iluminó el cielo con su blancura. En esa súbita claridad distinguió el rostro de Paula y sus grandes ojos verdes llenos de pasión. Incapaz de resistirse a tanta belleza, besó sus labios.
Pensó, mientras la besaba, que la amaba más allá de cualquier horizonte. Y el cuerpo de Paula tembló, aferrado al suyo.
Ella estaba implorando que la abrazase, pero ese deseo sería su perdición. Se separó muy despacio y levantó la cabeza. Paula parpadeó y abrió los ojos. Estaba mirándolo y Pedro advirtió el reflejo de las lágrimas en sus ojos verdes.
‐Antes te encantaba besarme ‐dijo con una inocencia devastadora.
‐Y sigue siendo así ‐aseguró, consciente de que ella necesitaba una dosis de racionalidad en vez de más fantasía.
‐Pero no me deseas, ¿verdad?
‐Has estado muy enferma ‐acarició su pómulo—. Tu cuerpo necesita reposo.
‐Ya estoy restablecida ‐protestó‐. ¡Mírame! Mi salud es envidiable.
Sí, su cuerpo parecía en perfecto estado. Y era una maravilla. No podía apartar la mirada de sus pechos y el contorno de los pezones contra la seda del camisón.
Imaginaba su cuerpo desnudo, el vientre liso y los rizos morenos en su entrepierna. Adoraba el contraste de ese vello oscuro contra su piel blanca y las diferentes texturas.
Era suave, húmedo y aterciopelado.
Las mujeres estaban hechas con mimo y Paula era la mejor de todas. Y deseaba tenerla entre sus brazos, desnuda bajo su peso. Anhelaba ese pecho en su boca, sus manos en las caderas.
Pero eso no ocurriría.
‐Buenas noches, Paula ‐forzó una sonrisa que aliviara el intenso dolor‐. Te veré por la mañana.
Una vez en su habitación, apoyó la frente en la puerta. Su sueño consistía en tenerla nuevamente y había renunciado a eso. Sentía una urgencia atroz por romper la distancia que los separaba, pero no podía.
Decidió que contaría hasta diez para que su mente no pensara en la satisfacción que requería su cuerpo. Y después contaría hasta veinte y volvería a empezar.
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