miércoles, 21 de junio de 2017

EL SECRETO: CAPITULO 11





DESPUÉS de la cena, en el piso de arriba, Paula no quiso que Pedro se marchara. Rodeó su cintura con ambos brazos y se aferró a su cuerpo.


‐Quédate conmigo ‐susurró, la voz grave y seductora.


‐No puedo ‐contestó con una media sonrisa.


‐¿Por qué no?


‐Estoy cansado ‐asintió, consciente de que sólo podía sincerarse con ella—. Acabo de regresar de un viaje muy largo y necesito dormir.


‐Puedes quedarte en mi habitación.


‐No descansaría. Y tú, tampoco ‐acarició su mejilla con el pulgar‐. Y necesitas tanto reposo como yo.


‐No es cierto ‐protestó, pero al instante bostezó‐. Bueno, es posible. Pero ¿te quedarás aquí? No irás a marcharte, ¿verdad?


‐Me quedaré aquí. No me voy a ninguna parte. Voy a quedarme a tu lado.


La habitación de Pedro estaba al final del pasillo enmoquetado. Había una estrecha escalera frente a su puerta. Se había diseñado para el servicio, pero Pedro se había servido de ella en los meses en que había abandonado el dormitorio principal.


El sonido del llanto lo despertó. Era un sonido apagado, pero desgarrador.


Se trataba de Paula. Reconoció el llanto mientras cruzaba el pasillo, pero se trataba de un sollozo ronco. Estaba entregada al llanto, la cara hundida en la almohada, y parecía realmente afligida. Pero ¿de dónde nacía esa pena? ¿Acaso la enfermedad había rescatado del olvido la muerte de su hermano Tadeo... o la pérdida de su padre?


Pedro dormía desnudo y tan sólo se había puesto unos calzoncillos.


Pedro ‐dijo Paula al verlo en la puerta de su dormitorio.


Avanzó hasta la cama, se sentó junto a ella y la abrazó. 


Estaba temblando, fría.


‐¿Has tenido una pesadilla?


‐No ‐entrechocaba los dientes‐. Es mucho peor porque no es un sueño.


‐Entonces, ¿qué ha podido ponerte en este estado?


‐Ya lo sabes, Pedro ‐entrelazó los dedos en su mano y las lágrimas se derramaron sobre la piel de Pedro‐. ¡Ya lo sabes!


‐Pero, no sé...


‐Sí, lo sabes. Y tienes que perdonarme. Por favor, dime que me perdonas.


¿En qué estaría pensando? ¿Qué tenía en la cabeza?


‐Paula, cálmate, estás alterándote sin ningún motivo. No hay nada que perdonar.


Sin embargo, en ese momento, recordó el último verano. Y repasó en su cabeza los informes recopilados por el detective privado.


Paula y otro hombre. Paula, en el vestíbulo de un hotel, con otro hombre. Había pensado que estaba teniendo una aventura. Pero no se trataba de eso. Al menos, el detective no había aportado ninguna prueba concluyente. Pero se había citado con ese misterioso hombre en varias ocasiones y siempre se había mostrado muy reservada con relación a esas citas. Nunca se lo había mencionado ni había compartido con él esa parte de su vida.


Notó un ardor en el estómago. No quería recordarlo ni pensar en ello.


‐No puedo seguir así, fingiendo ‐ella apretó sus dedos una vez más‐. No puedo olvidarlo. Tenemos que recuperar a nuestro hijo.


Así que había sido un sueño, quizá una pesadilla. "En todo caso, volvía con la historia del bebe.


‐Paula, no hay ningún niño. Nunca lo ha habido...


‐¡Estaba embarazada! ‐replicó con furia, el cuerpo tenso, y lo apartó de su lado‐. Estaba embarazada. Por esa razón íbamos a escaparnos juntos. Queríamos proteger a nuestro hijo.


‐Sí, pero tuviste un aborto natural ‐y, tras la pérdida del bebé, había quedado estéril.


Habían visitado a todos los especialistas que habían podido. 


Se habían sometido a una infinidad de pruebas. Pero Paula nunca había aceptado el diagnóstico y Pedro siempre había
culpado del fracaso de su matrimonio a los dos años y medio que habían dedicado a los tratamientos de fertilidad.


Al menos, la infertilidad había sido el primer golpe en su estabilidad emocional.


O quizá había sido el golpe definitivo.


Pedro tomó a Paula por lo hombros y la obligó a mirarlo a la cara.


‐Pero el hecho de que no puedas concebirlos no significa que hayas perdido la oportunidad para ser madre. Siempre queda la adopción...


‐¡No quiero adoptar cuando tengo un hijo propio!


No parecía dispuesta a rendirse. Estaba convencida de que su hijo existía.


Acarició su mejilla y ella lo miró con los ojos muy abiertos, llenos de dolor. Esa pena se clavó en el corazón de Pedro. Lamentaba que Paula sintiera esa pérdida, esa confusión. Era muy injusto y le dolía que ya no disfrutaran de lo que habían tenido en el pasado.


‐Tu amor es verdadero ‐susurró, la mirada fija en los ojos de Pedro. ‐Por supuesto.


Ella sonrió, poco a poco. Una sonrisa que nació en la comisura de sus labios y que transfirió a su rostro una belleza deslumbrante.


Y una vez más sintió una punzada en el corazón. Paula Chaves Alfonso era la propietaria de su corazón, su cuerpo, su mente y su alma.


Paula no podía apartar la mirada del bello rostro de Pedro


Llevaba la melena suelta, tal y como le gustaba a ella, y el torso desnudo. Era la viva imagen del gaucho de sus sueños. Duro, fuerte y temerario. Podía conseguirlo todo. Podía tener a quien quisiera y la deseaba a ella...


Notó una burbuja de calor en su interior y la alegría iluminó su expresión. Se inclinó hacia delante y besó sus labios en un gesto muy leve.


‐Estoy encantada de que hayas vuelto. Me alegro de tenerte en casa. Creía que, quizá, te habías enamorado de otra persona ‐apuntó con timidez‐. Has estado fuera un montón de tiempo.


‐No quería alejarme, Paula ‐dijo con sus intensos ojos negros fijos en ella‐. Quería quedarme a tu lado. Tienes que creerme.


‐¿Y dónde estabas? ‐acarició su pecho con los dedos.


‐He estado trabajando ‐afirmó.


‐Nunca fuimos de visita a casa de tu familia, ¿verdad? ‐lo miró a los ojos de un modo abrupto‐. ¿Por qué? ¿Acaso no querían conocerme?


‐No, Paula ‐soltó el aire despacio‐. Son cosas que pasan. Y mi padre no se encontraba demasiado bien.


‐¿Todavía está enfermo? ‐preguntó Paula, expectante.


—Murió hará un par de meses.


¡Vaya! Paula sintió un nudo en la garganta. Sabía lo mucho que Pedro quería a su padre y cuánto lo había admirado. Su padre había sido un gaucho legendario en las tierras del norte, cerca de las cataratas de Iguazú.


‐Lo siento mucho ‐susurró y, al instante, se sintió mucho más aliviada.


Pedro había estado con su familia, junto a su padre. Todo tenía sentido.


Se acurrucó junto a él, la mejilla apoyada en su pecho, encima del corazón.


‐Todavía me gustaría que me presentaras a tu madre y a tus hermanos. Significaría mucho para mí, Pedro. Creo que nos haría mucho bien a ambos.


Y entonces se quedó dormida, los labios apoyados contra su corazón.


Pedro acostó a Paula bajo el edredón. Después sacó una almohada y una manta del armario y se acomodó en el suelo. Tardó una eternidad en dormirse, pero cuando concilio el sueño no se despertó hasta que el sol de la mañana entró por la ventana.


Abrió los ojos y descubrió que Paula estaba apoyada sobre un codo, mirándolo.


‐Hola ‐saludó con una sonrisa.


‐Hola ‐contestó Pedro mientras se apartaba el pelo de la cara.


‐Estás muy guapo ‐se estiró y apoyó la barbilla en ambas manos sin desviar la mirada un solo instante‐. Nunca me cansaría de mirarte.


—Paula...


‐Es cierto. Tienes unos rasgos... ‐hizo una pausa que rompió con el sonido de un beso en el aire‐ perfectos. Se trata de tus ojos. No, es tu voz. No, son tus labios. Tienes los mejores labios del mundo.


Pedro se desperezó, se tumbó boca arriba y apoyó la cabeza en un brazo. Paula era dulce, tentadora y estaba excitándolo. Y ésa no era la reacción idónea.


‐¿Y cómo lo sabes? ‐dijo con calma mientras procuraba que su cuerpo se relajara porque sabía no ocurriría nada‐. ¿Has besado todas las bocas de este mundo?


‐Siempre has sido un novio muy celoso ‐ella rió ante esa muestra de sarcasmo‐. Me sorprende que no lleves un taparrabos de piel y una porra.


Pedro sonrió para sí y se giró para mirarla. Paula llevaba el pelo suelto sobre los hombros. La boca pintada de rosa era como una fruta madura. Nadie debería mostrarse tan atractiva a esa hora de la mañana.


‐Bueno, la verdad es que tengo una porra. Pero tú no deberías saberlo ‐dijo‐. Sólo la utilizo si hay alguna emergencia.


‐¿Alguna vez has matado a alguien? ‐bajó de la cama y se sentó en la moqueta.


‐¡Paula!


‐Bueno, tienes mucho carácter ‐apuntó.


‐Yo no mato gente, Paula.


‐Pero has participado en un montón de peleas, ¿verdad?


‐Nunca ha salido nadie malherido ‐mintió, consciente de que ella no precisaba los detalles escabrosos en ese momento.


—¿Peleas con los puños...?


Pedro tomó a Paula de la muñeca y tiró de ella hasta que se tumbó a su lado.


‐¿A qué viene todo esto? ¿Por qué te interesan tanto las peleas? ¿Quieres que me ocupe de algo? ¿Esperas que me encargue de alguna persona?


Paula se estremeció. No sabía si era la profundidad de su voz, la mano en su muñeca. Pero tuvo la absoluta certeza de que Pedro haría cualquier cosa por ella.


¿Qué estaría dispuesto a hacer por su hijo?


Paula se quedó sentada, muy quieta. Notó un extraño hormigueo en la coronilla que, de pronto, se transformó en una serie de leves escalofríos. Era un pensamiento muy raro.


‐¿Qué te ocurre, Paula? ‐acarició con su pulgar la muñeca.


El tono era tan grave, tan delicado, que Paula sintió que estaba al borde de las lágrimas.


Parpadeó y sacudió la cabeza. Sabía que estaba en su habitación, junto a Pedro. Y entonces ladeó la cabeza como si escuchase una voz lejana en su interior.


¿Qué estaban haciendo en ese sitio? ¿Por qué estaban en ese dormitorio? Frunció el ceño y miró la alfombra, las paredes, la ventana.


‐¿Dónde estamos?


‐Estamos en la hacienda, en Mendoza.


Pero eso no tenía sentido. Tensó todos los músculos y arrugó el gesto. Se sentía perdida, sumergida en las profundidades.


Pedro, ¿por qué estás aquí... durmiendo en esta habitación conmigo?


‐Estabas enferma ‐apartó un mechón de cabello de su mejilla.


Frunció el ceño nuevamente mientras intentaba recordar esa supuesta enfermedad, pero su mente estaba en blanco. No recordaba nada... fuera de la cotidianeidad. Pedro seguía peinándole su larga melena.


‐¿Recuerdas el hospital? ‐preguntó.


‐No ‐contestó, perpleja.


‐Estuviste en el hospital hace cosa de un mes ‐añadió Pedro.


Eso era bastante tiempo. Paula se frotó la sien como si sintiera un dolor invisible.


‐¿Me he examinado? ‐pero Pedro sólo la miró y Paula insistió en la pregunta‐. ¿Me he matriculado? Ya sabes, ¿he aprobado los exámenes finales?


‐¿Te refieres al instituto? ‐bajó las pestañas de sus grandes ojos negros


‐Sí.


‐Bien ‐suspiró, aliviada y contenta por el hecho de tenerlo a su lado.


Pero todavía no tenía sentido. ¿Cómo era posible que estuviera acostado en su habitación?


Sabía que su madre no lo toleraría. Y Dario habría llamado a la policía.


‐¿Cómo has entrado en mi dormitorio? ‐preguntó y entrelazó sus dedos con él.


‐Estabas enferma ‐repitió‐. Tenía que quedarme a tu lado.


Esa idea le gustó. Parecía convencido y genuinamente preocupado.


‐Pero ¿cómo has convencido a mamá? Está llena de prejuicios y detesta a todas las personas que no pertenecen a nuestro entorno social.


‐No le he pedido permiso a tu madre ‐apretó los dientes‐. Esta casa no le pertenece.


‐¡Vaya! ‐pensó que, en ese caso, la hacienda sería de su hermano‐. ¿Y Dario te ha dejado que te quedaras?


‐Sí ‐dijo con voz ahogada.


‐Bien ‐se inclinó y besó a Pedro en la boca‐. Voy a darme una ducha y después tomaremos el desayuno, ¿de acuerdo?


Pedro telefoneó a Dario mientras Paula se duchaba. Dario ya estaba en su oficina de Buenos Aires.


‐Te dije que te llamaría si apreciaba algún cambio en tu hermana ‐dijo Pedro, que se había comprometido con Dario‐. Y se ha producido un cambio.


‐¿Ha sido para bien? ‐preguntó Dario tras una vacilación.


‐Sí ‐afirmó, si bien no deseaba meterse en los pormenores‐. Paula se muestra más coherente esta mañana. Recuerda a la antigua Paula.


‐¿Y la memoria?


‐Todavía no se ha recuperado de la amnesia.


Ninguno dijo nada y, por primera vez, Pedro sintió cierta afinidad con el hermano de Paula.


Ella necesitaba sus recuerdos. Necesitaba sus errores, sus triunfos y su historia íntima. La familia Chaves era un grupo complejo. Habían perdido al hermano pequeño. Las dos hermanas mayores habían abandonado Argentina y la madre de Paula estaba demasiado ocupada con la bebida para dedicarle diez minutos a su hija.


Su historia familiar no era sencilla ni resultaba agradable, pero había cosas que Paula tenía que recordar. No podría enfrentarse al futuro mientras no recuperase su pasado.


‐Tiene varios álbumes de fotos de su infancia ‐dijo Dario con cautela—. ¿Podrías...?


—Sí, descuida.


‐Tadeo era su mejor amigo ‐apuntó Dario con la respiración contenida‐. Si fuera demasiado duro para ella...


‐No forzaré la situación, ya deberías saberlo ‐interrumpió, apesadumbrado por el peso de una relación de desprecio que había durado demasiado tiempo y que no había aportado nada—. No voy a herirla. No permitiré que sufra ningún daño.





EL SECRETO: CAPITULO 10





Tras la marcha de Dario, Pedro entró en la cocina y solicitó que sirvieran la cena en el pequeño estudio de la planta principal en vez de servirlo en la habitación de Paula.


Luego subió al dormitorio para asegurarse de que estaba bien.


‐¿Se fue? ‐preguntó, esperanzada.


Estaba sentada a los pies de la cama, envuelta en una gruesa toalla de baño, y llevaba el pelo húmedo, alisado.


Pedro sintió un impulso inmediato hacia ella y, nada más reconocerlo, lo suprimió.


‐Ha vuelto a Buenos Aires, de vuelta a casa y al trabajo.


‐Bien. ¡No me gusta!


‐Paula, tú lo adoras ‐dijo mientras la miraba fijamente, cruzado de brazos, preguntándose dónde se había metido.


¿Y si nunca se restableciese? ¿Y si nunca recuperase la memoria? ¿Qué pasaría si no recobrase su independencia?


Pero no quería pensarlo en esos términos. Recordó que era una mujer joven, fuerte e inteligente. Se recuperaría, pero tendrían que tomárselo con calma.


‐La cena está lista ‐informó con aparente normalidad‐. Pero tú sólo llevas una toalla.


‐¿No te parece muy romántico?


‐No, salvo que seas la pareja de la esterilla del baño.


Pedro fue recompensado con una carcajada. Paula se deslizó fuera de la cama.


‐La verdad es que quería vestirme, pero no encuentro mi ropa. ¿Sabes dónde ha escondido Dario mi maleta?


‐Está en tu armario, Paula ‐señaló, perplejo.


Después se acercó al enorme armario ropero que había frente al cuarto de baño, encendió la luz y señaló con un gesto las barras llenas de ropa y los zapatos.


Paula echó un vistazo. Frunció el ceño mientras contemplaba las hileras de trajes, vestidos de noche, y demás atuendos.


‐Es muy gracioso. Ahora, ¿quieres decirme dónde está mi ropa? ¿Mis blusas, mis zapatos y mis vaqueros?


Pedro estaba totalmente desconcertado.


Ella no lo sabía. No reconocía nada de lo que veía y no comprendía que ya no era una adolescente, sino una mujer. Los últimos cinco años no habían transcurrido... al menos, en su mente.


Pedro sentía una enorme presión en su pecho. Sería un trance muy duro y no sabía cómo se enfrentaría a esa situación... cómo interactuaría con ella. Había llegado a pensar de ella que era una mujer distante, sofisticada y autónoma. Pero ahora era una tan efervescente como una
botella de vino espumoso.


Trató de centrarse en el presente. Tenía que moverse despacio, paso a paso. Cada crisis necesitaba un tiempo antes de encararse con el siguiente problema. Y en ese momento, Paula quería unos pantalones vaqueros.


Encontró algo de ropa vieja en el último cajón de la cómoda. 


Eran prendas que Paula ya no usaba, pero que todavía no había tirado.


‐Gracias ‐dijo, radiante, mientras elegía unos vaqueros y una sudadera desgastada por tantos lavados—. Estaré lista en un minuto. ¿Quedamos abajo?


Pedro accedió y cuando Paula se presentó en la sala, quince minutos mas tarde, llevaba el pelo seco, maquillaje y los labios pintados en color rosa.


‐¿Mejor? ‐preguntó en tono burlón.


‐Sí, ya lo creo ‐asintió Pedro.


Deseaba sonreírle, pero no podía. Eran demasiados recuerdos, demasiadas emociones. Paula rezumaba dulzura y picardía, inocencia y bravura. Era la misma chica de la que se había enamorado.


Pero esa clase de sentimiento era muy peligroso. No podía permitírselo y sometió todo ese caos emocional. Paula necesitaba apoyo racional, lógico. Era preciso que mantuviera la calma y el control.


‐Cenaremos aquí ‐dijo mientras se dirigían a la biblioteca‐. He pensado que podíamos sentarnos junto a la chimenea. Resulta muy acogedor.


‐Y muy íntimo ‐apuntó ella, sonrojada.


Sí, tenía razón. Pero no estaba en el mejor momento para esa clase de intimidad. Obvió el comentario de Paula y procuró que estuviera a gusto. Llevaba un mes almorzando en su habitación y Pedro confiaba en que esa primera cena fuera un paso en su recuperación.


Apenas habló durante la cena, pero Paula vació su plato con verdadera ansia. Había consistido en una típica comida argentina.


‐Gracias a Dios ‐dijo mientras se acomodaba en la silla‐. Auténtica comida.


‐¿Qué has estado comiendo hasta ahora? ‐preguntó, lleno de curiosidad.


‐¿No es curioso? ‐se encogió de hombros y sonrió, sus dientes blanquísimos—. No me acuerdo. Supongo que no estaría bueno. De lo contrario, me acordaría, ¿no?


‐Es una forma de verlo.


‐¿Hay alguna otra? ‐preguntó, risueña.


Pedro se tensó y observó cómo la luz de la chimenea bailaba, trémula, sobre el expresivo rostro de Paula. Adoraba su risa, su vitalidad y esa inclinación juguetona. Cada vez que se burlaba de él, sentía el impulso de sentarla en su regazo, abrazarla y quedarse con ella para siempre.


Pedro... ‐preguntó de pronto, más sombría.


‐¿Sí, negrita?


‐Todavía sigue en pie la idea de casarnos, ¿verdad? ‐dijo, cada vez más sonrojada mientras luchaba con las palabras‐. Todavía quieres casarte conmigo, ¿verdad?


Había tanta inocencia en sus palabras... Por un momento, Pedro no encontró una respuesta.


Y entonces pensó que debía mostrarse honesto y sincero.


Ella lo merecía.


‐Claro que quiero casarme contigo.


‐¿En serio? ‐dijo, sonriente y con una calidez interior que iluminaba sus ojos verdes.


‐Sí, por supuesto.


‐Entonces, hagámoslo cuanto antes. Quiero hacerlo enseguida ‐se inclinó hacia delante‐. ¿Mañana te parece bien?