domingo, 14 de mayo de 2017

PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 24





Las niñas la despertaron. Paula abrió los ojos y pestañeó.


Era de día y oía que la voz de Pedro provenía de la habitación de las pequeñas. Salió de la cama y se puso la bata.


—Hola, amorcitos míos —dijo nada más entrar en la habitación.


—¿Yo estoy incluido en eso? —preguntó Pedro, vestido
únicamente con la ropa interior.


Ella se rió.


—Puede ser. ¿Cuánto tiempo llevan despiertas?


—Unos minutos. Les he cambiado el pañal y les he dado un
biberón de zumo, pero creo que quieren que su mamá les dé algo más sustancioso.


—Estoy segura. Vamos, pequeñas. ¿Queréis ir abajo a decirle hola a Murphy?


Sacó a Eva de la cuna y se la entregó a Pedro. Después tomó a Ana en brazos y la besó.


—Hola, pillastre. ¿Vas a portarte bien hoy?


—Probablemente no, si es como su hermana —dijo él, y la llevó al piso inferior—. Esta mañana voy a poner la valla para la escalera.


—Por favor. No me gustaría que pasara nada. ¡Hola, Murphy! ¿Cómo estás? ¿Has encontrado algo de comer?


—Estoy seguro de que lo ha intentado —dijo Pedro—. ¿A que sí, bribón?


Murphy movió el rabo y ella se rió.


—Es un pelota, ¿verdad que sí? A ver, Ana, ve con papá.


—Papá —dijo la niña, y ambos se quedaron paralizados.


—¿Estoy soñando? —preguntó Paula.


Él se rió y se encogió de hombros.


—Entonces yo también. Ayer tuve la sensación de que Eva decía «papá», pero luego decidí que estaba balbuceando.


—¡Papá! —dijo Eva desde el parque, agarrándose al borde y
sonriendo a Pedro.


Paula sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas.


—Saben decir «papá» —susurró ella, y se llevó la mano a la
boca.


Él tragó saliva y sonrió.


—Bueno, chicas. ¿Quién os ha enseñado eso? —dijo él, y puso la pava al fuego.


Habían desayunado, se habían duchado y se habían vestido. Pedro intentaba no pensar en que no podía llevarse a Pau a la cama otra vez. A menos que las niñas se echaran la siesta por la tarde, claro.


—¿Quieres que busquemos casa? —sugirió él.


—Claro. Si traigo el ordenador, podemos hacerlo aquí. Tenemos wi-fi —se marchó un instante y regresó con un ordenador portátil—. Muévete —le dijo a Pedro, y se sentó en el sofá junto a él. 


Introdujo la contraseña y él se enfadó consigo mismo por haberla memorizado sin pensarlo. Diablos, ella tenía motivos para no confiar en él.


—Muy bien. Ya estoy dentro de la página de una de las mejores inmobiliarias. ¿Qué estamos buscando, y por cuánto? —preguntó Paula.


—Yo no pondría un tope. Empieza por la más cara y ve bajando.


—¿De veras?


—Bueno, sí. ¿Por qué no? ¿Quieres vivir en un sitio horrible?


—¡No! ¡Quiero vivir en un sitio normal! —contestó ella.


Pedro suspiró.


—Pues pon una zona que te guste y veamos lo que hay.


Nada. Ésa era la respuesta. No había nada que no fuera
demasiado pequeño, o demasiado lejano. Nada interesante.


Y no había nada que pudiera equipararse con Rose Cottage.


—Ojalá pudiera quedarme aquí —dijo ella.


—¿No te lo vendería?


—¿Te lo quedarías?


Él sonrió.


—No depende de mí, ¿no crees? Estamos hablando de tu casa, de tu elección, de un sitio para ti y para las niñas. Y supongo que todo lo que haré yo será venir a visitarte.


A Paula se le humedecieron los ojos y miró a otro lado.


—A menos que trabaje fuera durante la semana y venga los fines de semana. No me gusta ir y venir cada día, prefiero trabajar menos días.


—¿Quieres decir seis días en lugar de siete?


—¿Podemos empezar de nuevo?


Ella se mordió el labio inferior.


—Lo siento. Es sólo… Parece que nos estamos llevando muy bien, y parece que el futuro no tiene muy buena pinta y que no hay forma de cambiarlo. Y las niñas estaban inquietas y aburridas.


—Vamos a dar un paseo con ellas —sugirió Pedro—. Podemos llevar las mochilas.


El día anterior habían comprado unas mochilas para poder salir a pasear sin tener que llevar el carrito. Así que Pedro llevó a Eva y, Paula, a Ana.


Se las cambiaban todo el rato, como si ninguno de los dos
quisiera establecer un lazo más cercano con una de las niñas.


Siempre lo habían hecho así y ni siquiera lo habían hablado.


Pasearon por la orilla del río y Murphy aprovechó para olisquearlo todo.


—¿Alguno de estos establos pertenece a la casa?—preguntó él.


—Sí, todos. Era una granja, pero vendieron casi todo el terreno y se quedaron con la casa.


Él miró a su alrededor con curiosidad. Había muchos edificios grandes que podían servirles. Si encontraran alguno en venta, podría trabajar desde casa. No sólo él, sino con uno o dos miembros del equipo, montando una especie de oficina satélite.


Conocía a más de uno a quien le gustaría la idea.


—Ven a ver el jardín —dijo ella, y lo guió por una verja.


Él había estado allí con el perro, pero nunca lo había visto con detenimiento. A medida que ella se lo enseñaba, comenzó a verlo con otros ojos.


—Tengo fotos con todos los rosales en flor —dijo ella—. Es
impresionante.


Pedro no le cabía ninguna duda. Y recordó lo que ella le había dicho el día que se marchó de su lado.


«Quiero una casa, un jardín, tiempo para dedicarles a las plantas, para tocar la tierra con las manos y oler las rosas. Nunca nos detenemos a oler las rosas, Pedro. Nunca».


Bueno, ella ya tenía el jardín, y las rosas. Al verla hablar sobre ello, él se percató de cómo había cambiado.


El brillo de su mirada, el calor de su piel, su vitalidad.


Una vida real, no sólo el aumento de adrenalina por haber
conseguido otro logro laboral, sino verdadera satisfacción y
felicidad.


Y lo que más le sorprendía de todo eso, era que él también lo deseaba.


—¿Por qué no te vas a pasar un día con Juana?


—¿Qué?


—Ya lo has oído. Yo cuidaré de las niñas.


—¿Estás seguro? —preguntó dubitativa.


—Sí, estaremos bien. ¿No confías en mí?


—Bueno, por supuesto que sí. Lo único es que no sé si sabes a lo que te estás ofreciendo.


—Al verdadero infierno, supongo, pero estoy seguro de que
sobreviviremos.


Paula se lo pensó un instante y negó con la cabeza.


—No. Pero quedaré con ella para tomar un café —sugirió—.
Además, también tiene un bebé y tiene que dejar y recoger a los otros en el colegio, y siempre está muy ocupada. Pero se lo preguntaré. ¿Cuándo pensabas que lo hiciera?


—Cuando tú quieras. ¿Mañana?


—La llamaré —dijo ella, y se puso en pie.


Dejó a Eva en el sofá, rodeada de cojines para que no se cayera, y aprovechó que Ana estaba dormida encima de Pedro para llamar por teléfono.


—¿Paula? ¿Cómo estás? ¡No me atrevía a preguntártelo!


—Bueno, bien… Mira, Pedro se ha ofrecido a cuidar de las niñas para que podamos tomarnos un café. ¿Qué haces mañana?


—Nada que no pueda cancelar. Me muero por verte y porque me cuentes todo. ¿Dónde y cuándo?


—¿En The Barn? ¿A las diez y media?


—Estupendo. ¿Cuánto tiempo tendrás?


—Todo el que quiera. Me ha ofrecido el día entero, pero no quiero que una mala experiencia lo asuste de por vida.


—No, por supuesto que no. Chica lista. Muy bien, a las diez y media, y le diré a Pablo que llegaré a casa sobre la una. Estará en casa, así que podrá quedarse con el bebé. ¿Te parece bien?


—Estupendo —dijo ella, y colgó con una sonrisa.


Regresó al salón y lo encontró tumbado en el suelo bocabajo, con Ana tumbada bajo su cabeza. Él le hacía pedorretas en la tripa y ella se reía.


—Ya está arreglado. He quedado con ella a las diez y media en un café. Regresaré sobre la una. ¿Te parece bien? —le preguntó ella al entrar.


—Muy bien. Nosotros estaremos estupendamente, ¿a que sí? — dijo él, sonriendo a la pequeña.


Paula no pudo evitar fijarse en su maravilloso trasero.



sábado, 13 de mayo de 2017

PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 23




—¿Estás segura?


—Sí.


Pedro respiró hondo, la miró con los ojos entornados, se puso en pie y le tendió la mano para levantarla. Ambos se miraron a poca distancia, pero sin tocarse.


—No tienes que hacerlo.


—Lo sé.


Pedro cerró los ojos y dijo algo que ella no pudo oír, después se volvió.


—Tenemos que recoger esto y sacar al perro.


—Yo lo haré.


—No. Lo haremos los dos. Tardaremos menos —lo colocó todo en la bandeja y la llevó a la cocina. Murphy iba tras él, así que le abrió la puerta para que saliera mientras guardaba la leche en la nevera.


Pedro entró de nuevo con el perro, agarró las trufas y miró a Paula a los ojos.


—Éstas me las llevo —le dijo.


Fue como si la trasladara a otra época y a otro lugar, cuando él llevaba bombones a la cama y se los daba, uno a uno, mientras hacían el amor.


Todavía recordaba su sabor.


—No me mires así o perderé el control —dijo él con una sonrisa.


Paula se volvió y salió de la cocina, apagando la luz y esperando que él la siguiera.


Oyó que se despedía del perro, que cerraba la puerta y que se acercaba a ella por detrás.


—¿En tu habitación o en la mía?


—En la mía. Está más lejos de la de las niñas.


Sólo un poco, pero Paula no estaba segura de poder controlarse cuando él le hiciera el amor.


Ella encendió la luz, pero Pedro llevó una vela y la puso sobre la cómoda, junto a las trufas. La encendió y apagó la luz. Ella lo agradeció, porque de pronto se le ocurrió que no la había visto desnuda desde que habían nacido las niñas, y entre los estragos de la lactancia, la cicatriz de la cesárea y que había ganado peso, quizá necesitara acostumbrarse a la nueva Paula.


Pero al parecer, Pedro no tenía prisa por quitarle la ropa. Le
acarició el cabello y la besó en los labios con delicadeza, moviendo la cabeza de un lado a otro, haciendo que el deseo se apoderara de ella.


«Pedro, bésame», suplicó en silencio, y como si la hubiera oído, él le sujetó el rostro con las manos y le acarició los labios con la lengua para que los separara.


Ella reaccionó como era de esperar, separó los labios permitiendo que él introdujera la lengua y explorara el interior de su boca, volviéndola loca.


—Pau, te deseo —susurró él.


—Yo también… Por favor, Pedro. Ahora.


Y sin más dilaciones, él se quitó la ropa. Todo menos los
calzoncillos. Y esa prenda no ocultaba su potente erección.


Al verla, a Paula se le secó la boca. Había pasado mucho tiempo. Estaba temblando, sentía tanto deseo que apenas podía moverse, pero no lo necesitaba. Él estaba allí, acariciándola y quitándole la ropa a la vez. Primero el top, y después el sujetador.


Al verlo, cerró los ojos un instante y murmuró:
—Menos mal que no me enseñaste esto en la tienda.


Ella soltó una risita.


—Hay más —le dijo.


Él gimió y le bajó los pantalones.


Le acarició el vientre con la palma de la mano y, con un dedo, estiró del elástico de sus braguitas.


—¿Qué es esto? —preguntó él.


—Pensé que te gustarían.


—Vas a matarme —susurró Pedro, y la abrazó, de forma que sus cuerpos entraron en contacto por primera vez.


Ambos suspiraron y se acomodaron, hasta que él levantó la
cabeza y la miró a los ojos.


—Pau… Tengo que hacerte el amor ahora mismo, o me moriré. Lo prometo. Te deseo con locura.


Sus ojos eran como el fuego y su pecho se movía con cada
respiración. La luz de la vela iluminaba sus músculos y volvía su piel de color dorado, mientras él la tomaba en brazos y la tumbaba sobre la cama.


Se acostó a su lado, sin dejar de mirarla a los ojos.


Después, la acarició por todo el cuerpo y siguió el recorrido de sus manos con la mirada. El borde del sujetador, la línea de su escote, los senos… Y jugueteó con sus pezones hasta que ella estuvo a punto de gritar de placer.


—Quiero probarte —murmuró él—. Todos los días veo cómo
maman las niñas y…


Ella también lo deseaba. Se desabrochó el sujetador y permitió que él introdujera uno de los pechos en su boca.


La leche empezó a fluir por el pezón y él la probó con la lengua.


Después, cerró los labios sobre su seno y succionó con fuerza.


Ella gimió y permitió que el deseo la invadiera por dentro. Él
levantó la cabeza. Se miraron fijamente durante un instante y, después, Pedro le retiró la ropa interior con desesperación, antes de quitarse la suya y colocarse sobre ella para separarle las piernas.


—Pau —susurró.


Y entonces, la penetró. Ella sintió como si una tormenta se
formara en su interior. La sensación era desbordante y provocó que alcanzara el clímax con rapidez.


Él atrapó sus gemidos con la boca y los mezcló con el grito de placer que salió de su pecho. Después, la colocó de lado y la abrazó. Sus cuerpos seguían unidos y sus corazones latían con fuerza. Cuando, por fin, ella abrió los ojos, él la estaba mirando maravillado, y con las pestañas llenas de lágrimas.


—Te quiero —le susurró al oído, y la abrazó con más fuerza,
acariciándole la espalda despacio, una y otra vez, hasta que se quedó dormida.


La había echado mucho de menos.


Nunca se lo había dicho, no le había contado el infierno que
había pasado en el último año. Bueno, le había contado algunas cosas, pero nada parecido a lo que escondía en su 
corazón.


Pero ella había regresado, y él se aseguraría de no volver a
fallarle.


Se le estaba durmiendo el brazo, pero no quería molestarla.


Disfrutaba teniéndola entre sus brazos, y no estaba seguro de cómo se comportaría ella cuando se despertara.


¿Distante? ¿Arrepentida?


Esperaba que no fuera así.


Entonces, ella se movió, abrió los ojos y sonrió.


—Hola.


—Hola —contestó él, y la besó en los labios—. ¿Estás bien?


—Mmm. ¿Y tú?


—Sí, estoy muy bien.


—Se me ha dormido la pierna.


—Y a mí se me va a caer el brazo.


—Te dolerá.


—Ajá.


Ella sonrió.


—Una, dos y tres…


Él se movió y se quejó un poco, después, se rió y la atrajo de
nuevo hacia sí. Permanecieron tumbados, con los dedos entrelazados y las cabezas apoyadas en la misma almohada.


—¿Mejor?


—Mmm. ¿Pedro?


—¿Sí?


—Te quiero.


—Oh, Pau —él se acercó más a ella y la besó—. Yo también te quiero.


—Bien —murmuró ella.


Segundos más tarde, había vuelto a quedarse dormida.


Él sonrió. Bromearía sobre aquello al día siguiente.


Se acurrucó contra ella y se durmió.