jueves, 11 de mayo de 2017

PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 13




Pedro llegó a la M25 antes de recuperar el sentido común. 


Tomó la primera salida, paró en un área de servicio, apagó el motor y golpeó el volante con las manos.


¿Qué diablos estaba haciendo? ¡Ella sólo estaba bromeando!


Eso era todo. Nada drástico. Paula solía tomarle el pelo, pero él lo había olvidado. Había olvidado todo tipo de cosas. 


Lo que sentía al abrazarla, al acariciarla, al penetrarla…


Tragó saliva. No. No podía permitirse pensar en eso.


Era demasiado pronto, todavía le quedaba mucho para que Paula le permitiera tanto. Pero la deseaba, quería tocarla, abrazarla, sentir su calor.


Se sentía solo. Demasiado solo sin ella.


Así que no podía hacerlo, no podía tirar la toalla, dejar a sus
pequeñas y salir huyendo ¡porque ella había bromeado sobre el maldito ajo!


Tras un suspiro, arrancó el motor, salió del aparcamiento y
regresó hacia la A12 para volver junto a su esposa.



*****


Pedro no regresaba.


Paula estaba sentada junto a la ventana y, acurrucada contra el cristal, había esperado a que cerrara el pub, pero no había rastro de Pedro.


¿Y si había tenido un accidente? ¿Y si se había salido de la
carretera a causa del enfado? Durante los últimos días había estado muy enfadado, más enfadado de lo que ella lo había visto jamás.


¿Era culpa de ella?


Debía de serlo, si no, ¿qué más podía ser?


Y a saber dónde estaba él, quizá con el coche volcado en
cualquier lado.


De pronto, unos faros iluminaron el jardín, cegándola mientras Pedro apagaba el motor. Ella oyó cómo cerraba la puerta del coche y el sonido de sus pisadas sobre la grava.


Pedro se detuvo para mirarla a través del cristal. Después, negó con la cabeza y se dirigió a la puerta.


—Lo siento —dijo, una vez en el interior.


—No, yo soy quien lo siente —respondió ella, y se acercó—. No debería haber sido tan mala contigo.


—Está bien, no es culpa tuya. Reaccioné de manera exagerada.


—No, no. Lo hiciste lo mejor que pudiste. Yo sabía que no sabes cocinar, y debería haberte ayudado en lugar de ponerte en un apuro por haberme criticado.


—Mi intención no era criticarte. Sólo preguntaba. Lo siento si te pareció una crítica.


Demasiados «lo siento». ¿En boca de Pedro? Ella negó con la cabeza y se acercó a la cocina.


—Olvídalo. ¿Has comido?


—No. Me iba a casa. Llegué a la M25 antes de recuperar el
sentido común.


Paula frunció el ceño.


—¡Eso está a ochenta kilómetros!


—Lo sé. Estaba… Bueno, digamos que tardé un poco en
calmarme. Lo que es ridículo. Así que no, no he comido, y sí, por favor, si no se ha estropeado. Y no es que crea que quizá lo hayas estropeado. Yo ya hice mi trabajo.


—Está bien —dijo ella, dispuesta a comérselo aunque le dieran arcadas—. Bueno, creo que ¿estaba a punto de servirte un vaso de vino?


Él se rió.


—Suena bien.


—¿Blanco o tinto?


Pedro sonrió.


—Tinto. Compensará el ajo —dijo con ironía.


Paula sonrió y le dio la botella y un vaso. Se volvió hacia la paella, levantó la tapa y pestañeó al percibir su olor, pero sirvió los platos, se sentaron a la mesa y comieron en silencio. Hasta que, finalmente, Pedro empujó el plato y la miró a los ojos.


—Está un poco fuerte para mí —dijo él.


Paula dejó el tenedor y sonrió.


—Yo no tengo mucha hambre —mintió—. ¿Preparo té?


—No, estoy bien con el vino, pero sí me tomaría una tostada o algo.


—¿Queso con tostaditas? ¿O busco una tarta de manzana en el congelador y la meto en el horno?


—Suena bien. Podemos tomarla más tarde, después del queso.


Paula se rió, retiró los platos de la mesa, sacó el queso y metió la tarta de manzana en el horno. Después, sacó un vaso y se sirvió vino.


—Lo siento, no pensé que quisieras un poco.


—Está bien. No suelo beber porque sigo dando de mamar, pero esta noche… Bueno, he decidido acompañarte.


—Estupendo.


Ella lo miró por encima del borde del vaso.


—¿Por qué estabas tan enfadado? —le preguntó—. No sólo ha sido por lo del ajo.


Él suspiró y se pasó la mano por el cabello.


—No lo sé. Es este sitio.


—¿Esta casa? ¡Es maravillosa!


—Oh, estoy seguro, pero odio la idea. Eres mi mujer, Paula. No quiero que vivas en casa de otro hombre.


Ella lo miró, preguntándose si no lo habría perdonado demasiado pronto.


—Resulta que nosotras estamos contentas aquí.


—¿Y no podríais estar contentas en vuestra propia casa?


—¿Quieres decir en tu casa?


Él suspiró.


—No, en la tuya. Yo te compraría una, la pondría a tu nombre. Al menos, te debo eso, si no quieres regresar conmigo. Estamos hablando de darles una casa a mis hijas, por el amor de Dios.


—Yo puedo darles una casa a tus hijas.


—Sí, en casa de otra persona, ¡viviendo de su generosidad! No me gusta, Pau. No me gusta nada. No me gusta quedarme aquí, no me gusta la idea de que él pueda regresar en cualquier momento, ni de que tenga derecho a estar aquí. Quiero tener privacidad mientras solucionamos esto, y todo el rato me siento como si estuviera esperando a que apareciera él.


Paula lo miró pensativa y suspiró.


—Bueno, entonces, quizá no esté tan mal que quieras
comprarme una casa, porque él regresará dentro de un mes y yo me quedaré en la calle.


—Siempre podrías regresar conmigo.


—¿Al apartamento? No creo.


—Podríamos comprar una casa en Londres. En Hampstead, en Barnes o Richmond…


—O podría quedarme aquí, en Suffolk, cerca de mis amigos.


—¿Tienes amigos aquí?


—Por supuesto que sí. Están Juana y Pablo, y he hecho otros amigos, muchos, a través del hospital, del grupo de apoyo de gemelos, y de un grupo para madres que hay en el pueblo y que se reúnen a tomar café.


Él la miró como si fuera un bicho raro.


—O sea, que quieres quedarte aquí.


—Sí. Al menos hasta que sepamos qué va a pasar con nosotros. No tengo ninguna infraestructura en Londres, Pedro. Allí me sentiría muy sola y sé que, si vivimos allí, tú estarías todo el día fuera, yendo a la oficina a cada momento, y antes de que me diera cuenta estarías en Nueva York, Tokio o Sidney.


—Muy bien. Así que quieres una casa aquí. ¿Hay alguna en
venta?


Ella soltó una carcajada.


—No tengo ni idea, Pedro. No he mirado.


—¿Y qué pensabas hacer?


—No estoy segura —dijo, bajando la vista. «¿Volver con él? No. ¿Decírselo? ¿Llamarlo? Casi seguro, porque no hacerlo habría sido muy injusto».


—¿Cómo va la tarta?


—Oh. No lo sé.


Paula abrió el horno y la sacó. Estaba crujiente y olía de maravilla.


—Ya está.


—Pues vamos a comérnosla y ya nos preocuparemos por la casa más tarde.


Diablos. Paula quería quedarse allí, ¿en medio de Suffolk?
Con sus amigos. Unos amigos que él no había conocido, de los que sólo había oído hablar porque ella apenas los veía. 


Así que no había podido localizarla a través de ellos porque tampoco tenía ni idea de dónde encontrarlos.


Ella había quedado con Juana un par de veces, y había pasado un fin de semana, o dos, con ella, cuando todavía vivían en Berkshire.


Él recordaba que Paula había dicho que se mudaban, pero no recordaba adónde. Y puesto que él no sabía cuál era el apellido de Juana, no había sido de gran ayuda.


Y, para ella, ¿ellos eran más importantes que él?


No. Basta. Paula no había dicho eso. Simplemente había dicho que hasta que no supiera qué pasaba con ellos, prefería quedarse cerca de sus amigos y de sus quehaceres.


Era comprensible. Él se sentía completamente perdido sin su vida habitual.


—¿Está bien?


—¿El qué? —preguntó Pedro, frunciendo el ceño.


—La tarta. ¿Está buena?


La tarta. Él miró su plato y se percató de que apenas la había probado.


—Sí, está buena. Muy buena. Gracias.


—Estabas en otro planeta.


Él esbozó una sonrisa.


—No, estaba aquí mismo, preguntándome qué pasará después —confesó él.


—¿Después?


—Me refiero a la casa.


Paula lo miró un instante y, al notar que se ponía colorada, miró a otro lado.


—Ah. Um… Ya. Bueno, supongo que tendré que ponerme a
mirar.


¿De qué diablos creía que estaba hablando? A menos que…


No. No estaba interesada, ya se lo había dejado claro. Y de
hecho, aparte del beso que él le había robado, ella no lo había tocado más que por accidente.


Entonces, ¿por qué se sonrojaba?


—Podemos buscar en Internet —dijo Paula, y notó que a Pedro le cambiaba la cara.


—¿En Internet?


—Mmm… Hay en el estudio. Es de Joaquin, pero me deja que lo utilice. Me escribe frecuentemente y yo le contesto contándole cómo van las cosas y le mando fotos de Murphy y de las niñas.


¿Las niñas? ¿Le enviaba fotos de las niñas a Joaquin Blake? Pedro trató de dejar de pensar en él y de centrarse en el fondo del asunto.


En la casa había ordenador con acceso a Internet.


Lo que significaba que podía mirar su correo electrónico, estar en contacto con sus compañeros y empleados y mantenerse al tanto de lo que sucedía en el mercado financiero. Antes de que se volviera loco por la falta de información.


—Buena idea —dijo él—. Vamos a poner el lavavajillas y después le echaremos un vistazo.


—Claro.


Ella se acercó al fregadero y echó los restos de la comida en el triturador, después se volvió para recoger otras cosas y se chocó con Pedro, que llevaba un plato y una sartén.


—Huy —dijo él con una sonrisa, retirando la sartén a un lado.


Pedro sintió los senos de Paula contra su torso y vio que ella lo miraba sorprendida.


—Tranquila —murmuró él, y dejó la sartén y el plato otra vez en la mesa.


Después, negándose a perder el suave contacto, la rodeó con los brazos y la atrajo hacia sí.


—¿Pedro? —susurró ella.


Ese susurro fue todo lo que él necesitaba para saber lo mucho que Paula lo deseaba y, sin esperar a que le hiciera otra invitación, inclinó la cabeza, cerró los ojos y la besó.


Ella no podía permitir que lo hiciera.


No podía…


Seguro que sabía a ajo. ¿Cómo podía notarlo después de haber comido paella también? No lo sabía, pero pensó en el comentario sobre que no importaba porque no iba a besar a nadie.


Pero Pedro la estaba besando como si su vida dependiera de ello y, de pronto, a Paula ya no le importaba el ajo, sólo besarlo también, sentir la fuerza de sus brazos alrededor del cuerpo, su respiración contra la piel del rostro, su miembro erecto contra su cuerpo…


Pedro metió la mano bajo su jersey y le acarició un pecho.


—Pau, te deseo —susurró él, mordisqueándole el cuello y
provocando que se volviera loca.


Ella no podía detenerlo. No podía hacerlo, porque necesitaba aquello tanto como él.


O eso pensaba, hasta que oyó que una de las niñas estaba
llorando. De pronto, Pedro dejó de ser su prioridad y ella sintió que la pasión se desvanecía para dar paso al instinto maternal.


Pedro —dijo ella, volviendo la cabeza hacia un lado.


Él se quejó y apoyó la cabeza sobre su hombro.


—No, Pau. No me detengas, por el amor de Dios, por favor.


—Las niñas —dijo ella.


Él se quedó quieto un instante, después suspiró y se separó de ella, ligeramente sonrojado y con un brillo de deseo en la mirada.


—Más tarde —cerró los ojos y se volvió.


—No, Pedro. No creo que sea buena idea. Me voy a la cama.


—¡No!


—Sí. Lo siento. No… Todavía no estamos preparados.


Él resopló y Paula se marchó escaleras arriba sin esperar a que dijera nada más.


—No está preparada, Murphy. ¿Qué te parece?


Murphy movió el rabo y miró a Pedro, él suspiró y le acarició las orejas.


—Sí, estoy de acuerdo. Tonterías, ¿verdad? ¿Qué voy a hacer si nunca llega a estar lista, Murphy? Me estoy volviendo loco. Esta situación me está volviendo loco.


Pedro se sirvió el vino que quedaba en la botella y lo miró taciturno.


¡Si tuviera algo que hacer allí!


Algo más apasionante que llevarse a su mujer a la cama y
hacerle el amor hasta que no pudiera ni hablar ni respirar, sólo gritar y lloriquear de deseo.


Maldijo en voz alta y decidió encender el televisor.





miércoles, 10 de mayo de 2017

PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 12





Pedro corrió durante veinte minutos y regresó a la casa.


No era demasiado, pero lo justo para distraerse durante un rato y para no pensar demasiado.


La luz de la cocina estaba encendida y Paula lo estaba mirando por la ventana. No podía ver la expresión de su rostro, pero sí que tenía los brazos llenos de ropa para lavar o algo parecido, y que llevaba la bata que se había puesto la noche anterior.


Él caminó los últimos pasos hasta la puerta y entró. Murphy hizo lo mismo, pero estaba lleno de barro y mojado.


—¡Túmbate! —le ordenó ella al perro, y el animal se dirigió a su camastro, que estaba bajo la escalera.


—¿Es a él, o yo también tengo que hacer lo mismo? —preguntó Pedro.


Paula sonrió y lo miró.


—¿Te encuentras bien?


—Sí. Hemos dado una buena carrera…


Ella lo agarró por el brazo y lo miró a los ojos, de esa manera que hacía que él se sintiera incómodo y vulnerable.


—¿De veras estás bien?


—Estoy bien —contestó Pedro, porque era cierto. Sólo era que aquel DVD había conseguido emocionarlo y él odiaba perder el control de sus sentimientos.


—He preparado un té —dijo ella.


Pedro estuvo a punto de decirle que no quería más té, pero sonrió y asintió.


—Gracias. ¿Las niñas ya se han despertado?


Ella negó con la cabeza.


—No. Se despertarán pronto. ¿Por qué?


—Por curiosidad. Necesito darme una ducha, pero no quiero
molestarlas. Me tomaré el té y esperaré un poco, si puedes
aguantarme todo sudoroso y lleno de barro.


Ella lo miró de arriba abajo y se rió, pero mientras se volvía, él se percató de que se había sonrojado. ¿De veras? ¿Todavía tenía ese efecto sobre ella?


—Estoy segura de que puedo aguantarte mientras te tomas el té —dijo ella, y comenzó a doblar pañales como si su vida dependiera de ello.


Él pensó en el beso que le había dado y sintió que una oleada de calor lo invadía por dentro. Deseaba hacerlo de nuevo, deseaba abrazarla y acariciar su cabello alborotado. Besarla hasta que gimiera de deseo y le suplicara más…


—Pensándolo bien, será mejor que vaya a buscar la ropa que voy a ponerme después de la ducha —dijo él, y se dirigió a la puerta antes de quedar en ridículo.


—¿Qué pasa con la ropa que te compraste ayer? —preguntó
Paula.


Él se detuvo al pie de la escalera.


—Nada. Sólo que no estaba seguro de si sería adecuada para lo que vamos a hacer hoy.


—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó asombrada.


—Llevar a las niñas al mar —dijo él, improvisando—. Hace un día precioso y la previsión es que haga sol todo el día.


—En ese caso, los pantalones vaqueros y la sudadera te irán estupendamente. Siéntate y tómate el té. Si empiezas a moverte en la habitación contigua a estas horas, se despertarán y, sinceramente, me gusta disfrutar de la tranquilidad.


Él tragó saliva para aplacar el deseo que sentía. Pero no debería haberse preocupado, porque Paula se dirigió al cuarto de la lavadora. Él se llevó el té al sofá que estaba junto a la ventana y se sentó. Cuando ella regresó, lo tenía todo bajo control. 


Pedro tenía razón, hacía un día precioso.


Llevaron a las niñas a Felixstowe, aparcaron el coche y
caminaron por el paseo marítimo. Pedro empujaba el carrito y ella disfrutaba de la libertad de mover los brazos al caminar.


—¿Sabes que aparte de los viajes de negocios que hemos hecho al extranjero, ésta es la primera vez en seis años que hemos ido a la playa?


Él la miró de reojo y ella hizo una mueca.


—Supongo que tienes razón. No se me había ocurrido hacerlo, al menos no en Inglaterra. Y nunca me han gustado las vacaciones en la playa.


—No me refiero a las vacaciones en la playa —dijo ella—. Me refiero a dar un paseo junto al mar, con la brisa alborotándome el cabello y los restos de sal sobre mi piel. Es estupendo, saludable… ¡Maravilloso!


Entonces lo miró y vio que él la contemplaba con una mirada
inquietante que ya conocía. Se sonrojó y miró a otro lado.


—Oh, mira, está entrando un barco —dijo Paula. Era un
comentario ridículo porque habían entrado montones, pero al ver que Pedro esbozaba una sonrisa, sintió un nudo en la garganta.


Él no tenía derecho a hacerle eso, a provocarle tantos recuerdos con sólo una sonrisa. Quizá no hubieran paseado por la playa, pero habían hecho el amor montones de veces en la azotea de su apartamento, mirando al Támesis. Y ella sabía, con sólo mirarlo, que él estaba recordando lo mismo.


—Comprobaré que las pequeñas están bien —dijo ella, y se
acercó al carrito para taparlas. Después, caminó junto a él y se fijó en que parecía un padre de verdad, y no un hombre obligado a pasar tiempo con sus hijas.


—¿Pau? —él se detuvo, soltó el carrito y se volvió hacia ella—. ¿Qué ocurre?


Ella se encogió de hombros, él la rodeó con los brazos y la atrajo hacia sí.


—Eh, todo va a salir bien —murmuró Pedro.


Pero ella no estaba tan segura. Habían pasado menos de dos días y él ya había roto las normas, robándole el teléfono y tratando de localizar el suyo. Nadie sabía qué más podía hacer cuando ella no estaba presente. Pasaba despierto la mitad de la noche. ¿Habría usado el teléfono? ¿Y a ella le importaba? Mientras Pedro estuviera con ella durante el día, ¿le importaba que la engañara? ¡Sí! O no, mientras aprendiera a compaginar la vida laboral y la familiar.


—Vamos a tomar un café. He visto una cafetería cerca del coche. He traído la comida de las niñas y a lo mejor pueden calentársela.


—¿Cómo? —dijo él.


Ella pensó en su sudadera nueva y sonrió.


—No te preocupes. Si quieres, yo les doy de comer —prometió—. Pero tú pagas.


—Será un placer —tras suspirar aliviado, agarró el carrito y
continuó empujándolo el resto del camino hasta el coche.


Aquella noche, las niñas estaban cansadas.


—Debe de ser la brisa marina —dijo Pau, mientras les calentaba la cena.


—¿Eso tiene todos los nutrientes necesarios? —preguntó él, al ver la comida.


Ella lo miró como si estuviera loco.


—Es comida, no papilla preparada. Tiene pollo asado, brécol, zanahorias, patatas, caldo… Por supuesto que tiene todos los nutrientes.


—¿Y lo has cocinado tú?


—¡Pues claro! —dijo ella—. ¿Quién si no?


Él se encogió de hombros.


—Lo siento. Es sólo… Casi nunca te he visto cocinar, y no pensé que supieras hacer asados.


—No, por supuesto que no. Nunca teníamos tanto tiempo como para hacer algo tan insignificante.


—¡Basta, Pau! Yo sólo estaba…


—¿Qué? ¿Criticando cómo cuido a mis hijas?


—¡También son mis hijas!


—Pues aprende a cocinar para ellas —dijo enfadada, y le lanzó un libro de recetas—. Ahí tienes. En el congelador hay pechuga de pollo, carne picada, filetes de salmón, gambas y chuletas de cerdo. Elige lo que quieras. Puedes ir preparando la cena mientras yo acuesto a las niñas.


Y salió de allí con una pequeña en cada brazo.


Cielos, pensó Pedro. Él podía preparar café, tostadas y huevos revueltos como mucho. Y también sabía meter cosas en el microondas o descolgar el teléfono y hacer un pedido.
Pero, ¿cocinar? ¿Con ingredientes de verdad? Eso hacía años que no lo hacía. ¿Quince?


Abrió el libro y hojeó las páginas. ¿Qué era lo que servían en el pub? Pechuga de pollo con brie y beicon, o algo así. Había cheddar en la nevera. ¿Serviría?


Quizá. ¿Y habría beicon?


Se levantó e investigó el contenido de la nevera.


No había beicon, y quedaba muy poco cheddar.


Pero había pesto, y le parecía haber visto pasta en el armario de la cocina.


¿Pasta con pollo y pesto? Y ensalada con pipas tostadas.


No había ensalada. Y probablemente, tampoco tuviera pipas.


Sacó algunas cosas que había visto servir con platos similares.


Las dejó sobre la mesa de la cocina y trató de buscar una receta con esos ingredientes. Eligió una.


Buscó un cuchillo, la tabla de cortar y una sartén. Eso era lo que necesitaba, según la receta.


Partió el pollo, lo frió con aceite de oliva, cebolla y pimiento, abrió el pesto y descubrió que tenía moho.


¡Maldita fuera!


Pero también había arroz, y gambas… ¿Y si hacía una paella?


Agarró el libro de nuevo, preguntándose cuánto tiempo tardaría Pau en regresar a la cocina. ¡El suficiente para que él estropeara todos los ingredientes que tenía en la casa!


Más fácil. Pediría algo por teléfono. Pero se suponía que debía cocinar él, y no era su estilo rechazar un reto.


Así que… Paella. No podía ser tan difícil de cocinar.



****

—¡Oh! ¿Risotto? —dijo ella dubitativa después de mirar y
olisquear.


—Paella —le aclaró él—. El pesto estaba malo.


—Ah, puede ser. Había otro bote en el armario.


—Vaya. Bueno, me las he apañado —dijo, satisfecho consigo mismo.


Paula volvió a olisquear.


—¿Cuánto ajo le has puesto?


—No lo sé. Ponía dos dientes. Me parecía mucho, así que sólo eché uno.


—¿Diente o cabeza?


Él frunció el ceño.


—¿Cuál es la diferencia?


—La cabeza es el conjunto de dientes. Están todos juntos,
envueltos en una fina capa de piel blanquecina. El diente es cada cosa de las que hay dentro.


Él frunció el ceño de nuevo y miró a otro lado.


—Bueno, si ibas a quejarte, deberías haber estado aquí.


—Eh, no me he quejado.


—Todavía no la has probado.


—Bueno, quizá tenga mucho ajo. ¿Y qué? No voy a besar a
nadie, ¿no? —dijo ella.


Pedro se volvió y la miró.


—Se puede solucionar —murmuró, mirándola de arriba abajo como si fuera a quitarle la ropa.


—En tus sueños —masculló ella, y sacó dos cuencos—. Toma, sirve. Iré a buscar algo de beber. ¿Te apetece un poco de vino?


—El blanco, quizá. El tinto puede ser un poco fuerte.


—Oh, no lo sé —dijo ella—. Quizá para equilibrar el exceso de ajo…


«Idiota». Pedro tiró la cuchara de servir en la olla y salió al pasillo, desapareciendo por la puerta principal y dando un portazo mientras se ponía la chaqueta.


Vaya. No tenía que haberse metido con él. Sabía que Pedro no tenía ni idea de cocinar, y que lo había hecho lo mejor que había podido. Y, aparte de que había puesto mucho ajo y de que estaba demasiado hecho, no tenía mal aspecto.


Pedro arrancó el coche y salió derrapando en la grava.


Ella suspiró, tapó la olla y se sentó a esperar. O bien regresaba, en cuyo caso le pediría perdón, o no regresaba, en cuyo caso…


¿Qué? ¿Las niñas perderían a su padre y ella al único hombre que había amado, sólo por no ser capaz de mantener la boca cerrada?


«Maldita sea». Y ni siquiera podía llamarlo para pedirle disculpas.