sábado, 6 de mayo de 2017

CENICIENTA: CAPITULO 28





¿Bien?


Era el día más aterrador de su vida y Pedro ni siquiera sabía qué hacer.


—Abrázala, habla con ella y recuérdale que respire —le dijo Emilia cuando él la llamó asustado después de que le echaran de la sala para explorarla—. ¿Quieres que vaya?


—No. Sobreviviré. Ya te llamaré.


—Ya puedes pasar, Pedro —dijo la matrona.


Él respiró hondo y entró en el paritorio.


—Ha dilatado siete centímetros —le dijo, pero al ver que no comprendía nada, añadió—: Eso significa que ya puede empujar.


—Ah. Ya. Gracias —dijo, preguntándose por qué no había leído nada sobre partos.


¿Quizá por que había tratado de no pensar en el hijo que había concebido con otro hombre?


Trató de relajarse y agarró la mano de Paula. Poco a poco, ella se relajó también y la criatura nació.


Le colocaron al bebé sobre el pecho y ella lo agarró de forma protectora.


—Maravilloso —dijo él, y se agachó para besarla en la mejilla, sorprendido por lo violento del nacimiento y pasmado por el hecho de que las mujeres tuvieran hijos una y otra vez. Se pasó la mano por la nuca y suspiró—. ¿Te encuentras bien?


Ella se rió.


—Estoy bien. Dile hola a Lily.


—¿Lily? —sonrió él—. Hola, Lily. Me alegro de conocerte —le dijo, y le acarició el rostro con un dedo.


La pequeña se lo agarró y él se sorprendió de la fuerza que tenía aquella criatura.


Cuando le pidieron que saliera de la habitación mientras limpiaban a Paula, aprovechó para llamar a Emilia.


—Ya la ha tenido. Se llama Lily —le dijo con voz temblorosa.


Emilia chilló para llamar a Hernan y él se agarró el teléfono para felicitarlo.


—¿A mí? —dijo Pedro asombrado—. Todo lo ha hecho Paula, esto no tiene nada que ver conmigo.


Y aunque era cierto, le sentó como una bofetada. Lily no tema nada que ver con él, por muy mágica y perfecta que fuera. Era la hija de Paula, y él no debía olvidarlo.



*****


Era preciosa.


Pequeña, perfecta… Y todo era como un sueño hasta que Pedro las llevó a casa aquella tarde.


Al apartamento.


Había preparado la cuna para el bebé, y había cambiado las sábanas de la cama de Paula. Cuando ella se acostó, él llevó una bebida caliente y, tras asegurarse de que no necesitaba nada más, se dirigió a la puerta.


—¿Dónde vas? —preguntó ella.


—A la otra habitación. No quiero molestarte. Si me necesitas, estoy aquí al lado.


Ella deseaba decirle que se quedara, pero algo en la expresión de su rostro hizo que se callara.


—Gracias —le dijo en su lugar.


Pedro salió de la habitación y cerró la puerta.


Paula sintió ganas de llorar porque no habían dormido separados desde la primera noche que pasaron juntos y echaba de menos a Pedro.


De pronto, allí estaba, sola, con un bebé recién nacido y ninguna noción de cómo cuidarlo.


Tragó saliva y se incorporó. Le dolía todo y deseaba darse un baño.


Se dirigió al baño, abrió el grifo y se quitó el camisón.


Estaba metiéndose en la bañera cuando Pedro llamó a la puerta.


—¿Paula? ¿Estás bien?


—Sí —mintió con una mueca de dolor—. Voy a darme un baño.


—¿Puedo pasar?


Ella se disponía a decirle que no cuando él abrió la puerta y entró.


—Te dejaré tranquila. Avísame cuando quieras salir y te ayudaré —dijo Pedro antes de salir de nuevo.


Ella cerró los ojos y se relajó.


Imaginó que estaba en el jardín. Bernardo estaba con ella, mirándola con una sonrisa, y Jaime estaba detrás. La miraba, se volvía y se alejaba.


Ella lo dejaba marchar. No tenía manera de retenerlo, y no quería hacerlo. Él necesitaba ser libre, y ella también. Maravillosamente libre.


Al abrir los ojos, vio que Pedro estaba sentado en una silla, mirándola.


—Oh —dijo ella con sorpresa—. ¿Cuánto tiempo llevas ahí?


—¿Diez minutos? Llevas horas ahí dentro. Te has quedado dormida y la verdad es que no quería dejarte sola. El agua debe de estar helada, ¿quieres que te ayude a salir?


—Primero tengo que lavarme —le dijo.


Pedro abrió el agua caliente, agarró una esponja y le puso jabón. Después, empezó a frotarle la espalda, los brazos, los pechos, las piernas… La enjuagó con cuidado y la ayudó a salir. Le dio una toalla y la ayudó a sentarse en la silla.


—Llámame si me necesitas —le dijo, y salió del baño.


Ella se secó y se puso el camisón. Al salir a su dormitorio, vio que Pedro tenía a Lily en brazos.


—Estaba llorando —le dijo.


La pequeña se había calmado y lo miraba con los ojos bien abiertos. Paula sintió un nudo en la garganta. Pedro parecía muy cómodo con el bebé en brazos. Claro que había practicado con Kizzy, y Lucia, y estaba muy acostumbrado a los niños.


Era una lástima que no fuera estar presente para Lily. 


Porque no lo estaría. Ella lo sabía. Paula sólo era el ama de llaves, nada más. Y en el momento que hicieran la prueba de ADN y demostraran que Lily era la hija de Jaime, todo terminaría. La única luz al final del túnel era que todavía no habían encontrado el testamento, a pesar de que habían registrado todos los lugares posibles.


En el fondo, confiaba en que no lo encontraran, y que ella no obtuviera nada, porque quizá, con el tiempo, Pedro se daría cuenta de que la amaba tanto como ella a él.


Sintió que le flaqueaban las piernas y se dejó caer sobre la cama. ¿Lo amaba?


Por supuesto que lo amaba.


—Creo que tiene hambre —dijo él, y le tendió al bebé.


Ella se acomodó contra las almohadas, y empezó a darle de mamar.



*****


Durante los días siguientes, Pedro se preocupó de estar siempre cerca para ayudarla en caso de necesidad. Al cabo de una semana, regresó a su dormitorio con una extraña sensación de tristeza.


Su relación había cambiado desde que había nacido Lily. Y puesto que quería que Paula pasara todo el tiempo con ella, él intentaba mantener la casa limpia y ordenada.


—Necesitas una asistenta —bromeó Hernan un día, al ver cómo limpiaba el fregadero.


El resto de la familia estaba en el jardín.


—Es sólo una temporada, pero si no lo hago yo, ella se sentirá obligada a hacerlo.


Hernan lo miró pensativo.


—¿Cuánto tiempo vas a seguir engañándote acerca de que sólo es tu asistenta?


—¿Y qué diablos es si no?


Hernan se encogió de hombros.


—No lo sé. ¿Tu novia? ¿Tu compañera? ¿La mujer a la que amas?


—No la amo. Yo no quiero una relación.


—Bueno, me parece que sí que la tienes. Aunque no sepas cómo llamarla.


—Son complicadas e innecesarias.


—¿Innecesarias? De ninguna manera —dijo Hernan—. La necesitas, Pedro. Y ella te necesita a ti. No te hagas el loco.


—¿Eso me lo dice el hombre que me decía que no me implicara?


—Sí, pero eso fue antes de conocerla.


—¿Y qué ha cambiado?


—Tú has cambiado —dijo Hernan—. Estás contento. Feliz. Has dejado de pensar en todo lo de Kate.


—¿Todo lo de Kate?


—No sé lo que pasó. Supongo que te engañó. No sé por qué, porque no iba a encontrar a nadie mejor.


Pedro enjuagó el paño que había utilizado para limpiar los armarios y no dijo nada.


—De acuerdo, no hables del tema —dijo Hernan con un suspiro—. Pero piensa en ello. Piensa en Paula y en lo que significa para ti. Y no permitas que se te escape, Pedro. Es un encanto. Lista, divertida, inteligente, culta, provocativa, generosa…


—Déjala —soltó Pedro, y lo miró fijamente—. Estás casado, no lo olvides. Y si engañas a mi hermana, te mataré.


Hernan levantó las manos a modo de rendición.


—No tengo intención de engañar a tu hermana. La quiero con locura. Pero eso no me hace ciego e insensible, aunque, si tú fueras sensato, prestarías atención a lo que tienes delante de tus narices. Paula es lo mejor que te ha pasado nunca. No la dejes escapar.


Y sin decir nada más, salió por la puerta y se reunió con los demás en el jardín.


Pedro apretó los dientes y continuó limpiando la cocina. Le estaba quedando muy mal. Agarró el paño otra vez y limpió de nuevo los armarios.









CENICIENTA: CAPITULO 27





Al día siguiente, Pedro invitó a todos a una barbacoa y ella tuvo que comprar y cocinar para todos: Emilia y Hernan, Nico y Georgia, todos los niños, George Caudwell, el padre de Georgia, y Liz, la madre de Nico, Julieta y Andres Alfonso, los padres de Pedro y Emilia, a los que Iona nunca había conocido.


Finalmente, cuando ya todos habían terminado de comer, Hernan se sentó en la hierba junto a la silla de Paula y le dijo con una sonrisa:
—Tengo entendido que has viajado mucho. Dime dónde has estado.


Ella le estuvo contando cosas sobre Perú, África, Papua Guinea, y Borneo, y él le contó sobre Irak, Kosovo e Indonesia. Al ver que Emilia la miraba pensativa, Paula pensó: «¡Espero que no piense que me gusta su marido! Si Pedro se acercara a darme un abrazo…». Pero Pedro parecía evitarla, así que, al ver que Liz estaba cerca, se volvió hacia ella y le preguntó por su pintura.


—Oh, sólo pintarrajeo —dijo ella, restándose importancia.


Hernan se rió.


—Eres una mentirosa. Paula, tú has visto sus obras. ¿La marina del pasillo? ¿El tríptico del salón?


—¿Son tuyos? —preguntó Paula sorprendida—. ¡Guau! ¡Ojalá yo pintarrajeara así!


—¿A alguien le apetece un té? —preguntó Emilia.


—Yo lo haré —dijo Paula, y se movió para ponerse en pie.


Emilia se lo impidió.


—Nada de eso. Tú siéntate y habla con Hernan de política internacional, que sabes de eso más que yo, y mientras mi madre y yo prepararemos el té. ¿Verdad, mamá?


La señora Alfonso siguió a su hija hasta la casa y Paula se volvió hacia Hernan y dijo:
—¿Política internacional? ¿De veras?


Él se rió.


—¿De qué más te gustaría hablar?


Y como nunca había sabido morderse la lengua, Paula dijo:
—¿Quién era Carmen?


Al ver que Hernan ponía una expresión sombría, se arrepintió de sus palabras. Él miró hacia el mar y contestó:
—Mi primera esposa. Bueno, técnicamente. Me casé con ella para salvarla de una situación insostenible, y ella murió en un accidente. Estaba embarazada, y yo terminé teniendo que cuidar de Kizzy. Ahí fue cuando vi a Emilia otra vez. No la había visto desde hacía años.


—Pero la querías desde hacía mucho tiempo.


—Sí —la miró—, ¿Te lo ha contado ella?


Paula negó con la cabeza.


—No, pero tenéis ese tipo de confianza en vuestra relación que sólo se consigue cuando la pareja se conoce desde hace años. Os envidio. Yo nunca he tenido eso con nadie.


—Supongo que tendrá que ver con que siempre has vivido en sitios diferentes —dijo él—. ¿No crees que podrías asentarte en un sitio?


—Si alguna vez estuviera en el sitio adecuado en el momento adecuado.


—¿Y es éste?


Ella miró a otro lado.


—No lo sé. Puede que lo sea para mí. No sé para Pedro.


—No sé lo que sucedió con Kate, pero le hizo mucho daño. Sé buena con él, Paula. Es un buen chico.


—Lo sé.


Pedro se acercó a ellos y Hernan se puso en pie.


—Voy a buscar un té —dijo, y los dejó a solas.


—¿Estás bien? —preguntó Pedro al mirar a Paula.


—Estoy bien.


—¿Estás segura? Pareces dudosa. ¿Estás cansada? Puedes ir a tumbarte si te apetece. No tiene que quedarte aquí.


¿Era una manera de decirle que prefería que se fuera?


—No —dijo él, acuclillándose frente a ella y tomándola de las manos—. No era una indirecta. Sólo trataba de cuidarte.


¿De veras podía leer su mente?


—¿Quieres asegurarte de que descanse para esta noche? —dijo ella.


—Es una idea. Tuya, no mía, pero interesante —se puso en pie y le acarició el hombro—. Te ha dado el sol. Iré a por crema protectora.


Pero fue Georgia quien se la puso sobre los hombros y Hernan quien le llevó el té. Emilia se sentó a su lado y le dijo:
—Siento lo de la gata. No lo sabía… Pedro acaba de contármelo. Deberías haberlo dicho. Me parecía que estabas triste.


Y la abrazó, y Paula cerró los ojos y la abrazó también.


¿Sería cierto que aquella mujer que tanto había dudado de ella la semana anterior podría convertirse en una amiga para toda la vida? Eso sería estupendo. Si ella se atreviera a creerlo.


Pedro la miró y le guiñó un ojo, y ella sintió que una ola de placer recorría su cuerpo.


Era demasiado bueno como para ser cierto, pero quizá le había llegado el turno de encontrar la felicidad.


Entonces, George Cauldwell se puso en pie y llamó la atención de los presentes.


—Tengo algo que deciros. Sobre todo a Nico, porque siento que esto he de hacerlo bien. Le he pedido a Elizabeth que me haga el honor de convertirse en mi esposa, y ella ha aceptado, así que con tu consentimiento, Nico, nos gustaría
casarnos.


Nico los miró boquiabierto y abrazó a su madre y a su suegro.


—¡Granuja! —dijo por fin, y tomó a su madre en brazos y la volteó.


Después, le dio una palmadita a George en la espalda. Y justo cuando Paula pensaba que aquello no podía ser mejor, Pedro se acercó a ella y se inclinó para rodearla por los hombros y besarla en la sien.


—¡Qué bonito! ¿Verdad? —murmuró él—. Pensé que nunca llegarían a hacerlo. Me pregunto si David vendrá para la boda.


—¿David?


—El hermano de Georgia. Está en Australia. Él también me pegó cuando la besé.


—No me extraña que no volvieras a intentarlo —dijo ella con una sonrisa.


Él se rió y la abrazó, y después se enderezó dejando las manos sobre sus hombros.


Y Hernan, mirándola a los ojos, arqueó una ceja de forma casi imperceptible y sonrió.



****


Ese fin de semana fue el ejemplo de las siguientes semanas. 


Durante el día, Pedro trabajaba en el estudio de casa o iba al hotel, e Paula recogía la casa y preparaba la cena.


A veces, Pedro aparecía con los demás e improvisaban una barbacoa, o iban a la playa a jugar con los niños.


Ella se hizo muy amiga de Emilia y de Georgia, y ellas la aconsejaban sobre la maternidad. Paula no estaba segura de si sabían algo acerca de la relación que mantenía con Pedro, pero ella no iba a ser la que se lo contara. Sin embargo, tenía la sensación de que Emilia sospechaba algo.


—Eres buena para él —le dijo un día—. No puedo creer que haya cambiado tanto en tan poco tiempo. Es mucho más abierto.


Pero no dijo nada más, y Paula tampoco. Si Pedro quería que su hermana se enterase, se lo diría. Hasta entonces, ella se conformaba con disfrutar del tiempo que pasaban juntos en privado.


Hacía un verano maravilloso y ella se sentía tranquila y descansada.


Hasta que fue a hacerse una revisión y le dijeron que tenía alta la tensión.


—¿Estás preocupada por algo?


«Conscientemente, no», pensó ella. Pero su futuro era incierto y quizá eso la inquietaba. Todavía tenía pendiente el tema de la herencia y la prueba del ADN, pero no había querido pensar en ello.


—Puede ser. Pero nada grave.


—Tienes que descansar —le dijeron, así que ni siquiera continuó recogiendo la casa.


Pedro empezó a pasar más tiempo en casa, y ella empezó a pasar más tiempo en el jardín, tumbada en el banco y sintiéndose culpable por no hacer nada mientras esperaba a que naciera su bebé.


Y entonces, nació la pequeña. Dos semanas después de que Pedro montara la cuna en la otra habitación, provocando que terminara su bonito idilio.


Eran las cuatro de la mañana, y el sol comenzaba a asomar por el horizonte cuando ella notó la primera contracción.


Salió de la cama sin molestar a Pedro y bajó al piso inferior. 


Habían comenzado a dormir en la habitación de Pedro porque él tenía el teléfono y el despertador junto
a la mesilla, pero ella seguía utilizando la suya para descansar durante el día. Se dirigió allí y se sentó en la cama con las piernas cruzadas para observar la salida del sol.


A las cinco, empezó a encontrarse peor y, a las siete, estaba en el coche de camino al hospital.


—¿Estás bien? —le preguntó Pedro después de una contracción.


—Estoy bien —contestó ella con una sonrisa.